El toque de oro
Érase una vez un hombre muy rico, que además era rey. Se llamaba Midas. Tenía una hija, de la cual nadie más que yo ha oído hablar y cuyo nombre nunca he sabido, o mejor dicho, he olvidado. Así es que, como me gustan los nombres extraños para las niñas, me parece bien llamarla Doradina.
Al rey Midas le gustaba el oro más que cualquier otra cosa del mundo. Apreciaba su corona real principalmente porque estaba compuesta de tan precioso metal. Poseer oro, mucho oro, era la ambición más grande del rey Midas. Si algo había en la Tierra que quisiese más que el oro, era la preciosa niñita, su hija, que jugaba alegremente junto a su trono. Pero, cuanto más la quería, más ansia le entraba de adquirir, buscar y amontonar riquezas. Pensaba tontamente que lo mejor que podía hacer por aquella niña a quien tanto quería era amontonar para ella inmensas cantidades de monedas amarillas y brillantes. Así que jamás pensaba en otra cosa. Si por casualidad miraba por un momento las nubes doradas que se forman al ponerse el sol, solo deseaba que fuesen de oro verdadero para poder guardarlas en su cofre. Cuando venía Doradina saltando y riendo a buscarle con un ramo de flores amarillas del campo en la mano, lo único que le decía era:
—¡Bah! ¡Bah, hijita! Si esas flores fueran de oro, como parecen, entonces sí que valdría la pena recogerlas.
Y, sin embargo, el rey Midas, cuando era joven y no estaba completamente dominado por el enfermizo deseo de riquezas, había sido muy aficionado a las flores. Había plantado un jardín donde crecían las rosas más grandes y hermosas que haya visto u olido ningún mortal.
Las rosas seguían creciendo en el jardín, tan bellas, tan grandes y tan fragantes como cuando Midas solía pasarse horas enteras mirándolas y gozando de su perfume. Pero ahora, si las miraba, era solo para calcular cuánto más valdría el jardín si cada uno de los innumerables pétalos de las rosas fuese una lámina de oro fino. Y, aunque también en otros tiempos fue muy aficionado a la música (a pesar de la historia que cuenta que sus orejas se parecían a las de los burros), la única música agradable ahora para el pobre rey Midas era el tintineo de las monedas.
Por fin (porque la gente se vuelve cada día más tonta, a no ser que tenga buen cuidado de hacerse cada día más y más cuerda), el rey Midas llegó a ser tan poco razonable que no podía ver ni tocar cosa que no fuese de oro. Y adoptó la costumbre de pasar gran parte del día en una habitación oscura y subterránea, en los sótanos de su palacio. Allí guardaba sus riquezas. En aquel agujero feísimo, que apenas podía servir de calabozo, se encerraba el rey Midas cuando quería ser completamente feliz.
Después de cerrar cuidadosamente la puerta, cogía un saco lleno de monedas de oro, o una copa de oro, grande como una palangana; o una barra de oro pesadísima, o un celemín lleno de polvo de oro, y los llevaba desde los rincones oscuros del cuarto hasta el único sitio donde caía un rayo de sol, brillante y estrecho, desde un tragaluz. Le deleitaba aquel rayo de sol, únicamente porque sin su ayuda no podía ver el brillo de su tesoro. Luego removía con las manos las monedas del saco, o tiraba la barra a lo alto y la recogía al caer, o hacía que se deslizara entre sus dedos el polvo de oro, o miraba la imagen extraña de su cara reflejada en la bruñida circunferencia de la copa, y se decía: «¡Oh, Midas, riquísimo rey Midas, qué hombre tan feliz eres!». Pero era muy gracioso ver cómo la imagen de su rostro le hacía muecas desde la pulida superficie de la copa. Se diría que aquella imagen comprendía cuán necia era su conducta y se burlaba de él.
Midas decía que era un hombre feliz, pero por dentro sentía que no lo era del todo. No podría llegar a la felicidad completa hasta que el mundo entero se convirtiese en un inmenso guardatesoros y estuviese lleno de amarillo metal, que fuese todo suyo.
No necesito recordar a niños tan instruidos como vosotros que allá en los tiempos antiguos, muy antiguos, cuando vivía el rey Midas, pasaban cosas que en nuestros tiempos y en nuestro país nos parecerían maravillosas. Por otra parte, ahora suceden muchísimas cosas que no solo nos parecen maravillosas a nosotros, sino que a las personas de los tiempos antiguos las habrían dejado ciegas de asombro. Yo, por mi parte, creo que nuestros tiempos son mucho más extraños que los antiguos; pero, sea esto como sea, sigamos el cuento.
Un día estaba Midas gozando de la contemplación de sus tesoros en el oscuro subterráneo cuando vio que una sombra caía sobre los montones de oro, y mirando de repente hacia arriba se encontró la figura de un desconocido erguido precisamente en el brillante y estrecho rayo de sol. Era un joven de cara alegre y sonrosada. Quizá porque la imaginación del rey Midas ponía un tinte amarillo sobre todas las cosas, o por cualquier otro motivo, no pudo evitar pensar que la sonrisa con que el desconocido lo miraba tenía una especie de radiación dorada. Lo seguro es que, aunque la figura interceptaba el rayo de sol, los tesoros amontonados brillaban más que nunca. Hasta los más remotos rincones del cuarto participaban del misterioso resplandor y parecían iluminados cuando el desconocido sonreía, como si hubiese en ellos llamas o chispas.
Como Midas sabía que había cerrado cuidadosamente la puerta con llave y que no había mortal capaz de penetrar en la estancia donde guardaba sus tesoros, sacó en consecuencia que el visitante era algo más que un mortal. No hace falta deciros su nombre. En aquellos días, cuando la Tierra era relativamente nueva, se suponía que debían venir a visitarla de cuando en cuando seres dotados de poderes sobrenaturales, que solían interesarse por las alegrías y las penas de los hombres, las mujeres y los niños, medio en broma y medio en serio. Midas ya había tropezado antes con seres de esa índole, y no le disgustaba encontrarse con ellos. El aspecto del forastero era tan regocijado, tan amable, casi demasiado bondadoso, que habría sido poco razonable sospechar que venía con malas intenciones. Era más que probable que viniese a hacer un favor al rey Midas. Y ¡qué favor podría ser, sino aumentar sus montones de tesoros!
El desconocido contempló toda la estancia. Y, cuando su brillante sonrisa hubo resplandecido sobre todos los objetos de oro que allí había, se volvió hacia Midas.
—Eres un hombre rico, amigo Midas —observó—. Me parece que no habrá en la Tierra otras cuatro paredes en las que se guarde tanto oro como el que tú has conseguido amontonar aquí.
—He hecho lo que he podido… lo que he podido… —respondió Midas en tono descontento—. Pero, al fin y al cabo, esto no es nada si se considera que he dedicado la vida entera a reunirlo. Si pudiera vivir mil años, tendría tiempo para llegar a ser rico de veras.
—¡Cómo! —exclamó el desconocido—. ¿Todavía no estás satisfecho?
Midas movió la cabeza.
—¿Y con qué te contentarías? —preguntó el forastero—. Solo por curiosidad me gustaría saberlo.
Midas se puso a meditar. Tuvo el presentimiento de que aquel desconocido, con su lustre dorado en la cara y su sonrisa de buen humor, había venido con poder y con intención de satisfacer sus mayores deseos. Por consiguiente, había llegado el feliz momento y no tenía más que hablar para obtener todo lo posible, o al parecer imposible, que se le ocurriese pedir. Así es que pensó, pensó y pensó, y amontonó en su imaginación montañas y montañas de oro sin llegar a figurarse una lo bastante grande para satisfacerle por completo.
Por último, se le ocurrió una idea luminosa. Le parecía tan brillante como el esplendoroso metal que tanto amaba.
Levantando la cabeza, miró al desconocido a la cara.
—Vamos, Midas —observó el visitante—; veo que por fin has pensado algo en que pueda satisfacerte por completo. Dime lo que deseas.
—Solo esto —respondió Midas—. Estoy harto de que me cueste tanto trabajo reunir mis tesoros y de ver que después de tanto cansarme aumentan tan despacio. ¡Deseo que todo lo que toque se convierta en oro!
La sonrisa del desconocido se hizo tan amplia que pareció llenar el subterráneo, como un sol que brillara en un sombrío y hondo valle donde las amarillas hojas del otoño (porque esto parecían los pedazos de oro) estuviesen esparcidas por el suelo, reflejando su luz.
—¡El toque de oro! —exclamó—. Verdaderamente, amigo Midas, eres hombre de imaginación. Pero ¿estás completamente seguro de que con eso te quedarás satisfecho?
—¡Completamente…! —dijo Midas.
—¿Y nunca te arrepentirás de poseer ese don?
—¿Por qué había de arrepentirme? —preguntó Midas—. Es lo único que pido para ser completamente feliz.
—Entonces, hágase como deseas —respondió el forastero moviendo la mano en señal de despedida—. Mañana al salir el sol te encontrarás dotado con el toque de oro.
El rostro del desconocido se puso entonces extraordinariamente brillante y Midas, a su pesar, tuvo que cerrar los ojos. Al volver a abrirlos no vio más que el único rayo de sol en el subterráneo, y a su alrededor el fulgor del precioso metal que había dedicado toda su vida a reunir.
La historia no dice si Midas durmió aquella noche tan bien como de costumbre. Dormido o despierto, su espíritu estaba probablemente en el mismo estado que el de un niño a quien se ha prometido por la mañana un juguete nuevo. Apenas acababa de asomar el día por encima de los montes y el rey ya estaba completamente despierto; extendió los brazos fuera de la cama y empezó a tocar cuanto se encontraba a su alcance. Estaba impaciente por probar si realmente le había llegado el toque de oro, según la promesa del desconocido. Para convencerse pasó el dedo por la silla que estaba a la cabecera de la cama y sobre otros varios objetos; pero tuvo una triste desilusión al ver que continuaban siendo de la misma sustancia que antes. Entonces temió que la visita del brillante desconocido hubiese sido un sueño o que, aunque hubiese venido de veras a visitarlo, solo lo hubiera hecho para reírse de él. ¡Qué cosa tan triste, si después de tantas esperanzas el rey Midas hubiese tenido que contentarse con el poco oro que pudiese juntar por medios ordinarios, en lugar de crearlo con solo tocar las cosas!
Mientras pensaba esto, aún estaba la mañana gris, con un solo rayo brillante a lo largo de una nube, que Midas no alcanzaba a ver. Volvió a echarse en la cama, muy desconsolado por la decepción de sus esperanzas, y se fue poniendo cada vez más triste, hasta que el primer rayo de sol pasó a través de la ventana y vino a dorar el techo. A Midas le pareció que aquel brillante y amarillo rayo de sol se reflejaba de modo extraño sobre la colcha blanca de su cama. Mirando más de cerca, ¡cuál no sería su asombro y su alegría al ver que el tejido de hilo se había transformado en otro que parecía ser del oro más puro y brillante! ¡El toque de oro le había llegado con el primer rayo de sol!
Midas se incorporó en una especie de gozoso frenesí y echó a correr por la habitación, tocando cuanto encontraba a su paso. Tocó uno de los barrotes de la cama e inmediatamente se convirtió en estriado lingote de oro. Descorrió una cortina para ver mejor todas las maravillas que estaba obrando y la borla se le convirtió entre las manos en un montón de oro. Cogió un libro de encima de la mesa. Al primer contacto se convirtió en el volumen más ricamente encuadernado y dorado que se haya visto nunca; pero, al pasar los dedos sobre las hojas, ¡ay!, se convirtieron estas en un montón de delgadas placas de oro, en las cuales eran ilegibles todas las sabias letras del libro. Se apresuró a vestirse y se quedó encantado al verse con un magnífico traje de tela de oro que conservaba su flexibilidad y su suavidad, aunque le pesaba un poco más que de costumbre. Sacó el pañuelo que su hijita había bordado para regalárselo. También se transformó: las puntadas primorosas que había hecho la niña con tanto cuidado eran ahora de hilo de oro.
A pesar de todo, esta última transformación no dejó del todo satisfecho al rey Midas. Habría preferido que el regalo de su hija se hubiese conservado siempre como cuando, subida en sus rodillas, se lo dio con un beso.
Pero no era cosa de afligirse por una pequeñez. Midas sacó sus gafas del bolsillo y se las puso en la nariz para ver mejor cuanto le rodeaba. En aquellos tiempos aún no se habían inventado las gafas para el común de los mortales, pero los reyes, sin duda, ya las usaban; porque, si no, ¿de dónde iba a haberlas sacado Midas? Con gran asombro, notó que aunque los cristales eran excelentes no veía nada a través de ellos. Era la cosa más natural del mundo, porque, al tocarlos, los transparentes cristales se habían convertido en discos de amarillo metal, y por lo tanto eran inútiles como lentes, aunque como oro valiesen bastante.
A Midas le molestó pensar que, con toda su riqueza, ya nunca podría conseguir un par de lentes que le sirvieran para algo.
«Pero, al fin y al cabo, qué más da —se dijo con mucha filosofía—. No podemos tener un gran beneficio que no vaya acompañado de algún ligero inconveniente. El toque de oro bien vale el sacrificio de un par de lentes, ya que no de los ojos. Los míos me servirán para los usos ordinarios de la vida, y mi hijita Doradina pronto será lo suficientemente mayor para leerme todos los libros que necesite».
El sabio rey Midas estaba tan contento de su buena suerte que el palacio le parecía pequeño para contenerla. Por consiguiente, bajó las escaleras y sonreía al observar cómo la balaustrada y el pasamanos se iban convirtiendo en oro bruñido, según los tocaba. Levantó el picaporte de la puerta —era de bronce un momento antes, pero fue de oro en cuanto sus dedos lo tocaron— y salió al jardín. Encontró en él, como de costumbre, muchísimas rosas: unas completamente abiertas, otras en capullo. Su fragancia en el aire matutino era exquisita. Su color delicado era una de las más bellas cosas que se pudieran ver; tan amables, tan modestas, tan llenas de tranquilidad parecían aquellas flores.
Pero Midas sabía el modo de hacerlas mucho más preciosas, según su modo de pensar, que ninguna otra rosa que hubiese en el mundo. Para conseguirlo se tomó la molestia de ir de rosal en rosal y ejercitó su toque de oro infatigablemente, hasta que todas las flores y todos los capullos, y hasta los gusanillos que había en el corazón de algunas de ellas, se convirtieron en oro. Cuando estaba terminando esta faena, llamaron al rey Midas a desayunar; y, como el aire de la mañana le había despertado el apetito, se apresuró a volver a palacio.
En qué consistía generalmente el desayuno de un rey en los tiempos de Midas es cosa que no sé, y no puedo detenerme ahora a investigarlo. Supongo, sin embargo, que aquella mañana el desayuno consistía en panecillos calientes, una hermosa trucha, patatas asadas, huevos frescos pasados por agua y café para el rey Midas, y un tazón de sopas de leche para su hija Doradina. Creo que este desayuno es bastante para un rey, y a mí me parece que fuese este o no el que el rey Midas solía tomar, ciertamente era exquisito.
Doradina no había llegado todavía. Su padre mandó que la llamasen y sentándose a la mesa esperó a que la niña llegara para empezar a desayunar. Para hacer justicia al rey Midas, hay que decir que quería de veras a su hijita, y mucho más aquella mañana, pues estaba muy contento por la buena suerte que le había sobrevenido. Poco después la oyó llegar; pero Doradina venía llorando amargamente. Esta circunstancia le sorprendió mucho, porque su hijita era una de las niñas más alegres que se hayan visto nunca en un día de verano, y con las lágrimas que solía llorar en doce meses no se hubiese podido llenar un dedal.
Cuando Midas oyó sus sollozos, decidió consolarla dándole una sorpresa agradable, e inclinándose sobre la mesa, tocó el tazón de su hija (que era de porcelana con figuritas muy lindas) y lo convirtió en oro reluciente.
Doradina, muy desconsolada, abrió la puerta y se presentó ante su padre limpiándose las lágrimas con el delantal y sollozando como si se le rompiese el corazón.
—¿Qué es eso, hija mía? —exclamó Midas—. ¿Qué te pasa, hoy que la mañana es tan hermosa?
Doradina, sin quitarse el delantal de los ojos, alargó una mano, en la cual tenía una de las rosas que su padre acababa de transformar.
—¡Muy bonita! —exclamó su padre—. ¿Qué hay en esa magnífica rosa que pueda hacerte llorar?
—Papá —respondió la chiquilla, llorando a mares—, no es bonita: es la flor más fea del mundo. En cuanto me he vestido, he bajado al jardín a cortar rosas para ti, porque sé que te gustan, y que te gustan más cuando te las corta tu hijita. Pero ¿a que no sabes lo que ha sucedido? Una desgracia muy grande, muy grande. ¡Todas las rosas tan bonitas, que olían tan bien y tenían tantos colores, se han echado a perder! Se han puesto amarillas como esta, y no huelen a nada. ¿Qué les habrá pasado?
—Bueno, hijita, no llores por eso —dijo Midas, a quien le dio vergüenza confesar que había sido él el responsable del cambio que tanto afligía a la niña—. Siéntate y cómete las sopas de leche. Ya verás qué fácil es cambiar una rosa de oro como esa, que dura por lo menos cientos de años, por una vulgar, que se deshoja en un día.
—No quiero rosas como esta —dijo Doradina, tirándola despectivamente—. No huele a nada, y con estos pétalos tan duros me araña la nariz.
La niña se sentó a la mesa; pero estaba tan apurada por las rosas marchitas que no reparó en la transformación maravillosa del tazón de porcelana. Y más valió así. Porque Doradina estaba acostumbrada a divertirse mirando las figurillas raras y las casas y los árboles tan extraños que estaban pintados en la superficie del tazón, y todos aquellos adornos habían desaparecido en el tono amarillo del metal.
Midas se había servido mientras tanto una taza de café; naturalmente la cafetera, que no sé de qué metal era cuando la cogió, se había convertido en oro cuando volvió a dejarla sobre la mesa. Pensó un momento que era demasiado lujo para un rey de costumbres modestas como las suyas tener vajilla de oro para el desayuno, y empezó a pensar en el mucho trabajo que iba a costarle guardar y conservar todos sus tesoros. El aparador y la cocina no le parecían sitios bastante seguros para guardar cosas de tanto valor como tazones y cafeteras de oro.
Con estos pensamientos se llevó a los labios una cucharada de café, y al sorberla se quedó atónito; en el instante en que sus labios tocaron el líquido, este se convirtió en oro derretido, y un instante después se solidificó, formando un terrón dorado.
—¡Ah! —exclamó Midas casi con horror.
—¿Qué te pasa, papá? —preguntó Doradina, mirándole, aún con lágrimas en los ojos.
—¡Nada, mi niña, nada! —dijo Midas—. Toma la leche antes de que se enfríe.
Se sirvió una de las truchas, y para probar tocó la cola con el dedo. Con gran espanto vio que se convertía, de trucha admirablemente frita, en un pez dorado, pero no como esos que se suelen ver en las peceras y estanques. No, porque era un pez de metal y parecía hecho con todo primor por el mejor joyero del mundo. Las espinas eran ahora alambritos de oro; las aletas y la cola eran delgadísimas placas de oro; conservaba hasta las marcas del tenedor, y tenía toda la apariencia delicada y ligera de un pez bien frito, exactamente imitado en oro. Cosa muy bonita, como podéis suponer, pero el rey Midas en aquel momento habría preferido tener en el plato una trucha de veras, y no aquella primorosa y valiosa imitación.
«No comprendo —se dijo— cómo voy a arreglármelas para desayunar».
Cogió uno de los panecillos calientes y, apenas lo partió, con gran mortificación suya, se puso amarillo (aunque era de la harina de trigo más blanca), mucho más amarillo que si hubiese sido pan de maíz. En realidad, si hubiera sido pan de maíz le habría gustado a Midas mucho más que entonces, pues el brillo y el peso le hicieron comprender, sin género de duda, que era de oro. Casi desesperado, se sirvió un huevo pasado por agua, que inmediatamente sufrió un cambio análogo a los de la trucha y el panecillo. Lo cierto era el huevo parecía uno de los que solía poner la gallina de la fábula.
«¡Vaya dilema! —pensó, recostándose en el respaldo del sillón y mirando casi con envidia a su hijita, que estaba tomando sus sopas de leche con gran satisfacción—. ¡Un desayuno tan rico sobre la mesa y no poder probar ni un bocado!».
Esperando que a fuerza de darse prisa podría evitar el grave inconveniente, el rey Midas se echó sobre una patata caliente e intentó tragársela a toda prisa sin tocarla con la boca. Pero el toque de oro era más rápido que él. Y se encontró con la boca llena, no por una patata harinosa, sino por un pedazo de metal sólido que le quemó la lengua de un modo tan horroroso que empezó a dar alaridos y a saltar y patalear por toda la sala, tanto le quemaba y dolía.
—¡Papá! ¡Papá! —exclamó Doradina, que era una niña muy cariñosa—. ¿Qué te pasa, papá? ¿Te has quemado la lengua?
—¡Ay, hija mía! —murmuró Midas tristemente—. ¡No sé qué va a ser de tu pobre padre!
Y, en verdad, ¿habéis oído caso más lamentable en toda vuestra vida? Tenía delante el desayuno más rico que pueda servirse en mesa de rey, y su misma riqueza lo volvía totalmente inservible. El labrador más pobre, sentado delante de un pedazo de pan y un vaso de agua, estaba mucho mejor servido que el rey Midas, cuyos delicados manjares valían literalmente tanto oro como pesaban. Y ¿qué iba a hacer él? Ya a la hora del desayuno Midas tenía muchísimo apetito. ¿Acaso tendría menos a la hora de comer? Y figuraos qué hambre de lobo tendría a la hora de la cena, que consistiría, sin duda, en manjares tan indigestos como los que entonces tenía delante. ¿Cuántos días podría sobrevivir a un régimen tan sustancioso?
Estas reflexiones turbaron de tal manera al atribulado rey que empezó a poner en duda si, después de todo, eran las riquezas lo único deseable de este mundo, o lo más deseable de todo. Pero esto no fue más que un pensamiento pasajero. Tan fascinado estaba con el brillo del metal amarillo que no hubiese querido renunciar al toque de oro por consideración tan mezquina como la de un desayuno. ¡Qué precio por unos cuantos comestibles! ¡Y, además, perder tantos millones! ¡Es decir, cambiarlos por una trucha frita y un huevo, una patata, un panecillo caliente y una taza de café!
«¡Sería demasiado caro!», pensó Midas.
Sin embargo, tales eran su hambre y la perplejidad de la situación que volvió a quejarse en voz alta y con gran tristeza. Nuestra lindísima Doradina no podía soportarlo más. Observaba a su padre, intentando con todo el poder de su entendimiento comprender qué le pasaba. Luego sintió un deseo suave y triste de consolarle, saltó de su silla y corriendo hacia el rey, su padre, le rodeó las piernas con los brazos. Él se inclinó a dar un beso a la niña y entonces comprendió que el amor de su hija valía mil veces más que todo lo que había ganado con el toque de oro.
—¡Doradina, hijita, preciosa mía! —exclamó.
Pero Doradina no respondió.
¡Ay, qué había hecho! ¡Cuán fatal era el don que el desconocido le había otorgado! En el momento en que los labios de Midas tocaron la frente de su hija se obró en ella un cambio terrible. Su suave y sonrosado rostro, tan lleno de cariño, se puso amarillento, y lágrimas amarillas se habían pegado a sus mejillas. Sus hermosos rizos oscuros tomaron el mismo color. Todas sus tiernas y blandas formas se volvieron duras e inflexibles entre los brazos de su padre, que la rodeaban. ¡Oh, terrible desdicha! Víctima de su insaciable deseo de riqueza, había convertido a su propia hija en una estatua de oro…
Pues una estatua era ya aquella bellísima niña, y su última y atónita mirada de cariño, de pena y de lástima, endurecida y como tallada en su rostro, era la cosa más bonita y triste que ojos mortales hubieran visto nunca. Todas las facciones y todos los detalles y peculiares gracias de Doradina estaban en su estatua; hasta un encantador hoyito que tenía en la barbilla y que embellecía delicadamente sus rasgos fisonómicos. Pero, cuanto más perfecto era el parecido, mayores eran la agonía y desesperación del rey Midas al contemplar aquella imagen de oro que era lo único que quedaba de su hijita. Siempre que Midas acariciaba a su hijita, solía decirle: «¡Vales más oro que pesas!». La frase, desgraciadamente, era ahora literalmente cierta, y el dolorido monarca comprendía, aunque demasiado tarde, cuán infinitamente más vale un corazón amante y compasivo, que le tenga a uno cariño, que todas las riquezas que puedan amontonarse entre el cielo y la tierra.
Sería demasiado triste contaros cómo Midas, ahora que tenía todo lo que había deseado, empezó a retorcerse las manos y a maldecirse a sí mismo. Y, como no podía mirar a Doradina ni apartar los ojos de ella, no podía creer que se hubiera convertido en oro. Pero, volviendo a mirar, veía la preciosa figurita con una lágrima amarilla en sus mejillas de oro, y con una mirada tan compasiva y tan cariñosa que parecía que la misma expresión tuviese que ablandar el oro y convertirlo en carne otra vez. Eso, desde luego, no podía ser. Así que Midas volvió a retorcerse las manos y a desear ser el hombre más pobre del mundo, si la pérdida de todas sus riquezas pudiera devolver al rostro de la niña el desaparecido color de rosa.
Cuando estaba en lo más tremendo de la desesperación, de pronto vio a un desconocido en la puerta. Midas inclinó la cabeza sin pronunciar palabra, porque reconoció la misma figura que se le había aparecido el día antes en el subterráneo para otorgarle la desastrosa facultad del toque de oro. El rostro del desconocido aún tenía la misma sonrisa, que parecía derramar amarillo lustre sobre la estancia, sobre la imagen de Doradina y sobre los demás objetos que habían sido transformados por el tacto de Midas.
—¡Eh, amigo Midas! —dijo el desconocido—. ¿Qué tal te va con el toque de oro?
Midas movió la cabeza.
—Soy muy desgraciado —dijo.
—¿Muy desgraciado, de veras? —exclamó el desconocido—. ¿Y cómo es eso? ¿No he cumplido fielmente la promesa que te hice? ¿No has tenido todo lo que tu corazón deseaba?
—El oro no lo es todo en este mundo —respondió Midas—, y he perdido lo que mi corazón quería más que nada.
—¡Ah! ¿De modo que de ayer a hoy has hecho un descubrimiento? —observó el desconocido—. A ver, a ver. ¿Cuál de estas dos cosas te parece que vale más: el don del toque de oro o una copa de agua clara?
—¡Oh, bendita agua! —exclamó Midas—. ¡Ya nunca volverás a humedecer mi seca garganta!
—¿El toque de oro —prosiguió el desconocido— o un pedazo de pan?
—Un pedazo de pan —respondió Midas— vale por todo el oro del mundo.
—¿El toque de oro —preguntó el desconocido— o tu hija palpitante, viva, suave y cariñosa como era hace una hora?
—¡Oh! ¡Mi hijita, mi hijita! —exclamó el pobre Midas retorciéndose las manos—. ¡No hubiera dado yo el hoyito que tenía en la barbilla por el poder de convertir toda la Tierra en una inmensa bola de oro!
—Eres más sensato que antes, rey Midas —dijo el desconocido—. Ya veo que en tu corazón aún hay carne y no se ha convertido totalmente en oro. Si así fuera, tu caso sería desesperado. Pero aún pareces capaz de comprender que las cosas sencillas, las que están al alcance de todo el mundo, valen mucho más que las riquezas por las cuales se afanan y luchan tantos mortales. Dime ahora sinceramente: ¿deseas verte libre del toque de oro?
—¡Lo odio! —respondió Midas.
Una mosca se le posó en la nariz; pero inmediatamente cayó al suelo; también ella se había convertido en oro. Midas se estremeció.
—Entonces —dijo el desconocido—, ve y báñate en el río que pasa por detrás de tu jardín. Toma un cántaro de agua y ve rociando con ella cada uno de los objetos que desees que vuelvan a su antigua sustancia. Si haces esto con buen deseo y sinceridad, puede que repares el daño que has causado con tu avaricia.
El rey Midas se inclinó profundamente y, cuando levantó la cabeza, el reluciente desconocido había desaparecido.
Comprenderéis fácilmente que Midas no perdió el tiempo y fue a buscar un gran cántaro de barro; pero ¡ay de mí!, en cuanto lo tocó dejó de ser barro. De todos modos corrió hasta la orilla del río. Según iba cruzando el huerto, que estaba plantado de grosellas y frambuesas, era maravilloso ver cómo el follaje se ponía amarillo, como si hubiese pasado por allí el otoño. Al llegar al río se tiró de cabeza sin detenerse siquiera a quitarse los zapatos.
—¡Puf, puf, puf! —resopló el rey Midas al sacar la cabeza del agua—. Está bien. Este es un baño refrescante y supongo que me habrá lavado por completo y quitado el toque de oro. Ahora, a llenar el cántaro.
Metió el cántaro en el agua y se le alegró el corazón al verlo convertirse, de oro que era, en el mismo honrado cántaro de barro que había sido antes de que lo tocara. También notaba un cambio dentro de sí mismo. Era como si le hubiera quitado del pecho un peso grande, duro y frío. Sin duda su corazón había ido perdiendo poco a poco su sustancia humana transmutándose en metal insensible; pero ahora iba ablandándose, era de carne de nuevo. Viendo una violeta que crecía a la orilla del río, Midas la tocó, y no cupo en sí de gozo al ver que la delicada flor conservaba su color característico, en vez de tornarse amarilla brillante. La maldición del toque de oro, por lo tanto, se había apartado de él.
El rey Midas se apresuró a volver a palacio, y supongo que algunos criados no entenderían lo que pasaba al ver a su real dueño llevando tan cuidadosamente un cántaro de agua. Pero aquella agua que iba a deshacer todo el daño que había causado su locura era más preciosa para Midas que un océano de oro líquido. Lo primero que hizo, casi no hace falta decirlo, fue echar agua a manos llenas sobre la dorada figura de su hija.
Apenas cayó el agua sobre ella, os hubieseis reído al ver cómo volvía el color de rosa a sus mejillas. ¡Y cómo empezó a estornudar y a sacudirse! ¡Y qué asombrada se quedó al encontrarse toda mojada y ver a su padre que seguía echándole agua encima!
—¡Basta, papá! ¡Por favor, no más! —exclamó—. Mira lo que has hecho con mi vestido nuevo, tan bonito. ¡Y lo estreno hoy!
Doradina no sabía que había sido durante un rato estatua de oro; no podía acordarse de lo que había sucedido desde ese momento en que corrió con los brazos abiertos a consolar al pobre rey Midas, su padre.
A este no le pareció necesario contar a su querida hija cuán loco había sido, pero decidió demostrar que ahora era mucho más cuerdo. Para esto llevó a Doradina al jardín, donde echó el agua que quedaba sobre los rosales, con tan buena suerte que más de cinco mil rosas recobraron su hermoso color. Hubo dos circunstancias, sin embargo, que mientras vivió conservaron para el rey Midas el recuerdo del toque de oro. Una fue que las arenas del río brillaban como el oro, y la otra que el cabello de Doradina tenía ahora un reflejo dorado que nunca había observado en él antes de que se hubiese transformado por efecto de su beso. Este cambio era, en realidad, para mejor, y el cabello de Doradina era mucho más bonito que antes.
Cuando el rey Midas se hizo ya muy viejo y tenía a los hijos de Doradina sobre sus rodillas jugando a los caballitos, le gustaba contarles este cuento maravilloso, casi como ahora os lo cuento yo. Y, cuando acariciaba sus rizos de seda, les decía que su cabello también tenía un bonito reflejo de oro, que habían heredado de su madre.
—Y para deciros la verdad, queridos niños míos —comentaba el rey Midas, haciendo cabalgar vivamente a sus nietecitos—, desde aquella mañana detesto ver oro, excepto en el cabello de vuestra madre.