Capítulo 20
ESA noche, cuando dejé a Sebastian, comprendí que lo mejor que podía hacer en adelante era no volver a verlo nunca. La idea de que ya no estuviera en mi vida resultaba insoportable, pero ¿qué podía esperarse de una relación con un leproso emocional? Aun así, los recuerdos estaban marcados a fuego en mi cuerpo. Sebastian permanecería conmigo Dios sabe cuánto tiempo.
El martes por la mañana al llegar al trabajo me encontré una caja grande esperándome sobre mi mesa. Mi corazón dio un salto al verla. Allí estaba. La bolsa de maquillaje, como se la había pedido. Así que Sebastian por lo menos era capaz de hacer eso por mí. Acerqué la caja y pasé los dedos por los vértices, sujetándola un momento antes de abrirla, sujetándola por donde Sebastian debía de haberla sujetado antes de mandármela. Tuve la sensación de que mi cuerpo iba a ponerse a llorar lágrimas dulces por todos sus poros y empapar el cartón.
Me había mandado un sms a primera hora: «Te he mandado tus cosas. Cuidado con el cepillo de dientes, va envuelto por separado. Sx». Y luego, hubo un segundo mensaje: «Hazme saber en algún momento si quieres que nos veamos y hablemos, aunque, si no quieres, lo comprenderé. Solo espero que anoche no fuera la última vez que pueda verte».
Abrí la caja. Dentro, envuelta en un papel de periódico arrugado y apretado, estaba mi vieja bolsa rosa oscuro con flores pintadas medio saltadas en la piel de cuero desgastado, como si se hubieran marchitado al estallar la discusión con Sebastian. El periódico era el mismo que yo había quitado del medio antes de iniciar los movimientos de lo que otra gente llamaba hacer el amor. Mis cosas estaban impregnadas de la falta de amor de Sebastian. Tocarlas me hizo llorar.
No había ninguna nota. Pasé los dedos sobre mi nombre escrito en el envoltorio con la pulcra caligrafía de Sebastian. Nunca había visto su letra hasta entonces. Me quedé mirando unos segundos más y luego puse con cuidado la caja de cartón debajo de la mesa. La guardaría allí durante semanas.
Una vez agradecí a Sebastian la devolución de la bolsa, no había más razones para estar en contacto. Así que no lo estuvimos. En las semanas siguientes me sentí como si alguien me hubiera envuelto amablemente en un sudario y estuviera esperando pacientemente a que me decidiera a abandonar la vida.
Durante las horas de trabajo conseguía de algún modo ir tirando. Trabajaba como una fiera hasta que los ojos me dolían de tanto mirar la pantalla del ordenador y solo me interrumpía para tomar una manzanilla y fumar. Excepto algún pitillo compartido de vez en cuando en alguna fiesta nunca había fumado hasta entonces. Pero bueno, fumaba. ¿Qué importaba si mi cara se echaba a perder y se llenaba de arrugas?
No podía comer. Tenía la impresión de que comiendo alimentaba mi agonía.
La falta de apetito era algo más que la respuesta arquetípica ante el desamor. Por primera vez en años me veía impulsada a matarme de hambre otra vez. Quería alejar el dolor de que Sebastian no me quisiera a base de ayunar. Pero también quería adelgazar hasta adquirir la flexibilidad luminosa de la reina Rania o de cualquiera de aquellas bellezas esbeltas, de pelo color ala de cuervo y piel olivácea que poblaban las fantasías de Sebastian. Según pasaba el tiempo, mi angustia se estancaba en los recuerdos de aquellas discusiones atrozmente humillantes que tuvimos. Sentí que los celos, mi corazón roto y el asco de mí misma me desgarraban. Avanzada la noche, seguía tumbada despierta imaginándome a Sebastian haciéndole el amor a otras mujeres. Todas ellas de rasgos exóticos. En la época en que había hecho de dominatrix, los clientes me contaban a veces sus fantasías de cornudos, siempre imaginándose que hombres más guapos que ellos les arrebataban a sus mujeres mientras los obligaban a ellos a contemplarlos en una agonía humillante. Comprendí que con aquellos pensamientos tan tortuosos me imponía a mí misma el mismo tipo de cuernos imaginarios.
El meollo del asunto era que yo nunca jamás iba a poder tener el aspecto de las mujeres que Sebastian podría amar. Se me vino a la cabeza una conversación que habíamos tenido hacía meses. Yo me quejaba de mi cara redonda y me preguntaba si no sería posible «chuparla un poco» a base de cirugía. Era el tipo de comentario que me habría tragado en cuanto lo dije, y que Christos hubiera rechazado en cuanto hubiese salido de mis labios. Pero Sebastian se limitó a sonreír compasivo y yo pensé si lo de la cirugía no sería ir un poco demasiado lejos.
Hasta Tim, mi entrenador personal, se había dado cuenta de mi malestar.
—Vamos, Nichi, ¿por qué andas tan deprimida de repente? Ahora que te estás poniendo fuerte, tan en forma. ¡Estás fantástica!
Yo había estado pensando si correr un maratón, pero, sin comer adecuadamente, no podía pensar ni siquiera en correr.
Gina me llamaba cada pocos días para ver cómo andaba.
—Si creyera que no estás comiendo, Nichi, me iría hasta ahí a llevarte un almuerzo preparado todos los días.
—¿Qué sentido tiene, Gina? —le sollozaba por teléfono—. Y, de todas formas, necesitaba perder tres kilos.
—¡Nichi, ni se te ocurra! Esa no es la manera y lo sabes. No permitas que ese hombre te haga enfermar y eche a perder todas las cosas buenas que has conseguido y que te han costado tanto esfuerzo.
Durante todos los días y noches en que parecía realmente muy posible morirse de un desengaño amoroso, no dejaba de pensar en la ruptura con Christos, porque eso me recordaba que, por tópico que fuera, todo se cura con el tiempo. Si me había recuperado después de perder al hombre que me había amado más profundamente de lo que yo pensaba que se podía amar, seguro que iba a poder olvidarme de alguien que ni parecía tener idea de qué era el amor.
Había empezado a referirme a Sebastian como el Hombre de Hojalata para mis adentros, y también ante cualquiera con quien hablase de él. Seguía resultando imposible creer que fuera incapaz de amar y me preguntaba si no sería en realidad que era demasiado cobarde para admitir que no me podía amar a mí. Mi fantasía era que si lo hubiera conocido antes de que Lana le partiese el corazón, el Sebastian que pensaba que empezaba a conocer habría sido el Sebastian con el que acabaría. Pero ni yo lo había hecho ni él tampoco. Y tenía que seguir adelante.
Así que en vez de eso organicé a toda prisa un viaje de trabajo a Japón. Una amiga de una amiga llevaba las relaciones públicas del primer Festival del Orgullo Gay en Tokio y me preguntó si podía ayudarla a encontrar medios de difusión británicos que cubrieran el evento. Y, por fin, la periodista que llevaba dentro y que se había mantenido como sedada en una inacción miserable despertó de su estupefaciente mal de amores. Gracias a Dios que nada conseguía matar mi ambición.
—Bueno, la verdad es que probablemente te lo pueda hacer —Así que decidí que iba a ir con la idea de cubrir el festival en plan freelance, de modo que recurrí a numerosas revistas y periódicos con la esperanza de conseguir un par de encargos. Si no lo conseguía, por lo menos habría hecho un viaje. Le pedí a Gina que viniera conmigo.
—Hum, demonios, ¡sí! ¡Será increíble! Mírate, ya has triunfado. Siempre he querido ir a Japón, y me encantaría ir de viaje contigo —se atropelló Gina toda excitada.
—Bueno, no es exactamente un triunfo, en realidad nadie me ha encargado nada todavía —dije—. Pero tengo la esperanza de poder sacar algún trabajo de todo esto. Es emocionante hacerlo de esa manera. Y tendremos tiempo de hacer otras cosas, aunque también el trabajo será divertido... Supongo que estás dispuesta a ir conmigo a conocer unos cuantos bares para un reportaje de viajes, ¿no? Seguro que al final tenemos uno o dos días para ir a unos cuantos templos locales.
—Vale, Nichi, lo compro. Estoy orgullosa de ti por decidir hacerlo, sabes. Ahora mismo es justo lo que necesitas. Olvidar a Sebastian. ¡Que le jodan! O ya no más, ya que estamos.
Justo antes de marcharnos Sebastian me mandó un email. Un email largo. Un email significativo.
Hola,
No quiero que te sientas incómoda, así que por favor ponme en «ignorar» si sientes necesidad. Es como un círculo vicioso esto de concederte espacio y sin embargo preocuparme, pero me arriesgaré.
Mi sensación es que las cosas se complicaron de tal modo que acabaron entrando en un terreno bastante doloroso para los dos. En este momento todo me parece una especie de sueño que no se desvanece y que cada día que pasa es incluso menos claro. Cierta belleza, y cierto desgarro realmente crudo, en las entrañas. Gozo, lujuria, miedo, y luego una nubecilla de humo. Hay recuerdos agradables, amenazas veladas. Cierta paranoia por ambas partes. La verdad es que no sé cómo entenderlo.
Pero esto no es lo que realmente quería decir. Supongo que lo más importante que he de expresar es que tengo la sensación de que mi vida va a ser menos rica si no estás tú, en el puesto que sea, y que estoy contento de que nos hayamos conocido. Para mí nuestra relación fue muy real, algunas veces delirante y descontrolada, pero siempre significativa para mí. No puedo soportar que pienses que no me importas.
Puede que las expectativas y emociones del uno respecto al otro sean distintas, pero eso no cambia el hecho de que todo haya sido muy congruente para mí, lo de conocernos. No se conoce todos los días a alguien como tú. Has producido un efecto en mi vida.
Puedo comprender tu arrepentimiento, si sientes haberme conocido. Confío mucho en que tu percepción pueda cambiar con el tiempo.
Me alegro de dejarte tu espacio, y, para ser totalmente franco, puede que yo también lo necesite. Pero no por demasiado tiempo, si la cosa dependiera de mí.
Sx.
Mi primera sensación cuando leí aquello fue de alivio. Así que no estaba loca. Así que, después de todo, lo de que Sebastian hubiera sentido algo por mí no eran imaginaciones. La segunda fue de rabia. ¿Por qué no había sido capaz de expresarme adecuadamente algo de aquello la última vez que nos vimos? ¿O incluso antes de eso? Y luego, la tercera sensación, de malestar, me decía que de todos modos eso no hubiera significado nada distinto. Seguíamos sin avanzar nada en la propuesta de no amor, no monogamia. Pero era un gesto. «Has producido un efecto en mi vida». ¿No era eso lo mejor que cualquiera de los dos hubiera podido esperar?
Le dije a Sebastian que estaba a punto de irme a Japón y que ya le contestaría cuando volviera. «Pero gracias por mandar ese mensaje».
Pocos días después, mientras Gina y yo esperábamos el vuelo a Tokio, le conté lo del email. No se emocionó como yo, aunque sí reconoció que aquello sonaba a que el arrepentimiento de Sebastian era auténtico.
—Mira, Nichi, no me cabe duda de que ese hombre tiene algunas cualidades buenas, y probablemente un montón de buenas intenciones. Pero no ha tenido que contemplar cómo has sufrido desde que lo conociste. No te ha visto llegar a casa después de una cita con él, inquieta hasta que volvía a avisarte. No te ha oído llorar hasta dormirte por haber nacido como naciste. No le ha preocupado si tú volvías a empezar a matarte de hambre otra vez... —Gina se interrumpió. Le asomaban lágrimas de verdad en los ojos.
—Oh, Gina, Dios, ¡eres una amiga increíble, pero no hay por qué llorar! —Aquella declaración de preocupación por mí hizo que también me entraran ganas de llorar—. No te preocupes, por favor. No voy a volver a dejar de comer, no puedo volver a eso. Y tampoco puedo volver con Sebastian. Es solo que una pequeñísima parte de mí no puede evitar preguntarse si esto podría ser el principio de algo distinto. Tal vez una amistad platónica y auténtica pudiera redimir algo del horror que hemos vivido ambos.
Gina se enjugó los ojos y soltó una risita.
—Jesús, me estoy haciendo sentimental con los años. Venga, vamos a coger ese avión a Tokio, ¿vale? Vamos a divertirnos un poco y ver cómo te sientes cuando estemos de vuelta.
—Vamos allá.
Gracias al cielo en el momento en que llegamos a Japón ya no tuve tiempo de refocilarme en todo aquello. Tras bombardear a todas las redacciones nacionales de noticias y a todos los redactores-jefe a base de emails, me había asegurado tres artículos de encargo y entrevistas por la radio de madrugada, contemplando el resplandor de neón de la silueta de Tokio mientras compartía mis conocimientos culturales recién adquiridos con oyentes de Malvern a Macclesfield. Escribía entrada la noche para llegar a tiempo al cierre de la hora del té en Londres. Por fin tenía la mente libre para centrarme en la única cosa que me podía distraer de las complicaciones de mi vida privada: conocer a otra gente, escuchar sus historias y luego contarlas. No hay mayor consuelo que oír la historia de otro, le había dicho a Sebastian una vez que, desanimado por haber perdido la financiación para un proyecto importante, me pidió que le recomendara algún material de lectura para distraerse. Había llegado la hora de seguir mi propio consejo.
Y Japón, sobre todo Japón en compañía de Gina, era realmente el mejor sitio para recuperar las fuerzas con calma. Ya no necesitaba seguir refugiándome. Necesitaba que me recordaran que la vida está llena de maravillas. Tokio, con sus taxis con los colores del arcoíris, los rituales de disfraces del domingo, la vida nocturna sin descanso, era justo el trabajo preciso, y Gina y yo nos hicimos con cien o más anécdotas de lo más colorido que contar. Trabajaba tan intensamente durante el día como me iba de fiesta con Gina por la noche, y nuestros simpáticos anfitriones japoneses estaban más que encantados de enseñarnos todos los locales nocturnos carnavalescos de la ciudad. Bebíamos deliciosos cócteles de grosellas negras, bailábamos con la música pop de los adolescentes japoneses y nos filmábamos la una a la otra cantando todo el viejo catálogo de Abba en un reservado de karaoke tras otro. A cualquier parte que fuéramos, todos me miraban el canalillo inglés y me toqueteaban el pelo. Pasó una semana entera hasta que vi a otra rubia. Por una vez, la «exótica» era yo.
El día del Desfile del Orgullo Gay, tuve que levantarme al filo del alba para pintarme antes de salir en pos de mi reportaje del acontecimiento. Que fuera por trabajo no quería decir para nada que no pudiera además representar mi papel. Y de hecho, decidí que disfrazarse podía ser un buen ardid para conseguir un artículo mejor. Nadie quiere a una periodista de cara seria vestida de caqui saltando alrededor para informar de su extravagancia.
Muy pronto Gina y yo estuvimos perfectamente equipadas. Habíamos pasado más tiempo del necesario en el distrito de Harajuku, donde las ágiles dependientas de ojos de manga nos vendieron toda clase de accesorios para la cabeza mientras nos decían «¡No peluca, no vida!» entre risitas agudas. Me puse el pichi estilo doncella francesa que llevaba la noche que conocí a Sapphire, combinado con leotardos de lunares, uñas de un naranja y azul estridentes y maquillaje color azúcar para que hiciera juego con mi peluca de helado de frutas. Gina, por su parte, llevaba un pelele, calcetines por los tobillos rematados con puntillas y una peluca morena estilo princesa de Disney. Incluso tuvo el detalle de ponerse el despertador para que le diera tiempo de ocuparse de mis pestañas postizas antes de salir del hotel.
—Me reuniré contigo a las doce junto a la tienda de prensa. No salgas corriendo con ningún yakuza cachondo sin mí, ¿vale? —me advirtió.
—¿Yakuza?
—Ya sabes, esos tíos de la mafia japonesa con todo el cuerpo tatuado. Sé muy bien cómo te pones cuando ves hombres con tatuajes.
—¿Vestida así? —me reí meneando la cabeza.
—¡Sobre todo así! ¡Pareces el sueño de un dibujo animado japonés!
Cuando íbamos hacia el parque, un turista americano muy guapo me paró.
—¡Ohayo gozaimasu! ¿Foto? —señaló su cámara.
—Oh, claro —repliqué un tanto incrédula.
—¡Eres una chica Harajuku tan buena!
Me marché riendo a toda prisa para empezar a trabajar. En la tienda de campaña de la prensa me habían asignado un intérprete para que me ayudara a preguntar a los divertidos participantes gays, bis, lesbianas, trans y omnisexuales cuestiones sobre sus ideas políticas y sus vidas sexuales. Entre tanta historia de prejuicio, miseria, amor y alegría, hubo también unos cuantos errores de traducción de lo más cómico. A lo largo del día conocí blogueros y agitadores de campaña e incluso a la ministra de Igualdad de Japón. Abrumada por la proximidad de tan importante dignataria, apenas si conseguí hacer una reverencia atrapada como estaba entre el deseo de no querer ofender por no inclinarme lo suficiente y no querer ofender porque las tetas se me escaparan del vestido. Pero entonces cometí el monstruoso faux pas social de no corresponder a su tarjeta de visita con la mía. Entre el pichi escotado y la peluca artificial, el monstruo necrófago sueco que entrevisté y toda una tropa de pokemons gays con la que posé para hacerme fotos, no había tenido mucho tiempo para preocuparme de si llevaba encima o no tarjetas de visita.
Gina se me unió una o dos horas después con unos cuantos amigos japoneses recién adquiridos y después del desfile hubo discursos políticos y baile en la plaza adornada. En un país en que las parejas gays no tienen derechos legales, era conmovedor ver tanta gente de toda clase de orientaciones y géneros sexuales celebrar el derecho al amor.
Aiko, una de las nuevas amigas de Gina, se ofreció a llevarnos a cenar a Shinjuku. En el exterior de la estación una pila de japoneses de todas las edades empezó a reírse y señalarme con el dedo boquiabiertos como si nunca en la vida hubieran visto una chica blanca bajita con una peluca de helado de frutas.
—¿Pero este no es el país de los disfraces? —le pregunté a Aiko—. Porque seguro que no puede ser la carrera de las medias, ¿no?
Aiko se moría de risa.
—¡Creo que creen que eres Lady Gaga!
Lo único que seguía ocupando permanentemente mis pensamientos era el asunto del amor, o, más bien, de la incapacidad de Sebastian para sentir amor. Un día, ya hacia el final del viaje, me senté en una cámara lateral del famoso templo de Senso-Ji de Tokio que estaba vacía y me quedé veinte minutos delante de una imagen de Buda meditando sobre qué significaría amor para Sebastian. ¿Querría a su familia? ¿A sus amigos? ¿Sería simplemente que ya no podía volver a enamorarse? ¿O que nunca había experimentado sus flechazos? ¿Y si lo de que no pudiera amar significaba que no establecía una auténtica conexión con nadie? ¿O que no sentía ese anhelo?
Quería saberlo. Quería preguntárselo. Pero ¿qué haría luego con las respuestas? No podía amarme a mí, y eso era lo único que importaba. De manera que lo que hice fue encender una vela por Sebastian en el templo y rezar para que algún día su corazón se descongelara y encontrase por fin el amor, aunque fuera con otra persona.
Y luego recé por la paz de los dos.
Durante nuestra última noche en Tokio estaba decidida a disfrutar de la sensación recién recobrada de sentirme yo misma, y sentirme bien siéndolo.
Nuestros anfitriones nos habían invitado a Gina y a mí a una fiesta de fin de temporada que duraría toda la noche en el club gay más conocido de Tokio, un esplendoroso teatro de sueños decadentes que ocupaba tres plantas llenas de gogós y bailarinas drag-queen y una piscina exterior en el tejado que rociaba de agua a los sudorosos bailarines al aire libre. A Gina y a mí se nos estaba acabando rápidamente el dinero, así que compartimos un vodka con coca-cola y dos pastillas de cafeína. Pero no recuerdo haber bailado nunca una noche entera con más ganas y entusiasmo.
Cuando la noche se iba acabando, me fijé en un chico mestizo muy sexy con la cabeza afeitada y la más increíble de las sonrisas que ejecutaba algunos movimientos de danza inspirados. Se lo señalé a Gina.
—¡Lo típico! ¡El tío más bueno desde hace años y es gay!
—Bueno, ya tenías que saber que aquí nuestras posibilidades de ligar eran muy escasas, cariño.
Gina y yo seguimos bailando y mientras lo hacíamos el hombre en cuestión parecía ir acercándose cada vez más a nosotras hasta que de golpe no cupo duda de que bailaba conmigo.
—Me llamo Joel —dijo educadamente con acento del Medio Oeste americano, e hizo una reverencia burlesca quitándose la gorra con un florido ademán y deslumbrándome con sus dientes perfectos, y todo sin perder el compás.
Bailamos juntos dos horas, acompasando mejor los movimientos del uno con el otro según nos íbamos conociendo. Resultó que Joel era bailarín profesional, en realidad, que terminaba una gira por Tokio y salía a la mañana siguiente para Nueva York.
—Así que pensé que más valía estar por ahí toda la noche y dormir en el avión.
—¡Yo igual! —me reí.
—Bueno, entonces mejor que disfrutemos todo lo que podamos. —Y se inclinó hacia mí y me cogió entre sus brazos antes de que yo pudiera fingir siquiera que estaba a punto de irme en la otra dirección.
Seguimos bailando agarrados una hora o así hasta que reapareció Gina, agotada y señalándose la muñeca. Era preciso que cogiésemos el primer tren si queríamos llegar a tiempo al vuelo.
—¿Me das tu dirección de email? —me preguntó. Se la di. ¿Pero cómo puñetas se iba a acordar? Ya sé. Saqué el pintalabios color fucsia y le garabateé mi email en el brazo.
Sonrió y separó el brazo torpemente del cuerpo.
—No pienso torcerlo, no pienso bailar, no pienso sudar —dijo—. Lo único que voy a hacer es conservar tu email en el brazo todo el tiempo que pueda.
Funcionó. Para cuando Gina y yo llegamos al hotel una hora más tarde, ya me había añadido a su Facebook.
Pero antes de separarnos, Joel y yo nos habíamos besado.
Cuando llegué de Tokio dos días después, me sentía como si mi cuadro eléctrico interno hubiera vuelto a conectarse finalmente a la vida. Me había insuflado nueva energía, bullía de ideas nuevas para otras aventuras similares en las que escribir de viajes y pensaba muy en serio en lanzarme de cabeza al periodismo freelance a tiempo completo.
Pero lo más importante de todo era que, por fin, me sentía libre de Sebastian. Lo que Japón me había dado era espacio para comprender lo tóxica que había sido nuestra relación y lo tóxica que siempre sería. Durante meses me había hecho sentir como si necesitara su afecto y sus atenciones para sentirme completa cuando, en realidad, no había dejado nunca de ser completa. Era él quien tenía carencias, quien se había aprovechado de mi capacidad para ofrecer amor y cariño, sabiendo muy bien que nunca podría devolvérmelos.
Claro que nada de todo aquel dolor y aquella pena tenían nada que ver con el aspecto sadomasoquista de nuestra relación. Pensé en la conversación que habíamos tenido Christos y yo sobre el tema una vez, mi suposición y mis prejuicios acerca de que todas las mujeres que disfrutaban sometiéndose a un hombre tenían una tara. No me arrepentía ni por un momento de aquel tipo de sexo, bueno, excepto lo de las tijeras. Pero eso había sido tan tóxico precisamente a causa de la dinámica entre Sebastian y yo. Además, una vez cruzabas el puente hacia el mundo de lo perverso, ya no podíamos volver atrás hacia el sexo vainilla normal y corriente. A su tiempo, y quizás un período de tiempo no demasiado largo, estaría preparada para empezar de nuevo con alguien que disfrutara con todos los placeres que le podía aportar, pero que también conociera el significado de amor y respeto. Nunca había conocido a nadie que me hiciera sentir tan poco respetada, ni tan emocionalmente empobrecida. Y no por causalidad, tan optimista ante el futuro, un futuro en el que él no estaba incluido.
Sebastian y yo habíamos terminado.