27

El Pampero quería sacárselo de encima, concluyó, mientras Pavarotti le explicaba la manera de apoderarse de la locomotora. Lo habían engañado y el día que entregara al prócer le darían el pistoletazo que le estaban debiendo desde la madrugada del canje. Pero ya no le importaba. No esperaba de la vida más que un interminable vacío. Pavarotti todavía estaba a tiempo, tenía un montón de fichas en la mano y podía elegir la mesa donde iba a jugarlas. Al final las perdería, pero aún se sentía seguro de sí mismo y eso le ayudaba a mantener la ilusión. Todavía no estaba arruinado como Olga o Stiller, pero tal vez no había nada en él que arruinar. Llevaba el pasado de otros porque no tenía uno propio. Algo inexorable lo empujaba a las mismas conclusiones mezquinas que sus mayores. La traición era el único sobresalto posible en ese encierro de lealtades inciertas. Tarde o temprano todos olvidaban los sueños y abrazaban certezas efímeras, como cultivar rosas de invierno o vender un cadáver para retirarse a vivir en una playa. Carré admiraba secretamente al confidencial francés que se colgó de una viga el día en que cayó el Muro de Berlín. La razón de su existencia había desaparecido y no quiso prolongar la agonía con disfraces de ocasión. Ahora estaba incrustado en el cemento de algún edificio posmoderno y solo Carré se acordaba de él.

—¿Está seguro de que puede tirar primero?

Levantó la vista pensativo y le dio una pitada al cigarrillo. Pavarotti apartaba el humo con un gesto de desprecio mientras marcaba el primer vagón con una cruz.

—Quédese tranquilo.

—Donde esté el coreano está el prócer. Yo creo que el vagón es este. —Puso un dedo sobre el dibujo—. ¿Usted qué opina?

—¿Y después qué vamos a hacer?

—La parte del Museo Británico déjela por mi cuenta. Vaya a sacar boletos de primera así nos podemos mover por todo el tren. También hay que robar una máscara para mí y tratar de hacerle los bolsillos a alguien porque ando corto de divisas.

—Digo yo, ¿y usted qué sabe hacer?

—Planes. En Harvard enseñan eso. Apúrese que está por llegar el tren.

En la ventanilla dormía un rubio con nariz de payaso y una remera de Peter Gabriel. Carré golpeó una moneda sobre el mármol para despertarlo y miró a los que esperaban el tren. La mayoría eran jóvenes con mochilas, llenos de aros y trenzas, que miraban una televisión a pilas. Una de las chicas llevaba una gorra de policía londinense y marcaba con los dedos los sacudones de la música. Carré guardó los boletos y fue a sentarse en un banco donde dormía un chico que había dejado en el suelo la máscara de James Dean. Como al descuido Carré la levantó y se la puso sin llamar la atención. Cuando estuvo seguro de que nadie se fijaba en él, se levantó y volvió al bar. Era cierto que de lejos Pavarotti se parecía a Schwarzenegger, pero su mirada era tan frágil que le recordaba a la del tenor italiano. Le hizo una seña para que lo reconociera y se acercó a terminar el vodka.

—Usted es un campeón, Gutiérrez. Con eso parece mucho más joven.

—Póngasela usted y lleve una escarapela por si hay tiroteo. No quiero confundirlo con otro.

—No sea ridículo, ¿para qué quiero una escarapela?

—Ya que traiciona, hágalo por la patria. No va a ser el primero.

Le prendió la cinta al pecho y le palmeó un hombro. Pavarotti hizo un gesto de incomodidad.

—Usted bájelo al coreano. Los otros son unos cagones.

Carré se puso la máscara de Carlos Gardel, pagó y fueron hacia el tren. Las ventanillas estaban cerradas y los vagones venían mojados por el rocío. Pavarotti hizo una seña para mostrar el vagón postal y se detuvo lejos de la vía. Carré no podía sacarse de la cabeza el recuerdo de su humillante viaje a Viena. Eran los únicos que subían en primera y Pavarotti buscó un camarote vacío. El tren arrancó y tomó velocidad. Carré prendió un cigarrillo mientras el otro sacaba el papel donde había dibujado el plano. El guarda abrió la puerta, pidió los boletos y le señaló a Carré que estaba prohibido fumar.

—Usted sabrá informarme —dijo Pavarotti—. Nos avisaron de la muerte de un pariente y parece que lo traen en este tren.

—Sentido pésame —dijo el guarda—. Es la persona con más deudos que he conocido en mi vida. Así vale la pena morirse, ¿no?

—¿Dónde está?

—Con las encomiendas. Lo siento pero no lo van a poder ver hasta que lleguemos a París. Lo mismo les dije a los otros señores.

—Mis primos —dijo Pavarotti—. Hay uno que se vino desde Corea.

El guarda asintió.

—En el entierro de mi tía éramos tres —dijo—. Así sí vale la pena.

Se tocó la gorra y antes de salir insistió para que Carré apagara el cigarrillo.

—¿Vio? —comentó Pavarotti—. Le dije que lo traían con el correo.

—No hay que ser brujo para adivinarlo.

—Vaya a echar un vistazo, Gutiérrez. Cuando se saque de encima al coreano podemos desenganchar la locomotora.

—No sea cagón, acompáñeme que yo lo cubro.

—Mejor le vigilo la retaguardia…

—Vamos. Con esa máscara no lo pueden reconocer.

Atravesaron los vagones de primera entre la gente que fumaba en el pasillo. Carré pedía permiso y saludaba a unos y otros como si fuera a cara descubierta. Llevaba la mano en un bolsillo, apretando la pistola. En el coche de segunda empezó a abrir las puertas de los camarotes cuidando de no despertar a los pasajeros. A través de los vidrios distinguió a Roger que montaba guardia con una bolsa de palos de golf apoyada en el hombro.

—Vaya a verlo —dijo Pavarotti—. Dígale que perdió el tren y lo alcanzó en un taxi; no sé, invente algo.

—¿No ve que tiene un fusil? Mejor vamos por arriba.

—¿Cómo por arriba?

—Por el techo, a tomar la locomotora.

—Está loco. Nos vamos a matar.

Carré se quitó el sobretodo y abrió la puerta. El estruendo del viento y la lluvia cubrió el ruido del tren. Se tomó del pasamanos y se inclinó en el vacío. Le pareció que todo giraba a su alrededor. Le hizo un gesto a Pavarotti para que lo siguiera y asomado en la oscuridad trató de adivinar si podría apoyarse en la claraboya del baño. Revoleó una pierna, rompió el vidrio de una patada y tomándose de una rejilla de ventilación dio el salto. Sintió el golpe contra la carrocería y un dolor en la espalda, pero alcanzó a sostenerse con los brazos apoyados en la moldura del techo. Empezaba a resbalarse y movía desesperadamente las piernas para buscar un punto de apoyo. El viento lo sacudía y empezaba a arrancarle la máscara de Gardel mientras juntaba fuerzas para dar otro salto. Al final la máscara se desprendió y Carré sintió la lluvia que le entraba en los ojos. Pegó un grito para darse coraje y balanceó las piernas hasta que enganchó el zapato en algo duro y empezó a trepar como por un palo enjabonado. Llegó al techo, agitado, escupiendo el tabaco de los pulmones, con puntadas en las varices. Levantó los ojos y encontró la negrura de la noche y una luz roja que debía ser la de la locomotora. Empezó a arrastrarse hacia el vagón postal. Pensó que adentro iba el prócer y que se estaría quejando porque lo había dejado solo. Quiso ponerse de cuclillas pero el viento lo tiró de costado y tuvo que agarrarse de una saliente para volver a acomodarse. Estaba empapado y avanzaba empujando con la punta de los zapatos. Cerca de la locomotora encontró un tubo de aire. Mientras se tomaba de él para izarse le pareció oír un repiqueteo de campanas. Pensó que sería un efecto del viento o el ruido de las ruedas sobre un puente, pero al moverse sintió un golpe en el hombro y se dio cuenta de que había recibido un balazo. Abajo, entre el vagón y la máquina, distinguió una silueta agazapada. Pensó que si intentaba saltar el tirador le daría en pleno vientre. Necesitaba saber qué clase de arma usaba. Afirmándose en el tubo se quitó el saco y al tocarse el hombro sintió la herida. Enseguida escuchó un nuevo disparo. Tuvo que reconocer que el coreano hacía bien su trabajo. Era imposible volver atrás y el frío le agarrotaba los dedos. Tampoco podía quedarse ahí porque perdía sangre y tenía miedo de caer a las vías. A lo lejos vio las luces de una estación y esperó a que el tren pasara por delante para ver dónde se emboscaba el tirador. Fueron apenas unos segundos. Agitó el saco sobre el hueco y los tiros casi se lo arrancaron de la mano. Entre los destellos vertiginosos de las lámparas calculó que en ese lugar apenas cabía un hombre de pie y adivinó la enorme culata de acero de la locomotora.

Era un escondite perfecto, solo que el coreano había descuidado un detalle.