21

Cuando salió del balcón el viejo estaba como nuevo, saludó con un gesto y volvió a su habitación caminando derecho como si nunca hubiera tomado un trago. Carré sacó al prócer de abajo de la cama y volvió a ponerlo en el sillón. Lo notaba más pesado y al palparle los bolsillos encontró que estaban repletos. Ya sabía lo que era pero no quiso tocar nada antes de pensar en qué forma resolvería el problema. Fue a mirar afuera y encontró las huellas de los pies de Tom y el largo de su cuerpo marcado en las baldosas. Levantó un poco de polvo con los dedos y lo aspiró por pura curiosidad. Enseguida empezó a sentirse más entero, como si hubiera dormido veinte horas.

Nunca había probado cocaína y tenía un penoso recuerdo de la vez en que por error se había llevado unos sobres de un concierto de música pesada en Amsterdam. En ese tiempo su trabajo consistía en informar a El Pampero sobre los experimentos de alimentación aplicados a la ganadería holandesa. Estaba autorizado a asistir a las sesiones de heavy metal que organizaban los granjeros del sur. Entre las borracheras y los tumultos, Carré se internaba en los fondos oscuros de los establos y con un equipo especial de diminutas cucharas recogía al pie de los animales las muestras que le pedían de Buenos Aires. Ignoraba que los sobres para guardar la bosta holandesa eran idénticos a los que los dealers de la región usaban para aprovisionar a los granjeros. Una noche, en plena fiesta, le robaron todo lo que llevaba en los bolsillos y también los sobres recién cerrados que debía despachar al día siguiente. Cuando ya desesperaba de recuperarlos Carré vio a un petiso con aspecto de latino que barajaba decenas de sobres por debajo de la mesa. Eran tan iguales a los suyos que se quedó al acecho hasta que la luz se apagó y pudo recuperarlos en un forcejeo. Camino de la estación notó que tres hombres lo seguían de cerca y se refugió en los fondos de un monasterio. Allí quedó acorralado y a la madrugada le dieron una paliza tal que nunca más se metió con la droga.

Ahora que estaba en el balcón del hotel, acelerado por una extraña fuerza que le reanimaba las entrañas, miró la luz que salía de la otra habitación y se preguntó si la fuga de Sarah sería tan ardua como la suya. Volvió a la pieza y se sentó frente al prócer. Por un rato estuvo mirándolo como si esperara que empezara a moverse. Le había oído decir algo atroz respecto del futuro de la patria. ¿Qué secretos se había llevado? ¿Qué pasó con él para que todavía anduviera lejos y quisieran venderlo? De golpe se le cruzó por la cabeza que no le quedaba más remedio que entregarlo. Sería muy tonto hacerse matar justo ahora que se le presentaba la oportunidad de ganar millones.

Imaginó al prócer con un sable, cruzando montañas y valles desolados para ir a ninguna parte. Miles y miles de leguas andadas para nada. Batallas perdidas y triunfos sin premio. «En pelotas, sin comida ni pitanza», lo oyó decir. No pudo mirarlo a los ojos. Salió al corredor y se acercó a la puerta de Tom. Los papeles pegados en las paredes tenían frases sueltas, apuntes garabateados a la apurada. Entró sin hacer ruido y leyó «¡Bendrix, tengo miedo!». Y después, frente al baño destrozado: «Si pudiera me gustaría escribir con amor; pero si pudiera escribir con amor sería un hombre distinto al que soy». El viejo dormía con la cabeza apoyada en la mesa. El capuchón de la lapicera estaba en el suelo junto a la foto de un cuarto vacío. Las hojas escritas a mano habían quedado ocultas bajo las mangas del saco. Alrededor era como un campo de batalla. Le habría gustado leer algunas de las hojas apiladas bajo una taza sucia. Tom ya debía haber encontrado a su chica en la playa y sin embargo seguía ahí, ensuciándose los dedos con la huida de Sarah. Sacó unos cuantos cigarrillos del paquete y se los dejó sobre la mesa. ¿Y el Bendrix? ¿Por qué había elegido ese nombre estrafalario? En uno de los papeles, leyó: «Si se tiene la seguridad de poseer una cosa no se necesita usarla». El viejo dio unos ronquidos y agitó la cabeza sin despertarse.

Carré abandonó la habitación en puntas de pie y una vez en el corredor lamentó no haber salido con la pistola. Un hombre flaco y alto, vestido con un traje blanco de verano, y otro más corpulento, de minifalda y medias de lycra, curioseaban alrededor del prócer. El travestí llevaba las orejas de Minnie Mouse y unas pestañas tan largas que conseguía parecerse al dibujo. El de blanco podía pasar por alguien recién llegado del Caribe, solo que le faltaba el bronceado. Sostenía una vieja Luger con tal torpeza que Carré se tranquilizó enseguida.

—Disculpe la invasión —dijo el travestí—. Cambiamos las sábanas y enseguida nos vamos.

—Mi nombre es Roger Wade —intervino el otro—. Le estaba diciendo a su amigo que si precisan algo no duden en llamar al personal.

—No necesitamos nada —dijo Carré—. Avise que preparen la cuenta no más.

—¡Eh, no tan pronto! No se van a ir sin que los invitemos a cenar ¿verdad? Esta noche tenemos paella a la valenciana. Se la recomiendo.

—No se gaste —dijo Carré—, Tom ya me puso al tanto de todo.

—¿Tom? Es un fabulador profesional, no le haga caso. Llegó borracho y hace una semana que está borracho. Les toca el culo a los mozos y a la mañana sale a pedir limosna por la calle.

—Yo lo vi toqueteando a una rubia en el bar.

—También —dijo el travestí con indiferencia—. Es un viejo amigo de Roger y hace lo que quiere.

—¿Es buen escritor?

—Hace novelas con intriga —dijo Roger—. Valen lo que la gente paga para leerlas.

—¿Y usted?

—Yo quisiera que conversemos un rato para ver si juntos podemos ayudar a su amigo. No sé lo que piensa usted pero yo no lo veo en condiciones de andar caminando por ahí.

—Yo me arreglo, no se preocupe.

—No lo dudo. Tenemos a Fred en la enfermería y en una de esas se queda rengo para siempre.

—Parecía bastante fuerte.

—No se haga el cínico que no le queda bien —dijo el travestí y le cruzó la cara de una bofetada. Carré alcanzó a agarrarse del prócer que se puso a chillar y a insultar a Rivadavia.

—Tranquilo, Bibi —dijo Roger y le pasó un brazo sobre los hombros—. Vea, voy a serle sincero: la fundación anda en dificultades financieras y como van las cosas no podemos dedicarle a la literatura todo el tiempo que quisiéramos. Bibi está con un largo poema al que le falta tiempo para ser la última referencia de este siglo miserable. Marc está logrando lo que Bernhard nunca pudo, pero necesita tranquilidad. Yo mismo preparo unos cuenticos cortos y para que funcionen tengo que vaciarlos de todo contenido. Eso lleva tiempo, le aseguro. No se asuste, no lo voy a aburrir con literatura. Usted es un profesional en apuros y nosotros podemos darle una mano.

—¿Y cómo, si se puede saber? Porque lo que es usted no tiene ni idea de cómo se maneja un revólver.

—Puede ser, pero podemos organizar un hermoso velorio y mandar el ataúd a París en veinticuatro horas. Eso siempre que el muerto no se ponga a gritar, claro.

—Ajá, ¿y yo?

—Usted es uno de los deudos y viene con nosotros en el tren.

—No está mal. ¿Y con Pavarotti qué hacemos?

—¿Quién es ese?

—El gordo alto que vino a verme al bar. Es un tipo rápido.

—¡Ese que agarramos anoche! —dijo el travestí—, el que se parece a Schwarzenegger.

—Cómo que lo agarraron —se sorprendió Carré.

—Marc se lo levantó en el hall y después en la pieza se quiso hacer el macho.

—Imposible. No hay pederastas en la Argentina. Eso no.

—Está encerrado en el sótano. Si quiere, puede hablar con él…

—Ya ve que no siempre nos portamos como aficionados —dijo Roger—. Poco a poco vamos ganando experiencia. Tenemos que salir de la crisis, nada más. A propósito: su cirugía es de primera. ¿Dónde se la hicieron?

—En Viena. Parezco un imbécil, ¿verdad?

—Sí, pero con un no sé qué —dijo Roger.

—No sexualmente —intervino el travestí.

—Me refiero a otra cosa. Tiene un no sé qué de escritor sin inspiración. De esos que ponen la foto en la solapa del libro.

—No sé… —dijo Carré—, a veces me pregunto si no debería escribir mis memorias.

—Si se compromete a no publicarlas nunca, puede contar con el apoyo de la fundación.

—¿Y para qué las voy a escribir, entonces?

—En eso consiste el arte —dijo el travestí—, en la inexistencia del objeto y la negación del sujeto. Se publica por vanidad y la literatura no tiene nada que ver con eso.

—No sé si estoy de acuerdo —dijo Roger—. Kennedy Toole se suicida por pura soberbia. La soberbia del inédito. Además está seguro de que su mamita va a hacer publicar el libro.

—Se suicida por impaciente —contestó el travestí con desprecio—. Ya lo discutimos cien veces.

—Yo pensé que los libros se escribían para que la gente los lea —dijo Carré.

—Usted es agente secreto, ¿verdad? —preguntó Roger sin esperar la respuesta—. ¿Y en qué consiste su talento? ¡En que nadie se entere!

—A mí me conoce todo el mundo. Tengo una tumba con mi busto en París.

—Pero está aquí, vivo, trabajando como yo. Eso es doblemente genial.

—Sí, pero no tengo leyenda.

—De eso se trata, de crearla. Si usted publica está perdido. No hay leyenda, hay habladuría. Por eso cuando me dijeron que teníamos de huésped a un agente confidencial supe que nos íbamos a entender enseguida. Usted me presta a su amigo para ponerlo en un cajón y yo se lo devuelvo intacto en París.

—Sí, pero con Pavarotti encerrado en el sótano yo me pierdo el negocio. Él ya lo tenía vendido.

—¿Ve? —saltó el travestí—. Lo que ese tipo le proponía era publicar su obra maestra. Negociarla, arrojársela en bandeja a los comentaristas y los envidiosos. No, yo le ofrezco algo más noble, le propongo que su genio siga siendo inédito. Secreto como la creación. ¿Acaso conocemos a Dios? Solo vemos su obra imperfecta y de ella deducimos que hay un autor.

—Sí, pero ustedes llenan el cajón de cocaína y se hacen millonarios. ¿O me equivoco mucho?

—Pongámoslo en otros términos. Vamos a ahorrar algo de dinero para ponernos a escribir.

—Vea, yo no sé si tengo su vocación. El prócer, acá, se pasó la vida en cafetines de mala muerte, comiendo porquerías y tragando bilis por la revolución. ¿Para qué? ¿Para terminar como traficante de droga? No, gracias.

—Ya que sacó el tema —dijo Roger—, ¿qué se hizo de una caja que nos olvidamos acá en la pieza?

—Creí que era jabón en polvo.

—Puesto en París eso valía medio millón, señor mío.

—Vamos, Roger —dijo el travestí—. No seas tacaño.

—Está bien. Le ofrezco una caja grande, para máquina de lavar, ¿le parece bien?

—No sé. —Señaló al prócer—. Tengo que consultarlo con él.

—Piense tranquilo. Duerma un rato y a la noche nos comemos la paella. Ya lo tenemos todo planeado. Me falta su aprobación para escribir un relato de suspenso que pasa en un tren nocturno. Los personajes son un agente secreto, un muerto que habla y una banda de escritores que se han juramentado para no publicar nunca.