Capítulo 7

EN la cola de los pasaportes de Heathrow empecé a temblequear. En Londres ya era otoño. Busqué la chaqueta vaquera que llevaba anudada en la correa de la maleta. Todavía estaba húmeda. Me había pasado el vuelo entero desde Grecia llorando encima, sentada con la cara envuelta en ella como si fuera el velo de una viuda. Después de mi emotiva despedida de Christos, había querido estar sola para llorar en paz, y sabía que las cordiales azafatas griegas sufrirían por mí y solo intentarían ofrecerme consuelo, consuelo que nadie, ni siquiera Christos, podía aportarme.

Y ahora, ya de vuelta en Inglaterra, me sentía parcialmente mejor. Bueno, quizás no mejor, pero sí resuelta. Había llorado hasta lograr serenarme y estaba dispuesta a enfrentarme de nuevo a nuestro piso. En principio teníamos intención de dejarlo a finales de agosto, pero no había modo de que yo pudiera mudarme sola con todos nuestros enseres, así que nos lo habíamos quedado unas cuantas semanas más. Entre tanto, Markos, el amigo de Christos, se había comprado un apartamento en los Docklands. Ese sería el nuevo hogar de Christos. ¿Y mi nueva residencia? Una habitación en un piso compartido del lado sur del río, sin conocer ni el barrio ni a la otra inquilina.

De regreso al piso, lancé la chaqueta, el bolso y la maleta al suelo, me tumbé en la cama y empecé a repasar en mi cabeza los acontecimientos de los últimos días.

Al final, la cena con los abuelos había sido soportable. Los padres y el primo de Christos se habían unido a nosotros, lo que me salvó de ser el único blanco de los interrogatorios de Yiayia Georgia. A la mañana siguiente, Christos y yo fuimos al pueblo donde había nacido su madre.

—Hoy hay una pequeña fiesta local —me dijo—. Y la gente del pueblo habrá decorado la iglesia principal. Estará todo precioso. Ya sé lo mucho que te gusta meterte tu dosis ortodoxa, bollito.

El pueblo de mamá estaba a dos horas y media en coche de la casa y no aparecía en ningún mapa. Confié en que Christos supiera el camino. Por la noche, el aire acondicionado se había estropeado y ninguno logró dormir decentemente.

—¿Estás seguro de que quieres conducir estando tan cansado, Christos mou?

—Sí, por supuesto. Necesitamos salir de casa.

—Pero, ¡si queremos hacer eso podemos ir a un hotel, sencillamente! Como aquella vez en navidad que fuimos a Yorkshire porque necesitábamos desesperadamente pasar un poco de tiempo juntos, ¿recuerdas?

Lo decía con toda frivolidad, pero Christos ni se enteró.

—Arketa, Nichi —dijo cortante—. ¡Siempre estás tratando de esquivar a mis parientes!

—¡Pero bueno! ¡Fuiste tú el que dijiste que teníamos que salir de casa! —contraataqué.

Christos tenía cara de tormenta. Pero luego suspiró y se disculpó:

—Perdona, tienes razón; estoy cansado. Déjame que me tome un café y un pitillo y estaré en forma. ¡Jesús, menudo calor!

De camino al pueblo, nos perdimos. Cuatro veces.

—Perdona, Nichi mou, pero ojalá estos malakas actualizaran su puta mierda de mapas.

—Christos, ¿por qué estamos metidos en un coche en un día de tanto calor? Mira, ¿por qué no lo mandamos todo a la porra y damos la vuelta?

—¡No! ¡Con lo lejos que hemos llegado! ¡Me niego a ser derrotado por esos idiotas!

Cuando por fin llegamos al pueblo, había poca cosa que ver. Se estaba celebrando el oficio en la iglesia, pero como no teníamos ganas de presenciarlo, tampoco podíamos entrar. Todos los del pueblo parecían estar en la iglesia. Ni siquiera había un períptero abierto para comprar una bebida o algo de picar.

—Vamos, te enseñaré la plaza donde se celebró la boda de mis padres.

Christos echó a andar rodeando la iglesia por detrás. Yo fui trotando tras él y luego me puse a su altura de modo que pudiéramos ir cogidos de la mano. Pero hacía demasiado calor para cogerse de la mano. Cuando llegamos a la plaza, allí no había nada que ver. No era más que una plaza vacía desprovista de cualquier adorno. No sé qué me esperaba.

—¡Imagínate! ¡En la fiesta de bodas de mamá y papá había aquí dos mil personas!

—¿Dos mil? —me mostraba incrédula—. ¿Y conocían a todo el mundo?

—Probablemente no —replicó Christos—. Pero es algo que les enorgullece a ambos, sobre todo a mamá. El día de tu boda queda marcado con tanta gente presente.

Sentí una oleada de envidia seguida de otra de resignación. Si éramos realistas, nosotros nunca íbamos a casarnos en Grecia. Yo no formaba parte de aquella cultura. No habría podido soportar tener un montón de desconocidos en mi fiesta, colgándome billetes en el vestido con alfileres e inundándome de bendiciones que no sabía lo que significaban. Y mucho menos si ni siquiera conseguía que me entendiera la familia en la que iba a entrar.

Durante cuatro noches habíamos cenado con los padres de Christos. Durante cuatro noches me había sentado allí, con una inquietud que me quitaba el apetito, en espera de que se sacase a colación el tema del doctorado. Pero no se sacó. Me temía un altercado, aunque también lo deseaba un poco, para así por lo menos poder mostrarles lo dolida que estaba con la situación. Pero, en vez de eso, la tarde que salí camino del aeropuerto se limitaron a besarme y decirme adiós con la misma cordialidad y afecto de siempre. Estaba claro que ellos no consideraban que hubiera nada de lo que hablar.

Mientras tanto, Christos sí que tenía mucho que decir. Solo que no lo decía. Antes de dejarme ir para pasar el control de pasaportes, me sobó más que nunca, arreglándome constantemente el pelo, acariciándome la mejilla, toqueteándome la nuca como a una gata que está a punto de entregar sus gatitos a unos nuevos propietarios.

—Hemos pasado unas buenas vacaciones, ¿verdad, kali mou?

—Ya lo creo. Me encantan estas vacaciones. No dejemos de venir nunca a Grecia.

—¡Ja! Bueno, ¡no creo que haya muchas posibilidades de que pase eso!

—No soporto marcharme. Y nunca se hace más fácil, siempre más difícil. ¿Crees que deberíamos trasladarnos a Atenas, Christos?

—Arketa, Nichi mou, ¿qué bobadas estás diciendo? Desde luego, yo no quiero vivir en Grecia. ¿Por qué te crees que me fui a estudiar a Inglaterra? No sé cómo te las arreglarías tú. Pero yo no.

—Escribiría. Se puede escribir en cualquier parte. ¿No crees que podríamos?

—Nunca te he pedido que lo hicieras.

—Pero lo haría. Lo haría por ti.

—Nichi mou... —en los ojos de Christos apuntaron unas lágrimas. ¿Por qué?, me pregunté. ¿Porque le había conmovido mi exhibición de entrega? ¿O porque se sentía culpable de su falta de espíritu de sacrificio?

—Todavía pasaremos juntos por lo menos la mitad de la semana, kali mou, ya lo sabes, ¿no?

—Sí, lo sé. Y supongo que eso significa simplemente la mitad de la semana sin dormir.

Sonrió y puso la cara de griego lascivo.

—Oh, eso espero. Estaré esperando siempre las noches para estar los dos a solas.

—Tendrás que hacerlo. Yo ya no sé dormir sin ti, Christos. El vacío de la cama es algo que...

Después de eso ya no pude emitir una palabra más. Creo que nos abrazamos como si nuestro amor dependiera de ello, pero no me acuerdo bien. La amnesia parecía preferible al recuerdo de un dolor abyecto. Como la primera vez que intentamos hacer el amor y fracasamos. ¿Por qué no recordaba la primera vez? ¿Era acaso un ominoso augurio de todo lo que íbamos a construir juntos después?

Un empleado demasiado oficioso me hizo un gesto para exigirme que pasara el control de seguridad.

—Tres semanas, Nichi mou. Luego estaremos juntos otra vez.

Asentí atontada. «Juntos otra vez» sonaba un tanto falso. Juntos otra vez ya no significaba lo mismo que antes.

Al día siguiente, que era sábado, me desperté temprano y con alegre determinación. Estaba harta de compadecerme de mí misma, de considerarme abandonada, y decidí reconducir la situación de vivir separados y convertirla en una oportunidad para hallar una libertad nueva. Podía leer y escribir sin interrupciones. Podía ir a clases extra de yoga. Podía cenar cuando quisiera, incluso en la cama, si quería, con el plato en los muslos y el portátil en las piernas, práctica que Christos me tenía absolutamente prohibida.

Así que empecé a hacer las maletas. Después de todo, mi nueva habitación estaba lista para cuando quisiera ocuparla. Cuanto antes me trasladase, antes pasaría a la siguiente fase de nuestra relación. Tendría que esperar a que Christos me llevara un par de cosas voluminosas en el coche cuando volviera, pero como mínimo podía cargar con una maleta y tal vez una mochila.

Metí todas las cosas que pude y una hora más tarde cargué hasta el metro con mis pertenencias como un caracol muy decidido. Al hacer el transbordo en Victoria, un joven de exquisitos modales con los brazos cubiertos de unos refinados tatuajes me preguntó si quería que me echara una mano con la maleta. Le dije que no. Tenía por norma no llevar nunca un bulto que no pudiera cargar yo sola. No necesitaba ninguna ayuda.

Al llegar al nuevo piso, Helen, mi nueva compañera de casa, estaba viendo la televisión en el cuarto de estar y se reía escandalosamente con un programa de animales. Le dije un hola cortés y luego arrastré el equipaje a mi nueva habitación. Allí había una estantería, un escritorio y una mesa de tocador con un elegante espejo ovalado encima. Muebles en serie de Ikea, supuse. Y una cama de matrimonio. Pero eso era todo. Dios, era como volver a ser estudiante.

Sobre la mesa de escritorio puse una foto enmarcada de Christos y yo de manera que pudiera verla desde la cama. De repente sentí que en realidad no quería pasar allí esa noche. Me mudaría definitivamente al día siguiente.

El lunes por la mañana tomé una ruta diferente para ir al trabajo, por el puente de Waterloo, a menudo votada como «mejor vista de la capital» por sus residentes. Me acordé de la cita del doctor Johnson: «Cuando un hombre se ha cansado de Londres, se ha cansado de la vida», y quedé maravillada al pensar que en realidad apenas había empezado a conocer la ciudad.

Aquella iba a ser mi última semana en el hospital. Cuando volví de Grecia, me encontré esperando una carta donde me decían que había tenido éxito en mi solicitud de un puesto de becaria en una revista de arte, y que podía empezar dentro de una semana a partir del martes. Había solicitado el puesto hacía meses. Era la perfecta distracción para dejar de pensar en el callejón sin salida en que había entrado mi relación con Christos.

Cuando llegué al trabajo, llamé a la agencia de colocación que me había contratado para el hospital, les dije que ya no necesitaría el puesto de secretaria y luego informé a mi directora de área, Susan. Era una mujer encantadora de cuarenta y pocos años, rellenita y atractiva, con uno de esos cortes de pelo a lo garçon de un rubio inmaculado que siempre están en su sitio.

—Vuelve siempre que quieras, cariño, si no te funciona lo de escribir. Supongo que en ese sitio nuevo te pagarán bien, ¿no?

—Bueno, la verdad es que no me van a pagar nada —No sé por qué me sentí avergonzada, pero así fue. No era culpa mía que las industrias creativas consideraran correcto explotar las ardorosas ambiciones de una recién graduada y traducir ese ardor en trabajo gratis con total disposición.

—¡Ah!

Me di cuenta de que Susan no lo entendía.

—Es que no tienes más remedio que hacerlo así, Susan. Al final acabas teniendo suficiente experiencia como para poder solicitar un trabajo pagado. —O por lo menos esperaba que esos esfuerzos me dieran resultado—. He estado procurando ahorrar un poco de dinero para poder permitirme trabajar el mes que viene sin que me paguen. Pero gracias por decirme que vuelva siempre que quiera.

Me sonrió como una directora adjunta cuando despide a su prefecto.

—Bueno, serás bienvenida. Cuídate, y, quién sabe, ¡tal vez la próxima vez que vuelvas lleves un anillo en el dedo!

Fingí una sonrisa para responderle y salí medio confusa de su despacho.

Por la tarde llamé a Gina. Me había mandado un mensaje diciéndome que quería que la pusiera al día de cómo habían resultado mis vacaciones.

Gina era una de esas personas absolutamente vitalistas que combinan un humor seco con un optimismo inagotable y que tienen la rara habilidad de ver el bosque a pesar de los árboles. La conocía desde hacía casi exactamente el mismo tiempo que conocía a Christos. También coincidimos en el último año de universidad, y la verdad es que yo quise ser amiga suya desde el primer momento en que la vi. Había algo en la presencia de Gina que transmitía una sensación de astucia y travesura y al cabo de poco tiempo ya estábamos las dos tumbadas en la habitación de la una o de la otra discutiendo sobre Silvia Plath o sobre los méritos de los hombres con lápiz de ojos o viendo en la tele episodios de una serie americana espantosa pero adictiva: Las chicas Gilmore.

Actualmente Gina trabajaba como encargada de un restaurante. Seguía llevando los mismos rizos largos negros y sueltos; seguía gustándole mucho bailar con unas botas monísimas y vaqueros de colores y seguía totalmente insensible a las atenciones de la mayoría de los machos a pesar de ser de un atractivo de dejarte con la boca abierta. Gina daba prioridad a sus amigas y a su familia por encima de cualquier otra cosa, a veces incluso en detrimento propio.

Intenté entonces expresar con palabras cómo estaban las cosas entre Christos y yo y me encontré metida en dificultades.

Al otro lado del teléfono se mantenía un silencio escéptico que al final se inundó con un aluvión de preguntas.

—Entonces, ¿cuándo vuelve Christos? ¿Ha vuelto ya? ¿Estará aquí para tu cumpleaños?

—Pronto. Todavía no. Sí. Todo está perfecto, de verdad.

Pero Gina no iba a dejar que me la quitara de encima tan fácilmente.

—¿Y qué pasó con las decisiones acerca de dónde vivir? ¿Conseguiste convencer a sus padres de que eres una compañera de estudios excelente?

—No. Pero lo hablamos mucho —mentí.

—¿Entonces eso significa que estará en tu casa la mayor parte del tiempo? ¿Aceptó lo de dejar de estudiar por la noche?

—Bueno, no discutimos los pequeños detalles.

—Sabes, Nichi, tú te mereces que te dedique su tiempo. Si te valora en algo...

—Ya me dedica su tiempo, Gina —solté cortante. Después, di un poco marcha atrás—. Perdona, no quería ser brusca —suspiré—. Es que estoy un poco al límite, con todo eso del piso nuevo y lo del trabajo a punto de empezar. De todas maneras, cuéntame cómo estás...

El jueves era mi cumpleaños. Normalmente me habría tomado el día libre, pero como solo me quedaban tres días de trabajo en el hospital antes de perder el sueldo, no tenía sentido quedarse sin un día de paga.

Llegué tarde a la oficina. Mi madre me había llamado de Australia y luego Christos telefoneó de camino a la biblioteca de la universidad. Había vuelto a Londres ayer por la mañana y había pasado el día trasladando todas sus pertenencias desde nuestro antiguo piso, que ahora ya habíamos dejado oficialmente vacante, hasta el nuevo.

—¡Kronia polla, Nichi mou! ¡Feliz cumpleaños! ¿Tienes ya tu regalo?

—¡Sí! ¿Tengo que abrirlo mientras hablamos por teléfono?

—No, que eso me pone nervioso. ¡S’agapo! Ábrelo cuando cuelgue.

Íbamos a vernos más tarde para cenar, pero Christos quiso asegurarse de que tuviera algo que desenvolver cuando me despertase. Antes de que me marchara de Grecia, Christos me había puesto en la mano una cajita azul muy pequeña. «No es un brillante», se rió. Y ahora por fin la abrí. Dos pendientitos de plata en forma de estrellitas refulgían delante de mí. Eran de una joyería muy exclusiva de Atenas. Preciosos. Aquel hombre podría haber escrito un manual sobre el arte de cortejar. Mientras me apresuraba hacia mi oficina a través de recepción, pensé en las palabras kronia polla. La traducción literal es «muchos años», y me hicieron pensar en la conversación que habíamos tenido aquella noche en el resort hotelero sobre el pasado. Me sentó fatal despertarme sin Christos al lado el día de mi cumpleaños. ¿Por qué no me había ido a pasar la noche a su casa? Me dijo que estaba demasiado cansado, pero no le hubiera supuesto ningún problema dejar que me colara en su cama.

Cuando llegué a mi despacho, había una tarta de chocolate decorada encima de un archivador al fondo del despacho. Mi colega Emma me sonrió.

—¿Qué te regaló el divino Christos?

—Estos pendientes.

—¿Me los dejas ver?

Toqué los cierres como protegiéndolos. Emma se me acercó.

—¡Oh, Dios mío! No son brillantes, ¿verdad?

—No, no son brillantes.

—Ese hombre tiene buen gusto. Espera a que toque el grande.

Esa noche Christos y yo nos reunimos con Alistair, mi hermano pequeño, para ir a disfrutar de una cena tranquila en el Soho. Mi hermano estaba muy ocupado con su licenciatura, y aunque nos llevábamos muy bien, casi nunca nos veíamos ya. Era ferozmente inteligente, callado y pensativo, con un humor seco y sardónico. Se entendía con Christos como si ya fueran familia.

Empezamos con recuerdos de lo mucho que nos habíamos divertido juntos a lo largo de los años. Alistair se echó a reír.

—¿Te acuerdas, Christos —dijo—, de cuando te hicimos aquella tarjeta de Giorgos para tu cumpleaños? Llevaba delante una foto de George Michael durante sus tiempos en el dúo Wham! Y creíste que era de un tío del gimnasio que sabías que también se llamaba George...

—... y que te estaba gastando una broma, ¡Christos mou! —añadí yo—. ¡Ay, Dios!

—Sí, y entonces yo casi voy y me peleo con él por culpa de vosotros dos.

Los tres nos reímos juntos, y toda la cena fue por ese mismo derrotero, salpicada de recuerdos compartidos.

En cuanto la factura estuvo pagada, Alistair tuvo que marcharse.

—No estudies demasiado, Mog —le sermoneé. Mog era el sobrenombre que nos dábamos mutuamente.

—No te preocupes, Mog, no lo haré —dijo; y luego añadió—: Mucha suerte en el doctorado, Christos.

Le di un beso cariñoso en la mejilla, los dos chicos se dieron mutuamente unas palmadas en la espalda y luego Alistair se escurrió camino de su edificio universitario.

Christos y yo seguimos sentados cara a cara. Yo me sentía feliz y relajada. Aquella era la mejor manera de pasar un cumpleaños, con dos personas que me gustaban y a los que quería.

—¿Qué quieres hacer, Christos mou? ¿Pasamos la noche en mi casa? ¿O la pasamos en la tuya? No tengo ropa limpia, pero me parece que me queda un vestido en la tuya, ¿no?, el que me dejé en Grecia y que Mimi te mandó desde allí.

Christos me dirigió una mirada de preocupación y luego se inclinó sobre la mesa para acariciarme la cabeza.

—Esta noche tengo que irme a casa, Nichi mou.

—Bueno, ya te lo he dicho, puedo ir contigo.

—No, Nichi mou. Quiero decir que necesito irme a casa solo. Tengo demasiado que estudiar para mañana. Necesito levantarme muy temprano. Necesito estar listo para estudiar.

Me quedé mirándolo. Esta noche no, Christos. No el día de mi cumpleaños.

—Pero Christos, yo también tengo que levantarme temprano. Esta semana todavía tengo que ir al hospital, ¿recuerdas?

—Bueno, entonces, mucha más razón para que los dos nos quedemos en nuestras casas esta noche. Iré a verte el fin de semana. El domingo quizás. Te haré una buena cena.

—¡Pero Christos, si es mi cumpleaños!

—Pero Nichi mou, ¿no estoy aquí? Hemos tenido una cena agradable con tu hermano y ahora podemos irnos a casa sin más y prepararnos para la jornada de trabajo de mañana. —Empecé a ponerme la chaqueta—. Venga, Nichi —continuó él—, ya sabes lo difícil que es esto para mí. Ya has visto que también Alistair ha tenido que marcharse corriendo para volver con sus libros.

—Christos, no es más que una noche. La noche de mi cumpleaños. Jesús, ¿cuándo vamos a tener sexo otra vez? ¡Podríamos estar casados, joder! —La camarera me miró con cara nerviosa. Estaba claro que tenía toda la pinta de ponerme a montar una escena.

—Vámonos —dijo Christos, y me sacó del restaurante.

Fuimos andando al metro en silencio.

—¿Así que a partir de ahora tendré que pedir cita para dormir con mi novio o qué?

—Nichi mou, las cosas van a ser un poquito complicadas de ahora en adelante. Pero venga, si solo es una noche.

Christos no comprendía por qué aquella noche no era igual que cualquier otra, pero yo no se lo podía explicar.

—Te veré el domingo, ¿sí, bollito? ¿Bollito dulce de cumpleaños?

Me tomó la cara entre las manos y me besó.

Yo ya estaba empezando a perder la paciencia con todo aquello.

Según fueron pasando las semanas se fue haciendo más evidente que el chasco (a falta de una expresión mejor) del día de mi cumpleaños no había sido la excepción. Me es imposible recordar con exactitud cuántas veces nos vimos Christos y yo después de aquella noche, pero probablemente pueda contarlas con los dedos de las dos manos, o incluso de una sola. Hasta los fines de semana se quedaba encerrado estudiando. Mientras tanto, yo había empezado en la revista, una ocupación feliz y relajada que me dejaba impaciente e inquieta y en espera incluso de una mayor estimulación llegado el fin de semana.

La noche del miércoles, ya tarde, Gina me mandó un mensaje de texto. No habíamos estado en contacto desde la noche antes de mi cumpleaños, cuando su interrogatorio sobre Christos había hurgado quizás un poquito demasiado en la llaga.

«Señora: siento muchísimo haberme olvidado de su cumpleaños, soy una mala amiga, malísima. Por qué no quedamos y vamos a bailar uno de estos sábados por la noche y lo compensamos todo? Besos.»

Bailar era justo lo que necesitaba.

Contesté el mensaje de Gina y le pregunté si sus amigas Clara y Jane, a las que había conocido en la fiesta de su último cumpleaños, también podrían venir. Necesitaba conocer a más gente en Londres, ¿verdad? Me hacía falta divertirme un poco. «¿Qué me dices de este sábado?» «¡Cuanto antes mejor!» «¡Estamos de suerte, cariño! ¡Todas estamos libres!», fue la respuesta.

Llegó el sábado. Sobre las seis de la tarde saqué el vestido del armario. Animada por Christos, me había comprado un vestido negro y turquesa muy ajustado en una boutique junto a la playa de Pefkos. Resaltaba mucho más la figura de lo que yo hubiera elegido normalmente, pero estaba muy hábilmente moldeado y te la resaltaba de un modo halagador. Esta noche iba a hacer su primera salida, una salida que yo necesitaba hacía mucho tiempo.

El plan era vernos en el Soho para beber algo y luego ir a bailar. Nada de líos, simplemente un poco de diversión engrasada con unos cócteles. «¡Y nada de sitios llenos de tíos salidos, por favor!», había advertido previamente a Gina, que era la que organizaba nuestra salida nocturna. «¡Eh, Nichi, que estás hablando conmigo! —me había respondido Gina—, ¡el azote de calentorros!»

Nos encontramos a las nueve en punto. El local que Gina había elegido era tal y como nos prometió: animado con cócteles, con el tipo justo de música house endiablada y sin rastro de hombres irritantes. Tras dos pretenciosos martinis de granada, empecé a relajarme. Clara y Jane, que eran las dos pasantes de abogado, me hicieron reír con historias de los relamidos juristas para los que trabajaban.

—¡Como sigas así, Clara, Nichi va a reventar el vestido de tanto reírse!

Gina me tiró juguetonamente del cuello del vestido y cuando me volví hacia ella algo se coló en mi visión periférica. Un hombre de pelo oscuro, alborotado, tez muy pálida y ojos veteados de paisaje marino me miraba fijamente. Qué ojos. Eran como láseres.

Aparté la mirada.

—¿Queremos alguna copa más? —me preguntó Clara. Jane y Gina asintieron enérgicamente.

—¿Y tú, Nichi?

—Sí, por favor. Pero esta vez un vodka con tónica.

—Yo te ayudo —dijo Jane—. ¿Doble?

—¡Venga! ¡Ya que estoy, mejor seguir adelante! —Ya estaba bastante achispada, pero no me acordaba de la última vez que me había encontrado tan agradablemente borracha con mis amigas.

—Me voy a fumar un pitillo —declaró Gina—. ¿Te encargas tú de cuidar los bolsos, Nichi?

—¡Naturalmente!

Esperé a que se hubieran largado y entonces volví a recorrer el local con la mirada. El hombre de los ojos veteados había desaparecido.

Pensé si mandarle un sms a Christos, pero luego decidí que no. Seguía enfadada con él por su decisión de dejarme dormir sola la noche de mi cumpleaños. Además, no escribía mensajes de texto cuando estaba borracha. Para empezar, me salían erratas que cuando las volvía a ver al día siguiente me cabreaban una barbaridad. Y la verdad es que necesitaba olvidarme de aquello. Necesitaba divertirme un poco y olvidarlo.

Miré hacia la barra. Clara y Jane estaban siendo abordadas torpemente por dos chavales con pinta de acabar de terminar como mucho sexto curso. Vi que Jane incluso les enseñaba su carné de identidad para ver si mostrándole su edad se los quitaba de encima.

Yo quería bailar, pero con aquellos zapatos y aquel vestido y tanto alcohol en el cuerpo probablemente fuera una mala idea. ¿Dónde estaba Gina?

De pronto tuve la impresión de que alguien me observaba otra vez. Y me di media vuelta.

—Hola.

Era él. El hombre de los ojos jaspeados. Se había acercado sigilosamente a mis espaldas.

—Llevas unos pendientes muy bonitos. —Estaba lo bastante cerca como para admirar el regalo de cumpleaños de Christos—. ¿De dónde son?

Abrí la boca para decir «no lo sé, son un regalo de cumpleaños de mi novio», pero luego cambié de idea.

—Griegos —respondí.

—Ah, akrivos, yo soy medio griego.

Ay, Dios mío. ¿Cómo es que una vez que conoces a un griego parece que atraigas a un montón más?

—¿Eres griega? —me preguntó.

—Oki, alla milo ligo —repuse. No, solo hablo un poquito.

Me di cuenta de que lo había impresionado. Sonrió. Tenía unos tensos hoyuelos debajo de aquellos ojos tentadores. Me estaba quedando sin sitios a los que mirar de modo seguro.

—¿Quieres bailar? —me preguntó.

—¿Sabes? —le pregunté a mi vez, no sé por qué. ¿Qué importaba si sabía bailar o no? No estaba completamente segura de que lo que realmente solicitaba fuera un baile.

Entonces recuperé todo el control y me di permiso. Es tu noche de cumpleaños con atraso, me dije. Te gusta bailar. Puedes bailar un baile inocente con un medio griego atractivo sin que eso signifique nada.

—Claro —dije, y me levanté y le seguí.

Un minuto después tuve claro que tendría que haberme fiado de mi instinto. No perdió el tiempo: me puso las manos en el trasero y tiró de mí hacia él. Tendría que haberle dicho algo. Pero no se lo dije. Olía bien. A algún tipo de loción almizclada que no identifiqué. Volví a mirarlo a los ojos. El paisaje marino de sus iris había desaparecido y dado paso a dos puntos negros.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó. ¿Le patinaba la lengua? Estaba más borracho que yo. Lo que, justo en ese momento, requería dedicación.

—¿Y el tuyo? —le devolví la pelota.

Sonrió. No contestó. Nada de nombres, pues. En vez de eso deslizó su mano por mi espalda hasta debajo del pelo. Me dio un tirón con torpeza. Sacudí la cabeza para soltar el pelo.

—No me tires del pelo —dije—. Eso no está bien.

—Oh, perdona —sonrió—. Así que entonces eres una chica vainilla.

¿Y eso que quería decir?

Se apoyó contra mí. Me daba cuenta de que las cosas empezaban a írseme de las manos, pero estaba tan borracha que tenía la sensación de que mi cuerpo y mi mente hacía horas que se habían ido cada uno por su lado y que nada de lo que pensaba tenía influencia alguna sobre lo que hacía. Sentía el sabor del almizcle y del alcohol de su cuerpo, sentía el latido de su lujuria. Me perforó con sus ojos ahora como ónices, se acercó tanto que noté el roce de sus pestañas en mi rostro y después detuvo sus labios a un centímetro de los míos.

—Bésame —murmuró.

—No puedo —dije.

—Sí, sí que puedes —repuso. Alargó el «puedes» hasta hacerlo sonar como un drone yóguico, y deslizó la mano que estaba sobre mis cabellos hasta la base de mi cuello balanceándome suavemente toda entera de un lado a otro.

¿Pero cómo te atreves?, tendría que haberme preguntado. Pero no lo hice. Justo entonces, en aquel preciso momento, sabía que no podía.

Después de lo que me parecieron dos horas, pero que no debían de haber sido más de treinta minutos, volví en mí sobre el suelo frío y mojado de los servicios del bar. Tenía a Gina inclinada sobre mí incorporándome.

—Vamos, Nichi, vámonos a casa. Te hemos estado buscando por todas partes. ¿Qué ha pasado?

Meneé la cabeza, me llevé la punta de los dedos a los labios. Los noté como si me los hubieran mordido.

—Bueno, de todos modos ya no importa. Mientras estés sana y salva... Lo que no me gustaría es tener que despertarme en tu estado mañana.

El domingo por la tarde Christos me mandó un mensaje: «¿Te parece bien que llame ahora, bollito?»

«Sí», le respondí. No conseguí animarme a mandarle un beso. Un beso de traidora.

Sonó el teléfono. El corazón me dio tal salto en el pecho que si fuera un tambor rasgaría la piel. Esperé un poco antes de contestar.

—Hola, Nichi mou.

—Hola —le repliqué débilmente.

—Nichi, ¿estás bien?

—Christos, tengo que decirte una cosa. Es muy importante. —Tenía que decírselo inmediatamente, pensé. Tenía que decírselo ahora mismo—. Anoche te engañé.

Silencio. Pasó un segundo por cada año de nuestra relación.

—¿Me has oído? —dije temblorosa.

—Te he oído —me replicó. Su voz sonaba más grave y oscura de lo que nunca la había oído.

—Christos. Christos mou...

Por el teléfono llegó un sonido que era medio lamento y medio asfixia. Luego Christos volvió a hablar:

—¿Y cómo?

—En un club. Conocí a un tipo —ni siquiera me atreví a decir un hombre—. Fuimos a alguna parte, estaba borracha, Christos. Demasiado borracha. Completamente borracha, de hecho...

Christos sabía que yo casi nunca bebía; sin duda se hacía cargo de que si yo no hubiera estado completamente ebria, no habría hecho algo tan impropio de mí. Le juré que nunca volvería a hacer algo tan estúpido en la vida mientras él me quisiera.

—Nichi —me interrumpió. Lo dijo como si tuviera tres vocales, la segunda un sollozo que rompía la c.

—Christos, tenía una trompa descomunal. Fue una equivocación, una equivocación terrible, pero no significa nada, podemos olvidarlo, puedes perdonarme. No tiene que afectarnos. —Boqueé en busca de aliento porque mis hipidos se llevaban el aire de mis excusas.

—Nichi. Nichi... —Christos iba deletreando mi nombre como si estuviera destapando un mal conjuro. Y además, ahora lloraba sin control. ¿Por qué se me habría ocurrido que aquello era lo que tenía que hacer? Mi confesión le había destrozado el corazón.

—Te voy a dejar. Tengo que dejarte —sollozó.

—Christos, por favor...

—No puedo. No puedo. No puedo —repitió como si con eso se quitara de encima la espantosa verdad de mi transgresión. Luego consiguió rehacerse un momento y ahogar los sollozos. Aquel silencio hizo que se me parara el corazón por un instante.

Finalmente, habló.

—Nichi mou, has hecho que rompamos.