Capítulo 5

CUANDO el avión tomó tierra en Grecia, el corazón se me aligeró con alivio. Me gustaba pensar que mis padres me habían puesto Nicola porque sabían de alguna manera que estaba destinada a pasar tiempo en la tierra de donde procedía el nombre. Me habían explicado que ese nombre significaba «Líder del pueblo», lo que, dada mi naturaleza mandona, tenía muchísimo sentido. Pero la primera vez que vi al padre de Christos me llamó «¡Nikí..., la diosa de la victoria!». Mi auténtica victoria, tenía yo la impresión, era haberle clavado el arpón a Christos. El mismo Christos que ahora me esperaba en el aeropuerto.

Las dos hojas de la puerta de llegada se separaron y allí estaba él, enfundado en sus pantalones caqui y su camiseta blanca estampada pasándose una mano nerviosa por los rizos negros. Su piel había adquirido ya el color de un dulce de leche requemado, lo que daba a su cuerpo musculoso una definición más aguda, las mangas de la camiseta ajustadas a los bíceps fuertes y bronceados. Me lanzó una sonrisa de adoración desde el otro lado de la barrera. Christos mou.

No pudo esperar a que hiciera la cola detrás de los demás pasajeros y lo que hizo fue saltar para llegar hasta mí, alzarme en sus brazos y ponerse a girar en redondo. En Inglaterra, los testigos de semejante exhibición de nauseabundo romanticismo hubieran puesto cara y emitido ruiditos de disconformidad, pero en Grecia la gente sonreía y asentía con aprobación. Había algo en Christos que lograba que cualquier gesto romántico pareciera inventado por él por muy estereotipado que fuera.

Christos cogió mi maleta en una mano y me condujo protector desde la sala de llegadas hasta el calor que casi te impedía respirar. Grecia en plena canícula era un infierno, pero encontrarme de nuevo con esa temperatura por primera vez, volvió a ponerme la carne de gallina de pura delicia.

—¡Ah, Zee mou, Zee mou! —imprecó Christos. Estaba sudando como un inglés—. ¿Por qué aquí no llueve como en nuestro gris y encantador Londres?

—¡Porque el bollito necesita unas vacaciones calientes!

—El bollito va a tener unas vacaciones calientes, que no se preocupe —hizo una mueca pícara ante el doble sentido—. A ver, Nichi mou, tenemos dos opciones. O bien nos vamos a casa y paramos a ver a la Yiayia que nos dé de comer o nos vamos a la playa de Paradisos. ¿Qué tenemos que hacer?

—¡La playa, por favor! ¡Necesito sentir el mar!

Christos me condujo al viejo Mercedes rojo tan poco práctico. A mí me encantaba porque el asiento delantero corrido significaba que podía soltarme el cinturón astutamente y deslizarme para quedar pegada a Christos.

Fuimos primero por la autopista y luego tomamos una carreterita costera. La playa era abrupta, un mundo salvaje color sepia que daba la impresión de estar más en Sudáfrica que en Grecia. Casi siempre estaba desierta. Me pregunté si Christos estaría pensando lo mismo que yo.

Detuvo el coche a la sombra de unos olivos. Yo todavía llevaba la ropa de viaje.

—Christos, ¿quieres abrir el maletero? ¿Puedo sacar de la maleta un vestidito de playa y el biquini, por favor?

—No, no, no los necesitas, Nichi.

Me volví hacia él. Me dirigió una sonrisa de inteligencia desde detrás de las gafas de sol exhibiendo unos dientes que relucían contra la piel bronceada.

Seguíamos estando sintonizados. Sonreí con timidez.

—¿Y qué pasa si me quema el sol? —dije, aunque Christos siempre estaba dispuesto a embadurnarme de crema solar en cuanto daba un paso bajo el sol de Grecia.

—Tardaremos poco. Y después puedes meterte en el mar. No dejaré que te quemes, kali mou.

La playa estaba vacía, en efecto, aparte de un solitario vendedor de granizados que estaba sentado en la orilla, más lejos, totalmente absorto en un periódico. Cruzamos por la arena blanda como azúcar y llegamos al agua. Hacía mucho más viento del que yo recordaba de años anteriores.

—¡Kemazozis! —grité imponiéndome al viento y señalando las olas.

—Bravo, Nichi mou, te has acordado de cómo se dice agitado, ¿verdad?

Tiró de mí hacia él y me puso las manos en la cara y nos unimos en un beso enamorado. Sentí una oleada de lujuria que nacía de lo profundo del vientre. Nos despojamos de la ropa a toda prisa, Christos le puso encima un pedrusco y corrimos hacia la arena más mojada, más compacta.

Fijé un momento la mirada en la provocadora curva hacia arriba de su labio superior, mientras deslizaba las manos por todo su cuerpo. Luego, los ojos siguieron a los dedos por las espirales de pelo negro que cruzaban su pecho, entre las tetillas y hasta más abajo del estómago hasta terminar en su polla ya tumescente. Me recordó a esas ilustraciones de proporción perfecta de los antiguos olímpicos que me maravillaban en las lecciones de cultura clásica. Lo deseaba. Siempre desearía a aquel hombre tan bello.

Me dejé caer sobre la arena y lo arrastré encima de mí. Durante un minuto me besó pausadamente. Puso los dedos sobre mi mejilla y luego fue trazando un largo camino por el cuello abajo hasta la clavícula, siguiendo la curva del hombro, bajando por el exterior del brazo hasta descansar la mano en el hueco de la cadera. Allí me aferró con fuerza, y, mientras me apretaba, sentí un latido entre las piernas. Ya estaba mojada.

Puso las manos en mis pechos, utilizó primero las palmas y luego los dedos para excitar lentamente los pezones en círculos ligeros como plumas. Gemí con placer y alcé la cara para besarle. Me empujó hacia atrás con la boca y se puso a aplicarme besos leves, prolongados, por toda la garganta antes de arrastrar la boca y después las manos ya con más fuerza por mi cuerpo abajo. Sacudí involuntariamente la pelvis, que chocó primero contra su pecho, luego contra su cara, y después le pasé la pierna izquierda por encima del hombro. Agarrando el muslo con la mano derecha y deslizando la izquierda por debajo del culo para agarrarlo, me mantuvo así unos momentos y luego me miró con cara seria de deseo.

Las habilidades de Christos como amante se basaban en saber intuitivamente cuándo y cómo cautivarme. Justo en ese momento se dio cuenta de que lo que quería era algo fuerte y rápido. Se puso de rodillas, me apartó la pierna con la que le rodeaba y me la volvió a poner en la arena y luego me separó los muslos. Al introducir su polla dentro de mí los dos lanzamos gemidos y yo me aferré a su espalda tensa animándole a entrar más adentro.

Duros y calientes, nuestros cuerpos se sacudían el uno contra el otro una y otra vez. Estaba tan centrada en sentir los empujones de Christos dentro de mí que ya no podía distinguir si era grava, arena o el viento que nos azotaba con la espuma del mar o los dedos de Christos sujetándome las caderas para poder meterse más y más dentro de mí. Aquello no iba a durar más allá de otro minuto, tan desesperados estábamos el uno del otro. Christos enredó las manos entre mis cabellos llenos de arena y guió mi boca hasta la suya. Tres semanas sin un beso y allí estábamos, ansiosos el uno del otro como si fuera la primera vez. Luego, con rápida intensidad, me empezó el orgasmo y también el de él, justo persiguiendo al mío hasta que primero yo y luego Christos lanzamos un «ooooh» de placer, aunque sus gritos más fieros cruzaban la arena hasta más lejos.

Después nos quedamos allí tumbados durante un rato, revueltos los dos con la arena y una sensación profunda de paz. Christos desenredó los dedos de mi cabello y me tocó los labios. Era una sensación tan buena recordar la pasión desnuda que nos había atraído la primera vez.

De repente, Christos miró de reojo y señaló con la cabeza hacia el vendedor de granizados.

—Nos estaba mirando, Nichi mou —dijo.

Volví a apoyar la cabeza en la arena y me reí con gozo.

—¡Nuestra primera actuación en público! ¿O era en privado?

—Pobre hombre. Apuesto a que es lo más cerca que ha estado de un polvo desde hace años.

—Pero Christos, todo el mundo sabe que los griegos practican muchísimo sexo.

—¡No cuando tienen barrigas y barbas así! Tú eres consciente de que yo acabaré así algún día, ¿verdad?

—Lo sé —dije—, y no puedo esperar. Así dejarás de darle vueltas al tema.

Christos se puso de pie y contempló el mar.

—Ela, Nichi mou, vamos a lavarnos un poco y nos vamos a casa de Yiayia. Estará esperándonos con su infame banquete.

Me metí en el agua detrás de él, dando saltitos.

—¡Está muy revuelta! —volví a gritar. Nunca había visto olas así en el Mediterráneo, normalmente tan tranquilo. Christos se zambullía bajo las olas.

—¡Venga, pequeña fokia mou, venga, foquita! —me llamó.

Entré a tropezones entre la espuma, entusiasmada con la sensación de las olas sobre la piel que apenas unos momentos antes me acariciaba Christos. Me dejé flotar de espaldas unos segundos gozando de la sensación del aire y el agua que resbalaban sobre mi cuerpo, sucumbiendo a la sensación de felicidad después del coito.

De golpe, una ola más fuerte me envolvió, me engulló, mientras yo tragaba dos buenas bocanadas de agua salada, y me arrastró a siete metros de la orilla. No luché contra ella, era imposible. Lo único que recuerdo que pensé fue: «¡Oh, ya está! Me vine y ahora me voy». La petite mort, como llamaban al orgasmo los poetas que yo había estudiado. Sin duda no era más que justicia poética ahogarse en el mar junto al que acabábamos de hacer el amor.

Para ser sincera, probablemente hubiera vuelto a la superficie en unos cinco segundos más o menos, pero Christos ya estaba allí y me rescataba de la corriente y volvía nadando a la orilla conmigo bien sujeta y agarrada a su cuello, entre risas difusas de alivio.

—Bollito, ¡no te me ahogues justo al empezar las vacaciones! O por lo menos, no antes de que Yiayia haya podido darte de comer, ¿vale?

—¡Vale! —asentí. Ahora, ya a salvo, noté un pánico repentino. Christos me acarició la cabeza y me cogió de la mano.

—Vamos. A vestirnos y luego a comer.

Recorrimos otra vez la arena de la playa. Me quedé allí un momento desnuda mientras me abrochaba las cintas de las sandalias de suela de corcho. El vendedor de granizados saludó a Christos con su sombrero.

Más o menos una hora después nos deteníamos bajo la parra del porche de Yiayia. Cuando salíamos del coche, Yiayia apareció en la puerta a recibirnos.

La abuela de Christos tenía los ojos vivarachos y muy claros, el pelo blanco muy corto y solo se vestía de negro o, muy raras veces, de azul marino desde la muerte del abuelo unos años antes. Se la veía nerviosa en general, pero yo ya había aprendido que aquellos gestos inquietos eran muestra de sus ansias de agradar.

—¡Nichi mou, kopiase!

Yo ya sabía que eso significaba que entrase. Yiayia me puso las manos cautelosamente en los hombros y me dio un recatado besito en cada mejilla. En sus labios asomaba un atisbo de sonrisa.

Christos rodeó con un brazo su figura pequeña y encorvada y la besó con cariño, aunque le hizo perder ligeramente el equilibrio. La conversación pasó ahora a desarrollarse íntegramente en griego.

—Christos mou, ¿qué querréis para comer? Es tarde, debéis de estar hambrientos. No tendrías que haber retrasado tanto el almuerzo, ya lo sabes. ¡La pobre Nichi debe de estar muerta de hambre! ¿Qué tal fue su vuelo? —Yiayia dirigía esas preguntas a Christos, en parte porque nunca estaba segura de cuánto griego hablaba yo y en parte porque era una muestra de cortesía.

La mesa desbordaba de comida casera. Una docena de ensaladas diferentes, pan fresco, humus, queso, arroz, patatas, aceitunas, almendras y manzanas del huerto familiar y uvas de las parras de la propia Yiayia. Del horno salió un pollo entero para Christos y dolmades vegetarianas para mí. De vez en cuando Yiayia desaparecía tras la puerta de su enorme nevera y volvía con alguna otra cosa.

La comedora ansiosa que había en mí siempre se resistía la primera vez que volvía a encontrarse con una auténtica comida griega. Pero con el tiempo había aprendido a comer despacio y a decir cortésmente pero con firmeza: «No, ya tengo bastante, gracias». Decir eso cinco veces significaba que quizá solo me sirvieran dos veces más, si había suerte.

—¿Sabes que tu prima Eleni se va a casar, Christos?

Christos asintió. Al contrario de lo previsto por el estereotipo cultural, en realidad Yiayia era demasiado educada para instarnos al matrimonio. Pero dejaba entrever lo que esperaba que hiciéramos hablando de las bodas próximas de otros.

—Eleni y Matthaios no van a casarse por la iglesia. Eso es cosa suya, claro, pero yo de todos modos fui a San Giorgios a rogar a Dios que bendijera su matrimonio y los hiciera tan felices como lo fui yo con tu abuelo.

Christos le dio unas palmaditas en la mano.

Yo había preguntado muchas veces a Christos qué comportaba una boda ortodoxa, y me demoraba mentalmente en los detalles que me iba describiendo. Christos hubiera necesitado una cierta persuasión, pero mi inclinación por las demostraciones ostentosas de cariño se traducía en que me gustara fantasear con una boda por la iglesia; con cómo el cura de la familia uniría nuestras manos delante del iconostasis, cómo Christos y yo seríamos coronados con la stefana y daríamos tres vueltas en torno al altar, cómo Christos echaría para atrás el grueso velo que me cubría la cara radiante una vez nos declararan marido y mujer.

Christos interrumpió mi ensoñación.

—Hoy Nichi casi se ahoga, Yiayia.

Yiayia soltó un gritito de alarma.

—¡Christos! —le reñí. ¿Por qué demonios le contaba eso a Yiayia?

—Así que no debe de tener muchas ganas de comer.

Me dirigió una sonrisa solemne. Tomé nota mentalmente de darle un beso superfuerte cuando llegásemos a casa.

—Bueno —asintió Yiayia compasiva—, Nichi puede comer lo mucho o lo poco que le apetezca. ¿Tú quieres un poco más de pollo, Christos? Toma un poco más de arroz.

—No, no, Yiayia. —Christos se puso de pie y se dio unas palmaditas en los músculos del estómago—. Estoy reventando de lo lleno que estoy. Será mejor que sigamos viaje. Volveremos pronto a verte.

Cuando salíamos al camino, Yiayia le gritó a Christos.

—Cuídala bien, leventi mou, ¿eh?

Leventi. Imposible de traducir. Lo único que sabía es que era como se aludía a un hombre cabal.

Al aparcar delante de la casa familiar de Christos, me vi envuelta en aquellas fragancias tan conocidas: primero la dulzura de los aromas de la albahaca y las almendras, luego el hipnótico olor de la dama de noche. Empecé a llorar un poco, de un modo espontáneo. Christos se alarmó.

—No te preocupes —me reí para tranquilizarlo—. ¡Solo estoy feliz por haber vuelto!

Los padres de Christos no estaban en casa. Estaban en la casa de la playa; los veríamos más avanzada la semana. Me alegré. Aunque no pudiera sino comportarme cortésmente con ellos, no estaba segura de cuál sería mi reacción emocional al verlos de nuevo, con todos los sentimientos inducidos por lo del doctorado todavía en carne viva. Entré en la cocina. Todo estaba igual que siempre: la lata de galletas llena de primores de la abuela, el armario cubierto de fotos de la familia, el servilletero de fresas sobre la mesa reservado para la chiquita inglesa.

Clavada en el armario estaba también una tarjeta que había dibujado para los padres de Christos el año anterior dándoles las gracias por acogerme. Representaba un gato silueteado, que se suponía que era Tolkien, con sombras al carboncillo. Es asombroso lo que puedes elaborar cuando quieres ganarte el afecto de la familia de alguien. El propio Tolkien descansaba lánguidamente a la sombra del fregadero en un intento por estar fresco y se negó a levantarse y saludarme.

—Mimi te ha preparado la cama, Nichi mou.

En Grecia Christos y yo dormíamos en camas separadas. No es que sus padres no supieran que en Londres compartíamos lecho, ni tampoco que fueran especialmente conservadores; pero en la casa seguían aplicándose las normas a la antigua. El padre de Christos le había dicho en cierta ocasión que estaba muy bien lo de dormir conmigo arriba, siempre y cuando bajara otra vez a su habitación antes de que llegase Mimi, la asistenta. No quería que la mujer se sintiera incómoda, le dijo.

Curioseé un poco por la habitación de Christos, pasé los dedos por los trofeos deportivos juveniles que acumulaba en la librería, por las fotos de la escuela de Christos a los seis, ocho y diez años colgadas encima de la cama. Recorrí su colección de perfumes. Entre los frascos de cristal había un estuche de rosario con un dibujo de la Virgen María pintado en la tapa. ¡Dios mío, yo sabía qué era aquello! Desenrosqué la tapa y sonreí efusiva.

Christos entró en la habitación. Me quitó el estuche de la mano.

—Nuestros anillos de boda, ¡ja, ja!

En el estuche había dos anillos de plata baratos que habíamos comprado para un viaje a Marruecos que hicimos justo antes de mis exámenes finales. Alguien nos había dicho que encontrar plazas para dormir siendo una pareja que no estaba casada podía resultar complicado, así que a Christos se le ocurrió la idea de comprar los anillos. Pero cuando llegamos allí, era evidente que a nadie podía importarle menos. Pero de todas formas conservamos los anillos durante todo el viaje.

—Bueno, Nichi mou, tengo una sorpresa para ti, un regalo de cumpleaños adelantado —yo todavía estaba mirando los anillos cuando Christos me apoyó el mentón en el hombro y me besó repetidamente la mejilla.

—¿Ah, sí? —me di la vuelta.

—La semana pasada gané un concurso de la radio... sí, en ese programa de los viejos nostálgicos. Me dan una habitación en el resort hotelero de Fengari. Es solo una noche, pero hay spa, una piscina infinita, jacuzzi, camas de lujo...

Me rodeó la cintura con las manos y las subió apretando las costillas hasta envolver los pechos. Volví la cabeza para besarlo.

—¡Eso suena genial!

Por el rabillo del ojo descubrí su guitarra.

—¡Oh, Christos! ¡Como no hay nadie en la casa, vamos a cantar!

Christos frunció el ceño un instante y luego me volvió a besar.

—Excelente idea.

A lo largo de toda mi infancia y adolescencia siempre había cantado: en coros, funciones musicales, solos para recoger dinero para beneficiencia, en karaokes. Me gustaba cantar más que nada en el mundo y, justo hasta que me volví anoréxica, daba por hecho que intentaría entrar en la escuela de teatro para ver si podía ganarme la vida actuando. Pero una vez me puse enferma, perdí el ímpetu. Además de un montón de cosas más.

En aquel momento la anorexia me pareció la solución al pavoroso caos que era mi vida. Cuando me puse enferma preparaba cuatro asignaturas para entrar en la universidad, tenía el papel protagonista del montaje de Bésame, Kate que hacíamos en el colegio y estaba absolutamente obsesionada con la idea de que tenía que ir a Oxford porque allí podría estudiar y actuar y convertirme en un gran éxito. Era una presión descomunal. Al principio, morirme de hambre me producía una sensación de ebriedad, de ser sobrehumana, como si no necesitara alimento para sobrevivir. Pero pronto estaba más enferma de lo tolerable.

A mitad del último año de colegio, pesaba solo treinta y cinco kilos y usaba ropa para niñas de diez años. Comprendí que necesitaba ayuda. Así que empecé esa tarea de Sísifo de aprender a comer otra vez. Mis deseos de ser actriz profesional habían desaparecido. Concretamente, aquel coraje descarado tan necesario me había abandonado. Pero logré entrar en la universidad para estudiar literatura y a las pocas semanas ya había hecho nuevos y maravillosos amigos. Me llevó más tiempo recuperar la sensación de mi fuerza y mi atractivo físicos, pero lo conseguí. Aquel miedo a comer paralizador, aquella necesidad obsesiva de controlar mi cuerpo habían desaparecido para siempre, estaba segura.

Así que me resultó casi como una curación milagrosa que en el último año de universidad, tras varios de mutismo, el muy musical Christos hiciese resurgir mi voz y me persuadiese de que cantara con él a la guitarra canciones de amor totalmente pasadas de moda. Esa noche tenía ganas de volver a cantar con él.

—Ela, Nichi mou, tú eliges. —Me tendió la carpeta de la música. Fuimos repasando unas cuantas de mis favoritas, como Matia Palatia, Ojos de palacio, o Loulou dakia mou, Mi pequeña flor de jazmín.

—Me estoy poniendo sentimental. Voy a cantar esta para ti, Nichi mou —dijo Christos de golpe.

Kokkinaxelli mou. El título se traduce como «Mis labios rojos». Era una de las favoritas de Christos porque siempre decía que mis labios le habían dado la excusa que necesitaba para atreverse a hacer el abordaje que nos juntó. Una noche, apenas una semana después de conocernos, oí que llamaban a mi puerta.

—¡Entra! —exclamé.

Estaba en la cama leyendo un manual renacentista sobre la seducción de los hombres. Llevaba un camisoncito minúsculo de color menta. Cuando Christos asomó la cabeza por la puerta, se sintió incómodo.

—¡No, no, no pasa nada, entra! —De lo menos apropiado, pensé para mis adentros.

El corazón se me aceleró. Christos había estado trabajando y los rizos se le humedecían sobre la frente morena. Al cerrar la puerta miré con disimulo aquel cuerpo lujurioso moldeado en el gimnasio, admiré la tersura de su pecho bajo la camiseta negra ajustada, luego volví rápidamente los ojos a la página.

—Es que me estaba preguntando si tenías pensado ir a clase de salsa la semana que viene —dijo—, y, si vas a ir, ¿te gustaría practicar un poco antes?

—Oh. Bueno, ¡claro que sí!

—Muy bien. Genial. Bueno, lo dejo en tus manos —retrocedió pero dejó un pie firmemente plantado sobre el umbral para mantener abierta la puerta.

—Tienes unos labios muy rojos.

Flotó entre nosotros como un pecado. Ahora lo recordaba. Y me había encantado.

Contemplé su bello rostro mientras Christos se concentraba en la secuencia de acordes. Aquella estancia en un hotel iba a ser justo lo que necesitábamos.