Capítulo 3

ESE día, más tarde, después del anuncio de Christos, decidí que tenía que buscar el modo de asistir a la boda yo sola. No tenía ningún deseo de oír los inevitables comentarios de «¿Dónde está tu Christos, el novio perfecto?» cuando apareciera sin mi héroe griego, pero era mucho más importante estar allí por Rachel.

Como no tengo carné de conducir, dependía de Christos para ir desde Londres hasta la campiña de Oxfordshire y volver en el mismo día tras asistir a la boda. Preparé un nuevo plan de viaje que incluía tomar el tren, un autobús y al final un taxi para llegar al sitio de la ceremonia. Pero también me exigiría quedarme la noche en un hotel de la localidad. Esa tarde llamé a unos cuantos, pero con solo dos días de antelación lo tenían todo reservado.

El jueves no tuve más remedio que llamar a Rachel y decirle que no podía ir. Era una bofetada en el rostro de nuestra amistad dejar tirada a Rachel en ese momento, y me ponía enferma tener que explicarle por qué ya no podría ir. Pero la realidad de los hechos era que sin Christos no tenía modo de llegar a la boda, simplemente.

Esa tarde, cuando me reuní con Christos a tomar una copa en nuestro pub del barrio, le dije que había hablado por teléfono con Rachel para disculparnos oficialmente. Christos no parecía entender el significado de lo que había tenido que hacer y se dedicó a cotillear jovialmente sobre Rachel y su prometido Craig.

—¿Así que la feliz pareja llevan juntos desde los dieciséis años, eh? ¡Ooh, qué encantador!

Christos tenía una vena sentimental que podía competir con cualquier culebrón latinoamericano. De vez en cuando oíamos a última hora de la noche por internet un programa de la radio griega que consistía básicamente en que hombres y mujeres septuagenarios llamasen a la emisora y leyeran poesías sobre sus amores perdidos. La presentadora, con su voz de seda y humo, se lamentaba junto a ellos, y Christos se imaginaba, melancólico, que un día también él se uniría a sus filas.

—Pues sí, desde los dieciséis. Me acuerdo de cuando ligaron la primera vez. Y dónde. Fue en el nightclub de nuestro amigo en Leeds.

—¡Dieciséis años y ya ibas a clubes, Nichi mou!

—¡La verdad es que a los trece ya iba a los clubes! —me reí corrigiéndole.

—Caramba... Nichi... —Christos adoptó su papel de griego salido—. ¿Eso quiere decir que solo han tenido relaciones sexuales el uno con el otro? ¡Imagínate! ¡Una sola persona! ¿Cómo puedes saber siquiera si lo estás haciendo bien?

—Este..., yo creo que se sabe, Christos.

—¿Como la primera vez que quisimos hacerlo y fracasamos, quieres decir?

Ese recuerdo todavía me hacía torcer el gesto. Al parecer, la primera vez que acabamos juntos en la cama estaba demasiado nerviosa para hacer el amor y Christos tuvo que pararse. Digo «al parecer» porque no tengo el más mínimo recuerdo del tema, y Christos tuvo que contármelo. Doy por hecho que mi amnesia está relacionada con la culpa, porque el quid de la cuestión era que Christos y yo habíamos empezado como un mero ligue. Para ser estrictos, cuando conocí a Christos ya estaba comprometida con un hombre estupendo y serio que se había ido a desempeñar un trabajo solidario en Sudamérica, cosa digna de admirar, mientras yo hacía el último curso de carrera.

Me acuerdo de la primera vez que Christos llamó a la puerta de mi dormitorio en la residencia universitaria que compartíamos. Cuando vi quién era, metí disimuladamente la foto de mi novio y yo en un cajón. Pocas semanas después, cuando Christos se abrió camino hasta mi cama, la sensación de culpabilidad actuó como una especie de cinturón de castidad y me tensé tanto que cerré el paso a la polla de Christos. «¡Pero solo hasta la noche siguiente, je je!», apuntaba siempre Christos.

Esa noche sí que la recordaba perfectamente, y las demás. Mi amiga Lizzie rebautizó a Christos como «el consolador griego». Durante ese primer trimestre hicimos tanto el amor que acabé desgarrándole el frenillo, ese trozo de piel que une el prepucio con el glande del pene, y tuvo que acudir a la enfermera del campus en busca de un ungüento especial. Creo recordar que nos las arreglamos para estarnos quietos cosa de otra semana. Luego echamos un polvo desesperado y silencioso en uno de los reservados de lectura de la biblioteca.

—Eh, Christos, que tenemos que llevarte a casa. Tienes una maleta que preparar si quieres tomar ese vuelo de mañana por la tarde. Porque por la mañana no tendrás tiempo.

Christos no soportaba hacer las maletas, y esta noche no era una excepción.

—Lo primero, vamos a darnos un achuchón —dijo en cuanto estuvimos en nuestro piso. Decía achuchón como lo decía yo, con una fuerte entonación norteña.

Nos lanzamos sobre la cama. Christos llevaba Kenzo pour homme. Metí la nariz en su cuello, para apreciar aquella delicia de olor que desprendía siempre. Le encantaban los perfumes, hasta el punto de que incluso había hecho un curso de parfumerie en su tiempo libre. En las tiendas del duty-free de los aeropuertos sabía inmediatamente qué aroma me sentaría mejor, y en mi cumpleaños siempre me traía un nuevo frasco de algo de un olor especial.

—Porque tú eres una mantenida de lujo en secreto, Nichi —me decía entonces—. Pero no te preocupes. Tu secretito está a salvo con tu Amo.

—Muy bien, Amo, ¿no tenías que preparar una maleta?

—Ya voy, ya voy.

Me levanté para ir al cuarto de baño y lavarme los dientes. Christos fue detrás de mí. Me besó en la nuca con suave deliberación, buscó mi mirada en el espejo y sonrió:

—Qué mujer tan hermosa —dijo.

Arrugué la nariz y meneé la cabeza, con la pasta de dientes rezumándome por la barbilla.

—¡Hasta mientras se está cepillando esos piños tan lindos!

Era otra frase de Yorkshire de la que se había apropiado, y todavía sonaba más ridícula con aquel deje griego.

Buscó su cepillo de dientes y nos empujamos el uno al otro en busca de espacio hasta que los dos acabamos llenos de pasta de dientes y escupiendo en el lavabo entre risitas conspiratorias. De vuelta al dormitorio, Christos frunció el ceño ante la maleta abierta.

—¿Qué quieres que te traiga de casa, Nichi mou?

—¡Un poco de fruta cogida del árbol, por favor! —repliqué—. Y unas galletas de Yiayia. —Yiayia significaba abuela.

—Mmm —asintió Christos—. ¡Comida casera! ¡Qué bien voy a comer! —Cuando estaba en Grecia, Christos comía por cinco. Cómo se las arreglaba para mantener su cuerpo de boxeador de peso pluma era un misterio que solo podía desentrañar la Sibila—. Va a ser fantástico cuando vengas conmigo en agosto.

Asentí. Ya podía oler el cuero rojo caliente de los asientos de su Mercedes destartalado, y las fragantes matas de albahaca junto a la puerta de entrada de la casa de sus padres. Recordé cómo te golpeaba ese olor en cuanto el coche subía por el camino de entrada. De pronto, fui yo la sentimental.

—Christos... si alguna vez nos casamos, ¿podríamos casarnos en Grecia?

Dejó por un momento de hacer la maleta y me miró de frente.

—Pues claro.

El sábado por la mañana, mientras paseaba bajo el cielo cubierto por Hyde Park, recibí un mensaje de texto de Christos retenido desde la noche anterior. Decía que había llegado perfectamente y que ya se había comido cuatro chuletas de cerdo más arroz más ensalada más patatas más pastel más albaricoques y café de la Yiayia y que ahora estaba disfrutando de un cigarrillo bajo los jazmines que daban sombra al porche. Lo vi y lo olí más vívidamente que aquella agua cenicienta que chapoteaba por el Serpentine.

Volví a pensar en la boda de Rachel. Por lo menos le había mandado un regalo decente. Me había estirado más de lo que podía permitirme para compensar mi culpa, pero la verdad es que eso no hizo que me sintiera mejor. Confié en que a largo plazo eso no estropeara nuestra amistad. De repente se puso a llover. Decidí que sería mejor volver y seguir con mi solicitud de trabajo. Era para el único puesto que en las últimas semanas pensaba que tenía posibilidades de conseguir, un trabajo de asistente médico para un equipo de cirujanos de un hospital de Londres. A pesar de mis ambiciones periodísticas, ya había hecho trabajado como eventual en el Servicio Nacional de Salud y siempre me resultó bastante más estimulante que ponerme a mecanografiar informes en alguna agencia de publicidad de tres al cuarto. Además, era la mejor preparación para sobrevivir entre el agobio de una redacción. Pocas cosas había más estresantes que tener que arreglar un traslado en camilla de un paciente con complicaciones quirúrgicas. Te diga lo que te diga un redactor jefe, llevar un texto a imprimir no será nunca asunto de vida o muerte.

Esa noche Christos me llamó.

—Ela Nichi mou, ¿cómo está mi bollito dorado?

—Pues estoy muy bien. Fui a dar un paseo pero me volví para rellenar una solicitud de trabajo porque se puso a llover y me mojé toda. Ahora estoy leyendo. ¿Qué tal el garaje?

—Mucho trabajo. La verdad es que me necesitan. Yo también me he mojado.

—¿Te mojaste? ¿Qué clase de mojadura?

—Me tiré a una piscina con la ropa puesta.

—¡Zee mou! —exclamé en griego—. ¿Por qué?

—Porque mientras estaba comiendo una niña se cayó al agua y me tiré a sacarla.

Clásico de Christos. No llevaba el nombre del Salvador por casualidad.

—¿Y todo fue bien?

—Sí. Solo lloró un poquito. Llamaba a su mamá. Suerte que mi teléfono todavía funciona.

—¿Te tiraste al agua con él?

—Bueno, claro, con todo. Hasta los zapatos. No había tiempo para pensar en nada. Y luego almorcé con Maria con la camiseta mojada, je, je. Y escucha, Nichi, ¡había mujeres mirando!

—Apuesto a que todas quisieron tirársete encima después de ver eso —me reí.

—Ya lo creo. El modo en que me aplaudieron después las delataba.

Yo ya había visto esa reacción muchas veces. Cuando las mujeres veían al encantador y delicioso Christos mecer en brazos a un bebé, sus ojos se les desorbitaban de lujuria desesperada. Después, me miraban a mí acusadoramente como diciéndome: «¿Por qué no estás utilizando como debes esos magníficos genes griegos?».

A veces deseaba sentir eso mismo, pero desde que era una niña pequeña siempre había alardeado de que nunca sería madre. Los últimos años les había estado diciendo a mis amigas que prefería ir a la cárcel que tener un niño. Todas se reían nerviosas y me decían que era solo cuestión de tiempo que mi reloj biológico hiciera sonar la alarma, pero yo no lo creía. Tenía pesadillas terribles en las que daba a luz en un hospital griego a cuarenta grados de temperatura y el sudor de los dolores de parto se escurría por las paredes. Pero incluso yo tuve que admitir que la idea de Christos salvando de ahogarse a una niñita resultaba de lo más tentadora.

—Oh, Christos. ¡Mira que verte obligado a hacer de héroe cuando lo único que querías era una comida agradable con una vieja amiga!

—Prácticamente me comí medio cerdo después de eso. Me lo había ganado. En fin, Nichi mou, tengo que irme, mamá me está llamando. Te veré el lunes por la tarde. ¡No puedo esperar! ¡S’agapo! ¡Te quiero!

El lunes me llamaron de la agencia por lo del trabajo del hospital. Podía empezar esa semana si quería. ¡Ingresos por fin! La familia de Christos nos había prestado un poco de dinero para ayudarnos a instalarnos en Londres. Sin eso, no me habría sido posible irme a vivir con él ni modo de seguir adelante con la carrera que había elegido. Pero, para empezar, me daba vergüenza tener que aceptar un préstamo suyo, que se añadía a los miles de libras de deudas que ya tenía contraídas, incluyendo un crédito, dos descubiertos de lo más chirriantes y una factura sin pagar de la tarjeta de crédito. No es que hubiera gastado frívolamente el dinero como estudiante, pero había escogido no trabajar mientras estudiaba para tener todas las oportunidades de obtener la mejor preparación posible. Y había valido la pena.

Recordé el día en que me encontré con que había sacado mi primer sobresaliente. Fui corriendo a la oficina del departamento de inglés, pero cuando llegué todavía faltaban veintisiete minutos enteros para que abrieran y pudiera recoger la nota. Intenté practicar las técnicas recién adquiridas de respiración de yoga mientras contemplaba mi futuro. Quería vivir utilizando la mente, pero me tiraba más el periodismo que continuar ampliando estudios. En el segundo año de la universidad había creado un programa literario de radio, y estaba segura de que ese era el tipo de trabajo que de verdad me entusiasmaba. Me encantaba aprender, pero ahora quería trabajar en una oficina bulliciosa y creativa y vivir en la capital.

Estaba tan absorta en mis planes que cuando Christos llegó, jadeante porque venía corriendo desde el otro lado del campus, tuvo que repetir mi nombre tres veces para que me diera cuenta de su presencia.

—¿Vamos a recoger tus resultados, Nichi mou?

—¡Tengo miedo! —gemí. Pero me sentía aliviadísima de que estuviera conmigo.

—¡No! No hay nada de lo que tener miedo, bollito. —Me atrajo hacia él y me besó primero en una mejilla y después en la otra.

Me colé en la diminuta oficina del departamento, que no era muy distinta de la recepción de una comisaría de policía.

—¿Nombre? —inquirió la secretaria del departamento.

—Nichi Hodgson. Nicola —conseguí decir en un murmullo. Pensaba que el corazón, que latía tanto, se me iba a salir por la boca hasta quedarse palpitante allí, sobre la alfombra barata del suelo.

—Lo has hecho muy bien, Nicola. Tienes un sobresaliente.

Solté un gritito. Christos me apretó los brazos, me apretó las mejillas, me atrajo hacia él y nos reímos cara a cara una y otra vez. Le debía tanto de aquella nota a Christos y a su absoluta fe en mí, a su apoyo incondicional...

Sonreí al recordarlo. Christos me había amado no a causa de mis logros sino a pesar de mis defectos. Y tenía tantos deseos de ofrecerle aquello ahora que él tenía que emprender su doctorado...

Se oyó la puerta de abajo.

—¡Ela, Nichi mou!

Había vuelto. Gracias a Dios. Me levanté de la mesa de un salto y me miré la pintura de labios en el espejo, agarrando frenética un perfume de la repisa. Me había cambiado y puesto una falda que Christos me había comprado, una falda de vuelo negra con lunares multicolores en 3-D alrededor del dobladillo y una camiseta sin mangas.

Fui a abrir la puerta del dormitorio para saludar. Allí estaba: camiseta blanca, gafas de sol y aquel moreno dos tonos más profundo con solo un fin de semana. Parecía talmente acabado de salir del dromos principal de Atenas.

—¡Eeeeeh! —exclamó radiante. Era un ruido que yo solía hacer cuando estaba excitada y que ahora también hacía él—. Bollito, bollito, bollito, bollito, ¿cómo está mi preciosa kali mou? —Me sepultó en su abrazo. Olía a Kenzo, pero también a menta y agua de rosas y a ese aroma tan inconfundible de la pasta de mascar griega.

—Feliz de que hayas vuelto —murmuré.

Arrastró la maleta por el dormitorio y se puso de rodillas.

—Espera un minuto, espera... A ver qué tenemos aquí para Nichi.

Sacó de la maleta un collar de cuentas de lo más original, un nuevo perfume y, finalmente, un par de preciosas cuñas de suela de corcho.

—Para sustituir esas blancas tan terribles de las que te niegas a deshacerte. —Su amabilidad nunca dejaba de admirarme. Pero hasta entonces nunca me había comprado zapatos y me sentí un tanto escéptica.

—¿Pero sabes siquiera qué número tengo, Christos?

—¡Pues claro, naturalmente! Le enseñé a la dependienta la forma y la longitud de tu pie con la mano, así —cerró los ojos y reprodujo el gesto que había formado en el aire para tratar de visualizar mis pies y luego parpadeó y abrió los ojos una vez establecido el tamaño—. Como Lázaro en un mercado de zapatos. Y después la chica me ayudó a escogerlos.

Sacudí la cabeza, incrédula, y luego otra vez cuando vi que, en efecto, me sentaban perfectamente.

—Efjaristó para poli, Christos, ¡me encantan! Oh, por cierto, tengo un trabajo —le dije mientras me quitaba otra vez los zapatos—. Es solo de ayudante médica otra vez, pero es un buen sueldo. Bueno, o por lo menos cubrirá nuestras facturas. Gracias a Dios que el alquiler es tan barato. No sé cómo hay alguien que puede pagar lo que cuesta la renta de una habitación doble por aquí.

—¡Excelente noticia! ¡Mira! Todo está saliendo estupendamente, Nichi mou. Salgamos a cenar algo esta noche para celebrarlo, ¿eh? ¿Qué te gustaría? ¿Un buen turco? ¿Un poco de fatush?

—¡Venga! —asentí feliz.

—Muy bien, genial. Deja que me lave las manos y luego ya nos vamos. ¡Ya tengo hambre otra vez!

Me eché a reír.

—¡Pero si te han dado muchísimo de comer en tu casa!

—¡Exacto! ¡He recuperado mi apetito griego! De todas formas, tengo algunas noticias para ti también.

—¿Y cuáles son esas noticias?

Christos terminó de masticar, tragó, luego tomó un sorbo de agua, se aclaró la garganta y apoyó la mano sobre la mesa sin soltar el cuchillo.

—Pues les hablé a mis padres de lo del doctorado. Están muy contentos con eso pero hay una o dos cosas que les preocupan...

Lo soltó:

—Que estemos viviendo juntos aquí, en Londres.

—¿Ah, sí? ¿Y entonces?

—Bueno... —hizo otra pausa. No era muy propio de él tener dificultades para encontrar la palabra justa. Aparte de hablar francés e italiano, su inglés era más fluido y expresivo que el de la mitad de los hablantes nativos que yo conocía—. Porque creen que el que tú y yo vivamos juntos no es una buena idea. Creen que sería mejor que yo viviera con otros estudiantes.

Al instante me brotaron las lágrimas y se me hizo un nudo en la garganta. ¿Había oído bien? ¿Christos me estaba diciendo que se cambiaba de casa?

—¿Pero de qué estás hablando, Christos? Si acabamos de empezar a vivir juntos. ¡Nos hemos mudado aquí juntos! Nos estamos instalando, los dos juntos. ¡Vamos a casarnos! —añadí.

Nunca lo había proclamado así antes y oírlo me sonó como una declaración, pero no de amor sino de desesperación.

—«Se puede ser marido o estudiante, Christos, pero no las dos cosas»: esto es lo que me dijo mi padre —Christos repitió aquellas frías palabras casi igual de impasible.

—¡Pero bueno!, ¿vas a aceptar una cosa así? —Ahora ya me había enfadado. ¡Cómo se atrevía la familia de Christos a interferir en nuestro futuro! ¡Yo tenía veintitrés años, por Cristo bendito, no trece! ¿Cómo se atrevían a socavar nuestra relación y no tomársela en serio?

—Pero, Nichi mou, ¡ellos me lo pagan todo! Tengo que tener en cuenta sus deseos. No tiene que ver contigo.

No entendía con qué otra cosa tendría que ver.

—Pero Christos, de verdad que no lo entiendo. ¿Cómo pueden pensar que seré una distracción para ti? He estudiado durísimo para sacar mi título, y sé lo importante que es tener un entorno tranquilo y estable para estudiar. Y además, no voy a estar todo el día incordiando, estaré en mi trabajo. Tendrás muchísimo tiempo para hacer tus cosas. Y cuando vuelva a casa del trabajo podremos cenar y pasar unos ratos juntos.

—Tú sabes que para mí eso no funciona así, Nichi. —Christos era rígido, tenía un modo incluso ritual de hacer las cosas—. Yo solo puedo estudiar de noche. Además, tengo la sensación de que malgasto mi vida si me paso el día sentado en la biblioteca leyendo la tesis de algún pobre hombre al que probablemente se le atrofiara el pene de no usarlo y pasar tantas horas estudiando.

—¡Pero bueno! —exclamé sin hacer caso de aquella intentona semihumorística—, ¿quieres decir que ni siquiera vas a intentar estudiar durante el día para que podamos disponer de un rato juntos por la noche?

—Esto del doctorado va a ser una cosa muy difícil, Nichi. Necesito tener la sensación de poder ponerme a estudiar cuando me venga bien.

Así que no era solo cosa de sus padres. Tenía que ver con nuestra convivencia y con el hecho de que en cierto modo veía en mí una distracción o un agobio o probablemente las dos cosas. Y entonces se me vino otra cosa a la mente.

—Pero ¿yo qué voy a hacer? —pregunté—. ¿Dónde voy a vivir si tú te marchas?

¿Cómo iba a poder pagar los gastos de vivir en Londres si no los compartía con Christos?

—Mi hermana me ha dicho que donde ella trabaja hay alguien que tiene una habitación que se queda libre en septiembre. Podemos llamar y pedírsela.

¡¿Qué?! ¿Así que eso ya lo había discutido a fondo toda la familia? En cualquier otro momento me habría puesto furiosa. Pero justo ahora estaba demasiado inquieta al ver que Christos me abandonaba en serio.

—Muy bien —repliqué con las lágrimas nublándome la visión—. No puedo creerme que me lo digas así, sin ni siquiera preguntarme antes.

—Mira, todo saldrá estupendamente. Tenemos siglos por delante hasta que haya que resolverlo. Y de todas formas, igual no hago lo del doctorado. Esperemos a ver.