25
Puso a correr el agua de la bañadera y esperó a que se llenara sentado sobre la tapa del inodoro. Apartó los pedazos de espejo desparramados en el suelo mientras sentía el estómago revuelto. Un gusto ácido empezó a quemarle la garganta y pensó que le habían caído mal las salchichas. Levantó la tapa y se inclinó a vomitar. Al principio fueron arcadas secas y dolor en la espalda hasta que tuvo un mareo y se agarró del lavatorio. Las piernas se le aflojaron y fue postrándose hasta quedar de rodillas como cuando esperaba su turno en el confesionario. Trozos de espejo, aquí y allá, le devolvían fragmentos de un miedo sordo. El suyo o el del otro que había creado Stiller. Ese alguien lo observaba agazapado entre las baldosas sucias. Había disparado sin querer. La mano que levantó la pistola era la suya pero conducida por otro que estaba enquistado en su alma. Pero saberlo no lo ayudaba a perdonarse.
Se levantó y se mojó la cara. Si pudiera comprender qué había pasado en su vida para quedar atrapado entre el empleado de Morón y el confidencial de El Pampero, tal vez lograría evadirse. Pero cómo, si aun la muerte ya había ocurrido. Carré, el de Harrods, el del polígono, el de la cárcel alemana, estaba enterrado en el Pére Lachaîse. Era otro el que cargaba con el prócer, pero quién. Cómo protegerse de él. Porque los recuerdos eran los mismos: un circo a oscuras, las risotadas de los chicos en el Tigre, la mano de su padre sobre la cabeza, Susana. ¿Podía Stiller extirparle el pasado de mañanas oscuras y adioses silenciosos? No, eso era lo único que no podían quitarle. Lo que llevaba adentro, entre la cara nueva y el asesino oculto. Poco a poco se daba cuenta de que no había crecido. Que era un chico jugando a las escondidas. ¿Qué hacía ahí persiguiendo pistoleros si ya habían cerrado el cine? Estaba solo en la pieza, disfrazado de Tarzán, luchando contra la almohada, dando saltos en la cama mientras su madre preparaba la cena. Había pasado a través del espejo y ahora se encontraba arrodillado y viejo mientras se llenaba la bañadera y escuchaba que el borracho destrozaba la máquina de escribir contra la pared.
Cerró la canilla y se limpió los zapatos salpicados. No quería quedarse en ese chiquero. Recogió sus cosas y salió al corredor. Encontró un desparramo de teclas y papeles esparcidos por el suelo. De la habitación de al lado salían un humo negro y un olor a maderas quemadas. Apartó con un pie los restos de la máquina, recogió una hoja arrugada y al levantar la vista vio al viejo frente al ascensor con un sombrero de ala baja y el sobretodo encima de la valija. Pasó hacia la escalera y lo saludó con un gesto.
—¿Ya se va?
—Tengo que dar la conferencia… pasan a buscarme.
—No anda el ascensor.
—No importa, yo sé esperar.
—¿Le prendió fuego a la pieza?
—No se preocupe. Soy un tipo mañoso y de ideas oscuras que toma demasiado. Sabrá disculpar si me puse insolente.
—¿No me va a decir cómo se llama?
—Sarah. Ya le escupí la cara a mi marido y estoy saliendo de Londres una noche de llovizna. ¿Usted adónde va?
—A buscar mi ballena.
El viejo se tocó el ala del sombrero a modo de saludo y apretó el botón del ascensor.
—Si encuentra la mía me avisa.
—Seguro —dijo Carré y levantó una mano.
A medida que bajaba podía escuchar un estruendo de baterías y la voz desesperada de Bob Dylan. Vio a Marc con unos tacos altos y una guitarra de colores. Bajó otra escalera para ver si el Mercedes seguía en el garaje. Caminó pegado a la pared y encontró la llave puesta. Sacó una pistola y la guardó en un bolsillo. Marc no había tocado nada. Encontró el botiquín del prócer y el arsenal de herramientas y granadas que le había preparado Stiller. Al fondo del baúl había dos paquetes de yerba, un puñado de cintas celestes y blancas y una máscara de Gardel. Guardó un par de escarapelas, se puso la máscara y rehízo el camino.
En el hall había tantas valijas como para mudar a un regimiento. Se acercó al salón donde velaban al prócer y vio a Roger y al travestí que recogían flores y coronas. Vladimir y el coreano estaban en un rincón, como dos parientes acongojados. Carré no podía entender que Vladimir estuviera vivo y advirtió que había cambiado de traje. Ahora llevaba ropa cara, una corbata de seda y parecía más flaco. El coreano no le llegaba a la altura de los hombros y fumaba con boquilla. Ya no le importaba para quién trabajaban; tenía que reunirse con el prócer y para eso necesitaba la ayuda de Pavarotti. Lo había visto trabajar cuando lo seguía en París y sabía que era un confidencial serio y escrupuloso. Fue a buscarlo a la pieza donde estaba encerrado y como no encontró a las viejas que lo custodiaban golpeó a la puerta.
—Soy yo, Pavarotti. Hágase a un lado que voy a tirar un balazo.
—No estoy, Gutiérrez. Vaya solo.
En ese momento pasó el travestí con dos valijas y aunque no lo reconoció le hizo una seña con la cabeza.
—Ya llegó el de la funeraria —dijo—. Se pueden ir despidiendo del tío.
Carré disparó contra la cerradura y abrió de una patada. Pavarotti estaba pegado a la pared. Lo miraba atónito.
—Usted es un sentimental —señaló la máscara de Gardel—. ¿Dónde la consiguió?
Carré le lanzó una pistola y puso la bala que faltaba en el cargador de la suya.
—Apúrese —dijo—. Tengo un coche abajo.
Pavarotti salió de la pieza y miró para todas partes.
—Cúbrame, Gutiérrez. ¿No tiene una máscara para mí?
—Camine para la escalera. La primera a la derecha.
En el hall, Roger y tres chicos cargaban el ataúd mientras un tipo flaco, con aspecto de tomarse el trabajo en serio, les daba instrucciones en alemán. Carré abrió la puerta y le indicó a Pavarotti el camino.
El Mercedes arrancó enseguida. Carré se quitó la máscara y aceleró por la rampa. En la calle pasó junto al coche fúnebre que se preparaba para ir a la estación y dobló por la primera avenida.
Recién entonces descubrió que la ciudad era pulcra, chata y silenciosa.
—Zafé, Gutiérrez. Si me agarra el coreano no cuento el cuento.
—¿De dónde lo conoce?
—De cuando le robé unos planos de IBM que se llevaba para Seúl.
—¿El Pampero le encargó eso? —Se sorprendió Carré.
—No, fue una changa que hice para la gente de Singapur. Desde entonces me anda buscando. ¿No le parece que tendríamos que comer algo?
Carré estacionó frente a un MacDonald’s y cerró el coche con llave. Pidieron hamburguesa y Coca Cola y llevaron las bandejas a una mesa lejos de la entrada.
—Cada vez que pienso que se dejó soplar la momia me quiero morir. ¿Usted dónde aprendió el oficio?
—Yo entré acomodado. Mire, es hora de que le diga la verdad, no por usted sino por mí…
—No me diga nada, Gutiérrez. Y mucho menos la verdad, que después se arman unos líos bárbaros. Invénteme algo que podamos llevar juntos por un tiempo.
—Yo soy Julio Carré. Me pasaron a muerto y me cambiaron la cara.
—Carajo, eso me va a costar llevarlo. A Carré yo lo conocí mucho… ¿Por qué no me cuenta otra cosa?
—¡Es la verdad! El que me hizo esta cara fue Stiller.
—Es una linda historia pero qué sé yo… no cabe en el bolsillo.
—Podría darle pistas. El ojo de la patria, ¿le suena?
—Ni por las tapas.
—Bueno, soy yo.
—Parece importante. ¿Quién se lo puso?
—El Pampero en persona. En el confesionario de Santo Domingo me lo dijo. Antes de salir. ¿Usted es porteño?
—No, del Rosario, pero la Marina me agarró en Buenos Aires.
—No puede ser, no tiene edad para eso.
—Cabe en cualquier bolsillo, Gutiérrez. Estuve unos meses en Londres como uruguayo y después me endosaron lo de Carré. El tipo quemaba porque lo andaban buscando hasta los agentes de San Marino.
—De dónde sacó eso.
—De los informes franceses. El Pampero compró el descarte de la Sureté y ahí saltó que Carré se había cargado a un yugoslavo sin permiso, para ganarse unos mangos.
—Es falso. Fue un favor que le hice a Vladimir.
—La plata estaba en la cuenta de Carré. Plata negra, eso lo vi yo. Creo que lo liquidaron para no tener que entregarlo.
—No, no es así. El Aguilucho, ¿qué pito toca en todo esto?
—Vienen a limpiar el baño, a tirar la cadena. Tipos de Harvard, de Cambridge. El Milagro Argentino.
—Usted es de Harvard, me dijo.
—Sí señor. Ciencias de la comunicación.
—Y qué hace acá, cagado de miedo por un coreano.
—Quería irme, Gutiérrez. Rajar del circo. ¿Le parece que podremos recuperar la momia?
—¿Carré lo habría conseguido?
—Seguro, y la habría vendido al doble.
—Créame, yo soy Carré.
—Mire, si quiere ser el Pato Donald a mí me da lo mismo. ¿Tiene un plan?
—Creo que sí.
—Entonces vamos. A ver si llegamos antes que los del Milagro Argentino.
—A mí me dijeron que los del Milagro somos nosotros.
—Claro que somos, Gutiérrez. Un milagro que ni Dios podría explicar.