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En los tensos días de espera Carré empezó a visitar su tumba, primero con curiosidad, después con entusiasmo. Desde lejos, mientras paseaba por los senderos del Pére Lachaîse, vio construir la bóveda y pulir el mármol de su lápida. Una mañana colocaron una placa con el epitafio y por la tarde, cuando todavía no se había recuperado de la emoción, llegó el busto de bronce. El grabado estaba lleno de embustes halagadores y las fechas de su nacimiento y muerte eran falsas, pero la estatua se le parecía tanto que al verla creyó estar frente a un retrato. El escultor lo había diseñado de tal modo que, por cualquier parte que llegara el visitante, los ojos de Carré lo miraban fijo, con la severidad de un patriarca. A la hora en que los artesanos se iban, Carré se acercaba a contemplar la obra y a releer los elogios escritos en francés. Poco a poco empezó a recapitular su vida y a preguntarse si acaso ese honor no era merecido. Recordaba tantos trastornos y amarguras que le parecía haber vivido cada una de las hazañas escritas en la placa. Nunca estuvo en el frente de Vietnam, como decía ahí, pero había pasado ocho meses en una cárcel alemana, maltratado y muerto de hambre. No había salvado ningún barco del naufragio pero para arrancarlo de la prisión El Pampero tuvo que canjearlo en un puente sobre el Rin por veinte toneladas de carne argentina. No olvidaría nunca esa vergüenza y por eso, cada vez que tenía un teléfono a mano, se tomaba revancha despertando alemanes en plena noche.

Antes de ingresar al servicio Carré había pasado muchos años en un juzgado comercial de Morón, leyendo expedientes y corrigiendo errores ajenos. Se aficionó a las biografías de compositores clásicos y coleccionaba discos de pasta. Recorría los cambalaches de Buenos Aires y cuando podía compraba alguna grabación alemana. Entre los libros deslomados y manchados por la humedad encontró una vieja edición de las Memorias de una Princesa Rusa. No bien lo leyó empezó a llevarlo a todos lados para aliviar su soledad y con el tiempo iba a convertirlo en su libro de consulta para cifrar los mensajes. En esos días estaba conmovido por una novedad que iba a cambiar su vida. Una mañana el secretario del juzgado lo invitó a tirar al blanco en una quinta y Carré descubrió, asombrado, que tenía una puntería casi infalible. Entonces volvió al polígono y después de perforar varios cartones escuchó que lo aplaudían. Por primera vez sintió que existía algo que podía hacer mejor que los otros. Claro que enseguida despertó la envidia de un teniente coronel y una noche, en los tiempos de la dictadura, tres hombres de uniforme le dieron una paliza en la esquina de su casa. Eso lo volvió sospechoso a los ojos de los vecinos y de inmediato perdió el trabajo en el juzgado.

Alquilaba una pieza en la calle Yerbal y se enamoró de una chica de Flores que decía ser aspirante a violinista en el Colón. Para salir a buscar trabajo, elegía los mismos colectivos que ella. Conversaban en la parada y a veces conseguían asiento juntos. Un día Susana le pidió que le guardara un paquete de libros y carpetas que sus padres no le permitían llevar a casa porque combatían su afición a la música. Carré comprendió que se trataba de documentos guerrilleros y aceptó esconderlos para ganarse el respeto de la chica. No tenía plata para invitarla al cine o a una confitería y cuando le insinuó que lo acompañara a su habitación Susana apenas pasó más allá de la puerta. Lo miró guardar el paquete y se fue sin aceptar ni siquiera un café.

Andaba siempre sola, con sus cuadernos y el estuche del violín y Carré la sentía como un alma gemela. Al tiempo, cuando consiguió trabajo en Harrods y alquiló un ambiente en San Telmo, la perdió de vista. Una mañana leyó en el diario que había muerto en el Bajo Flores junto a otros guerrilleros en un enfrentamiento con las fuerzas conjuntas. Carré la recordó con un jean ajustado y una camisa celeste, a su lado en un colectivo. La noticia lo convulsionó pero no podía decirles a los otros empleados «esta chica fue mi novia». Perdería otra vez el empleo aunque nunca se había metido en política. Por más esfuerzos que hacía no la imaginaba con un revólver. Muchos años después, ya de servicio en Europa, todavía le costaba aceptar que el paquete que le había confiado no contenía partes de inteligencia de los Montoneros sino carpetas de música. El día en que se enteró de la terrible noticia corrió a su departamento, rompió el respaldo hueco de la cama, y al encontrarse con los apuntes de solfeo sintió una humillación que iba a durarle toda la vida.

Ahora, mientras aguardaba en el cementerio las instrucciones de Olga, se le dio por ir a visitar las tumbas de otros argentinos que habían muerto en el extranjero. Lo impresionaba eso de morirse lejos, desquiciado, cargado de rencor y desdén. Al recorrer los floridos senderos del Pére Lachaîse encontraba difuntos satisfechos, orondos, cubiertos de flores y epitafios ingeniosos, como si al no haber podido elegir el lugar de nacimiento los satisficiera, al menos, elegir el de la muerte. A otros los percibía ofendidos contra quienes los habían expulsado y abandonado a la buena de Dios. Carré los comprendía e imaginaba que un día alguien trasladaría su tumba a la Recoleta para exponerlo al juicio de la historia y presentarlo como ejemplo a los jóvenes confidenciales. Llegado a ese punto de la reflexión su humor se ensombrecía porque no estaba seguro de dejar discípulos que siguiesen su ejemplo. Quizá Pavarotti empezaba a admirarlo a medida que lo conocía mejor. Pero ¿podía ser maestro un confidencial que solo sabía fraguar historias? ¿No era demasiado pobre para que los chicos se sintieran tentados a imitarlo?

Los días de espera se hacían largos y Carré extrañaba las horas en que copiaba cartas para la cadena de la suerte. A medida que se le terminaba el dinero y empezaba a saltearse las comidas, empezó a volver temprano al hotel. Envidiaba la suerte de Jim Morrison que tenía una cámara filmando su tumba y mucha gente que iba a rendirle homenaje. Carré trataba de descifrar las pintadas que los chicos escribían de noche sobre bóvedas vecinas. A veces, cuando escuchaba que le cantaban The End, se escondía detrás de una tumba a seguir esos versos que tanto lo conmovían.

El asesino se levanta antes del alba… se pone las botas… toma el rostro de la antigua galería… Se lo sabía de memoria. Recordaba que había pasado la mitad de su vida en secreto y ahora se preguntaba si alguna vez había tenido la oportunidad de ser feliz. Estuvo tentado de concluir que no, pero pronto se dio cuenta de que le era imposible contestar con honestidad. ¿Habían sido felices los otros difuntos, los que estaban bajo tierra? Se planteaba el interrogante mientras desayunaba en bares sombríos, después de acompañar los sepelios de la mañana. A veces compraba un ramo de flores y llevaba un libro de oraciones por si se topaba con un finado que le cayera simpático. Las lloronas del cementerio ya lo conocían y al verlo llegar le avisaban de los nuevos entierros. Entonces él se apuraba y tomaba el camino que las viejas le señalaban, ansioso por encontrar a otro extranjero con quien echar una parrafada.

Unas veces le tocaba hablarle a un italiano y otras a un polaco. No le importaba demasiado si el entierro era pobre o suntuoso. Muy pocos tenían una tumba tan hermosa como la suya y eso lo complacía y le hacía adoptar un aire arrogante en sus reflexiones silenciosas. Cuidaba su bóveda con el mismo esmero con que otros se cuidan el peinado o la ropa de salir. La cerradura estaba con llave y tuvo que usar una ganzúa para abrir la puerta y encenderse unas velas. Nunca se animó a entrar al sótano, pero cuando asomaba la cabeza sobre la luz le parecía un lugar sereno y acogedor.

Desde entonces empezó a perderle miedo a la muerte. Todas las mañanas limpiaba el busto sucio por la caca de los pájaros y le dejaba una propina al jardinero para que no descuidara las flores del cantero. Traía restos del almuerzo para darle al gato que dormía sobre su lápida y seguía camino para compadecerse de Oscar Wilde, que a la hora del entierro estuvo tan solo como él. También visitaba a Balzac para disculparse por no haberlo leído y a Chopin para contarle que le habían robado los discos con sus mejores obras. Con Saint Simón charlaba sobre los avatares de la vida y le preguntaba por qué el Presidente lo había elegido justo a él para una misión tan delicada. Por más vueltas que le diera no llegaba a una conclusión sólida. El Pampero le había dicho en el confesionario de Santo Domingo que él sería el ojo de la patria. Tenía que grabarse todo lo que veía en las puertas del infierno. Pero su memoria flaqueaba y también tuvo que hacerse anteojos para leer, aunque de lejos su vista seguía siendo tan buena como en los tiempos en que era el mejor tirador del polígono.

Una tarde, mientras en la tumba de Jim Morrison los chicos coreaban Soy un espía en la casa del amor, pasó frente a su estatua y se encontró más solemne y distante que otras veces. Al acercarse vio un paquete escondido entre las flores. De la nariz del busto asomaban dos balas que brillaban con el último sol. Mientras las guardaba en el bolsillo tuvo el presentimiento de que esa misión sería la más importante de su vida.