7

Aun visto con una lupa, el mensaje era confuso. Carré entendió que para matar a Vladimir tenía que entrar al Refugio con una máscara y dispararle al pecho de sopetón. Estaba escrito dentro de la cápsula, a contrapelo del código de Parabellum. Se puso el saco y salió a recorrer sucursales de bancos porque no quería correr el riesgo de usar las dos tarjetas en la misma máquina. Agotó la Visa en un cajero automático del Crédit Lyonnais, cerca del hotel, y se quedó con la American Express. El filatelista se había creído muy vivo al disimular su número secreto en un juego de estampillas de Senegal. Mientras hacía la cola frente a un distribuidor de billetes, Carré se decía que una mala noticia sumada a otra peor no podía complicarle las cosas a nadie. Guardó los papeles de quinientos e intentó otra vez, pero la máquina le negó la entrada. Levantó los ojos y miró las caras inexpresivas que esperaban en la cola. No imaginaban que hombres como él arriesgaban la vida para protegerlos. Carré había conocido a un confidencial francés en Atenas. Un marinero de Toulon que extrañaba los tiempos de Camus y de Sartre. Que había tomado partido por Malraux o Merleau-Ponty, no se acordaba bien. El día que François supo que los alemanes habían derribado el muro de Berlín volvió a su casa y se colgó de una viga. El Pampero les debía favores a los de Sûreté y Carré tuvo que ir a sacarlo. Lo bajó con una escalera de electricista y a la noche lo echó en una mezcladora de cemento. Ahora estaba empotrado en la pared de un edificio nuevo. ¿Lo sabía la mujer que sacaba doscientos francos de la máquina? No, pensó Carré, ni siquiera le importaba saberlo.

Cruzó la calle y compró una valija con la tarjeta. Si todavía no la habían anulado ya no lo harían hasta el día siguiente. En el hotel no tenía nada que le sirviera y como no pensaba ir a pagar la deuda, al que le darían una paliza sería al negro de la conserjería. Entró en la Gare de l’Est y cambió 350 francos suizos en papeles de a uno. Después fue al baño y para evitar confusiones tiró ocho billetes al inodoro. Se guardó en el bolsillo de atrás del pantalón los 342 de la contraseña y sacó un pasaje de segunda, como lo exigía el servicio.

Compró un traje, un sobretodo, ropa interior y tres camisas de algodón que pagó con American Express. Eligió el hotel Méridien porque vio un aviso en el diario, e hizo el trayecto en taxi. Tomó una habitación del último piso con el documento del filatelista y mientras firmaba el libro se preguntó si el diagnóstico era para el paralítico o para el tipo más robusto. Se dijo que tal vez era mejor guardarse el sobre y ahorrarle la mala noticia. Ese sería su acto de contrición. Dejó la valija abierta sobre la cama y fue a darse una ducha. Mientras sentía el agua tibia sobre los ojos cerrados memorizó una lista de las cosas que necesitaba. Una buena comida, un cortaplumas suizo y una máscara para matar a Vladimir el Triste. Se secó con la toalla chica y descolgó el teléfono para pedir una ensalada de mariscos. Por primera vez se sentía relajado, consciente de que su inexistencia podía ser útil a una causa. Se sobresaltó al pensar que tal vez Olga podía haberle mentido. ¿Y si la bala no fuera de goma? La sopesó con desconfianza y al fin la puso en la recámara de la pistola. Cumplía órdenes. Iba a violar la regla de neutralidad del Refugio que ni siquiera Fouché se había atrevido a desafiar cuando era comisario de Napoleón. Se vistió con la ropa nueva y comió tranquilo frente al televisor. De pronto cayó en la cuenta de que no tenía más balas y se preguntó qué haría si los otros confidenciales se largaban a perseguirlo. Aunque las consiguiera no estaba autorizado a disparar contra ellos. El mensaje de El Pampero no lo autorizaba a defenderse y el Refugio tenía una sola salida que daba a la rue Custine. Miró el reloj, apagó el televisor y salió al balcón a mirar el tránsito. Si no hubiera tenido la tumba en el Pére Lachaîse habría pensado que le tendían una trampa.

Llevaba tantos días de conversación con los muertos que se había vuelto desconfiado. Se tocó la cara. No la tenía mojada por el viento húmedo sino por el sudor. Volvió a la habitación y dibujó un plano del Refugio. Al fondo, de cara a la entrada, se sentaba Vladimir. El mostrador quedaba a la izquierda y a la derecha estaban las mesas. Si lo acompañaba la suerte podría abrir la puerta y disparar antes de que los confidenciales reaccionaran. Pero como tenía que darle en el pecho y disponía de una sola bala, lo más seguro sería avanzar unos pasos para no errarle.

Se puso el sobretodo, colocó la ropa usada en la valija y la guardó en el ropero. Levantó el teléfono para llamar otra vez a su casa. La voz de la inmobiliaria seguía allí. Evitó el ascensor y bajó lentamente por la escalera pensando una y otra vez en los inconvenientes que se le podían presentar. Afuera estaba húmedo y apacible. La gente llevaba los abrigos abiertos. Los caños de escape despedían un humo azulado. Hizo desaparecer las tarjetas de crédito en una alcantarilla y caminó por la misma vereda hasta un negocio de cotillón. Miró un rato la vidriera hasta que se decidió por una máscara de Michael Jackson. Era la que más se llevaba esa temporada. Mientras el vendedor se la envolvía se pasó mirando los estantes. De chico nunca había tenido juguetes así. Había fuegos artificiales para interiores, bombas de nieve, robots de Superman y brujas voladoras. Por ser grande se estaba perdiendo un mundo de maravilla. Pagó la máscara y salió sin saber adónde ir. No tenía apuro. Vladimir formaba parte del bar y solo se levantaba para ir al baño. A media tarde el Refugio estaba casi vacío. Era el momento ideal. Pero entonces casi nadie lo vería y Carré quería que ese instante resultara inolvidable en la historia de la red, que dentro de cien años todavía alguien comentara su hazaña.

Tomó el subte hasta el Pére Lacharse y fue a llevarse flores a la tumba. Encendió una vela y la puso adentro de la bóveda para que el lugar no estuviera tan oscuro. De repente, en la superficie redonda de la vela vio dos filas de números idénticos a los que había utilizado El Pampero en la cápsula de la Parabellum. Se puso los anteojos, sumó las cifras y llegó a la desesperante conclusión de que la llama había derretido parte del mensaje. Miró la hora y se dijo que lo más atinado era cumplir, al menos, con la parte de las instrucciones que ya conocía. La muerte de Vladimir y la partida a Viena estaban escritas en la cápsula y no admitían confusión. Se guardó el cabo derretido, prendió una vela nueva y echó una última mirada al busto. Aunque sucio por los pájaros, lucía joven y altivo. Imperecedero en el mármol, como decía la placa. Atravesó el jardín con la esperanza de que la parte del mensaje que se había quemado fuera solo la que contenía los saludos y las congratulaciones. Paró un taxi y le dio al chofer una dirección dos esquinas más allá del Refugio. Bajó en la rue Clignancourt. Mientras caminaba se desabrochó el sobretodo. No había ningún policía a la vista. Se detuvo a pocos metros de la vidriera, se inclinó como para atarse los cordones de los zapatos y se puso la máscara de Michael Jackson. Echó otro vistazo alrededor. Se sentía extrañamente seguro de sí mismo. Empuñó el arma, respiró hondo y justo a la hora del aperitivo, con el bar lleno de gente, cargó contra la puerta.

Tiró el seguro de la pistola y se abrió paso hasta que encontró la cara de sorpresa de Vladimir que movía un alfil blanco. Oyó risas, corridas y una silla que se volcaba. Levantó el arma con las dos manos y apretó el gatillo. La campera del ruso se incendió como si estuviera rellena de paja. El eco de la detonación quedó flotando un instante entre las mesas. Carré retrocedió apuntando para todas partes y antes de salir corriendo alcanzó a ver al joven Pavarotti que alzaba su copa para felicitarlo.