19
Carré fue detrás de Pavarotti y llamó un taxi para despistarlo. Lo hizo dar unas cuantas vueltas hasta que estuvo seguro de que el otro no lo seguía y volvió al hotel. Se registró con un nombre cualquiera y le dijo al conserje que estaba en Innsbruck para acompañar a su amigo a un especialista en enfermedades nerviosas. Marc le hizo una seña para que lo esperara y frente al ascensor le preguntó si necesitaba mujeres, travestís o blancas. Carré le pidió que le subiera un sándwich y le dijo que si veía a Pavarotti rondando por ahí le avisara enseguida.
Encontró al prócer en el suelo, desnudo. Se había deslizado del sillón y el golpe lo había desarticulado un poco. Le ató una toalla alrededor de la cintura, lo sentó y esperó a que Marc llegara con el sándwich. El botones le preguntó si su amigo quería cenar o tomar algo y curioseó un poco por la pieza. Carré le dio una propina y se lo sacó de encima.
Llenó la bañadera y se desvistió. Sumergido en el agua tibia no pudo evitar un vago pensamiento sobre los millones del coleccionista. Con esa plata podría ser alguien en la vida. Tener una casa en Niza, lejos de Pavarotti, y escuchar a Offenbach sumergido en un jacuzzi. No sabía bien qué era un jacuzzi pero pensó que sería agradable tener uno. Por las mañanas iría a practicar al polígono y de noche vería todas las películas que se había perdido en esos años. Cocinaría las recetas que los confidenciales de otros países le anotaban en las servilletas del Refugio y cenaría con el mejor champán. Tal vez encontraría a su chica caminando por la playa. Al fin y al cabo tenía una cara como la de Richard Gere o Harrison Ford. Quería llevar esa vida aunque fuera por un rato, para saber cómo era. Tirarse a la pileta y caminar por un campo de golf. Probar la marihuana y sentir las olas contra los acantilados. Emborracharse en una fiesta de ricos y que un valet lo acompañara hasta el coche llamándolo «Monsieur».
Así se quedó dormido. Cruzó Callao entre el tránsito y alcanzó a subir al colectivo. Un rengo vendía lapiceras por unas monedas y afuera empezaba a llover como la vez que fue al Tigre y se cayó de la lancha. El agua estaba muy fría y los muchachos se reían de él, que no sabía nadar. Alguien le acercó un remo para que se agarrara. Sus manos resbalaban y la garganta se le llenaba de agua. De pronto se despertó, helado. El agua rebosaba la bañadera y corría hacia la rejilla. Escuchaba gritos y golpes que venían de la habitación de al lado. El borracho rompía los muebles y alguien trataba de impedírselo. Oyó un vidrio que se quebraba y maderas estrelladas contra la pared. Se cubrió con la toalla y a los tropezones fue a ver si el prócer seguía en la habitación. Lo encontró cabizbajo, desdibujado en la sombra, con los ojos muy abiertos y vestido como para salir de juerga. «Si ves al futuro dile que no venga», lo oyó murmurar. Carré no recordaba haberle puesto el traje ni prendido el televisor. La puerta del balcón estaba abierta. Salió y vio caer una silla arrojada desde la pieza vecina. Por las dudas tomó la pistola y empezó a vestirse tratando de no pisotearse el pantalón. Ahora la pelea era en el pasillo y por los gritos se dio cuenta de que el borracho llevaba la peor parte. Entreabrió la puerta y distinguió una silueta fornida que se iba con una caja de jabón en polvo y una máquina de escribir. El pasillo quedó desierto, apenas iluminado por una bombita amarillenta. Se acercó a la otra habitación. Tirado en el suelo, el borracho gemía y respiraba con dificultad. Sintió el olor del tabaco y del alcohol descompuestos. El viejo trataba de ponerse de pie entre los restos de los muebles. Tenía el traje sucio y un clavel aplastado en el ojal. Las paredes estaban cubiertas de papeles escritos a mano y colgados con chinches. Las únicas cosas que parecían intactas eran la mesa y el velador que alumbraba el revoltijo. Aunque escuchó que el borracho lo llamaba volvió a su habitación y cerró la puerta con llave. La televisión había terminado y en la pantalla aparecían unos manchones ruidosos. Pasó al lado del prócer y fue a mirar de nuevo al balcón. Estaba tan expuesto que podían dispararle desde cualquier parte. También era posible entrar a la pieza a través de otros balcones y desde el techo. Imaginó que el hotel habría sido de lujo en los tiempos del Imperio y que la decadencia lo había convertido en albergue de rufianes y travestís corridos por la guerra contra el tabaco. Se sentía mejor después de haber dormido unas horas y decidió echar un vistazo al mapa para encontrar un lugar seguro por donde atravesar la frontera. Lo desplegó sobre la cama, acercó la lámpara y se puso los anteojos. Encontró un camino dibujado en línea de puntos que conducía a las cercanías de Milán por entre los Alpes. Su intuición le indicó que debía elegir ese. Desde allí podría subir a París para encontrarse con Pavarotti.
—Ya vamos, excelencia —le sonrió al prócer—, ya volvemos a casa.
Enseguida se arrepintió de haberlo dicho. Sonaba falso como los sermones de los curas. Dobló el mapa y se sentó en la cama con la mirada baja, evitando los ojos del otro.
—Es un país ingrato el nuestro, excelencia. No sabe las que pasé yo… Vea, una vez El Pampero me manda un mensaje: «Tiene que suprimir a un tipo pero el gobierno no sabe nada de esto, yo a usted no lo conozco, si lo agarran se jode», y me hace llegar la foto del punto. En ese tiempo yo me hacía pasar por agregado comercial en Bélgica. El tipo era un irlandés burrero que estaba metiendo la nariz en un asunto nuestro, una triangulación de misiles, no sé. Era algo gordo y el hombre nos quería chantajear. Me muevo un poco y me entero de que hay un confidencial alemán que me quiere ver. Un comunista que ahora hace espionaje industrial. Resulta que tenía el mismo encargo que yo y me dice «mire Carré, acá el que liquida al irlandés queda bien con dos servicios, así que le hago una propuesta». Yo le desconfiaba, pero a él le pagaban un adicional por esa clase de trabajos y a mí no. «Hágalo usted», me dice. «Es fácil y hay cincuenta mil dólares. Yo se los mando como garantía y cuando el trabajo esté hecho me devuelve la mitad». Yo le dije: para qué tanto lío, deme veinticinco mil y listo, no le debo nada. «No puedo», me contesta, «es plata negra y no se puede dividir. Usted la blanquea en París y deposita la mitad en mi número de cuenta, así el Partido no me retiene los aportes». Imagínese, me cayó bien que confiara en mí, así que acepto y me pongo a buscar al punto por todos los hipódromos y cervecerías. ¿Sabe dónde lo encontré? Colgando de una rama en el bosque de Vincennes. Antes que yo llegara lo habían agarrado los ingleses y tenía seis vueltas de alambre alrededor del cuello. Primero pensé que me habían arruinado el negocio pero como Londres no quería firmar el trabajo yo le propuse que me lo atribuyeran a mí. De paso todos quedaban debiéndome un favor. Un día llego a casa y en el buzón encuentro un sobre con plata. Los cincuenta mil dólares. Creí que andaba de suerte, que por fin las cosas empezaban a cambiar. Yo no me acordaba del número de cuenta del alemán así que deposité todo en la mía. Cuando lo vea le doy su parte, pensé. Unos meses después El Pampero me manda a Berlín para espiar a una delegación de comunistas argentinos. Me tomo el tren de la noche, tranquilo, y me quedo dormido. No me va a creer: al rato me despiertan a patadas en la cabeza. Una paliza terrible. Que dónde está la plata, que te robaste los aportes al Partido, qué sé yo. Me llevaron a Leipzig, me armaron un tribunal popular y ¿sabe cuánto me dieron por la cabeza? ¡Treinta años de trabajos forzados! Espionaje y atentado contra la seguridad del Estado. ¡Las que pasé, excelencia! ¡Las humillaciones que tuve que soportar! El director de la cárcel era un gusano. Si mi madre se enteraba de que tenía un hijo en la cárcel se moría de vergüenza… ¿Y qué hizo El Pampero por mí? Me negó, me negó como a un apestado. Bueno, de eso me había avisado, pero a los alemanes les dijo que yo era un delincuente común, que no valía nada. Diga que los comunistas estaban pasados de hambre y necesitaban carne, que si no todavía estoy adentro.
Esperaba una palabra, un rezongo, algo que lo ayudara. Recordó la conversación con Pavarotti y malició que podría jugarle una mala pasada o llevarlo a una trampa. Tenía que pensar un plan para evitar que le tendiera una celada en el camino. Sabía que no iba a pagarle por el prócer cuando podía quitárselo con la ayuda de un par de pistoleros. El Aguilucho tenía gente bien entrenada por el ejército, tipos capaces de vivir un mes sin tomar agua y después comerse una gallina cruda. Puso el reloj sobre la mesa, apagó la luz y cerró los ojos para relajarse. Sentía el silencio del prócer como una acusación de la Historia, como si Belgrano le quitara el saludo. ¿Cómo explicarle que eran muchas las cosas que no comprendía y que además estaba perdiendo la memoria? No recordaba haber prendido la televisión ni vestido al prócer. Tal vez nunca lo desvistió, aunque habría jurado que sí. Un muerto no podía ponerse la ropa solo, de esto estaba convencido. Concluyó que el cansancio le provocaba espejismos y que quizá todo lo que había visto y escuchado ese día no era más que una jugarreta de su imaginación exaltada. Y así se durmió, agitado y con pesadillas, hasta que, al rato, en la habitación de al lado empezaron a demoler el baño a martillazos.