Capítulo 12
ENERO era un mes tranquilo. Todos los clientes, in cluso los más ricos, miraban hasta el último céntimo tras los excesos financieros de las navidades, y esos céntimos no daban para permitirme «caprichos» de sumisión. Al fin y al cabo, nuestro servicio no era algo que pudiera ofrecerse en las rebajas de enero. La caída de las reservas me concedió un tiempo muy necesario para reflexionar sobre hacia dónde me estaba llevando el asunto de la dominación.
Solo hacía dos meses que Sapphire había empezado a mostrarme las cuerdas del bondage y la sumisión, pero mi aprendizaje había sido tan intenso que tenía la sensación de llevar mucho más tiempo inmersa en el mundo de la dominación profesional. Mi modo de hablar, antes salpicado de griego, se había saturado ahora de la jerga de dominatriz. Las charlas con Gina estaban llenas de referencias a los «adoradores de pies» y a los «sarasas en braguitas», y de frases como «dominarles desde el trasero», que se refería a la manera en que un sumiso intentaba disimuladamente dirigir la sesión. En cierto sentido, todos los clientes dirigían las sesiones, desde luego. Y después de todo, tal y como Sapphire me indicó cuando nos vimos por primera vez, nos pagaban para que escenificásemos sus fantasías. Pero los sumisos más auténticos entregaban su libre albedrío junto con el sobre blanco. Yo nunca tuve la sensación de estar satisfaciendo por completo sus antojos debido al exceso de control creativo que teníamos sobre el contenido de las sesiones.
Y aunque mi vida diaria era radicalmente distinta de la de unos pocos meses antes, mi moral sexual y mi idea de cómo merecía ser tratada la gente no habían degenerado un ápice. Si acaso, incluso era más comprensiva con la sexualidad de los otros, sentía más compasión ante las batallas a que se enfrentaban para conciliar lo que la sociedad les decía que era correcto desear con lo que ellos deseaban de verdad. Pensaba a menudo en las limitaciones del rol sexual de las mujeres, pero la dominación me sugería que los hombres estaban igual de reprimidos. Y también mi comprensión de qué significaban el respeto mutuo y el consentimiento era más profundo. En la mayoría de los casos, los clientes eran mucho más respetuosos que los hombres con los que me encontraba cuando salía a bailar con Gina, por ejemplo, porque los límites eran explícitos y los términos del contrato sexual-económico que conveníamos estaban claros. Me acordé especialmente de aquella noche escandalosa en el Soho. No, no me daba ni la menor vergüenza lo que hacía.
Y, sin embargo, sabía que la sociedad me menospreciaba por ello. Ahora sabía que había hombres que nunca saldrían conmigo porque había vendido mis servicios sexuales. En el centro móvil para donar sangre me rechazaron porque no logré responder la pregunta «¿Alguna vez ha realizado actos sexuales por dinero?» con un «No» tajante.
—¿Incluso aunque nunca hayan sido actos sexuales con penetración por dinero?
—No puede donar sangre si ha intercambiado sexo por dinero. Son las normas. Y me temo que no está definido con más precisión —me explicó la recepcionista.
Aquello me desconcertó. Comprendía que esas restricciones se basaban más en cuestiones estadísticas que en razonamientos morales. Por eso los hombres que se veían involucrados en «sexo entre varón y varón», tal como decía el folleto del Servicio Nacional de Salud, tampoco podían donar sangre, porque de ese modo era más fácil contraer el virus del sida. Dicho eso, mi hipótesis era que la gente que tenía mucha actividad sexual sin protección sin duda constituían el grupo de mayor riesgo, independientemente de que el sexo fuera con hombres o con mujeres.
—¿Pero qué importa si intercambié sexo por dinero? ¿No será más importante acaso saber si usé condón o no? —le pregunté a la recepcionista.
—Nosotros no condenamos los estilos de vida de nadie —replicó, soltando como un robot la típica fraseología de igualdad de oportunidades que sin embargo no dejaba sonar tremendamente reprobatoria—, pero usted pertenece a un grupo de alto riesgo.
A día de hoy, sigo sin haber podido donar sangre.
También reflexionaba a veces sobre mi recién adquirida condición de «puta» cuando me llevaba un sobre blanco repleto de billetes de veinte libras y los ingresaba en el banco cada quince días. Allí había una plétora de otros trabajadores autónomos y sin nómina que ingresaban sus ganancias semanales: niñeras con los críos de otras personas metidos en cochecitos de última moda; trabajadores con monos salpicados de pintura y chorreados de arena, y a menudo alguna otra chica de mi edad vestida inocentemente con vaqueros y zapato plano muy concentrada en transferir de su sobre blanco a la ventanilla del banco un fajo de billetes similar al mío. Yo las miraba y quería ofrecerles una sonrisa de camaradería, pero, aunque también ella sospechara que hacíamos lo mismo, nunca aceptábamos reconocernos la una a la otra, tales eran el secretismo y el estigma social de ganarse la vida como trabajadora del sexo. Había conseguido para finales de febrero otro trabajo de becaria más prestigioso. Pero seguían sin pagarme. Así que iba a tener que hacerlo al menos otros tres meses si quería seguir aspirando a conseguir más objetivos profesionales.
Aunque Sapphire y yo ganábamos una cantidad de dinero asombrosa en comparación con el sueldo medio de muchísimas personas, la tarifa por horas no era en realidad tan suculenta como parecía inicialmente. Cinco o diez clientes por semana no significaban cinco o diez horas de trabajo. Había que hacer una preparación, había que planificar las sesiones y recogerlo todo después, investigar en busca de nuevos juguetes sexuales y las últimas tendencias del universo sadomaso. Y aún más, Sapphire reinvertía en el negocio gran parte del dinero que ganaba, comprando trajes y material nuevos para las dos, siempre que hacía falta, y gastando también en mejorar la página web, los anuncios y las fotos profesionales.
Nuestras rutinas de belleza (depilación, hidratación, manicura), igual que la ropa de diario, no iban mucho más allá de lo que hace la mayoría de las mujeres simplemente para ir cada mañana a trabajar a una oficina. Perfeccionábamos la manicura y la pedicura, y conseguí que una amiga aprendiza de peluquera me aplicara gratis unos reflejos a mi pelo rubio oscuro. Acabé aún más convencida de que la mayoría de esos rituales de belleza en realidad se llevaban a cabo más en honor de otras mujeres que de los hombres. Curiosamente, y a pesar de que Sapphire siempre llevaba las bragas bien puestas en las sesiones de dominación, mantenía sin embargo y muy a conciencia una espesa mata de vello púbico bien cuidado.
«A esos tipos les encanta ver la insinuación de una ingle bien peluda», me dijo, pero, aunque no fuera así, no le importaba. Y nunca los oí quejarse ni de eso ni de ningún otro aspecto de nuestra apariencia, lo que certificaba mi creencia de que la dominación era mucho más que un sex appeal superficial.
Los ingresos nunca estaban garantizados, claro está, y no había manera de protegerse de la anulación de las sesiones. No podíamos pedirles un depósito anticipado a los clientes porque eso comportaba que nos dieran sus verdaderos nombres y los detalles de su cuenta bancaria, y la mayor parte de ellos mantenían con tanto secreto su identidad real como nosotras la nuestra.
Sapphire era increíblemente buena detectando a los que solo nos hacían perder el tiempo, hombres sin la menor intención de pedir cita para una sesión que solo querían obtener gratis la excitación que les pocuraba una simple comunicación por email con nosotras. Pero de vez en cuando nos encontrábamos las dos esperando ansiosas en la oficina. Mientras me atormentaba en silencio pensando cómo iba a arreglármelas para pagar el alquiler de esa semana si aquello era el comienzo de una tendencia, Sapphire, irritada, se iba depilando las cejas hasta lograr un arco perfecto mientras concedía cinco minutos más al imbécil tardón para finalmente poner cara de enfado y soltar tacos ante el espejo si ya resultaba evidente que nos habían engañado.
«Habría podido reservar esa hora cinco veces hoy; te lo juro, si alguna vez le pongo las manos encima a ese cabroncete cobarde...»
Durante todo ese tiempo, aún no me había olvidado de aquella noche en la fiesta de Violet, y del exquisito Sebastian. A decir verdad, se había convertido en mi nueva fantasía favorita de masturbación. Habían pasado cinco meses desde que rompí con Christos y por fin estaba ya en condiciones de dejar de mirar atrás, a «lo que podría haber sido», y concentrar mis energías en «lo que podrá ser». Y ahora maldecía no haberme agenciado su número de alguna forma. Con la ansiedad de que Sapphire no descubriera mi obsesión, tuve una conversación nada directa con ella sobre ese tema el día que volvimos a la oficina después de Año nuevo.
—Sapphire, empiezo a sentir curiosidad sobre todo esto de la sumisión. Me pregunto si me podría gustar intentarlo yo también.
—Bueno —dijo Sapphire alzando las cejas—, prueba si te apetece, Nichi, pero, la verdad, me parece que tú eres como yo. Puedes hacer cosas raras, pero en realidad eres una vainilla apasionada de lo más normal. Todas estas tonterías de fustas y zurras y cuerdas... Sinceramente, yo lo único que quiero cuando llego a casa con Matt es un buen polvo a la antigua. Y después una taza de té como Dios manda.
Matt era el novio que aguantaba a Sapphire desde hacía mucho. Era raro que hablase de él, incluso conmigo, a pesar de nuestra creciente cercanía, y me resultó bastante emotivo que hubiera aún ciertos aspectos en Sapphire y en su vida que eran claramente privados y no negociables.
—De todos modos, ya ves lo que le pasa a Violet. Acaba totalmente devorada por esos hijoputas que nunca jamás se portan bien con ella. Entonces acaba con el corazón destrozado y deja de comer, y se queda sin tetas, y sus clientes anulan las citas porque parece enferma. No querrás acabar así. ¡No quiero que acabes así!
Esa semana, algo después, volvimos a comer con Violet y Angela. Era la primera vez que veíamos a Violet desde la noche de la fiesta. Estaba de un humor de perros.
—¡Jesús, chica, no habrá otro! —suspiró Sapphire.
—Sapphire —a Violet empezaron a llenársele los ojos de lágrimas—, ¡no digas nada! ¡No digas que ya me lo dijiste. Ya sé que soy una tonta.
Angela le pasó un brazo por los hombros y le revolvió el pelo detrás de las orejas con aire maternal.
—No, no eres tonta —dijo—, simplemente, simplemente te entregas demasiado, Violet.
—¿Pero qué pasó? —pregunté indecisa.
—Ah, pues no lo sé. En un momento dado Dan y yo nos habíamos enrollado con un dominante/sumiso terriblemente ardiente; pasábamos juntos todos los fines de semana y hasta hacíamos planes para viajar en verano y, de repente, desapareció.
—¿Qué quieres decir, cómo que desapareció? —preguntó Sapphire.
—Se ha ido a Sudáfrica. Sin ninguna razón. Simplemente me llamó desde el aeropuerto y todo fue «cuídate, muñeca, nos veremos en marzo. Me voy a Sudáfrica para reunirme con Sebastian».
—¿Sebastian? —exclamó Sapphire.
—Sí, ya sabes. Sebastian está trabajando allí en un proyecto de arte. Le ha caído un encargo y tiene que pintar a las hijas de una familia rica de afrikáners blancos, o algo así. Dan dijo que iba a trabajar con él de ayudante.
—¿Y Sebastian no te lo contó? ¡Creí que se suponía que era tu amigo, Violet!
Violet volvió a encogerse de hombros tragándose las nuevas lágrimas.
—He probado con el teléfono de Dan y con su email, pero no me contesta. Supongo que tendremos que limitarnos a esperar a que vuelvan. En principio, Sebastian tenía que estar de vuelta para el gran baile fetichista de esta primavera, ya sabes. Pero ahora vete tú a saber. Seguro que están planeando seducir a las hijas y atarlas bien atadas.
Sapphire hizo un mohín de asco.
—¿Hemos terminado ya con los machos dominadores? ¿Por favor?
Una tarde lluviosa de mediados de febrero, uno de esos atardeceres en los que tienes la sensación de que la primavera ha decidido irse a pasar un año sabático al Caribe y no volver más, llegué a la oficina y me encontré a Sapphire de un humor realmente espantoso. El negocio había empezado a repuntar, pero eso significaba que nuestro cliente retrasado de las seis se iba a solapar con el de las siete y media. Sapphire tenía unos espasmos dolorosos y repetitivos en las manos, un STC producido en un principio por estar demasiado tiempo escribiendo en el teclado para contestar las docenas de correos de esclavos que recibía cada día. Y se lo exacerbaba aún más todo aquel castigo corporal que tenía que proporcionar, porque, aparte de trabajar conmigo, Sapphire recibía también otros tantos clientes ella sola. La cantidad de dinero que ganaba resultaba obscena, pero yo empezaba a preocuparme de que tanto trabajo de dominación le pasara una factura excesiva a su salud. Y no era como si tuviera un departamento de Recursos Humanos que la controlara.
Por lo menos el de las seis, cuando llegó, sirvió para relajarla. Jack era un fornido comerciante canadiense con cuerpo de paracaidista y cara de crío, bronceado y con hoyuelos. También era un fetichista de los pies impenitente. Nos pagaba para pasarse la hora entera observando, acariciando y masajeándonos los pies. Hasta le enseñamos a hacernos la pedicura. Al principio le temblaban demasiado las manos para hacer un buen trabajo, estaba demasiado entregado y completamente absorto en el privilegio que le concedíamos. Pero con la práctica mejoró, sobre todo porque se dio cuenta de que, si no lo hacía, caería sobre él la furia de nuestra ira. Su adoración era tan intensa y tan pura que era casi imposible no sentir auténtico cariño por él.
Yo me aseguré de que Sapphire fuera la primera en recibir el masaje. Pasamos luego a una segunda habitación que utilizábamos de dormitorio, incluida una cama doble de hierro forjado con cuatro columnas. Sapphire se tumbó encima, todavía rígida.
Cuando llegó Jack, lo hizo con la cabeza gacha como deferencia, para pedir disculpa.
—Ama, lo siento, siento muchísimo llegar tarde —se pasó la mano por el pelo y se ajustó la corbata. Era evidente que también había tenido un día terrible en su oficina—. Le he traído un regalo para pedir perdón. —Era un frasco de perfume Coco de Meer, que a Sapphire le encantaba. ¿Sabría que estaba a punto de terminársele el frasco que estaba usando?
—Sí, lo comenté de pasada la última vez, ¿no es cierto? Y se acordó como el esclavo perfecto que es. —Le dio unas palmaditas en la mejilla bronceada y con hoyuelo. Jack era sensible y evidentemente se dio cuenta de que Sapphire estaba tensa.
—Parece que también ha tenido usted un día difícil, Ama.
—Tienes toda la razón —le contestó cortante—. La verdad, hay que ver el esfuerzo que tengo que hacer por vosotros, los pervertidos. Este hombro me está matando.
Sapphire se esforzaba por permanecer plana. Cogí un almohadón suelto de otomán negro de una silla cercana y con un gesto le pregunté si quería ponérselo debajo del hombro dolorido. Antes de que llegase a la cama, me dijo que no con la mano.
—No te molestes, Jade, solo serviría para ponerme en un ángulo todavía más incómodo. Tendría que haber ido a pilates esta mañana. Pero en vez de hacerlo estuve esperando a un mariquita flojo al que tenía que entrevistar para contratarlo de asistenta. Pero no apareció. Ya puede olvidarse de intentar arreglarlo. A ver, Jack, sé un buen perrito y ven aquí y haz eso que sabes hacer tan bien.
Jack se acercó a la cama. Ya se había desvestido y quedado simplemente con sus bóxers. Estaba claro que se había dado prisa para venir a vernos. El sudor brillaba en gotitas minúsculas sobre su cuerpo de soldado, y le bajaba por el centro del pecho. Nunca había que pedirle que se desnudara. Cuando Jack venía a servirnos, la rutina era siempre la misma. Yo le abría la puerta y él me dirigía una sonrisa de adoración adorable, con los ojos radiantes por debajo del pelo negro. Una vez dentro, dejaba el sobre blanco en la repisa, o en el tocador, dependiendo de en qué habitación estuviéramos, se quitaba toda la ropa sin el menor ruido, la colgaba en una de las perchas previstas y preguntaba a quién tenía que servir primero.
A pesar de su tamaño, Jack era muy delicado. Pero tenía también unas manos enormes. Tanto Sapphire como yo, en contraste, teníamos los pies bastante pequeños, de modo que podía dar el masaje cubriendo el pie entero con una sola mano, tan grandes eran. Jack acunaba nuestros pies tal como un chico de dieciséis años enamorado tomaría en su mano la mejilla de su enamorada y nos acariciaba los dedos con esa misma adoración.
Jack cogió el pie izquierdo de Sapphire para empezar. Después de unos cuantos movimientos ondulantes, me di cuenta de que empezaba a relajarse, y yo me relajé al verlo. Se deslizó hacia atrás adormilada entre las almohadas, que eran de una tela de sari violeta y hacían juego con las cortinas. Cuando Sapphire sonrió, lo mismo hizo Jack, y los cuerpos de ambos se ablandaban en tándem. Jack gozaba tanto de darle el masaje como Sapphire de recibirlo. Desenrosqué el tapón de un tarro de crema hidratante con perfume de rosas y se lo pasé a Jack para que lo usara en los pies de Sapphire. Sin dejar de dar masaje con la mano derecha, cogió un poco de loción entre los dedos de la izquierda y luego la sostuvo unos segundos en la palma de la mano como para que no estuviera tan fría al aplicarla sobre el pie de Sapphire. La verdad es que ese hombre era uno de los placeres de la vida.
—Jack, ¿tú estás soltero? —inquirió Sapphire.
—Sí, Ama —replicó con su ronca entonación canadiense.
—¿Por qué? —exclamé yo; luego me sentí un poco incómoda. Eso había sido un poco demasiado impulsivo.
Jack tuvo el gesto de ruborizarse y soltar una breve carcajada.
—Oh, en mi profesión les pasa lo mismo a todos los tíos de mi edad. ¡Trabajamos demasiado! Una excusa lamentable, ya lo sé, pero en eso estamos.
—Bueno, yo diría que no tener novia sería desperdiciar un buen fetichista de pies, pero sé que no es verdad —ronroneó Sapphire—. Quiero que nunca dejes de venir aquí. —El masaje de pies estaba teniendo un efecto restaurador sobre Sapphire, le devolvía su habitual naturaleza coqueta—. ¡Y es una orden! —añadió. Todos nos echamos a reír.
Jack se centró entonces en el pie derecho de Sapphire, volviendo a calentar la loción en la mano antes de aplicarla con toques concienzudos.
—Vale, Jade, te toca. La verdad es que esta noche te lo cedo de muy mala gana. ¡Así que no digas que nunca hago nada por ti!
Yo no habría ni soñado con decirle algo así a Sapphire. Era ella la que me procuraba los medios para poder mantenerme en Londres y seguir adelante con mis objetivos periodísticos. Solo le estaba agradecida. Sapphire se giró en la cama y dio unas palmaditas en el colchón.
—¡Súbete aquí! —me ordenó.
Di un saltito para obedecerla bajándome la falda al hacerlo para que no se viera el elástico de las medias. Por alguna razón, delante de ciertos clientes me volvía extrañamente tímida. Sapphire me vio y se rió.
—¡Oh, Jade, todavía conservas una gran parte de chica vainilla! ¡Estoy segura de que a más de uno le gustaría sacártela a palos!
—¡Prefiero que no, gracias! —Nos reímos, y cuando me tumbé a su lado me dio unos golpecitos cariñosos en la mano.
Jack sonrió al vernos a las dos allí estiradas como un par de princesas persas y se acercó de nuevo a los pies de la cama. Yo llevaba medias. Dudó un momento, sin estar seguro de qué se le exigía o, quizás, permitía hacer.
Sapphire se dio cuenta de su rigidez y levantó la cabeza de la almohada con torpeza.
—Jack, limítate a preguntar al Ama Jade si quiere que le quites tú las medias. O aún mejor —añadió con picardía—, pídele permiso para quitárselas.
—Ama Jade, ¿qué prefiere? —me preguntó a mí.
—Oh, me da igual —dije despreocupadamente, pero luego lo pensé mejor. Eso no era demasiado tajante—. Quítame las medias, Jack. Pero vete con cuidado de no hacer una carrera. Acabo de estrenarlas.
Sapphire y yo consumíamos medias como la mayoría de mujeres gastaban pañuelos de papel o chicles. Jack extendió las manos hacia los elásticos de encaje con precaución. Luego, con los dedos susurrando sobre mis muslos, me fue quitando primero una media y luego la otra. El contacto me sobresaltó. A pesar de la buena calefacción del dormitorio, noté que se me ponía la carne de gallina.
De repente, noté que Sapphire se ponía rígida a mi lado. Giró la cara para quedar frente a mí.
—¿Qué te pasa, Jade, no tendrás frío o algo?
Volví la cabeza en su dirección pero no me atreví a buscar su mirada.
—Un poco —mentí. En cualquier otro momento le hubiera dirigido una mirada cómplice o formado la palabra «¡caliente!» sin emitir la voz. Pero ahora algo me dijo que era mejor que no supiera que al quitarme las medias Jack me había excitado.
Jack tomó mi pie derecho entre las dos manos y fue pasando los pulgares por el centro de la planta sin dejar de mirarme a la cara en busca de las reacciones placenteras. A mí nunca me habían hecho un masaje de pies profesional, pero no podía imaginar a ninguna masajista que mejorase aquellas caricias sensuales, aquella técnica hipnotizadora. Contemplé los músculos que hacían funcionar los dedos, muñecas, antebrazos, bíceps y finalmente el pecho desnudo, que se endurecía con objeto de suavizar mi tensión.
Sapphire volvió la cabeza para mirar otra vez al techo y siguió tumbada reposando tranquila. Intentaba dormir un poquito. Cuando Jack se marchase, nos quedarían literalmente cinco minutos para prepararnos antes de que llegara el próximo cliente.
—Tiene unos pies realmente bonitos, Ama —murmuró Jack.
—¡No tan bonitos como los míos, por supuesto! —canturreó Sapphire con los ojos todavía cerrados. Puede que a Jack aquello le sonara a broma, pero en el comentario advertí un punto insidioso de competitividad nada habitual. Sapphire nunca era así conmigo. ¿Habría hecho algo para ofenderla sin darme cuenta?
—Bueno, naturalmente, ¡las dos tienen unos pies preciosos y exquisitos! —explicó Jack—. ¡Por eso es por lo que me gusta tanto servirlas a las dos!
Pero para Sapphire aquello no era suficiente. Se incorporó en la cama.
—Hagamos un concurso. A ver, Jade, pon el pie al lado del mío para que podamos compararlos como es debido.
Se escurrió por la cama y estiró el pie derecho hasta ponerlo junto al mío, lo que obligó a Jack a interrumpir el masaje:
—Míralos bien, Jack, y dinos ¿qué pie es más sexy?
—Sapphire... —dije con una medio risita incómoda. Estaba segura de que Jack se sentía igual de violento. Pero si lo estaba, no se le notó.
—Ama —replicó con calma—. Usted sabe lo mucho que adoro rendir culto a sus pies, lo hermosos que los encuentro. Tiene unas plantas tan perfectas, tan blancas. Pero los del Ama Jade son tan diminutos. Y con ese puente...
Tal vez yo no tuviera las piernas largas y delgadas de Sapphire, pero una combinación de genes enanescos, años de clases de ballet durante la infancia y un amor (literalmente) generalizado por los tacones de vértigo habían convertido en el sueño húmedo de cualquier fetichista del pie. En cualquier otra ocasión me habría encantado recibir cumplidos por una cualidad que ni siquiera sabía que poseía. Pero en ese momento esa cualidad suponía más bien una amenaza para mi amistad con Sapphire. Se levantó de la cama con autoridad. Ay, ay. Aquello era justo lo que no necesitábamos. ¿Cómo podría reconducir aquello? Se dirigió altiva hacia la puerta del dormitorio, se detuvo y miró a Jack a sus espaldas con desprecio.
Luego, Sapphire dijo algo que nunca le había oído decir antes.
—Bueno, Jack, creo que se ha acabado por hoy. Se ha cumplido el tiempo.
En cuanto Jack se hubo marchado, Sapphire empezó inmediatamente a quejarse otra vez de lo mucho que le dolía todo y lo tensa que estaba por culpa del estrés de tener que lidiar con tanto papeleo.
—Bueno, ¿puedo hacer algo por ayudarte? —me ofrecí. La verdad es que en varios sentidos de la palabra no me podía permitir tener a Sapphire irritada conmigo.
—Tal vez podrías empezar contestando alguno de los emails. —Estaba claro que aquello ya lo tenía pensado—. Puedo pagarte un poquito por hacerme de administrativa. Quiero decir, me parece que no tienes ningún otro trabajo en perspectiva, ¿no?
Oh, puñeta, todavía no le había contado lo del nuevo empleo de becaria. Iba a tener que hacer turnos de tres días por semana, así que ya no estaría disponible todos los días para trabajos de dominatrix. Después de todo lo que había pasado esa tarde, todavía me sentía más reacia a contárselo. Pero si no se lo contaba ahora, me arriesgaba a que pensara que me dedicaba a ocultarle las cosas. Y algo me dijo que la ocultación enfadaría aún más a Sapphire.
—Bueno, en realidad parece que me van a dar un trabajo de prácticas a tiempo parcial. Empiezo a finales de la semana que viene. Así que a partir de ahora solo podré trabajar lunes y martes, aparte de noches y fines de semana, por supuesto.
Sapphire estaba atareada en el tocador. Se había quitado la chaqueta mientras se retocaba el maquillaje y la camisola negra de encaje que llevaba debajo dejaba a la vista su enorme tatuaje. Lo veía con tan poca frecuencia que me recordó la primera vez que lo vislumbré (y también a Sapphire) la noche que nos conocimos. Mirándola ponerse brillo para reanimar el lápiz de labios carmesí, me di cuenta de que tenía verdadero temor a su reacción. Puede que Sapphire hubiera sido mi jefa y mi compañera de conspiración, pero también se había convertido de verdad en una de mis mejores amigas. Y sin embargo, incluso ahora, la notaba emocionalmente fuera de mi alcance. Y mientras esperaba su veredicto, tenía el corazón casi desbordado.
Los segundos colgaban entre nosotras como una pasarela de cuerda hasta que finalmente Sapphire se limitó a encogerse de hombros y decir:
—No hay problema, Nichi. Era cuestión de tiempo que encontraras otro trabajo.
—Pero no se trata de un trabajo a tiempo completo, Sapphire, solo tres días por semana. Seguiré disponible la mayor parte del tiempo.
Se dio la vuelta y me sonrió. Era una sonrisa auténtica, aunque tal vez un poco rígida.
—Bueno —dijo—..., tal vez sea hora de que empieces a trabajar por tu cuenta de todas formas. Puedes hacer de dominatrix sin mi ayuda.
¿Significaba eso que me despedía? ¿O que me ascendía al rango de dominatriz autónoma? No estaba nada segura.
—¡Pero hay millones de cosas que todavía no sé cómo manejar! ¡Shibari, por ejemplo! Soy un desastre, nunca me acuerdo de los nudos.
Shibari era el arte japonés de las ataduras con cuerda, y era una de las técnicas de dominación más especializadas, en la que el dominante ataba al sumiso mediante lazos y nudos complicados y estéticos. Sapphire había tomado un par de clases hacía tiempo, pero como nos pedían muy raramente que aplicásemos ni siquiera los nudos más básicos, siempre dudaba antes de ofrecer el servicio.
—Nichi, ¿pero cuándo hemos hecho shibari? Hay especialistas a las que puedes acudir en busca de ayuda. Por cierto, que en realidad se llama kinbaku, shibari es como decidieron llamarlo esos hippies bobos de San Francisco no sé por qué razón. De todos modos, nadie va a pedirte que hagas un trabajo exquisito con cuerdas japonesas. Tú siempre serás más bien una dominadora vainilla y sensual, debido a tu aspecto.
—¿Qué quieres decir?
—Oh, ya sabes, bajita, de cara redonda, con curvas... No se puede decir que tengas pinta de bruja malvada exactamente.
¿Acaso Sapphire estaba realmente reduciéndome al papel de dómina de pega porque tenía un aspecto que no lograba transmitir autoridad? Me enfurecí. Si la anorexia me había enseñado algo, es que nunca volvería a permi-tirme ser rehén de mi propia percepción de las limitaciones o defectos corporales..., y desde luego no sería rehén de los juicios de otra persona al respecto.
—Bueno —continuó Sapphire—, ya sabes cómo son los clientes; desde luego, eres muy buena en la excitación, en TPC y especialmente en aplicar humillación verbal, pero ya he perdido la cuenta de las veces que alguno de ellos me ha preguntado si hacías cambio de rol. —Cambio de rol significaba que les permitías a ellos que pasaran a dominarte a ti en el transcurso de una misma sesión. Pero en ningún sitio, ni en nuestros anuncios ni en nuestra correspondencia con los clientes, ofrecíamos ese servicio. Y pocas dominadoras serias lo hacían. No podía decirse que fuera de personas muy inteligentes permitir que un hombre al que no conoces tomara el mando.
—¿Pero eso qué importa? ¡Es cosa nuestra ejercer el control! Es cosa mía hacerles creer que no me interesa que me tumben encima de sus rodillas solo porque encaje físicamente en cierto estereotipo de la mujer sumisa.
Sonó el timbre de la puerta. Ahí estaba ya nuestro próximo cliente. Esos puñeteros sumisos y sus horarios. No entendí aquella conversación. Por muy bien que Sapphire hubiera encajado mi noticia, se percibía de fondo una dinámica extraña y soterrada. De vez en cuando yo ya había advertido la presencia de algunas tensiones subliminales entre nosotras. Con frecuencia me había preguntado si yo incitaba su aspereza para quedar así atrapadas en el fuego cruzado. Era evidente que en mis sospechas había algo más que mera paranoia. Y, aun cuando fuera verdad, no entendía por qué.
—Bueno, mira, ahora no te preocupes —dijo—. De todas formas, esta sesión de ahora va a ser muy interesante. Con el follón de esta noche me olvidé de contártelo..., aunque ya sé que lo habíamos comentado de un modo teórico, y ahora quiero que lo hagas.
¿De qué estaba hablando? ¿Una sesión con una pareja, quizás? ¿O sería otra vez el bello James, que volvía para que esta vez lo atase yo a la cruz en aspa? La verdad es que querría hacerlo. Querría cualquier cosa que nos sacara de aquel altercado alarmante en el que acabábamos de meternos.
—Ama Jade —anunció con seriedad burlona—, prepárese para perder su virginidad trasera.
De lo más alto de la estantería de material, descolgó el arnés con el consolador incorporado, el que recordaba que me dejó asombrada la primera vez que participé en una sesión allí. Vi ahora que el cinturón estaba doblado sobre sí mismo y al extenderlo lo podía ceñir fácilmente en torno a mi cintura.
—Toma —y Sapphire me tendió la correa—. Es hora de que «poseas» a tu primer hombre.
Como Jack, el anterior, Christopher era ancho de hombros y con una complexión de titán, y medía como mínimo un metro noventa. Pero mientras que Jack era lustroso como un muchacho, Christopher estaba curtido, con el pelo decolorado por el sol y arruguitas en torno a la boca y los ojos que sugerían una trayectoria vital con unas cuantas noches disolutas más de la cuenta.
En cuanto Sapphire lo vio, la atmósfera de tensión que inundaba la oficina apenas unos segundos antes se evaporó, y por una vez se instaló en el trono y me dejó a mí sentarme en una de las sillas viejas que usábamos para los azotes.
—Bueno, Christopher. Me mandaste un email muy sincero. Y muy valiente. Pero no he tenido tiempo de comentarlo con el Ama Jade —noté que otra vez se refería a mí como Ama—. ¿Crees que podrías explicárnoslo un poquito más en beneficio de las dos? —Aquella sonrisa suya de navaja de nácar.
Christopher suspiró, hastiado del mundo, y se instaló en una de las sillas disponibles estirando las piernas con fatiga. Se pasó una mano por las puntas de nieve de su pelo.
—Bueno, Amas. ¿Las llamo Amas?
Hizo una pausa.
¿Pero aquel hombre no había estado con una dominatrix hasta ahora?
Christopher era abogado. Un abogado de lo más brillante, o eso nos aseguró. En cierta forma, su arrogancia no pretendía ser autocomplaciente, sino constatar con simpatía un hecho. Hablaba de sí mismo como si contase un cuento muy manido sobre un amigo de infancia que le sacaba de quicio.
—Verán, toda mi vida he sido un pervertido, pero no sé cómo siempre he acabado conociendo mujeres hermosas y brillantes que tenían gustos distintos de los míos y casándome y teniendo hijos con ellas de todas formas.
—¿Cuántas veces has estado casado? —le preguntó Sapphire.
—Voy por el tercer matrimonio. Y tengo cuatro hijos. No me interpreten mal, quiero mucho a mis hijos, los quiero a morir. Y he querido a mis esposas. Pero nunca he sido capaz de decirles lo que quiero desde el punto de vista sexual. Solo porque estaba seguro de que no les parecería nada erótico. Y nunca más habrían vuelto a encontrarme atractivo en cuanto se lo hubiera confesado.
Sapphire me echó una mirada furtiva de reojo, luego volvió a mirarlo a él, se mordió el labio inferior y se llevó la mano al moño con aire ausente. Comprendí que estaba pensando. Estaba pensando: «Cariño, ¿por qué no me haces a mí la número cuatro? Yo te sabré entender».
—¿Y qué es exactamente lo que requieres, Christopher? —le preguntó Sapphire con las largas piernas delgadas metidas debajo del cuerpo en un ángulo que hacía lucir los muslos a propósito.
Pero Christopher no le miró las piernas. No había venido a vernos simplemente para coquetear. Continuó:
—Quiero decir, ¿qué es lo que quieren las mujeres? Quieren un donante de esperma, alguien que les lleve las bolsas, una tarjeta de crédito ambulante, parlante y sin límite de gastos. Quieren que las adoren y las amen y las mimen. Y quieren que estés dispuesto a poseerlas en cuanto te lo digan.
Me quedé atónita ante el resentimiento cínico de Christopher.
—No todas las mujeres son así, Christopher —le provoqué—. Sapphire y yo ganamos nuestro propio dinero, y siempre lo haremos así. No tenemos el más mínimo interés en ser unas «mantenidas».
Sapphire asintió vigorosamente y añadió:
—Nosotras entendemos que algunas personas tengan necesidades sexuales distintas de las que la sociedad aprueba. Especialmente —se pasó la lengua por los labios— los hombres como tú.
Christopher sonrió con una ligera inclinación.
Sapphire ya había oído lo suficiente de la sesión de pseudoterapia. Me di cuenta de que quería que pasásemos directamente al asunto de la sodomización. Y comprendí que se estaba divirtiendo con la idea de ver aquel metro y medio que era yo apretarse contra el más de uno noventa de él.
—Así que, Christopher, has acudido a nosotras para que te demos un poquito de eso que ninguna otra mujer se digna darte.
Sin el más mínimo esfuerzo, Christopher cayó de rodillas. La celeridad de su sumisión me resultó de lo más alarmante.
—Por favor, Amas —suplicó con los dedos cruzados, implorante—, por favor, Amas, necesito sentirme poseído por ustedes. Necesito ser simultáneamente su esclavo y su perrito servil y desesperado, y su zorrita entregada, el siervo de las dos.
Miró al suelo como para recomponerse y luego exclamó:
—Ansío que me posean.
Lo que resultó llamativo no fue lo que dijo sino cómo lo dijo. Sonaba como salido de las páginas de una novela del siglo XIX convertida en una película de perversiones en porno duro. Y nunca había visto a un hombre mostrarse tan desesperado por algo.
Sapphire se puso de pie y apoyó una mano en la cadera. Luego se acercó a él y le agarró por las puntas nevadas de los cabellos. Tiró de la cabeza para atrás hacia la luz y el contraste de su mano huesuda y blanca contra la piel áspera y curtida y embebida de sol me excitó. Sapphire me recordó a una hechicera lanzando un conjuro sobre un caballero embelesado. Pero allí no había más conjuros que lanzar. Ya estaba completamente embrujado. Lo único que Christopher necesitaba ahora era ser violado. Me acerqué a ellos.
Él me miró. Tenía unos ojos grandes como charcos e igual de acuosos.
—Yo soy vuestro juguete sexual —me susurró—. Haced conmigo lo que queráis. Os lo imploro a las dos.
—¿Qué piensa usted, Ama Jade? —dijo Sapphire volviéndose hacia mí y frunciendo los labios juguetona—. ¿Cree usted que se merece ser nuestro juguetito sexual? —Se inclinó hacia delante y le susurró al oído pero lo bastante fuerte como para que yo lo oyera—: Sé que el Ama Jade tiene un juguete con el que estoy segura de que le gustará joderte.
Christopher se estremeció. Ni siquiera lo habíamos tocado y ya tenía la frente empapada en sudor, y la barba también reluciente. Me resultaba extraño ver a un hombre de rodillas y vestido. Sapphire debía de estar pensando lo mismo.
—Bueno, Christopher, mientras el Ama Jade se piensa si va a hacerte el «favor» o no, ¿por qué no te despojas de alguna de tus vestiduras? —Era un modo amable de burlarse de su lenguaje arcaizante, pero el hombre estaba demasiado alterado para darse cuenta.
Cuando llamó al timbre un poco antes, yo había dejado el aparato con cuidado en una de las sillas rectas. Ahora me apuntaba acusadoramente como la flecha del juego de la verdad. ¿Qué dificultad podía haber en unos cuantos embates metesaca repetidos?, pensé para mis adentros. Volví a mirar a Christopher, que acababa de terminar de desabrocharse la camisa enfebrecido.
El cuerpo de Christopher era algo para admirar. En absoluto contraste con la cara curtida, tenía el pecho más suave y reluciente que yo había visto, con una piel cálida de tono cobrizo y unos pectorales perfectamente esculpidos.
Sapphire ni siquiera intentó detenerse, sino que se abalanzó directamente sobre él y le hundió las uñas en el pecho dorado como si pellizcase masa.
—Oh, veo que ya estás maduro para que te tratemos como un objeto, ¿no es cierto? —y sonrió.
A él se le iluminaron los ojos. Tratado como un objeto. Ahí estaba. Justo la experiencia que llevaba esperando durante toda su vida sexual.
—Oh, Dios, Ama, no tiene ni idea de cuántas veces he fantaseado con que alguien como usted me hiciera desfilar llevándome de una correa antes de entregarme a alguien como... el Ama Jade.
Me alarmé. Por favor, que Sapphire no se moleste por eso, por favor, no permitas que vuelva a entrar en competencia. Pero Sapphire estaba en su elemento. «Exhibir la mercancía», como ella lo llamaba, era uno de sus juegos de fantasía favoritos con los clientes.
—De pie —le ordenó. Se acercó a él y le tiró de la cremallera de la bragueta hasta dejarla medio bajada de modo que permitía ver una pequeña V de tela blanca. Yo pude entrever la sombra de una erección.
Luego Sapphire hizo revolotear los dedos sobre la bragueta.
—Me pregunto cómo se te ha puesto de dura exactamente pensando en esto. Fuera esos pantalones —le dijo.
Obediente, Christopher se los bajó y dejó al aire sus muslos colosales de jugador de rugby. Y entonces lo pude ver. Llevaba bragas. Unas bragas blancas satinadas con los bordes de encaje y un pequeño arco centelleante tras el que se alzaba el glande de su pene.
Sapphire se mordió el labio inferior y meneó la cabeza. Como no estaban diseñadas en absoluto para contener la anatomía masculina, las bragas destacaban aún más la vibrante erección. También los huevos sobresalían a ambos lados del refuerzo. Sapphire adelantó un dedo con la uña escarlata y recorrió la silueta del bulto, y luego fingió introducirlo por dentro de la tela. No sirvió de nada. Lo suyo era demasiado grande para encajarlo en unas bragas femeninas.
—¿Les gustan, Amas? Pensé que podía gustarles verme como una puta de verdad.
Nunca antes había encontrado nada erótica la idea de un hombre con ropa interior femenina. Pero había algo en el cuerpo cobrizo y esplendoroso de Christopher, con aquella piel tan suave como el satén que encerraba su cuerpo, y en el hecho de que aquellas braguitas no pudieran albergar sus partes, que resultaba tan perverso que era delicioso. Que pedía a gritos que lo tocasen.
Sin esperar invitación de Sapphire, me planté ante él y le pasé la mano por el interior del muslo. Dios, el tacto era aún mejor que la vista. Y él deseaba aquello de tal modo que la piel prácticamente zumbó al tocarla. Dejé que mis dedos exploraran la novedad de aquella tela femenina envolviendo un cuerpo masculino tan duro y musculoso.
Cruzamos las miradas. Yo necesitaba imponer mi autoridad sobre él y quise que me cediera el control desde aquel mismo momento. Durante unos mínimos segundos intentó sostener mi mirada implacable. Luego miró al suelo vencido y volvió a subir la vista hacia mí con timidez, mirando a través de las pestañas. Así que reconocía al ama. Luego gimió como para expresarlo verbalmente.
—Ama Sapphire —dije—. Me parece que esta pequeña... —hice una pausa; la siguiente palabra que iba a decir me pareció tan excesiva— ... furcia... —pero, Dios mío, resultaba excitante— necesita que le hagamos pasar el examen.
Sapphire me miró un instante con admiración. Ya ves, Sapphire, pensé para mis adentros. También yo puedo ser una zorra seductora.
—Me alegro de que haya dicho eso, Ama Jade. Justo estaba a punto de invitarla a asumir esa posición.
Nunca hasta ese momento había visto a Sapphire excitada. Habíamos hablado con frecuencia de cómo era lo de follarse a un hombre, y me describió con gráficos detalles cómo podías calcular el tamaño de consolador que encajaría en el esclavo, cómo se lubricaban, cuál era la mejor postura para utilizarlo en función de su nivel de experiencia. Incluso vimos unos vídeos de dominación femenina explícita en la página web de porno perverso favorita de las dos. Pero nunca había visto a Sapphire hacerlo de verdad. En general, los clientes que acudían a ella en busca de ese tipo de juguetes no querían que hubiera testigos de semejante nivel de sumisión.
Sapphire se escurrió hacia la puerta y su tatuaje refulgió como un letrero luminoso de neón al pasar bajo la potente bombilla blanca envuelta en rojo. Se volvió y miró a Christopher por encima de mi hombro indicándole:
—Ya es hora, pequeña furcia.
Entonces Christopher me miró y me di cuenta de que buscaba mi aprobación para seguir adelante. Lo que Jack había empezado Christopher lo terminaría, pensé.
—De pie, entonces —le ordené con suavidad. Se puso de pie emocionado y con las prisas rozó con su cara mi top. Olía a cuero y a colonia. Todavía llevaba los pantalones enganchados en los tobillos.
—¿Me da su permiso para soltarme, Ama? —me preguntó.
—Evidentemente —repliqué—. Necesitaré que puedas estar en condiciones de abrir las piernas.
Sapphire regresó. El deseo de ver el gran acontecimiento la estaba impacientándome.
—Date prisa, no tenemos toda la tarde, sabes —le espetó. Se quitó los zapatos y luego se arrancó calcetines y pantalones y trotó tras ella hasta el dormitorio.
Cogí el artilugio de la silla en la que estaba y estudié cómo tenía que ponérmelo. Tal vez ahora lo mejor fuera ponerlo debajo de la falda, pensé, no fuera a caer o enredarme con él o hacer algo que rompiera el embrujo y comprometiera mi autoridad. Metí primero una pierna desnuda y luego la otra y al ponérmelo el talón derecho se me enganchó un momento en la correa reforzada. Luego me lo ajusté sobre el trasero. Fui hasta el espejo y me eché una mirada por detrás. El artefacto estaba fabricado en un cuero maravillosamente suave, con correas laterales ajustables hechas con sumo cuidado de manera que ceñían mis curvas como un tanga de seda. Luego me di media vuelta. Totalmente de frente. Era un consolador notable, veintidós centímetros de largo. Cerré los dedos sobre mi polla un momento y me invadió una oleada de poder. Me sentí indomable.
En el dormitorio, Sapphire ya había ordenado a Christopher que adoptara la postura adecuada para mí. Así que estaba a cuatro patas sobre la cama con la cabeza apoyada en los almohadones morados ofreciéndome su culo perfecto. Todavía llevaba las bragas. Solo que ahora se veía claramente que en realidad no eran unas bragas propiamente dichas sino un tanga minúsculo.
Sapphire se acercó a él y le dio unos cuantos azotes en las nalgas como medida previa.
—Por eso te habías puesto esas bragas tan provocativas, ¿verdad, Christopher? Porque querías notar el aguijón de mi mano en tu culo al aire.
Christopher masculló algo incomprensible entre los almohadones pero dejó explícita su respuesta ondulando el culo en las pausas entre los golpes que recibía de mano de Sapphire.
Sapphire se volvió a mirarme. Yo había tenido que subirme la falda por encima de los muslos para poder ajustar el ángulo de ataque con las correas. Sapphire vio cómo asomaba por debajo de la falda.
—Bien, Christopher, el Ama Jade ya está preparada para empezar a desflorarte. Y hay que ver qué aspecto presenta. —Suspiró como si fuera una madre orgullosa que admira a su hija vestida para acudir a su primera cita. Me indicó con un gesto que fuera a pavonearme delante de él.
Fui dando la vuelta hasta donde tenía la cabeza apoyada en los almohadones.
—Por favor, Ama —dijo Christopher mirándome con adoración—, ¿puedo tocarlo? —Aquello me divirtió. Alargó la mano con reverencia.
Pero justo antes de que los dedos alcanzaran la punta, Sapphire saltó hacia delante y le apartó la mano de un cachete.
—Christopher, ¿nadie te ha dicho que es muy grosero acariciar la polla de otra persona?
Me sentí confusa. ¿Es que Sapphire no les permitiría hacer eso normalmente? En realidad, ¿no solía hacer que se la mamasen, como decía ella?
La miré y vi que daba golpecitos con el dedo en la muñeca señalando un reloj imaginario. Demonios, tenía razón. No había tiempo para preliminares. Teníamos que ir directamente al asunto.
—Verás, Christopher, el Ama Jade nunca ha hecho esto tampoco. La verdad es que esta noche también tiene que perder su virginidad con el aparato, así que no te olvides de eso, ¿quieres?, si notas que sus arremetidas resultan un poco... forzadas.
¿Es que todo aquel asunto no era de lo más forzado, puñeta?, pensé para mis adentros. Supuse que lo único que pretendía Sapphire era cubrirme las espaldas por si la experiencia dejaba mucho que desear, pero el comentario me irritó. Estaba decidida a hacer un buen trabajo.
Sapphire cogió un frasco de lubricante de la mesa y después de bajarle el tanga hasta dejárselo por las rodillas, sujetándoselas, empezó a lubricarle el culo con el dedo.
—¡Ah, caramba! —exclamó—. Ya está muy abierto. Has estado jugando con juguetitos para el culo, Christopher, ¿verdad? —Christopher asintió con fuerza sobre su almohada. Sapphire le dio un azote bien fuerte—. Así que en realidad sí que eres una pequeña furcia. Ahora vamos a ver si el Ama Jade sabe follarte bien fuerte.
Volví a los pies de la cama, trepé a ella y me puse en posición entre las piernas desplegadas de Christopher. Él temblaba. Coloqué la mano derecha cautelosamente sobre sus nalgas. Se estremeció y me sobresaltó. Sus movimientos eran muy bruscos, muy poco contenidos. En cualquier momento, pensé, podía levantarse, darse la vuelta y tirarme sobre la cama para echarse sobre mí. Pensar en esa posibilidad hacía aún más excitante saber que era yo la que iba a follármelo.
Sapphire se acercó a la cama. Llevaba un condón en la mano. Lo sacó de la funda y lo colocó sobre mi polla. Qué surrealista, pensé. Una mujer acababa de poner una funda a mi prótesis peniana. Me miró para darme confianza.
—Bien, ahora recuerde todo lo que le he dicho siempre, Ama Jade. Prepárese para empezar y encuentre su ritmo.
Respiré hondo y dirigí la punta del consolador al ano de Christopher. Sapphire estaba en lo cierto. Prácticamente no hubo resistencia. Se deslizó hacia dentro de inmediato, casi hasta la base. Christopher gimió. Gemía de la misma forma que gemía yo cuando un hombre excitado se deslizaba dentro de mí la primera vez que empezábamos el acto sexual. Aquel gemido me excitó. Me hizo desear hacerle gemir otra vez. Me retiré unos centímetros y luego volví a introducirme suavemente dentro de él. Y luego otra vez. Y luego, lentamente, empecé a balancear las caderas atrás y adelante tratando de mantener un ritmo.
Al principio el movimiento no se producía con naturalidad. Mis caderas estaban demasiado acostumbradas a girar en círculos, del modo en que las movía cuando bailaba. Tensé el estómago y metí la pelvis para dentro. Luego vacilé. Pensé en cuando aprendí a andar con zancos en un campamento circense en Italia. «Hasta que el zanco se convierta en una extensión de vuestras piernas, no os moveréis con naturalidad», nos había dicho el instructor. Me pregunté si aquello sería aplicable aquí, si tenía que hacer mía la polla temporalmente para que funcionara mi movimiento.
Lo intenté de nuevo imaginándome que el aparato aquel era una extensión auténtica de mi cuerpo. Ahí estaba. Ya lo tenía. Pero luego, igual de rápidamente, volví a perder el ritmo. ¡Jesús! ¿Pero es que follar era realmente una cosa tan difícil? ¿De verdad que los hombres tenían que hacer todo aquel esfuerzo del demonio para llevar a cabo lo que nosotras las mujeres creíamos que era puro instinto? Gracias a Dios que había hecho yoga. No hay modo de que un estómago flácido haga funcionar un consolador enganchado. Sapphire me miró como dándome ánimos.
—Está haciendo un gran trabajo, Ama Jade. Más complicado de lo que parece, ¿no es cierto? ¿Y qué tal tú, Christopher? —le preguntó burlona. Yo estaba tan absorta en perfeccionar mi técnica que casi me había olvidado de que había un hombre al otro lado de mis arremetidas.
—Puro cielo, Ama. Es puro cielo. —Sapphire y yo nos reímos a dúo ante lo surrealista que era aquello.
—¿Entonces puedo hacerlo más fuerte, Christopher?
Christopher se arqueó hacia atrás, hacia mi polla.
—¡Oh, Dios mío, Ama, sí, por favor, Ama, por favor, hágamelo más fuerte! Soy una furcia que la adora y merezco que me machaque.
Recuperé otra vez el ritmo y reinicié las embestidas, agarrándome a sus caderas del modo en que me gustaba que se me agarraran los hombres. Dios, ¿las hembras éramos así de inertes? ¿Así de meramente receptivas? No me extraña que los hombres se sintiesen dominantes cuando follaban.
Luego me di cuenta de otra cosa. Cuanto más fuerte golpeaba contra Christopher, más me iban estimulando las correas sin darme cuenta. Incluso con las bragas formando una barrera entre mi cuerpo, el cuero y el de Christopher, si lo deseaba, podía llegar a un orgasmo total con aquel movimiento. Estaba cachonda y alarmada de estarlo. No podía dejar que Sapphire se diera cuenta. Y desde luego tampoco podía permitirme llegar al clímax delante de ella, a pesar de que cuanta más fuerza imprimía, más deseos tenía de dejarme ir. Iba a tener que controlarme. ¡Aquello era realmente como ser un tío!
Conforme yo me iba excitando, lo mismo al parecer le sucedía a Christopher. Se había llevado las manos atrás y ahora se agarraba de las nalgas como si se me ofreciera aún más. En mi determinación por controlarme, lo agarré del pelo y tiré de la cabeza con fuerza hacia mí.
—Así que esto te gusta, ¿eh, putita? ¿Esto es lo que llevas toda la vida esperando? ¿Que venga una mujer y te posea igual que tú te viste obligado a poseer a una mujer tras otra? ¿En esto era en lo que pensabas cada vez que te tirabas a una? ¿Que te chingaran a ti?
Metí la mano entre sus piernas y le agarré la polla. Estaba dura como una roca. Era una auténtica para el ego poder poner en práctica de aquel modo las fantasías tanto tiempo fabuladas por alguien.
—Oh, Ama —suplicó él—. Si me toca ahí, si me toca así me voy a correr.
—No, ya lo creo que no. —Retiré la mano de la polla y le di un único azote doloroso—. No te correrás hasta que yo te lo diga —y en vez de eso procedí a incrementar el vigor de mis embestidas clavándole las uñas en las nalgas para hacer fuerza y poder arremeter todavía más fuerte.
Como contraviniendo directamente lo que acababa de decirle, Christopher empezó a temblar con violencia. Ay, Dios mío, por favor, no digas que ya era demasiado tarde, que al ordenarle que no se corriese le había empujado a hacerlo.
—Me corro, Ama, me corro, me corro.
¿Cómo era posible que un toque fugaz en su polla hubiera producido aquello? Hay veces que estos sumisos pueden ser unos pequeños capullos malcriados.
Repentinamente, escandalosamente, Christopher rompió en un orgasmo violento y se puso a gritar de placer lanzándose hacia la cabecera de la cama y saliéndose de mí y de mi aparato, corcoveando y temblando y sacudiéndose. Nunca había visto a un hombre tener un orgasmo semejante. Era más bien un orgasmo con todo el cuerpo que una simple liberación física.
Terminado su orgasmo, Christopher dejó de aferrarse a las columnas de la cama, se quedó de rodillas y luego se deslizó sobre la espalda, absolutamente sin fuerzas. Tenía lágrimas en los ojos. ¿De alivio? ¿De abatimiento? No noté ningún trauma. Y, sin embargo, estaba empalmado. ¿Cómo?
—Pero Christopher, ¿todavía tienes la polla dura? —exclamé. No lo entendía.
Él me miró como si acabara de preguntarle por qué no hablaba griego cuando ya me había dicho que solo hablaba ruso.
—Oh, pero es que no me he corrido así, Ama Jade. Fue un orgasmo anal.
Me volví rápidamente para mirar a Sapphire. No me había advertido de que hubiera cosas así.
Con una impecable inoportunidad, o quizás fuera impecablemente oportuna, la BlackBerry de Sapphire sonó en el cuarto de al lado. Era muy propio de ella olvidarse de dejarla en silencio. Desconcentraba a los clientes y les hacía sentir que no les prestábamos suficiente atención. Siempre profesional, eludió el faux pas no diciendo nada y limitándose a irse de la habitación. Me volví hacia Christopher y empecé con las habituales cortesías postcoito.
—¿Quieres ducharte, Christopher? Hay toallas limpias en el cuarto de baño. ¿O hay alguna otra cosa que necesites?
Me miró con intensidad, incluso con gravedad. Parecía que tenía algo serio que decir. Ah, ah. ¿Habría hecho mal mi trabajo? Aún peor, ¿le habría hecho daño?
—¿Todo ha ido bien? —aventuré.
—Sí, Ama. Ha sido delicioso —asentía con golpes de cabeza rápidos y el aliento todavía entrecortado—. Es usted deliciosa. Tengo que volver a verla. ¿Vendría usted a visitarme a mi piso?
—Bueno, naturalmente. Sapphire y yo siempre estamos dispuestas a trabajar fuera...
—No, Sapphire no. Usted sola.