Capítulo 13
HACER de dominatriz con Sapphire nunca volvió a ser lo mismo después de aquella noche con Jack y Christopher. Los comentarios que había hecho sobre mi falta de autoridad me escocían de verdad, y no pude evitar pensar que tal vez tuviera razón y fuera el momento de trabajar por mi cuenta. Tenía con Sapphire una enorme deuda de gratitud y siempre la tendría. Sin ella no habría conseguido permanecer en Londres después de romper con Christos, y mucho menos seguir intentando cumplir mi sueño de ser periodista. Pero era hora de volar sola como trabajadora del sexo. Una vez tomada la decisión, y después de discutirla, ya no hubo tensión en las sesiones finales. Había cambiado la intimidad de nuestra curiosa amistad, pero había llegado la hora de seguir caminos distintos.
Me sentí un poco culpable por robarle el cliente. No fue exactamente premeditado. Unos pocos días después de aquella sesión, Sapphire me reenvió un email del elocuente Titán en persona dando las gracias. Traía adjunta una fotografía inclinado sobre la cama con un tanga innecesario. Pero yo solo tuve ojos para la dirección del correo.
Christopher se convirtió en mi primer cliente asiduo. Debido a su horario de trabajo era complicado encontrar horas para dominarlo. Por suerte yo siempre había sido de levantarme temprano, y a él nada le gustaba más que un poco de sexo matutino con su arnés. Así que más o menos cada dos semanas me encontraba tomando el metro a las cinco y media de la mañana con una simple gabardina negra con cinturón para cubrir las prendas tan poco modestas que llevaba debajo. A cada visita mi técnica con el arnés mejoraba, y también mejoré mucho en lo de acordarme de meter en mi bolso uno de los billetes de veinte libras del consabido sobre blanco antes de pretender pagar después el desayuno en el Pret de la esquina.
A las ocho de la mañana ya había ganado la mitad del sueldo semanal y estaba libre para trabajar en el cada vez mayor número de artículos freelance que últimamente me encargaban tras mi más reciente y exitoso meritoriaje. Había salvado el día ayudando a componer un nuevo artículo de cabecera cuando apenas unas pocas horas antes de entrar en imprenta descubrimos que nuestro principal tema de portada ya había salido en otra revista. Aun así, la mayor parte del trabajo que llevaba a cabo seguían sin pagármelo. ¿Llegaría el día en que pudiera dejar por completo la dominación y vivir del periodismo?
Aunque en ese momento yo no estaba dispuesta a dejarlo todavía. El trabajo sexual no solo había transformado mi cuenta bancaria sino también mi libido. Pensé en los días de mi anorexia, cuando estaba tan asexuada como un trapo de cocina. De vez en cuando tenía sexo solo por comprobar si había vuelto el deseo y descubrir, decepcionada, que el momento más placentero eran las caricias postcoitales. Más tarde, Christos hizo revivir la llama de mi deseo, y siempre adoré el sexo con él. Pero lo que de verdad había impactado en mi imaginación sexual fue hacer de dómina. Nunca me había sentido mejor con mi cuerpo, con mi mente y con cómo confluían ambas cosas. Había tomado posesión de mi poder sexual.
Algunas veces me montaba en metro y me encontraba aplastada contra algún viejo baboso bien dispuesto a apretarse cuanto pudiera contra mí. Yo levantaba el codo en el ángulo preciso, y si el maquinista utilizaba los frenos con demasiada violencia en Stockwell, bueno, siempre podía poner la excusa de impacto accidental. Los borrachos que iban en el autobús nocturno se llevaban una mirada asesina y un tacón de aguja clavado en el pie si intentaban cualquier cosa conmigo. De vez en cuando, cuando me sentía especialmente autoritaria, procuraba pillar a algún caballero con traje de rayas y aire profesional que me miraba un poquito más tiempo de la cuenta e inmediatamente comprendía que no era más que un aspirante a sumiso. Había días en que tenía tanta confianza en mis poderes de dominatrix que si se daban las circunstancias adecuadas y una iluminación que ocultase las cosas, estaba segura de se podía persuadir al noventa por ciento de los hombres de que se sometieran a mí.
El único verdadero problema que me planteaba como trabajadora del sexo ahora que yo era mi propia jefa es que inquietaba mi conciencia socialista. Mi desorbitada tarifa por horas era algo absolutamente injusto si lo comparaba con el salario mínimo. Pensé en mi familia de laboristas hechos al trabajo duro, imaginé a mis antepasados levantándose de sus tumbas ante el hecho de que me hubiera convertido en una descarada defensora del libre mercado. Por supuesto, me justificaba diciendo que todavía no me pagaban nada por mi verdadera profesión. Pero, aun así, me incomodaba. Y así acabé desarrollando el concepto de la dominación caritativa, y, en consecuencia, cada dos o tres meses hacía que mis clientes contribuyeran a diversas causas benéficas o peticiones de ayuda en temas de inundaciones, hambre o guerras civiles. De vez en cuando también escogía causas contra el tráfico que yo misma apoyaba. Era dolorosamente consciente de que mi estatus como trabajadora del sexo implicaba lujo y libertad, bienes muy escasos en una industria global repleta de individuos muchísimo menos afortunados que yo. Me acordé del personaje de Belle, la prostituta de Lo que el viento se llevó, que es mucho más generosa que la heroína Scarlett O’Hara, y sonreí ante el estereotipo de la puta de buen corazón. Tuve la esperanza de que mi pequeño papel de Marian, la novia de Robin Hood, aun siendo mínimo, sirviera al menos para ayudar de algún modo a todos los que eran menos afortunados que yo.
Aunque fuera una trabajadora del sexo con suerte, no era una periodista con suerte, y seguía sin encontrar trabajo de eso. Me había puesto como fecha límite el treinta de abril. Si para entonces no había encontrado un empleo pagado a tiempo completo, decidí, tendría que reconsiderar muy seriamente mi carrera profesional. Y hacer de dominatrix tampoco podía ser una opción alternativa permanente.
Una cosa que resultaba evidente es que ahora que hacía de dómina en solitario las fronteras se volvían más fluidas. Cuando empecé a trabajar con Sapphire, se me había ocurrido aquel eslogan de «Vendemos límites, no servicios». Lo que quería decir era que para un cliente en busca de satisfacciones era más seguro acudir a nosotras que meterse en un lío extramatrimonial o con una pareja de juegos circunstancial. Sabíamos dónde había que trazar las líneas emocionales en el BDSM y nunca las traspasábamos. En algunos casos, sin embargo, estaba claro que tanto tú como tu cliente queríais traspasar un límite, el límite que separa una relación profesional de una verdadera amistad, por ejemplo. Al final, algunos de mis clientes fijos se convirtieron en amigos queridos, personas a las que, a día de hoy, puedo llamar para cualquier cosa, desde que me ayuden a montar una estantería hasta que me den su opinión sobre una nueva relación personal. Pero eso es porque en algún momento dejaron de ser clientes. Y eso lo aprendí por el camino más duro, cuando Christopher y yo nos encontramos sumidos en un penoso malentendido.
Un domingo de principios de abril Christopher me mandó un mensaje preguntándome si estaba en Londres. «Claro. ¿Quieres que nos veamos?», le respondí. Me sorprendió que no hubiera ido a pasar el fin de semana a Hastings, donde vivían su mujer y sus hijos. «¿Te importaría venir a verme? Es que justo no sé qué hacer. Mi mujer ha descubierto lo de la dominación y está destrozada. Quiere divorciarse y quedarse con la custodia de los niños.»
Oh, Dios. Pobre tío. Torcí la cara. Su desesperación se traducía en cada uno de los caracteres electrónicos. ¿Cómo iba a poder decir otra cosa que sí? Esa noche me puse unos vaqueros, botas hasta la rodilla y una camisa de cuadros entallada y me presenté en el piso de Christopher. Tenía los ojos tan hinchados que apenas podía abrirlos después de un día y una noche de llanto, y sin embargo seguía igual de simpático y me ofreció inmediatamente una copa. Solo tenía champán.
—Tienes a tu disposición todo el contenido de esa nevera de abogado que vive solo —bromeó sardónico.
Mientras él iba a buscar unas copas para el champán yo fui a sentarme en la sala de estar y traté con todas mis fuerzas de no centrarme en las idílicas fotos en que aparecía él con su esposa, igual que Mónica Bellucci, el día de su compromiso; él con su esposa en un albergue de esquí de los Alpes el día de Año nuevo; él con su esposa de vacaciones en un yate en Capri con sus tres hijos monísimos, como de catálogo, cabellos al viento y sonrisas de felicidad.
—¿Cómo estás? —le pregunté cuando por fin volvió y se sentó con las bebidas.
—Oh, en realidad, no quería ir allí, sabes. Pero es solo que... bueno, ¿con quién más puedo hablar de esto?
A lo largo de la siguiente media hora me narró la tortuosa velada en que su mujer encontró la colección de juguetes anales y se enfrentó a él sobre el tema. En un primer momento estaba convencida de que había tenido una aventura —«en realidad eso habría sido más aceptable para ella»— y que aquellos juguetes los utilizaba con otra mujer.
—Pero cuando le expliqué que se trataba simplemente de una afición mía rara, me dijo que le daba asco y que no quería que volviera a acercarme a los niños nunca más.
—Bueno, probablemente lo que la puso nerviosa fue más el shock de descubrir que no te conocía tan bien como se pensaba que lo que en realidad descubrió.
La verdad es que no creía demasiado lo que le decía, pero tenía que tratar de ofrecerle algún consuelo, alguna esperanza. No quería agravar su sensación de vergüenza. Si hubiera sido capaz de decirle eso a su mujer...
—¿No querrías dominarme, Jade? Eso me haría sentir mejor.
Vacilé. No estaba muy segura de que usar la dominación como terapia emocional en alguien tan evidentemente angustiado fuera un acierto. De hecho, esa siempre había sido una de las normas. No dominar a alguien que creas que corre peligro de hacerse daño a sí mismo.
—¿Estás seguro de que es una buena idea, Christopher? —le pregunté—. ¿Crees que estás mentalmente en disposición de hacerlo?
—Oh, creo que sí. Un poco de humillación no puede dejarme más vacío de lo que ya estoy.
—Entonces mejor que te despojes de algo de ropa —le ordené, entrando ya en mi personaje. Decidí que empezaríamos, pero que vigilaría hasta su más mínima respuesta mientras desarrollábamos el juego, y si tenía la menor sospecha de que la cosa no iba bien, lo interrumpiría.
Una vez Christopher se quedó en calzoncillos, calzoncillos de hombre por una vez, le ordené que se echara sobre la cama y empecé a darle azotes con la mano. Se quedó muy tranquilo. Al cabo de uno o dos minutos le pregunté si todo iba bien.
—Sí —replicó sencillamente; luego se puso de pie—. Pero tienes razón. No estoy mentalmente preparado para esto.
Fiu. Gracias a Dios que tenía lucidez suficiente como para reconocerlo. Le di un abrazo.
—Volvamos al cuarto de al lado y tomémonos una copa, ¿vale?
—Asintió y sonrió. Me di cuenta de que también él se sentía aliviado.
Ya instalados en el sofá, Christopher empezó otra vez a hablar de sus problemas maritales. Durante casi dos horas estuve allí sentada escuchándole y moviendo la cabeza con simpatía según iba repasando hasta el último detalle de alejamiento y discordia experimentados con su esposa. Y luego, con la esposa anterior. Y luego, con la esposa anterior a esa. Finalmente, acabó analizando las relaciones con su madre.
—Era muy difícil tenerla contenta, sabes. Nunca nos decía que nos quería ni que estaba orgullosa de nosotros, y solo recuerdo que me besara una vez. Cuando me rompí una pierna. A los seis años.
Escuchar a Christopher me hizo sentir una tremenda lástima por él, pero también estar incómoda. En realidad, yo allí estaba cumpliendo con el papel de consejera, y no estaba cualificada para hacerlo.
—¿Cómo crees que puedo conseguir recuperarla, Jade?
Ay, Dios mío, ¿cómo puñetas se podía contestar a aquello?
—Creo que ahora tendrías que esperar a ver si ella vuelve contigo y tomarte un poco de tiempo para ti mismo. —Era el típico consejo genérico, inútil, pero que sin duda no le haría ningún daño seguir. Pero aquello era agotador. Tenía que conseguir que hablase de otra cosa. Finalmente, cambió de tema.
—¿Y qué vas a hacer tú con lo de la dominación cuando un hombre bien guapo amenace con salir volando hacia el crepúsculo contigo?
—¡Como si eso fuera a suceder! —me reí—. ¡No creo que yo sea el tipo de chica a la que secuestran!
—¿Entonces no sales con nadie? ¿Nadie ocupa tus pensamientos?
—No, no —repliqué—. Aunque... —No iba a contrale a Christopher lo de Sebastian. Sabía que no tenía que volver de Ciudad del Cabo hasta dentro de un mes. Y aun así, tres meses después de haberlo conocido, seguía sin lograr apartármelo de mis diarias fantasías—. En fin. Por cierto, ¿cómo va la abogacía? Cuéntame algo de esos juicios tan escandalosos en que andas metido...
—Bueno, ya sabes que no puedo divulgar detalles concretos. Tratándose de ti...
Tras veinte minutos de charla relajada, decidí que había logrado distraer a Christopher del tema de su inminente divorcio. Hora de irse.
—Gracias por venir, Jade. De verdad, de verdad que te lo agradezco. ¿Podríamos volver a hacerlo alguna vez? No sabes qué bien escuchas. Una vez fui a un consejero, me costó montones de dinero pero no me tranquilizó ni la mitad que tú.
Dudé unos segundos. Realmente aquella no era la forma de echar a perder la relación con un cliente. También él me pagaba montones de dinero a mí, ¿no? Supuse que no había nada malo en charlar simplemente, siempre y cuando no esperase realmente que le ofreciera consejos específicos.
—Claro —sonreí un poco remisa.
Cuando me acompañó hacia la puerta, esperaba que me diera el dinero que normalmente dejaba para mí enrollado encima de la mesilla de noche. Solo que, pensándolo ahora, cuando estábamos en la alcoba no recordaba haber visto dinero alguno. Mierda.
—Bueno, cuídate, —Me apretó contra él una vez más—. ¿Necesitas algo para pagar el taxi a casa?
—Asentí muda. Así que eso era lo que quería decir con lo de consejera. Estaba claro que no tenía la menor intención de ofrecerme nada por eso. Supe lo que habría hecho Sapphire. Le habría explicado cortésmente pero con firmeza que su tiempo siempre tenía un precio. Pero yo no pude. ¿No le correspondía a él darse cuenta de eso, o era cosa mía haberlo dejado claro antes de ir a verlo? Las fronteras se habían borrado incluso antes de que llegara.
Esperé hasta que el taxi estaba ya fuera de la vista del piso de Christopher y le pedí al conductor que me dejara allí mismo. Así me ahorraría las sesenta libras del trayecto y cogería el metro. Por lo menos no habría «trabajado» gratis del todo.
En el camino a casa fui repasando los acontecimientos de la velada. Estaba enfadada conmigo misma por estropear una relación profesional perfecta tratando de convertir a Christopher en un amigo. Pero claro, ¿qué otra cosa podía hacer sino ofrecerle consuelo? Hubiera podido no acudir. Pero eso no me parecía humano. Era un hombre razonable y estaba segura de que la cuestión del dinero se podía arreglar con una breve llamada de teléfono. Pero, por algún motivo, no me sentía inclinada a hacerla. En vez de eso, interpreté los contratiempos de la velada como una señal de que realmente ya iba siendo hora de seguir adelante.
Gracias a Dios, pude cumplir con la fecha límite que me había impuesto. El treinta de abril me encontré con que tenía asegurado mi primer auténtico trabajo de periodista, pagado y horario completo, en una publicación política dependiente. Cuando llamé por teléfono a mi padre para contárselo, pude reírme con un alivio agradecido. Y él también.
—¡Ahora ya solo tenemos que preocuparnos de tu hermano!
En cuanto empecé el trabajo me encontré más cansada, más estresada, y tenía mucha menor diversión que la que obtenía cuando hacía de dominatrix, aunque finalmente pude relajarme al pensar en la dirección que mi vida parecía tomar. Y, sin embargo, seguía sintiendo un anhelo. Ya no echaba de menos a Christos exactamente, pero sí el gozo y la intimidad de la relación. Quizás estuviera destinada simplemente a encadenar relaciones perfectamente agradables pero inocuas. Quizás ya hubiera agotado mi embriaguez de amor.
Estuve hablando de eso con Gina mientras recorríamos el Victoria & Albert Museum el fin de semana antes de Pascua.
—No se trata de que yo crea en el Único, ya sabes que no —le dije—. Pero cuando has tenido una relación tan perfecta, ¿crees que todo lo que viene después está condenado a la insatisfacción?
—Pero con Christos no todo era perfecto, Nichi —me señaló Gina con sabiduría—. Sabes perfectamente que no lo era.
—¡Bueno, tan perfecto como entonces! —repliqué—. De todas formas, yo no busco la perfección. Busco algo real, una pasión potente y conexión espiritual. Ya sé que vas a pensar que eso es una estupidez, Gina, pero ese chico que conocí a finales del año pasado, ese, me...
No me atreví a decir la siguiente frase en voz alta.
—¿No se llamaba Sebastian? ¿Crees que era ese?
No podía mirar a Gina.
—Pero Sapphire y Violet intentaron apartarme de él con mucha razón. Quiero decir que he oído tantas historias de horror sobre las relaciones con BDSM, «estilos de vida», los llaman. Sería una idiota si me meto ahí. Pero tú crees que soy idiota.
—¡No, por supuesto que no! Escucha, olvídate de lo del BDSM. Hay veces que simplemente tienes una corazonada sobre alguien. Y estoy segura de que hasta los tíos más raros la tienen.
—Sí —dije aliviada. Ser capaz de admitir aquello ante Gina hizo que dejara de sentir que era pura ilusión. Mis pensamientos en torno a una posible conexión con Sebastian se estaban convirtiendo en obsesivos, a pesar de las advertencias de Sapphire—. Pero la cosa es que el sentimiento que tuve con Sebastian fue muy distinto del que tenía con Christos. No era esa clase de romance. Era... me recordó a aquel poema de John Donne, «El éxtasis», me parece que se llama: «Los rayos de nuestros ojos se tuercen y sujetan nuestros ojos con una doble cuerda».
Gina alzó una ceja. Los poetas metafísicos no eran su fuerte. Insistí.
—Hay algo en la idea de esas miradas entrelazadas que es tan, bueno... es sobre algo más oscuro que el amor.
—Bueno, entonces —me provocó Gina—, sugiero que nos vayamos de este sitio. Algo me dice que aquí no vas a encontrar a Sebastian.
Un par de días después, llamó Sapphire. Había visto en mi última actualización de Facebook que tenía un trabajo como Dios manda y me llamaba para preguntarme qué tal me iba. Me alegré cuando colgó. Oír su voz había hecho que esa parte reciente aunque surrealista de mi vida me pareciera menos desconcentrada de la realidad en la que estaba inmersa.
—¿Qué tal es la vida de una verdadera esclava, Nichi? ¿No te tienta regresar al lado oscuro?
—No, gracias —repliqué—. ¡Aunque sí que echo de menos los disfraces!
—Bueno, pues puedes venir a un baile fetichista de primavera al que acudiré el fin de semana. ¿Te acuerdas de aquel club de fetichistas al que íbamos a veces a buscar clientes? Bueno, pues el sábado por la noche van a celebrar lo que comentan que será una fiesta de viciosos espléndida. También habrá cantidad de números de teatro, cabaret masculino y unas gogós fantásticas.
Sentía un poco de precaución ante la idea de ver otra vez a Sapphire. La verdad es que no nos habíamos vuelto a ver desde la noche en que perdí mi virginidad con el arnés.
—¡Además, te echo de menos! —me dijo como si notara y tratara de calmar mis ansiedades con una simple frase.
—Yo también te echo de menos. —Era verdad. Habíamos llegado a estar muy unidas durante mi aprendizaje de la dominación. Y, espera un momento, ¿no era esa la fiesta de la que había hablado Violet cuando andaba llorando por Dan? ¿La fiesta por la que Sebastian tenía que volver a la ciudad?
—¿Va a ir Violet? —pregunté. Si Violet iba, había una posibilidad, tal vez solo la más mínima, un grano de arena, el vislumbra una oportunidad de que Sebastian estuviese allí también.
—¡Sí, claro! Precisamente ahora se ha agenciado un nuevo Amo, uno que no es Dan, y que la chulea. Así que van a todas esas fiestas y él se la ofrece al mejor postor.
—¿Al mejor postor? —Me quedé horrorizada.
—¡Oh, no en ese sentido! Quiero decir que si un tipo le hace una oferta de dominación, entonces ella tiene que acudir a su Amo y es él el que decide si cree que «compensa» que le haga el servicio o no.
—¿Y Violet no acaba agotada de todos esos juegos de dominación/sumisión tan complicados?
—Ya sabes cómo van estas cosas —se rió Sapphire—. Una vez estás absorta en esa clase de relaciones, no paras de buscar el siguiente colocón.
—¿Y de qué nos vestiremos? —pregunté a Sapphire.
—¡Ajá! ¡Buena chica! No sé. ¿Por qué no nos limitamos a ponérnoslo todo? Puedes ponerte mi traje de cuero si quieres.
—Hecho.
Pero esa fiesta fetichista nunca se materializó. El sábado por la mañana Sapphire me envió un sms para decirme que tenía una migraña absolutamente espantosa y que no iba a tener más remedio que cancelarlo.
Fue una suerte que no llamara. No habría sido capaz de ocultar mi dolorosa decepción. Estaba realmente ansiosa por ver otra vez a Sebastian, y pensar que él sí iría y tal vez conociera alguna otra cosita con curiosidad y tendencias sumisas me produjo una ligera sensación, aunque muy real, de celos.
Era una bobada. ¿Por qué malgastaba el tiempo fantaseando sobre alguien al que quizás nunca más vería?
Tenía que verlo.
Iba a correr ese albur. Violet me daría su número de teléfono, ¿verdad? Vamos, Ama Jade, pilla a ese hombre si es que lo quieres.
Estuve la mayor parte del día jugando con la idea de pedirle a Violet el número de Sebastian. ¿Qué pretexto podía alegar? ¡Ya sé! ¡El cuadro que le había pintado!
«Hola, Violet, soy Jade, espero que estés bien. Por cierto, ¿podrías darme el número de tu amigo Sebastian? Sé de un encargo que igual le interesa.»
Perfecto, perfecto. Inocuo. Válido. No había modo de que pudiera sospechar nada.
Violet contestó al cabo de unos pocos minutos dándome el número. Y luego añadía lo siguiente: «¿Encargo? ¿Encargo de darte unos buenos azotes en el culo, supongo? ;)».
¡Mierda! ¿De verdad que había sido tan transparente durante la fiesta y que me temblaban las rodillas, ponía morritos hacía revolotear las pestañas con la cabeza trastornada de deseo por él? Pues al parecer sí.
Pero qué más daba. Tenía lo que quería.
Ahora, a mandarle un mensaje. Este me hizo sufrir todavía más tiempo. No quería fingir que tenía un encargo para él. Iba a limitarme a ser directa y preguntarle si quería que tomásemos una copa. Pero ¿y si Violet le contaba lo que había hecho? Eso me haría quedar como una idiota. Aunque más idiota parecería si le engañaba con una oferta de trabajo. No, tenía que jugar las cartas por derecho.
Escribí el mensaje como seis veces. Por fin lo tuve claro: «Hola, Sebastian, soy Jade. Espero que estés bien y que en África...» ¿En África qué? ¿Que si fue un buen sitio para satisfacer tus inclinaciones sexuales y atar a multitud de mujeres? No hablemos de África. «Espero que estés bien. ¿Quieres que un día quedemos para tomar una copa? /un beso».
Cuanto más simple, mejor. Enviar. ¡Envíalo, Nichi! Y por fin lo envié.
Ahora tenía que desconectar el teléfono y olvidarme de que tenía uno. O... ¡o podía simplemente leer su respuesta inmediata!
«Hola, Jade, encantado de saber de ti. Una copa sería genial. ¿El viernes que viene? Sx.»