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Bailaban apretados, moviéndose apenas, acariciados por la nieve. Del estéreo del coche salía un bolero pero ya no hacían caso de la música y cada uno soñaba cosas distintas. El prócer tarareaba un aire de otros tiempos, una canción olvidada que lo había alegrado una vez. Solo quedaban a lo lejos las luces de la escollera y en la noche cerrada se recortaba el vestido blanco de Olga que bailaba con la chica del tren. De a ratos Carré llevaba a Susana de la cintura y ya no le hacía preguntas ni le guardaba rencor. Todo le parecía lejano y diluido en los labios de Olga, perdido en el calor de sus pechos. Se sentía ligero y contento de tropezar en la arena como si estuviera en una vieja película en la que todos los entusiasmos eran posibles. No la había herido y creía que no dejaba en ella ningún rastro, nada que pudiera recordar. Quizá un instante de alivio, una pausa breve como una siesta. La noche se iba, apartada de la mansedumbre y el silencio de otras en las que copiaba cadenas de la suerte y tiraba naipes de solitario. No le preguntó si también ella pasaba largos insomnios. Se lo había adivinado en los suspiros roncos y en los jadeos contenidos. Lo sintió en sus dedos ansiosos, desesperados por encontrar un lugar donde perderse. ¿Y Carré? ¿Qué cara tenía detrás de la que le puso Stiller? ¿Qué les esperaba ahora que ellos estaban de más, figurines de Gardel, soldaditos de Lenin? Tal vez un eterno baile sobre la playa desierta. Pasos que no dejan huella. Aires de milonga amodorrada y palabras vacías como las del prócer, que no paraba de repetir su casete de imitación. Sollozos largos de un violín de otoño. Heridas en el corazón y una monótona languidez, como decía el verso de Verlaine. Y sin embargo estaban vivos, aferrados el uno al otro, esperando que el amanecer no llegara nunca. Carré fingía que las lágrimas de ella eran nieve derretida que podía apartar con una caricia. Acaso Olga no hacía otra cosa que compadecerse de él o le bastaba que la hubiese seguido al mar sin saber nada. Estaban dentro del espejo reflejando a otros que no conocían. Figuras que giran y giran como muñecos de una caja de música.
—Vamos. No quiero ver el amanecer.
—¿Ya?
—Ya.
Carré le cubrió los hombros con el pulóver y se sonrieron con timidez. El prócer guardaba silencio, lleno de arena, con el saco desabrochado y el pelo en desorden como si hubiera bailado toda la noche. Recién entonces Carré se dio cuenta de que, fuera quien fuese, no había llegado a viejo. En una de esas lo habían matado los disgustos, las traiciones o las batallas perdidas, vaya a saber. Lo acomodó al lado de Olga y fue a sentarse atrás sin hablar, inclinándose para salir del campo del retrovisor. Ella se calzó los zapatos y arrancó por la costanera.
—Tenemos que robar un auto —dijo—. Siempre estamos robando algo, ¿no?
Carré asintió en la oscuridad. También ella había tomado cosas suyas. La ilusión que tenía antes y que no podría contarse más. Le había robado su mentira piadosa y tendría que inventarse otro pasado, como Pavarotti, algo que pudiera caber en cualquier bolsillo.
—Aquel —dijo Olga—, el Toyota.
Carré hizo saltar el seguro de las puertas y llevó al prócer con él. Olga se sentó al volante y con un cortaplumas consiguió hacer girar la dirección.
—Maneje usted que necesito dormir un rato.
El motor arrancó con un sonido casi inaudible y Carré condujo siguiendo la costa hasta que encontró la salida a París. La nieve dejó de caer y con el alba asomó un sol tímido. Pensó que las cartas estaban echadas y que nunca más volvería a ver el mar.