20

Se tapó la cabeza con la almohada y trató de dormir igual. Ya tenía bastantes problemas como para verse mezclado en los de otros. Le importaba un pito que el borracho tirara el edificio abajo mientras no intentara acercarse al prócer. Pero por el ruido que hizo la mampostería al derrumbarse Carré intuyó que estaba en peligro. Saltó de la cama y manoteó la pistola aunque apenas podía ver entre el polvo que caía del cielo raso el yeso que se desprendía de las paredes. Encendió la luz y avanzó a tientas hasta el sillón, guiándose por la voz del prócer que se quejaba del ruido que hacían en el Cabildo. La lámpara del techo se movía como en un temblor de tierra y el espejo del baño se hizo añicos sobre el lavatorio. Carré tomó al prócer de la corbata y lo tiró al suelo para meterlo abajo de la cama. Mientras lo arrastraba sobre la alfombra escuchaba los insultos del borracho. Pensaba que de un momento a otro todo iba a derrumbarse y se apresuró a cubrir la cara del prócer con una almohada por si la cama cedía bajo el peso de los escombros. Se levantó y corrió a la puerta sosteniendo el arma con las dos manos. Los martillazos eran cada vez más fuertes y al ganar el pasillo oyó un ruido de cerámicas quebradas y de cañerías que estallaban. Pateó la puerta de la habitación y entró tambaleándose entre los restos de muebles y la cascada de agua que salía del baño. Entre la polvareda Carré reconoció una silueta fornida que lo amenazaba con una maza de demolición. Tenía poco más de veinte años y llevaba un traje de yuppie en el que podían caber cuatro o cinco personas más. Sudaba a mares y sonreía como si lo hubieran sorprendido cazando moscas con una palita. La maza era redonda de un lado y tenía un pico del otro. Todavía quedaban en pie los toalleros y una calcomanía que invitaba a ahorrar agua. Lo otro eran cascotes y azulejos entre los que serpenteaban caños aplastados.

—Hoy no hay función, estimado —dijo el fornido, que se bamboleaba bajo el peso del martillo—. Vaya a que le devuelvan la plata.

—¡Salga! —gritó Carré—. ¡Deje eso y desaparezca!

El tipo lo miró como si sintiera vergüenza ajena. Después empezó a reírse.

—¿Y el juguete? —señaló la pistola—. ¿Ni siquiera me va a amenazar? A mí me dijeron que este era un trabajo peligroso.

—¿Quién se lo dijo? ¿Pavarotti?

—No, Caruso —contestó el fornido y descargó un mazazo como para aplastar una vaca. Carré alcanzó a sacar el pie y sintió que el piso temblaba. Antes de que el otro consiguiera enderezarse le dio un rodillazo en la cara y levantó la pistola. El fornido se llevó las manos a la nariz y cuando vio sangre empezó a gritar en italiano y a buscar una piedra para devolver el golpe. Carré intentó pegarle de nuevo pero el otro llegó antes con una derecha en el estómago. Había comido tan poco que ni siquiera se ahogó. Retrocedió hasta la habitación donde el viejo custodiaba la única silla sana y se apoyó en la pared para tomar aire. El fornido salió del baño teñido de blanco, con el pantalón caído. Trataba de levantar la maza. Carré le disparó a las manos. La bala picó en el acero con un sonido seco y se le metió en la pantorrilla. El tipo retrocedió a los saltos y se detuvo bajo el marco de la puerta.

—Joder —dijo—, era peligroso el hijo de puta.

Carré lo miró alejarse a los tumbos por la escalera. El agua empezaba a correr por el pasillo hacia el ascensor descompuesto.

—¿Usted qué viene a romper? —preguntó el viejo y se sirvió un trago.

La mesa estaba llena de colillas, lapiceras y pelotas de papel. Entre los dedos sucios de tinta tenía un cigarrillo a punto de quemarle las uñas. Hablaba un inglés igual al de los agentes de la Security.

—Su cabeza —dijo Carré—. Si sigue haciendo barullo vuelvo y le rompo la crisma.

El viejo asintió y apuró el vaso.

—De paso traiga algo de comer —dijo y se subió a la mesa para sacar una pila de papeles que había escondido sobre el rollo de la cortina.

Al salir Carré hecho un vistazo al baño. Una bomba no hubiera hecho el mismo efecto. En todo caso, pensó, el fornido no iba a volver por algún tiempo. Igual cerró su habitación con llave y puso la alfombra plegada contra la ranura de la puerta para que no entrara el agua. En el balcón no vio nada que lo inquietara pero igual decidió tomar algunas precauciones. Fue a buscar el jabón de baño para rayarlo y cubrir el piso de la terraza. Así había atrapado a un confidencial chileno cuando lo mandaron a Bruselas por el litigio de fronteras. Pero ahora no tenía más jabón y se puso a buscar algo parecido en el ropero y en los cajones del armario. En una alacena alta, que parecía condenada, encontró lo que necesitaba. Alguien se había olvidado una caja de jabón para lavar la ropa igual a la que vio llevar al fornido. La puso sobre la mesa, abrió las bolsitas con mucho cuidado y con un vaso esparció el polvo por el balcón. Le alcanzó justo para cubrir toda la superficie. Ahora si alguien pasaba por allí dejaría sus huellas y el jabón se le pegaría en los talones. Carré se fijó abajo de la cama para estar seguro de que el agua no hubiera tocado al prócer y pensó que todavía estaba a tiempo de despertar a algunos alemanes. Marcó un número que le dio ocupado y disco de nuevo. Mientras contaba los llamados oyó que golpeaban a la puerta. Eso lo distrajo y al otro lado de la línea una mujer respondió con voz soñolienta. Carré colgó, contrariado, y fue a buscar la pistola que había dejado sobre la cama. Antes de responder se fijó en que el prócer estuviera bien escondido.

—¡Monsieur! ¡Por favor! —gritaba el borracho y golpeaba con los nudillos.

Levantó la pistola y abrió la puerta de golpe. El viejo tenía los pies en el agua pero ni siquiera se daba cuenta. Carré miró a uno y otro lado del pasillo y le hizo seña de que entrara.

—Perdone pero me quedé sin cigarrillos.

Carré le señaló el paquete que estaba sobre la mesa. El viejo prendió uno y se sentó en la cama.

—No hay caso, no sale —dijo en voz baja.

—¿Qué es lo que no sale?

—La fuga de Sarah. Es una fuga hacia adelante, por encima de su educación sentimental. Una actitud más bien religiosa o moral, llámela como quiera. Ya la escribí seis veces y no funciona.

—Pruebe sin whisky.

El viejo sonrió con un dejo de amargura.

—Cuando empecé pensaba que era una historia de odio, pero ahora no estoy seguro. Me miro al espejo y no hay nada. Llevo escritas veinte novelas y siempre me pasa lo mismo.

—Es que ya no hay nada en los espejos —dijo Carré—. ¿Puedo ayudarlo en algo?

—Nadie puede. Lo tengo todo en la cabeza, palabra por palabra, pero aquí no hay nada —se tocó el pecho—. Necesito un odio profundo, un odio de mujer herida, y lo único que tengo es indiferencia. Tal vez esté demasiado viejo. Perdone que le dé la lata pero estoy un poco borracho y ando con insomnio.

—¿Qué hace en este lugar?

El viejo movió la cabeza como si no estuviera seguro.

—Me invitaron a dar una conferencia y se olvidaron de pasar a buscarme. Tengo los gastos pagados.

—¿Los muebles también?

—Supongo que sí. Hay gente que piensa que soy un buen escritor pasado de moda. El Times dice que hasta puedo ganar el Nobel.

—Seguro. ¿Cómo me dijo que se llamaba?

—Tom, si le parece. Ahora no me atrevo a darle otro nombre. Mi autoestima anda por el quinto subsuelo.

—¿Quién era el tipo del martillo?

—Gente de la casa. A veces se les pierde la mercadería y se ponen nerviosos.

—¿Y por qué se les pierde?

—De descuidados que son. Usted sale un momento de su habitación y corren a dejarle el paquete por si viene la policía. De vez en cuando cae un borracho que tira todo al inodoro y entonces mandan un albañil a rescatar lo perdido. No es mala gente pero de drogas y de hotelería no entienden nada.

—Vamos, Tom, esto no parece un hotel.

—Nunca hacen las camas ni cambian las toallas pero Roger suele visitar a los clientes para ver si todo anda bien. Está lleno de putas retiradas, travestís y rockeros fracasados. No se preocupe, nadie lo va a molestar.

—¿Por qué se llevaron su máquina de escribir?

—Habían puesto unos sobrecitos adentro y no los podían sacar sin romper el teclado. No sea demasiado severo con ellos. Me prometieron que mañana me la traen. Yo igual hago mis dos páginas por día, llueva o truene. Mejor dicho, las hacía hasta que me quedé bloqueado con Sarah.

—Y por eso rompe los muebles.

—Trato de odiarla, eso es todo.

—¿Sabe? Me parece que voy a tener un disgusto…

—¿Por qué, si usted no escribe?

—Encontré una caja de jabón y la desparramé en el piso del balcón.

—Eso es mucha plata tirada. ¿De qué se ocupa?

—Soy un espía muerto de un país que no existe.

—Eso debe ser incómodo.

—No sé quién está de mi lado ni quién va a matarme. Me hicieron una cara nueva y tengo que aprender a vivir con ella. No conozco una sola persona que tenga una foto mía para saber cómo era antes. Lo que usted ve es una máscara.

—No es el único, hombre. Mire a su alrededor. La gente descubrió que es más llevadero usar una cara ajena. Un modelo con una historia bien armada siempre es mejor que andar preguntándose quién es uno. Si usted lleva la cara de Elvis Presley ya se siente alguien, ya tiene una vida vivida, una leyenda, no necesita cazar la ballena blanca.

—Sí, pero yo además tengo un muerto abajo de la cama. Creo que a usted se lo puedo decir.

—¿Lo mató usted?

—Tiene más de un siglo.

—No se preocupe, Roger lo va a entender. Aquí los clientes son una excusa. ¿La mercadería está en el balcón, me dijo?

El viejo se levantó y fue a encender la luz de afuera.

—Carajo, qué desperdicio.

—¿Roger es el dueño del hotel?

—Roger Wade, sí. Cuando era joven publicó una buena novela y después nada más. Los críticos creen que desapareció en Marruecos y lo adoran. Le hicieron una leyenda y tiene que cuidarla. No puede volver a publicar porque rompería el encanto.

—Entonces es un hombre muerto.

—Algo así. Compró el hotel y armó una especie de fundación para escritores inéditos. La condición es no publicar nunca. Ahí se ven los valientes. Una vida escribiendo para nadie, sin lectores ni posteridad. El chico ese al que usted le arruinó la pierna tiene un par de novelas que avergonzarían a Pynchon, a Handke y a toda la chusma literaria.

—A mí me pareció un pistolero de morondanga.

—Es que no tienen ninguna experiencia. Roger está tratando de sacar el negocio adelante pero si no pone un poco de orden la leyenda se le va a venir abajo.

—¿Por qué rompieron su baño?

—Eché un par de bolsas de hachís en el inodoro y tiré la cadena. Eso los pone nerviosos, pero si me pegan salen en los diarios. Mandaron a Fred a ver si podía destapar la cañería.

—Con tanto ruido va a caer la policía…

—La policía llega cuando usted ya vendió y tiene la plata, si no, dónde está la ganancia. El problema de Roger es cómo mandar la mercadería a París o a Londres. Si resuelve eso está salvado.

—Si quiere puede venir a dormir aquí. Yo ya me iba.

—Le agradezco. Creo que antes de mandarse a mudar va a tener que explicar por qué anda tirando cocaína por la ventana. No sé si la historia que me contó le va a servir. Ahora si me permite voy a tomar un poco de aire en su balcón. Tengo que rehacer el capítulo con la fuga de Sarah y necesito estar bien despierto para odiarla con todas mis fuerzas.