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Carré mudó las provisiones al Volvo, llevó al prócer y le puso una pistola en la cintura. Estaba tan agotado y dolorido que se acostó a descansar en el asiento de atrás. Escuchó vagamente el ruido del coche que arrancaba y el ronroneo del motor lo sumió en un sueño profundo. Se despertó de noche, sobresaltado, con un mal presentimiento. ¿Por qué se había dejado estar? Ahora el coche se enfriaba junto a un barracón desierto y Carré sentía el olor del mar. Olga y el prócer habían desaparecido y lo primero que pensó fue que ya nadie volvería a contarle las hazañas de sus héroes preferidos. Tenía las manos atadas a la espalda y debió hacer un esfuerzo para sentarse y abrir la puerta. Oyó a lo lejos una banda que tocaba la Marsellesa y de pronto todo se le volvió transparente. Pensó que Olga había entregado el prócer al enemigo y se sintió cómplice de esa traición. No tenía idea de la hora pero sabía que era tarde y que en alguna parte, cerca de allí, el prócer se alejaba otra vez de la patria. Corrió a lo largo del paredón, tironeando para aflojar las ataduras mientras trataba de ubicar de dónde venía la música. La calle de adoquines se había hundido bajo el peso de los tranvías y la basura se pudría en las veredas. Cada cien metros colgaba una lámpara que se balanceaba con el viento. Carré llegó hasta un portón desvencijado y buscó un borde filoso para cortar las cuerdas. Al terminar la Marsellesa lo sorprendió que la banda encadenara con la Internacional. Hacía muchos años que no escuchaba la marcha bolchevique y su primer reflejo fue levantar el puño recién liberado, como lo obligaban a hacer en la cárcel de Alemania.

El aire traía la música por un callejón oscuro y hediondo donde se amontonaban cajones de pescado y contenedores repletos de ataúdes baratos. Cerca oyó el saludo de un barco y una salva de cañonazos que bien podían ser los que despedían al prócer. Se abrió paso entre los cajones, guiado por la música, hasta que desembocó en un muelle diluido por la bruma. En ese momento los músicos arrancaron con el Himno Nacional y Carré se quedó petrificado, sin saber qué hacer. En otro momento se hubiera puesto a cantar fuerte para que las voces de Olga y Pavarotti no se oyesen tan solas, pero sintió que no tenía derecho porque él había querido impedir que se lo llevaran. Subió a un contenedor y desde allí vio el féretro rodeado de fuegos vacilantes y banderas que flameaban sobre las cabezas de los soldados. Olga estaba vestida de negro y cubierta por un paraguas, igual que en el Père Lachaîse. Los relámpagos teñían el mar. Más allá, surcando aguas profundas, un lanchón británico arrastraba un barco de pabellón indescifrable. La banda acortó el Himno y el cura que le había orinado la tumba el día de su entierro sacudió inciensos y bendiciones. Un bersagliere italiano cubierto de penachos dio un paso al frente y sonó la trompeta del último adiós. Pavarotti, vestido de marrón severo, se acercó a besar el cajón y después saltó a la lancha. Carré levantó la mano para saludar mientras todos los sentimientos se le mezclaban y apenas podía contener las lágrimas. Olga plegó el paraguas y dos marineros movieron el ataúd para que la grúa se lo llevara ondeando en el viento, entre relámpagos amarillos y murciélagos perdidos. Carré pensó que después de todo había cumplido las órdenes de El Pampero y en el fondo de su alma sentía un orgullo reconfortante y sereno. Siguió con la mirada al prócer que se perdía entre la niebla, y supo que lo iba a extrañar como a un hermano.

Los soldados presentaron armas y el cortejo se alejó con Olga a la cabeza. A Carré le pareció que el oficial francés que la seguía le apoyaba un revólver en la espalda. Bajó del contenedor y rehízo el camino hasta donde esperaba el Volvo. Quería dejarle un mensaje a Olga para que supiera que no le guardaba rencor. Se ocultó en la esquina y observó los portones que se abrían para dar paso a dos camiones de soldados y las limusinas negras de los oficiales. Esos movimientos le recordaban las ceremonias en las minas de Manchester y en las cloacas de París, cuando el Jefe lo hacía condecorar en secreto. Esperó a que la calle quedara desierta y como Olga no aparecía se acercó al coche para escribirle unas líneas antes de desaparecer para siempre. Le puso una esquela breve y se atrevió a dejarle un beso a modo de despedida. Estaba firmando con su verdadero nombre cuando escuchó pasos y por las dudas se agachó en el asiento. Era el bersagliere que se alejaba solo, con la máscara de Prince, canturreando un aire napolitano. Carré abrió la guantera para cerciorarse de que Olga no había dejado un arma. Solo encontró los documentos del coche pero al apoyar la mano en el piso de la cabina se topó con la pistola que le había puesto al prócer. De inmediato se sintió mejor. Ahora debía buscar otro auto y manejar toda la noche. Pero antes quería pasear un rato por la playa. Se alejó calle abajo, extrañado por la tardanza de Olga, y mientras prendía un cigarrillo sintió un cosquilleo en la espalda como el día en que Pavarotti empezó a seguirlo. La calle estaba tan silenciosa y mal iluminada que apagó el cigarrillo antes de esconderse en el vano de una puerta. Se quedó ahí, con la espalda pegada al picaporte y le pareció que otros pasos se silenciaban al mismo tiempo que los suyos. En diagonal veía las luces de los barcos y si contenía la respiración podía escuchar el rumor de las olas rompiendo contra la escollera. Se quedó quieto para acostumbrar los ojos a la penumbra. Tenía la pistola y disponía de tiempo. Pensó en Tom y se dijo que tarde o temprano descubriría su verdadero nombre y leería la novela. Recordaba que los personajes se llamaban Sarah y Bendrix y que era una historia de odio que se convertía en amor. Eso le alcanzaba para averiguar el resto. Ahora que había arriesgado la vida empezaba a sentirse digno de ser alguien. Tal vez ese era todo el secreto. Por primera vez sintió la necesidad de acercarse a una iglesia no para dejar un mensaje sino para confesar que no sentía culpa ni pena.

Estaba ensimismado y se sobresaltó con el ruido de un disparo que venía de la barraca. Enseguida escuchó un estallido de vidrios y una silueta de mujer saltó por la ventana. A toda carrera, con la pollera rota, llegó al Volvo. El coche se negó a arrancar. Durante unos segundos interminables solo se escuchó el ruido de la batería que empujaba en vano. Un cuzquito blanco cruzó la calle y al pasar frente a un portón se puso a ladrar. Carré se dijo que ahí estaba el otro. Preparó la pistola y esperó agazapado. Al fin el motor se puso en marcha y se encendieron los faros. Toda la calle se iluminó y entonces Carré comprendió que se había equivocado. El cura estaba enfrente, apostado detrás de un quiosco cerrado, con una ametralladora que le asomaba de la sotana. El coche retrocedió quemando las cubiertas y otra bala golpeó la carrocería. El pistolero era tan descuidado que salió al descubierto, haciéndose el Mike Hammer. No había terminado de poner la rodilla en tierra cuando Olga le echó el coche encima y lo arrastró contra una pila de contenedores. Entonces el cura empezó a escupir fuego como si tuviera munición para toda la noche. El coche retrocedió para doblar por un callejón. Carré disparó contra el quiosco para cubrirle la retirada y se arrastró hasta una pila de basura. El cura tiraba desde su trinchera y los desperdicios volaban formando una polvareda de color repugnante. Algunas balas pasaban arrastrando latas vacías y desparramando cascotes. Carré, apretado contra el suelo, esperaba el momento en que el otro tuviera que cambiar el cargador. Ya quedaba poca basura con la que cubrirse y tomó impulso para rodar hasta otro montón. El cura no era hábil con el gatillo pero estaba todo de negro y se hacía difícil distinguir su silueta. Carré no quería perder las pocas balas que tenía. Al oír el clic del percutor en el vacío se dijo que por fin llegaba el momento de hacerle pagar la ofensa del Pére Lachaîse. Recordó la meada y el chicle que había recogido en la tumba y corrió a buscar otro ángulo para apuntar. No se le ocurrió que el cura podía llevar también un revólver y al escuchar el silbido de la bala se dejó caer en medio de la calle, sorprendido y maldiciéndose. El cura siguió vaciando el revólver contra el empedrado. Las balas sacaban chispas de los adoquines que devolvían piedras y plomos para todas partes. Una bala pegó en la saliente de la vía y Carré respondió con dos tiros que sacudieron el quiosco. El cura se enfureció y cargó la ametralladora dispuesto a terminar el asunto de una buena vez. Justo cuando se asomaba para apuntar, el Volvo apareció en la esquina como un bólido y se llevó el quiosco por delante. Carré se cubrió la cara mientras le caían encima chapas y caños deshechos. Vio la sotana detrás del poste de la luz y le acertó justo arriba del crucifijo. Esperó un momento para verlo caer y corrió hacia el coche que lo esperaba con el motor acelerado. Olga arrancó a toda velocidad.

—Leí su mensaje —dijo—. Nunca hay que despedirse antes de tiempo.

—Carajo —suspiró Carré—, y yo que quería caminar por la playa…

—Allá vamos. Tenemos que cambiar de auto.

El motor hacía un ruido lastimoso y el viento helado entraba por un agujero del parabrisas. Llegaron a un restaurante de la costanera y Olga metió el Volvo en el estacionamiento más alejado.

—Voy a arreglarme un poco que parezco una bruja. ¿Sabe levantar un coche?

—Si no es de los nuevos…

—Pruebe esto —le alcanzó algo parecido a un control remoto—. Busque uno cómodo que el viaje es muy largo.

La miró alejarse hacia el restaurante con un maletín en la mano. Parecía una viuda respetable en busca de consuelo. Antes de pasar bajo la marquesina se detuvo a sacarse la arena de los zapatos. Al verla llegar, un chico de uniforme se inclinó y fue a abrirle la puerta.

Carré estaba en mangas de camisa y empezaba a tiritar. Revisó los bolsillos del pantalón aunque sabía de antemano que junto con el saco había perdido el recibo de las fotos que le había dado Pavarotti.

Tomó las llaves del coche para sacar el pulóver del baúl y al abrirlo casi se cae de espaldas: el prócer estaba ahí, otra vez de traje, como un borracho que duerme a pata suelta.