Capítulo 6

A la mañana siguiente salimos hacia el resort. Llevamos el Lexus, no el Mercedes, que no era nada práctico para un viaje largo por las cimas de los acantilados.

Todavía estaba pensando en lo que Yiayia había llamado a Christos cuando nos marchábamos de su casa el otro día por la mañana. Leventi mou. Por supuesto que era mi leventi, y sin duda no había nada que pudiera interponerse en nuestro amor, ni siquiera ese asunto idiota de su traslado de casa. Yo nunca había creído en el Único, pero si eso existía, Christos era ese Único. Todo lo demás se acabaría arreglando.

Christos puso la radio. Sonaba Louloudaki mou. Nos pusimos a cantar con la radio. Era más difícil hacerse carantoñas en aquel coche, pero aun así conseguí acariciarle el muslo arriba y abajo.

—Nichi mou, tendrás que cambiar tú de marchas si vas a distraerme todo el rato así, ¿sabes?

—Ja, ja. Probablemente pueda hacerlo bastante bien. Siempre y cuando no haya que girar rotondas.

—Algún día aprenderás a conducir, Nichi mou, cuando sea el momento.

—No —sacudí la cabeza—. He decidido que no quiero. Quiero ser una de esas mujeres cuyo destino es que las dirijan.

—¿Que te dirijan, eh? —se rió Christos—. Mírate, con tu fetichismo por los zapatos y tu gusto por los perfumes de lujo. Siempre supe que eras una mantenida de las caras. Nacida para que la sirvan.

Yo seguía acariciándole el muslo con la mano. La dejé subir un poco más, hasta la bragueta.

—¡Mmmm, Nichi, ten cuidado!

—Tú conduces muy bien —le piqué—. Sabes concentrarte. Además —continué—, si se nos acerca un coche de la policía, seguro que nos dejan seguir. Acuérdate de aquella vez que te pillaron con Stavros compartiendo una botella de whisky y el guardia se limitó a deciros que os asegurarais bien de que ya ibais para casa a dormir.

—¡Pero eso fue porque Stavros conocía al guardia, Nichi mou!

—En Grecia tienes todas las probabilidades de descubrir que tienes un amigo en común con cualquiera con el que hables cinco minutos.

—¡Tú y tus estereotipos culturales de mi país!

—Bueno, Christos, no me parece que ahora estés en condiciones de ponerte en el papel de olímpico, ¿no crees? De un olímpico extraordinariamente priápico...

Porque su erección era patente incluso debajo de los vaqueros.

Deslicé los dedos a lo largo de la bragueta y los metí bajo la hebilla del cinturón, abriendo poco a poco el botón más duro de arriba.

Christos seguía con los ojos fijos en la carretera.

—Christos —dije zalamera—. ¿No estarás tratando de resistirte, verdad?

—No me hace falta —sacudió la cabeza y sonrió.

—¡Cómo! ¿Quieres decir que no estás ni siquiera un poco excitado en estos momentos, Christos mou?

De repente, bajó de golpe el mando del indicador y sus bíceps se inflaron al tirar del volante hacia mí para salir de la carretera.

—¿Adónde vamos?

—A un parking subterráneo que conozco. Algunas veces iba allí a dejar coches de clientes que vivían por esta costa. Estará vacío. Y si no lo está, hay columnas y podemos aparcar detrás.

Me encantaba la decisión de Christos. Me excitaba.

Hacía un calor fantástico y la temperatura arrugaba el asfalto haciendo ondas. Apoyé la pierna izquierda sobre el salpicadero y al tocar con los dedos pintados de escarlata el cuero recalentado tuve que levantar el pie de una sacudida.

—¡Joder! ¡Quema!

Sin mirarme siquiera, Christos rodeó con la mano los dedos de mis pies, luego recorrió el arco del empeine con los dedos antes de cerrarlos sobre el tobillo. Alcé la otra pierna hasta el salpicadero, con lo que el denim de la minifalda se iba arrugando en torno a lo alto de los muslos. La falda se me había ido tan arriba que ahora dejaba al aire los encajes lila del pubis.

Christos me miró y me agarró con fuerza la pierna.

—Ya estamos —dijo levantando el pie del acelerador y volviendo a torcer a la izquierda. Luego, en un acto de insensatez poco frecuente, volvió a apretar el pie a fondo y nos sumergimos en la oscuridad.

—¡Jesús, Christos!

—Ya sabes que conmigo estás segura, Nichi.

Christos llevó el coche a una zona de estacionamiento en lo más alto del garaje y nuestros faros eran las únicas luces de la zona. Pude apenas atisbar las carrocerías de otro par de vehículos, pero el lugar era básicamente tal y como había prometido: un espacio oscuro y discreto. Perfecto para una sesión de sexo matutino.

Casi no tuvo ni oportunidad de tirar del freno de mano antes de que yo me lanzara sobre él. Nos besamos tan fuerte que la boca acabó doliéndome. Christos forcejeaba con el cinturón, desabrochando la hebilla, y yo tiraba del extremo de la bragueta para soltar rápidamente los otros tres botones. La polla saltó a mis dedos y empecé a masturbarlo sobre la tela de sus bóxer. Mientras tanto Christos plantó la mano derecha sobre mis bragas lila y deslizó el pulgar de la izquierda bajo la tira de encaje. Las bragas estaban torcidas y dejaban parcialmente al aire el coño ya inflamado. Apartó la tela y deslizó la punta del dedo índice entre los labios camino del clítoris.

Aspiré aire a fondo y detuve mi mano unos segundos, incapaz de concentrarme en acariciarlo a él al mismo tiempo. Luego deslicé los dedos detrás de la tela de los bóxers y empecé a masturbarle de nuevo.

Christos fue subiéndome el top con la palma de la mano consiguiendo que acabara enrollado sobre lo alto de mi escote. Luego levantó poco a poco el sujetador empujándolo por el armazón para dejar al aire la mitad inferior de los pechos y se puso a lamer la carne blanca liberada. Los pezones se me tensaron contra la tela, desesperados porque la lengua llegara a acariciarlos. Pero Christos sabía lo que conseguiría si me lo negaba. Christos fue metiendo uno, luego dos, luego tres dedos en mi humedad.

Luego me besó por el cuello, hundiendo su boca en mí, y yo eché la cabeza con fuerza para atrás en el asiento. Y luego, ya más deliberadamente, fue moviendo los dedos dentro y fuera de mí mientras yo me apretaba en torno a su mano y aferraba con mis dedos su polla.

La punta de la polla humedecía mis dedos y la fui masajeando en toda su longitud incrementando la rapidez de mis caricias.

—Sí —dijo inclinándose hacia mí—. Sigue, estoy a punto.

—Yo también —susurré, y empecé a gemir, el agudo de mis sonidos incrementándose conforme me acercaba al orgasmo. Christos lanzó un último grito bajo mi presa. Con la mano libre le cogí de la muñeca y empujé fuerte para meter más los dedos dentro de mí. Nos estremecimos los dos en un clímax eléctrico, los labios atrapados entre s’agapos entrecortados y besos feroces, con las cabezas muy juntas.

Después, reposé la cabeza en el hombro de Christos y nos quedamos allí quietos, mirándonos. En aquella oscuridad solo el blanco de sus ojos y el resplandor marfileño de mis pechos resultaban visibles. De repente uno de los otros coches cobró vida, y los faros nos deslumbraron acusadoramente a través de la ventana trasera.

—Mira tú, ¿otra vez teníamos público? Esto se está convirtiendo en una costumbre —me sonrió Christos.

—Me parece que es hora de irse, Christos mou.

Todavía llevaba puesto el cinturón de seguridad.

En cuanto llegamos al hotel, el recepcionista nos condujo hasta un mullido sofá gris perla donde ya nos habían preparado unos cócteles de champán en una mesa baja de granito. Tras un tiempo perfectamente calculado, apareció un botones para conducirnos a la habitación.

—No está mal para ser de gorra, ¿eh Nichi mou?

Christos y yo nos quedamos admirados con la habitación. Era más bien una suite, y tenía de todo: buró, sofá, una minicocina, un ropero en el que te podías meter y un vestidor separado. En las mesillas de noche había unos jarrones estrechos con ramas floridas de las minúsculas flores de jazmín. A pesar del tamaño de la habitación, la cama la dominaba. Las sábanas eran de un crema intenso, igual que las fundas de almohada, con el susurro de un volante que se asomaba por debajo del cubrecama.

El cuarto de baño era gigantesco. A lo largo de la pared de la izquierda había una bañera con hidromasaje que parecía traída directamente de un surtidor termal. Sobre el lavabo había productos de belleza de lujo en botellas de tamaño grande. Y al final del cuarto de baño, una ducha doble con puertas de cristal. E incluso si uno de los ocupantes decidía darse un baño en vez de una ducha, no por eso dejaba de seguir situado bajo la mirada erótica del otro. No había obstáculos.

Salí a la terraza. Era increíble cómo la piscina infinita continuaba hasta confundirse con el mar Egeo, un sublime panorama de ilusión aquea.

—¡Christos! —le llamé—. ¡Vamos a nadar!

—¿Te gusta mi biquini nuevo? —Después de cierta deliberación íntima, había optado por uno de copas turquesa escotadas que se sujetaban con un arco que en realidad no se podía deshacer y una braguita minúscula.

—¡Me gusta muchísimo! ¡El Amo lo aprueba! Claramente neoclásico.

Christos estaba ordenando las toallas sobre las magníficas tumbonas de la piscina. Teníamos el sitio entero a nuestra disposición. Apareció un camarero y nos ofreció algo de beber.

—¡Mmm, yo quiero un cóctel! —El aperitivo de recepción me había dejado con ganas de más—. ¿Podría traerme un bellini, por favor? —Solté una risita y le dije a Christos—: Cómo nos malcrían, ¿verdad?

Christos se rió también y me acarició el pelo.

—Puedes tomar lo que quieras, bollito caro de mantener. —Luego se dirigió al camarero—: Yo tomaré un mojito, por favor.

A los dos minutos teníamos las bebidas allí. Christos se tumbó y suspiró. Por algún motivo había decidido llevarse a la piscina un gordísimo manual de ingeniería, preparatorio de los estudios de doctorado.

—Christos mou, no, ese libro hoy no.

—Signomi, Nichi, perdóname, kalimou, pero no tengo más remedio. Me queda tan poco tiempo antes de empezar... y en cuanto tú te vuelvas, yo tendré que trabajar en el garaje otra vez, y luego, a las tres semanas, ya estaré otra vez en Londres para empezar el curso.

Volví la cabeza hacia aquel sol impasible, cerré los ojos y alargué la mano en busca de mi copa. Era todo un lujo estar allí con Christos. No había nada más que importara. Al cabo de unos quince minutos, Christos me puso una mano sobre el muslo.

—Estás ardiendo, Nichi mou. ¿Quieres que te ponga más crema?

—No. Todavía no. Voy a ir a bañarme.

Me levanté y me fui hasta la piscina sin quitarme las gafas de sol. Estábamos a primera hora de la tarde y el sol vertía su furia desdeñosa sobre mi piel blanca. Me metí con cuidado en el agua y rápidamente debajo de ella. Por lo general no me gustaba nadar en las piscinas de Grecia, en un lugar donde el mar Mediterráneo en sí era tan idílico. Pero aquello era especial. Justo hasta que chocabas contra el borde de la piscina la ilusión de ser capaz de flotar aún más allá de ella y hasta el mar persistía. Deseé poder volar al ras planeando sobre la arena y deslizarme dentro del agua. De repente, algo se revolvió. Solté un grito. Era Christos que revoloteaba con las manos por allí.

—¡No, Christos! ¡NO! ¡Creí que era un octopodia! —Desde que Christos me había explicado cómo se atrapa un pulpo, hundiéndole la mano en la boca y dándole la vuelta a la cabeza, y luego golpeándolo contra las rocas para hacer la carne más tierna, y que a veces, si no eras lo bastante rápido, te envolvía muñecas y brazos con sus tentáculos desesperados, yo tenía un miedo casi monomaníaco a encontrarme uno en el agua. Ya sabía que había que hacerlo salir de sus agujeros, pero aun así.

Christos se rió y se rió y luego empezó a hacerme mimos, y a besarme las mejillas para consolarme cuando se dio cuenta de que estaba angustiada de verdad.

—Nichi mou —dijo atrayéndome hacia él—, mientras yo esté cerca de ti, ningún octopodia se te acercará.

—¿Y qué pasa si un día me encuentro uno y estoy sola? No es imposible que hubiera conseguido llegar a la piscina.

—Es completamente imposible. ¿Por qué te gusta torturarte con semejantes pensamientos? ¡Eres como santo Tomás metiendo el dedo, pero en tu propia llaga!

—Por favor —tuve un nuevo escalofrío—, por favor, no hablemos de heridas. No es un tema de conversación adecuado para un baño romántico. Hablemos de... —me interrumpí y dejé que mis piernas flotaran alrededor de él.

—Hablemos de... esto —sugirió apretándome con más fuerza contra él. Tenía una pujante erección.

—¿Quieres que subamos a la habitación?

Christos esbozó una media sonrisa. Yo, de repente, me sentí exhausta, como si la adrenalina que había inundado de pánico mi cuerpo ante el ataque del pulpo imaginario se hubiera llevado toda mi capacidad de deseo. ¿Qué fallaba dentro de mí, por qué me sentía con tan pocos ánimos?

—Sí —repuse—. Estoy cansada. Necesito echar una siestecita.

Cuando me desperté un par de horas más tarde, estaba decidida a mejorar mi humor. Aun cuando todo el asunto de la mudanza de Christos seguía reconcomiéndome el ánimo, ahora estábamos en Grecia. Necesitaba apreciar el buen trato y dejar descansar el dolor, por así decir. No podíamos permitirnos más discordias.

Decidí ponerme el traje blanco nuevo para cenar. Tenía un corpiño fruncido de estilo campesino y falda larga y supe que Christos lo apreciaría.

Salió del cuarto de baño con una toalla blanca envuelta a la cintura.

—Ooh, vete con cuidado —le advertí—. Estás de lo más provocativo con ese bronceado que contrasta con la toalla.

Sonrió al acercarse a mí, que estaba de pie delante del espejo, me besó en el cuello y luego susurró:

—¿Puedo mirarte mientras te maquillas?

—Claro —y le di una palmada en la espalda.

Christos tenía la manía de mirarme mientras me pintaba. Yo no diría que era fetichismo, más bien fijación. Y sobre todo le gustaba mirar cómo me ponía el rímel. En Grecia nunca me maquillaba mucho, pero esa noche me apliqué una sombra azul que Christos me había comprado para acentuar mis ojos verdes.

—¿Por qué te gusta tanto mirarme? —le pregunté.

—No sé. Pero es que me fascina.

—No es gratuito que los franceses lo llamen maquillage.

—Ja —dijo Christos acariciándome el cuello de nuevo—. Sí. Engaño en francés. Camuflaje.

—¿Tú usaste pinturas de camuflaje en el ejército, Christos? —Le tomaba el pelo, pero me sentí rara. ¿Cuándo se me había hecho tan consciente aquel cachondeo a costa de mi novio?

—No, Nichi. Pero sí que llevábamos pantalones de camuflaje. Y chapa. Y botas. Y no llevaba camisa. Y un bonito cinturón de cuero ancho y bien lustrado.

—Hablando del cinturón, ¿por qué no te das prisa y te lo pones, sargento? Esta chica que casi está de cumpleaños quiere cenar.

Esa noche cenamos en la terraza del hotel y charlamos sobre nuestros viajes anteriores por Grecia.

—¿Te acuerdas del primer cumpleaños que pasé aquí, Christos? Esa noche tomamos vino. Me emborrachaste, y luego al día siguiente tuvimos que ir a almorzar con tus abuelos, y hacía tanto, tanto calor, y yo tenía una horrible resaca, y para tratar de demostrar a tu madre y a tu hermana que me gustaba el vestido que me habían comprado me lo puse encima de los vaqueros.

—Ese vestido se suponía que era para un otoño en Inglaterra, no para un verano en Grecia —intervino Christos.

—Sí, exactamente, y en mitad de la comida tu padre se inclinó hacia mí por encima de la mesa, me guiñó un ojo y me pasó con disimulo una pastilla de paracetamol.

Incluso ahora, todavía me llevaba las manos a la cabeza ante el recuerdo, pero Christos se limitó a reír y poco después yo también lo hacía. Así era mejor. Aquello se parecía más a la clase de cena de la que solíamos disfrutar antes de que el asunto del doctorado estropease las cosas.

Cuando llegamos de vuelta a la habitación, Christos se quitó la camisa, luego los zapatos, y después salió a la terraza y encendió un cigarrillo.

Yo me quedé un momento en la parte interior del ventanal admirándolo: aquel físico viril, aquel modo de lanzar el humo sobre el agua con tanto estilo entre sus labios generosos. Se dio cuenta de que lo miraba y sonrió.

—¿Estás pensando cosas malas, Nichi mou? ¿Y solo porque estoy aquí fumando sin camisa?

—Exactamente porque estás fumando sin camisa —le devolví la sonrisa.

Salí para reunirme con él. Me pasó el brazo por la cintura, primero suavemente, aunque luego empezó a apretarme contra él hasta dejarme sin aliento.

—¡Ah, ahora no puedes escaparte de mí! Nunca podrás escaparate, Nichi mou, voy a tenerte sujeta con mis garras para siempre.

Me empecé a reír.

—¿Te acuerdas de la primera vez que nos besamos, Nichi mou?

—Pues claro. Fue durante uno de nuestros paseos nocturnos. Era octubre. Tú llevabas guantes. Y cuando te acercaste a mí te quitaste uno. ¡Casi siniestro!

—¡Ja! Bueno, si fue el de la izquierda, la sinistra, eso tendría su lógica. Verás, incluso entonces pensaste que era el típico griego salido.

—Pensé que eras guapísimo. Pensé que ya estaba enamorada.

—Pero fui yo el que primero lo dijo.

—Bueno, sí, pero en realidad lo que dijiste fue «me parece que estoy enamorado de ti», que digamos que era algo más romántico.

De repente volví a sentirme inquieta. Hablar de cómo nos habíamos conocido, de cuándo empezó a florecer nuestro amor, me ponía nerviosa. Desde el momento mismo en que nos conocimos, Christos y yo habíamos sido inseparables. ¿Cómo era posible que Christos soportase la idea de vivir otra vez separados?

—¿Qué te pasa, Nichi mou?

—Hace demasiado calor —me quejé—. Y estoy demasiado llena.

—Pero si ha sido una cenita de nada, Nichi mou.

—Pero es que casi no me he movido en todo el día. De acuerdo, voy a darme una ducha y luego a tumbarme.

—¿Puedo unirme a ti?

Christos seguía rodeándome con su brazo.

—Si quieres...

Me miró la cara pensativo.

—No, dúchate sola. Creo que necesitas tu espacio.

Cuando salí, Christos estaba desabrochándose el cinturón.

—Yo también voy a darme una ducha rápida —dijo.

En menos de un minuto estaba de vuelta.

—¡Ha sido rapidito! Je, je.

Su número del griego salido resultaba insoportablemente patético porque... porque qué, me pregunté. Luego, tragué saliva con fuerza y me lo confesé: porque no íbamos a hacer el amor. Porque estábamos allí entre el lujo afrodisiaco del hotel y yo me ocultaba tras la excusa de mi fatiga, otra vez. ¿Y por qué tenía que ocultarme con una excusa? Porque no quería admitir que entre Christos y yo ya había algo irrevocable, desgarradora, desesperanzadamente malo. Y ya no podía hacer más el amor con él.

Christos se echó sobre la cama envuelto en un albornoz blanco. Era más bonito que los que les dábamos a los pacientes privados del hospital cuando estaban convalecientes en sus habitaciones de mil libras la noche. Christos se sentó recostado en las lujosas almohadas con la pierna derecha colgando graciosamente por un lado. Por primera vez en la vida, lo vi vulnerable. Desolado y solo. Entonces se giró hacia mí y me sonrió.

En su sonrisa no había expectativa alguna. Solo amor.

Me volví al cuarto de baño y me puse a llorar.

Estuve tumbada en la cama, pero despierta, toda la noche. Christos me apaciguaba, me estrechaba, y yo me aferraba a él intentando desesperadamente convencerme de que podríamos reconducir la situación, pero el sueño me huía. La cabeza daba vueltas y vueltas a las cosas. No dejaba de pasar de la determinación de hacer lo que fuera preciso para llegar juntos al final del doctorado, incluso si eso significaba vivir separados, a sentir un miedo cerval a que no fuéramos capaces de conseguirlo.

Al día siguiente nos trajeron el desayuno a la habitación y preveíamos salir tarde, como si repitiéramos los movimientos de un romance. Yo fui a darme un buen baño y Christos se sumió en su manual. Sobre las cuatro de la tarde nos marchamos de vuelta a la casa de los padres de Christos.

Cuando llevábamos unos veinte minutos en el coche, el teléfono de Christos empezó a sonar.

—Gueia sou, Mama.

Los padres de Christos ya habían vuelto de la costa.

Estaba demasiado cansada para concentrarme en su conversación y empecé a dormitar. Quería llegar a casa, darme una ducha, comer en la terraza, preferiblemente en camisón, e irme a la cama. Como una hora después me desperté de golpe de aquella siestecita entrecortada. Christos había pisado el freno a fondo al confluir con el tráfico del atardecer. Yo me sentía de uno de esos humores torcidos, de sueño interrumpido. Y se me estaba formando una migraña.

—Nichi mou, mamá dijo que Yiayia y Papous quieren que vayamos a cenar con ellos.

Eran los abuelos paternos de Christos.

—¿Ir a cenar cuándo?

—Ahora. Solo estamos a media hora. Yiayia se quejaba de que tú ya estás casi a punto de volver a casa y todavía no te ha visto.

—¡Pero si sabe que me verá el domingo! —dije desconcertada—. Siempre vamos a hacer la última comida con ella y Papous antes de marcharme.

—Venga, Nichi. Son viejos, quieren ver a su familia.

—Christos, ¿tenemos que ir a cenar con ellos? Me está entrando migraña. Estoy cansadísima. No me encuentro bien. Mira cómo voy vestida —me había echado un vestidito de verano barato y arrugado encima del biquini al marcharnos del hotel y no me había preocupado de lavarme el pelo después de nadar—. No puedo ir a su casa así. ¡Es una falta de respeto!

—Más falta de respeto es que no vayamos cuando nos están esperando.

—¡Pero si ni siquiera preguntaron! Nos lo dijeron. ¡Tú me lo dijiste a mí!

—Sé más razonable —echaba chispas por los ojos—. No tienes ningún problema en ir a su casa a cenar, sobre todo cuando tienes hambre. Piensa en ellos por una vez.

Christos, simplemente, no lo entendía. No se trataba de la comida, se trataba de que tomaran las decisiones por mí. Otra vez. La noche antes me había sentido totalmente desgarrada entre un compromiso total para conseguir que nuestra relación funcionase y el pavor a que no funcionara. Pero ahora me sublevé. ¿Qué sentido tenía hacer ese esfuerzo cuando de la otra parte no había compromiso? No podía seguir sintiéndome tan ahogada. Christos nunca me había tratado como una futura esposa sumisa y yo no estaba dispuesta a que empezara a hacerlo ahora. Decidí que cuando estuviera de vuelta en Londres iba a utilizar mi libertad recién descubierta hasta las últimas consecuencias. Quería a Christos como a nada en el mundo, pero tal vez fuera el momento de construir una vida propia más independiente. Tal vez en el fondo acabara siendo una verdadera bendición.

Solo que todavía no podía tener del todo esa sensación.