Las semillas de la granada

image54.jpeg

La madre Ceres sentía un enorme cariño por su hija Proserpina, y muy rara vez la dejaba salir sola al campo. Pero, justo cuando mi historia comienza, la buena señora estaba muy ocupada, pues debía encargarse del trigo y del maíz, y también del centeno y la cebada, y, para no extenderme demasiado, de todos los cultivos en el mundo entero; y, como la temporada se había retrasado especialmente, era importante que las cosechas maduraran con más celeridad que otros años. De modo que se colocó el turbante de amapolas (se distinguía por adornarse siempre con esas flores), se montó en su carruaje tirado por un par de dragones alados, y se dispuso a emprender camino inmediatamente.

—Querida madre —exclamó Proserpina—, me sentiré muy sola mientras estés lejos. ¿No me dejarías bajar corriendo hasta la orilla y preguntar a las ninfas marinas si quieren salir de entre las olas y jugar conmigo?

—Sí, hija mía —contestó la madre Ceres—. Las ninfas son criaturas muy bondadosas, y nunca te harán el menor daño. Pero debes tener cuidado de no alejarte de ellas, ni andar sola por los campos. Lejos del cuidado de su madre, las niñas pueden llegar a hacer muchas tonterías y verse metidas en graves apuros.

La niña prometió ser tan prudente como una persona mayor; y, cuando los dragones alados arrastraron el carruaje y este desapareció de su vista, ya estaba en la orilla llamando a las ninfas para que salieran a jugar con ella. Conocían estas la voz de Proserpina y no tardaron en asomar su reluciente rostro y sus cabellos color verde mar por encima de las aguas, en cuyo fondo se encontraba su morada. Traían con ellas una gran cantidad de hermosas conchas; y, sentándose en la arena húmeda, allí donde rompía la espuma de las olas, se entretuvieron en hacer un collar, que colocaron alrededor del cuello de Proserpina. Para mostrar su gratitud, la niña les suplicó que la acompañaran durante un corto trecho por los campos, pues quería coger muchas flores para hacer una guirnalda a cada una de sus compañeras de juego.

—¡Oh, no, querida Proserpina! —exclamaron las ninfas—; no nos atrevemos a ir contigo a tierra seca. Corremos el peligro de desmayarnos si no respiramos la brisa del mar. ¿No has visto el cuidado que ponemos en dejar que la espuma de las olas caiga sobre nosotras, para estar siempre mojadas? Si no fuera así, pareceríamos un puñado de algas arrancadas del fondo del mar y puestas a secar al sol.

—No sabéis cuánto me apena —afirmó Proserpina—. Pero, por favor, esperadme aquí; correré a llenar mi delantal de flores y habré vuelto antes de que las olas os hayan salpicado más de diez veces. Mi deseo es hacer para vosotras unas guirnaldas tan hermosas como este collar de conchas de colores.

image55.jpeg

—Te esperaremos, entonces —respondieron las ninfas marinas—. Pero, mientras regresas, iremos a descansar a un banco de suaves esponjas que hay en el fondo. El aire es hoy demasiado seco para nosotras. Asomaremos de vez en cuando la cabeza por encima del agua para ver si ya estás aquí.

La joven Proserpina se dirigió corriendo hacia un lugar donde, el día anterior, había visto muchas flores. Pero estas ya estaban empezando a marchitarse y, como su intención era regalar a sus amigas las más lozanas y hermosas, siguió alejándose más y más por los campos, hasta que encontró algunas que la hicieron gritar de alegría. Jamás había visto unas flores tan primorosas: violetas espléndidas y olorosas, delicadas rosas de vivos colores, magníficos jacintos, aromáticas clavelinas y muchas, muchas otras variedades, algunas de las cuales parecían tener nuevas formas y colores. Dos o tres veces, además, creyó ver una mata de preciosos capullos brotando de la tierra justo delante de sus propios ojos, como si quisieran tentarla a dar unos pasos más. Y Proserpina no tardó en llenar su delantal, del que caían pétalos y más pétalos de gran belleza. Y, cuando estaba a punto de regresar con las ninfas para sentarse a la orilla del mar y trenzar guirnaldas, ¿qué es lo que creéis que vio un poco más lejos? Pues un enorme arbusto cuajado de flores, sin duda las más maravillosas del mundo.

—¡Oh, qué hermosura! —exclamó Proserpina.

Pero, nada más pronunciar esas palabras, la niña pensó: «¡Qué raro no haber visto antes esas flores! Si acabo de mirar precisamente allí».

Cuanto más se acercaba a aquel arbusto florido, más bonito le parecía; y sin embargo, al llegar junto a él, a pesar de que su hermosura era tanta que no podría describirse con palabras, no supo si realmente le gustaba o no. Tenía más de cien flores de brillante colorido, todas diferentes, aunque no dejaban de parecerse, como si fueran hermanas. Mas había un profundo brillo en sus hojas y en sus pétalos que llevó a pensar seriamente a Proserpina que podía ser un arbusto venenoso. A decir verdad, por muy extraño que parezca, estuvo a punto de darse la vuelta y salir corriendo.

«¡Qué estúpida soy! —pensó, haciéndose la valiente—. No hay duda de que es la más bella mata de flores que haya podido salir de la tierra. La arrancaré con raíces para plantarla en el jardín de mi madre».

Sujetando el delantal lleno de flores con la mano izquierda, Proserpina agarró el arbusto, y tiró y tiró, pero este ni se movió del suelo. ¡Qué raíces tan profundas tenía! Y tiró y tiró nuevamente con todas sus fuerzas, y observó que la tierra empezaba a resquebrajarse alrededor del tronco. Sin embargo, al intentarlo otra vez, creyó oír un ruido sordo justo debajo de sus pies. ¿Acaso aquellas raíces se extendían hasta alguna caverna encantada? Riéndose de las tonterías que se le ocurrían, decidió hacer un último esfuerzo para arrancar aquel arbusto de la tierra. Y Proserpina se tambaleó mientras sujetaba triunfalmente el tronco, contemplando el profundo boquete que habían abierto sus raíces en el suelo.

Para su gran asombro, el agujero empezó a hacerse cada vez más ancho y profundo; parecía no tener fondo. Y, durante todo aquel tiempo, un extraño ruido surgía de las profundidades, cada vez más fuerte y cercano: recordaba a los cascos de los caballos y al traqueteo de un carruaje. Demasiado asustada para salir corriendo, se esforzó por adivinar lo que había en aquel hueco; y pronto vislumbró un tiro con cuatro caballos negros, que resoplaban mientras ascendían a través de las entrañas de la tierra, arrastrando un espléndido carruaje dorado. Y no tardaron en saltar fuera de aquel agujero sin fondo, sacudiendo sus oscuras crines, agitando sus negras colas y haciendo elegantes cabriolas, muy cerca del lugar donde se encontraba Proserpina. En el carruaje se adivinaba la silueta de un desconocido, ricamente ataviado, con una reluciente corona de diamantes en la cabeza. Tenía un aspecto refinado y era bastante guapo, aunque parecía malhumorado y descontento; pues no dejaba de frotarse los ojos, al tiempo que les daba sombra con su mano, como si no estuviera acostumbrado a la luz del sol, y esta le desagradara.

En cuanto divisó a la asustada Proserpina, le hizo señas para que se acercara.

—No tengas miedo, querida niña —dijo con su sonrisa más alegre—. ¡Ven! ¿No te gustaría dar un paseo conmigo en este precioso carruaje?

Pero Proserpina estaba tan asustada que lo único que quería era estar fuera de su alcance. Y no era para menos, pues el extraño no parecía especialmente bondadoso, a pesar de su sonrisa. El tono de su voz era profundo y sombrío, y se asemejaba bastante al estruendo de un terremoto. Y, como suele ocurrir cuando los niños se ven apurados, la primera idea de Proserpina fue llamar a su madre.

—¡Madre, madre Ceres! —gritó, toda temblorosa—. Ven pronto y sálvame.

Pero su voz era demasiado débil para que esta la oyera. Además, lo más probable es que madre Ceres estuviera a mil kilómetros de distancia, haciendo crecer el maíz en algún país lejano. Y ni siquiera habría podido serle útil a su pobre hija, aunque la hubiera escuchado; pues, en cuanto Proserpina empezó a llorar, el desconocido se bajó de un salto, cogió a la niña en sus brazos, subió de nuevo al carruaje y, sacudiendo las riendas con fuerza, ordenó a voz en grito a los caballos negros que partieran al instante. Y la velocidad a la que estos galopaban era tan asombrosa que más parecían volar por el aire que correr en tierra firme. En un momento, Proserpina perdió de vista el apacible valle de Enna, donde siempre había vivido. Y muy pronto la cima del monte Etna se volvió tan azul con la distancia que fue casi imposible distinguirla del humo que salía a borbotones de su cráter. Pero la niña seguía chillando mientras sembraba de flores el camino. Y su potente grito fue quedando detrás del carruaje; y muchas madres, al escucharlo, salían corriendo para ver si les había ocurrido alguna desgracia a sus hijos. Pero la madre Ceres estaba muy lejos, y jamás llegó a sus oídos.

Mientras avanzaban a todo galope, el desconocido hizo cuanto pudo por tranquilizarla.

—¿Por qué estás tan asustada, preciosa niña? —decía, tratando de suavizar su ronca voz—. Te prometo que no sufrirás ningún daño. Pero ¿qué veo? ¿Has cogido flores? Espera a que lleguemos a mi palacio y te regalaré un jardín lleno de flores mucho más hermosas, fabricadas con perlas, diamantes y rubíes. ¿No sabes quién soy? Me llaman Plutón; y soy el rey de los diamantes y demás piedras preciosas. Cada átomo de oro y plata que se esconde bajo la tierra me pertenece, por no hablar del cobre y del hierro, y de las minas de carbón, que me abastecen de carburante. ¿Ves esta espléndida corona que llevo en la cabeza? Te la dejo, para que juegues con ella. Ya verás, cuando salgamos de este sol insoportable, podremos ser buenos amigos, y te aseguro que me encontrarás más simpático de lo que crees.

—¡Déjame ir a casa! —le rogó Proserpina—. ¡Déjame ir a casa!

—Pero mi casa es mucho mejor que la de tu madre —contestó el rey Plutón—. Es un palacio, todo cubierto de oro, con ventanas de cristal; y, como por allí apenas entra la luz del sol, los aposentos están iluminados con lámparas de diamantes. Seguro que nunca has visto nada ni la mitad de fantástico que mi trono. Si así lo deseas, te dejaré sentarte en él y ser mi pequeña reina, y yo me sentaré en el escabel.

—¡No me interesan ni los palacios de oro ni los tronos! —exclamaba entre sollozos Proserpina—. ¡Oh, mi madre, mi madre! ¡Llévame con mi madre!

Sin embargo, el rey Plutón, como se denominaba a sí mismo, lo único que hacía era gritar a los corceles, azuzándolos para que corrieran aún más veloces.

—Intenta no ser tan ridícula, Proserpina —dijo en un tono más bien hosco y malhumorado—. Te ofrezco mi palacio y mi corona, así como todas las riquezas que existen bajo tierra, y me tratas como si te estuviera causando algún mal. Lo único que necesita mi palacio es una encantadora joven que suba y baje corriendo las escaleras, y alegre las estancias con su hermosa sonrisa. Eso es lo único que debes hacer para el rey Plutón.

—¡Jamás! —contestó Proserpina, mirándole con su expresión más triste—. Jamás volveré a sonreír hasta que me dejes en la puerta de mi casa.

Pero era como si se lo hubiera contado al viento que silbaba tras ellos, porque Plutón seguía azuzando a sus caballos, que corrían más veloces que nunca. Proserpina no cesaba de llorar, y lo hacía tan fuerte que su pobre voz parecía a punto de quebrarse para siempre; y, cuando apenas salía de su garganta un murmullo casi inaudible, se le ocurrió mirar hacia un inmenso campo de espigas que se ondulaban con el viento. ¿Y a quién diríais que vio? Pues nada menos que a la madre Ceres, haciendo crecer el trigo, y demasiado ocupada para advertir el paso del carruaje de oro. La niña juntó las pocas fuerzas que aún le quedaban y lanzó un último grito, pero, antes de que Ceres tuviera tiempo de volver la cabeza, se perdió de vista.

El rey Plutón había tomado un camino que cada vez era más tenebroso. Estaba bordeado de rocas y precipicios, entre los que traqueteaban las ruedas del carruaje, retumbando como el más ensordecedor de los truenos. Los árboles y arbustos que crecían en las grietas de las rocas tenían un pobre y triste verdor; y, aunque apenas era mediodía, el aire se oscureció y la luz se tornó gris y mortecina. Los corceles negros habían galopado tan deprisa que pronto dejaron atrás los límites del sol. Sin embargo, a medida que aumentaba la penumbra, el semblante de Plutón iba adquiriendo cierto aire de satisfacción. Al fin y al cabo, no tenía tan mal aspecto, sobre todo cuando dejó de hacer aquellas horribles muecas con las que intentaba esbozar una sonrisa. Proserpina trató de ver su rostro en medio de las tinieblas, esperando que no fuera tan malvado como había pensado en un principio.

—¡Ah, esta penumbra es verdaderamente refrescante! —exclamó el rey Plutón—, especialmente después de haber sido atormentado por la impertinente luz del sol. ¡Cuánto más agradable es el brillo de una lámpara o de una antorcha, sobre todo si se reflejan en los diamantes! Va a ser todo un espectáculo, cuando lleguemos a mi palacio.

—¿Está muy lejos? —preguntó Proserpina—. ¿Me llevarás a casa cuando lo haya visto?

—Ya hablaremos de eso más tarde —contestó Plutón—. Ahora estamos entrando en mis dominios. ¿Ves esa enorme puerta de entrada que hay delante de nosotros? Cuando la crucemos, habremos llegado a casa. Y allí, en el umbral, se encuentra mi fiel mastín. ¡Cerbero! ¡Cerbero! ¡Acércate, mi buen perro!

Diciendo esto, Plutón sujetó las riendas y detuvo el carruaje entre las altas y macizas columnas de la puerta de entrada. El mastín se puso en pie, alzándose sobre las patas traseras, con el fin de situar las delanteras sobre la rueda del carruaje. Pero ¡madre mía! ¡Qué perro más extraño! Era un monstruo horrible, enorme y de aspecto salvaje, con tres cabezas independientes, cada una de ellas más fiera que las otras dos; pero, a pesar de su ferocidad, el rey Plutón las acarició una por una. Parecía sentir tanto cariño por el perro de tres cabezas como si se tratara de un perrillo de aguas, con sedosas orejas y pelo rizado. Era evidente que también Cerbero se alegraba de volver a ver a su dueño, y expresaba su cariño, como hacen otros perros, moviendo el rabo a gran velocidad. Pero los ojos de Proserpina, al fijarse en aquel enérgico movimiento, observaron que se trataba de un dragón vivo y coleando, con ojos muy fieros y colmillos venenosos. Y mientras Cerbero con sus tres cabezas seguía haciéndole fiestas y cucamonas al rey Plutón, el dragón-cola continuaba moviéndose en contra de su voluntad, con pinta de estar sumamente enfadado y malhumorado.

—¿Me va a morder el perro? —preguntó Proserpina, acercándose más al rey Plutón—. ¡Qué criatura tan fea!

—Oh, no, no tengas miedo —repuso su acompañante—. Nunca hace daño a las personas, a no ser que traten de entrar en mis dominios sin haber sido llamados o quieran escapar en contra de mi voluntad. ¡Abajo, Cerbero! Ahora, linda Proserpina, vamos a entrar.

El carruaje siguió avanzando y el rey Plutón pareció sentirse muy complacido al encontrarse de nuevo en su reino. Enseñó a la pequeña las ricas vetas de oro que se veían entre las rocas, y señaló diversos lugares donde un simple golpe de piqueta podría desprender por lo menos un quintal de diamantes. Asimismo, a lo largo del camino, contemplaron resplandecientes piedras preciosas, que habrían sido de un valor incalculable sobre la tierra, pero que allí eran tan poco apreciadas que ningún mendigo se habría agachado a recogerlas. No lejos de la puerta de entrada, llegaron a un puente, que parecía de hierro. Plutón detuvo el carruaje y pidió a Proserpina que echara un vistazo al río que fluía lentamente por debajo. Jamás en su vida había visto una corriente tan aletargada, tan negra y aparentemente tan turbia; sus aguas no reflejaban la imagen de lo que había en sus orillas, y se movían tan perezosamente como si hubieran olvidado hacia qué lado debían discurrir, y hubieran preferido quedarse estancadas a decidirse a avanzar en un sentido u otro.

—Es el río Leteo —observó el rey Plutón—. ¿Verdad que es un río muy agradable?

—A mí me parece muy lúgubre —contestó Proserpina.

—Pues a mí, sin embargo, me gusta —exclamó Plutón, que estaba siempre dispuesto a llevar la contraria a todo el mundo—. En cualquier caso, su agua es de una calidad excelente; un simple trago hace olvidar a los seres humanos las preocupaciones y penas que les atormentan. Solo un sorbito, querida Proserpina, y dejarás de sentir pena por tu madre; no quedará el menor rastro de ella en tu memoria que te impida ser feliz en mi palacio. En cuanto lleguemos, ordenaré que te traigan un poco en una copa de oro.

—¡Oh, no, no, no! —gritó Proserpina, echándose a llorar de nuevo—. Preferiría mil veces ser desgraciada recordando a mi madre que ser feliz olvidándola. ¡Esa madre tan buena! Nunca, nunca la olvidaré.

—Eso ya lo veremos —exclamó Plutón—. No sabes cuánto nos vamos a divertir en mi palacio. Solo estamos en la puerta. Esas columnas son de oro macizo, te lo aseguro.

Apeándose del carruaje, cogió en brazos a Proserpina y subió con ella por una gran escalinata que llevaba al salón más importante de palacio. Estaba espléndidamente iluminado por medio de un juego de piedras preciosas de todos los colores, que parecían arder como otras tantas lámparas, aunque con un resplandor cien veces más intenso, dando luminosidad a la espaciosa estancia. Y, sin embargo, había algo tenebroso en aquella luz encantada. La verdad es que en aquel salón no había ni un solo objeto que pudiera considerarse agradable, excepto la pequeña Proserpina, una criatura encantadora, que llevaba en la mano una de las flores que había cogido mientras paseaba por el campo (quizá la única que no se le había caído del delantal). En mi humilde opinión, el rey Plutón nunca había sido feliz en su palacio, y ese era el verdadero motivo por el que había raptado a Proserpina; pues necesitaba amar a alguien, y no quería seguir engañando más tiempo a su pobre corazón con aquella agotadora magnificencia que le rodeaba. Y, aunque afirmaba detestar el sol del mundo superior, la presencia de la niña, aunque algo ensombrecida por sus lágrimas, era como si uno de sus rayos, algo débil y desvaído, se hubiera abierto camino hacia el palacio encantado.

Plutón reunió entonces a sus servidores, y ordenó que prepararan sin pérdida de tiempo el más suculento de los banquetes, sin olvidarse (y eso era lo más importante) de poner una copa dorada con agua del Leteo junto al plato de Proserpina.

—No pienso beber nada —dijo Proserpina—. Y tampoco probaré bocado, aunque me retengas toda la vida en tu palacio.

—Sentiría mucho que no lo hicieras —replicó el rey Plutón, acariciando su mejilla; y es que realmente deseaba ser amable, a pesar de no saber muy bien cómo hacerlo—. Me parece que eres una niña muy mimada, pequeña Proserpina. Sin embargo, cuando veas la mesa llena de deliciosas viandas, se te abrirá enseguida el apetito.

Entonces mandó llamar al cocinero jefe y le dio instrucciones muy precisas para que preparara todo tipo de exquisitos manjares (de los que suelen gustar a los jóvenes) para Proserpina. En todo aquello escondía una secreta intención, pues es necesario que sepáis que cuando a una persona la han llevado a la fuerza a un país encantado, si prueba allí algún alimento, jamás consigue volver a su hogar ni ver de nuevo a sus amigos. Ahora bien, si el rey Plutón hubiera sido lo suficientemente astuto para ofrecer a Proserpina un poco de fruta, pan o leche (que era lo que la niña estaba habituada a comer), es muy probable que ella pronto se hubiera sentido tentada de probarlo. Pero dejó el asunto en manos de su cocinero, que, como casi todos los amantes de los fogones, consideraba que solo merece la pena alimentarse de ricos pasteles, o carne muy condimentada, o tartas muy dulces y elaboradas, exactamente lo que la madre Ceres nunca daba a Proserpina, y que, en lugar de abrirle el apetito, lo único que consiguieron fue quitárselo por completo.

Pero mi historia debe abandonar los dominios del rey Plutón y asomarse al mundo exterior, para ver qué ha sido de la madre Ceres desde que se vio privada de su hija. Recordaréis que la vimos por última vez medio escondida entre las espigas mecidas por el viento, mientras los cuatro corceles negros pasaban a toda velocidad, arrastrando el carruaje de oro en el que su muy amada Proserpina había sido raptada. Supongo que tampoco habréis olvidado el profundo alarido que dio Proserpina cuando el carruaje se perdió de vista.

De todos los lamentos de la niña, este último grito fue el único que llegó a los oídos de la madre Ceres. Había confundido el ruido de las ruedas del carruaje con el retumbar de un trueno, imaginando que se acercaba un fuerte aguacero, que la ayudaría a hacer crecer el maíz. Sin embargo, al oír el chillido de Proserpina, se sobresaltó y miró a un lado y otro, pues, aunque no sabía muy bien de dónde provenía, tenía el convencimiento de que se trataba de la voz de su hija. Parecía de todos modos tan inexplicable que la niña se hubiera desviado hasta tan lejanas tierras y mares (que ni ella misma hubiera sido capaz de atravesar sin la ayuda de sus dragones alados) que la buena madre Ceres intentó tranquilizarse pensando que sería la hija de otra madre, y no su querida Proserpina, la que había lanzado aquel lastimoso grito. Aun así, se inquietó sobremanera, y no pudo dejar de sentir los peores temores, como es natural que ocurra en el corazón de todas las madres cuando tienen que separarse de sus queridos hijos sin dejarlos al cuidado de una tía soltera u otra persona de confianza. Por eso decidió abandonar enseguida el campo en el que había estado tan ocupada; y, al dejar el trabajo a medio hacer, el maíz apareció al día siguiente como si necesitara más sol y más lluvia, y como si alguna plaga hubiera atacado sus raíces y secado sus mazorcas.

Los dos dragones debían de tener unas alas más que ligeras, pues en menos de una hora la madre Ceres se apeó a la puerta de su casa, y la encontró vacía. Sabiendo a ciencia cierta que a la niña le gustaban los juegos a la orilla del mar, se dirigió allí a toda prisa; y enseguida divisó los rostros mojados de las ninfas, pobrecillas, asomándose por encima de las olas. Las simpáticas criaturas llevaban en el banco de esponjas todo aquel tiempo, sacando de vez en cuando la cabeza por encima del agua (cada medio minuto o algo así), para comprobar si su compañera de juegos regresaba. Cuando vieron acercarse a la madre Ceres, se sentaron en la cresta de una ola, que las llevó hasta la orilla, depositándolas suavemente a sus pies.

—¿Dónde está Proserpina? —gritó Ceres—. ¿Dónde está mi niña? Decidme, traviesas ninfas, ¿acaso la habéis empujado al fondo del mar?

—¡Oh, no, querida madre Ceres! —exclamaron las inocentes nereidas, echando hacia atrás sus verdes rizos y mirándola a los ojos—. Jamás haríamos algo así. Es cierto que Proserpina ha jugado con nosotras; pero hace ya mucho tiempo que nos dejó, pues tenía ganas de ir a una pradera cercana y coger algunas flores para hacer una guirnalda. Eso ocurrió muy temprano, y no la hemos vuelto a ver desde entonces.

Antes de que las ninfas terminaran de contarle lo sucedido, la madre Ceres empezó a recorrer toda la comarca indagando lo que podía haber ocurrido. Pero nadie le supo dar la menor pista para averiguar qué había pasado con Proserpina; es cierto que un pescador había reconocido las huellas de sus pequeños pies en la arena, cuando volvía a casa por la playa con su cesta; un campesino la había visto cogiendo flores; varias personas habían oído el traqueteo de las ruedas del carruaje y lejanos truenos; y una anciana señora había oído un grito mientras cogía verbena y otras hierbas, pero pensó que era algún niño haciendo tonterías, y ni se molestó en alzar la cabeza.

¡Qué gente más estúpida! Tardaron tanto en explicarle lo poco que sabían que, antes de que la madre Ceres comprendiera que tenía que buscar a su hija en otros lugares, anocheció por completo. Así es que encendió una antorcha y emprendió la marcha, dispuesta a no volver sin haber encontrado a Proserpina.

Y era tal su prisa y su estado de angustia que se olvidó completamente del carro y de los dragones alados; aunque tal vez pensara que podía seguir mejor la pista andando. En cualquier caso, así fue como empezó su penoso viaje, siempre con una antorcha en la mano, y observando cuidadosamente todo lo que encontraba a su paso. Y, cuando aún no se había alejado demasiado, halló una de las maravillosas flores del arbusto que con tanto esfuerzo Proserpina había conseguido arrancar.

«¡Ajá! —pensó la madre Ceres, examinándola con la antorcha—. Hay algo malo en esta flor. No ha brotado de la tierra con mi ayuda, ni ha crecido ella sola. Seguro que es cosa de magia, así que debe de ser venenosa; quizá haya envenenado a mi pobre hija».

Pero guardó la flor venenosa en su pecho, sin saber si encontraría alguna vez otro recuerdo de Proserpina.

image56.jpeg

A lo largo de la noche, Ceres llamó a la puerta de todas las casas y granjas, y despertó a los fatigados labradores para preguntarles si habían visto a su niña; y ellos, boquiabiertos y medio dormidos en el umbral, sintiendo mucha lástima de ella, le suplicaron que se quedara a descansar. Llamó a los palacios con tal ímpetu que los criados se apresuraron a abrir las puertas, pensando que se trataba de algún rey o reina, que exigiría una cena suculenta o un lujoso aposento donde alojarse. Y, al ver tan solo a una triste y ansiosa mujer, con una antorcha en la mano y unas amapolas marchitas en su cabeza, le hablaban con rudeza y a veces, incluso, la amenazaban con echarle los perros. Pero nadie había visto a Proserpina, ni podía darle pista alguna para que supiera por dónde empezar a buscar. Así pasó la noche; y siguió buscando y buscando, sin sentarse a descansar ni detenerse a comer, y sin acordarse siquiera de apagar la antorcha, a pesar de que la primera aurora y la brillante luz de la mañana hacían que la llama roja se viera muy pálida y delgada. Pero yo me pregunto de qué estaría hecha aquella antorcha; pues ardía muy tenuemente durante el día, y por la noche era tan brillante como siempre, y no se apagó jamás ni con la lluvia ni con el viento, a lo largo de los agotadores días y noches que pasó Ceres buscando a Proserpina.

No solo iba pidiendo noticias de su hija a los seres humanos. Encontró en los bosques y en las riberas a numerosas criaturas de distinta naturaleza, que en aquellos viejos tiempos frecuentaban los sitios tranquilos y solitarios; y siempre eran sumamente amables con las personas que entendían su lengua y sus costumbres, como era el caso de la madre Ceres. Alguna vez, por ejemplo, había golpeado con su dedo el nudoso tronco de un majestuoso roble; e inmediatamente su rugosa corteza se había abierto, y había aparecido una hermosa doncella, que supuestamente era la hamadríada del roble, y que vivía en su interior, compartiendo su larga vida y regocijándose cuando sus verdes hojas jugueteaban con la brisa. Pero ninguna de aquellas doncellas había visto a Proserpina. Y, un poco más lejos, Ceres quizá se acercara a un fresco manantial, que brotaba de una oquedad entre redondos guijarros, y moviera el agua con las manos. Y queridos niños, escuchad atentamente, pues del lecho de piedras y arena, e impulsada por el propio surtidor de la fuente, quizá apareciera una joven doncella con el pelo chorreando, y mirara a la madre Ceres con medio cuerpo fuera del agua, formando pequeñas olas con su continuo vaivén. Pero, al preguntarle si la niña se había detenido a beber en aquel lugar, la náyade, con ojos llorosos (pues estas ninfas tienen lágrimas de sobra para todas las penas del mundo), respondería: «¡No!», con una voz parecida a un susurro, semejante al murmullo de la corriente.

También tuvo encuentros con faunos, que parecían campesinos quemados por el sol, en todo menos en las orejas, que eran peludas, los pequeños cuernos en la frente y las patas traseras de cabra, con las que brincaban alegremente en bosques y praderas. Eran criaturas muy juguetonas, pero se ponían todo lo tristes que su risueña naturaleza les permitía cuando Ceres les preguntaba por su hija y no podían darle razón de su paradero. Y alguna vez se acercó a algún grupo de groseros sátiros con cara de mono y cola de caballo, que estaban por lo general bailando y armando mucho alboroto, con gritos y carcajadas muy estridentes. Al detenerse y preguntar por su hija, empezaban a reír con gran descaro, y se divertían burlándose de la congoja de la solitaria mujer. ¡Qué desagradables eran aquellos horrendos sátiros! Y en una ocasión, mientras atravesaba un pastizal apartado, encontró a un personaje llamado Pan, sentado al pie de un gran peñasco, y haciendo música con una flauta de pastor. También él tenía cuernos, orejas peludas y pies de cabra; sin embargo, puesto al corriente de la situación, contestó a la madre Ceres con toda la cortesía que conocía, y la invitó a tomar un poco de leche con miel en un cuenco de madera. Sin embargo, igual que las demás criaturas, tampoco pudo darle noticias de Proserpina.

Así anduvo vagando nueve largos días y noches, sin encontrar el menor rastro de su hija, exceptuando alguna flor marchita en uno u otro rincón; y la madre Ceres las recogía y guardaba en su pecho, pues imaginaba que habían caído de las manos de su pobre niña. De día avanzaba bajo el ardiente sol, y por la noche, la llama de la antorcha se hacía más intensa e iluminaba el camino, permitiéndole proseguir la búsqueda sin sentarse jamás a descansar.

Al llegar el décimo día, descubrió casualmente la boca de una caverna, que (a pesar de que era mediodía y la luz brillaba en todas partes) parecía sumida en la más negra penumbra. No tardó en advertir que había una antorcha encendida en su interior. Su llama parpadeaba y luchaba contra la oscuridad, pero era tan vacilante que no podía iluminar más que a medias aquella tenebrosa cueva. Como Ceres estaba decidida a buscar por todos los rincones, se asomó a la entrada de la cueva y la iluminó mejor, adelantando su propia antorcha. Creyó así vislumbrar una figura femenina, sentada sobre un gran montón de hojas secas que el viento había arrastrado hasta la cueva. La mujer (si realmente eso es lo que era) carecía de la belleza que suelen tener otros miembros de su sexo, ya que su cabeza, según me cuentan, era de forma parecida a la de un perro y, como adorno, llevaba un tocado de serpientes. Pero la madre Ceres, en cuanto la vio, comprendió que era una extraña criatura, que disfrutaba sintiéndose desgraciada y nunca dirigía la palabra a ningún otro ser que no fuera tan triste e infortunado como a ella le gustaba.

«Creo que ahora soy lo bastante desgraciada para hablar con esa lánguida Hécate —pensó la pobre Ceres—. Y seguiría siéndolo aunque ella se sintiera diez veces más triste de lo que nunca se ha sentido».

Así que entró en la cueva y se sentó en el colchón de hojas secas al lado de la mujer con cabeza de perro. Desde la pérdida de Proserpina, no había encontrado en el mundo otra compañía.

—¡Oh, Hécate! —dijo—, si alguna vez pierdes a una hija, comprenderás lo que es sentir dolor de verdad. Dime, por lo que más quieras, ¿has visto a mi pobre niña pasar por la entrada de tu cueva?

—No, madre Ceres —contestó Hécate, con voz cascada y suspirando cada vez que pronunciaba un par de palabras—, no la he visto asomarse por aquí. Pero has de saber que mis oídos son tan singulares que todos los gritos de angustia y terror del mundo entero encuentran su camino hacia ellos; y hace nueve días, sintiéndome por cierto muy desgraciada, en mi cueva, oí la voz de una niña chillando como si fuera presa de gran angustia. Puedes estar segura de que a esa criatura le ha ocurrido algo terrible. Por lo que puedo barruntar, un dragón o algún otro monstruo cruel se la ha llevado.

—Es como si me mataras al decir esas palabras —se lamentó Ceres, sintiéndose desfallecer—. ¿De dónde venía el grito y qué rumbo pareció tomar?

—Pasó muy deprisa —respondió Hécate—, y al mismo tiempo se oyó un gran estrépito hacia el este. No puedo decirte nada más, solo que, en mi opinión, jamás volverás a ver a tu hija. Tendrías que quedarte a vivir en esta caverna, donde seremos las dos mujeres más desdichadas del mundo.

image57.jpeg

—Todavía no, sombría Hécate —replicó Ceres—. Primero ven con tu antorcha y ayúdame a buscar a mi hija perdida. Y, cuando no haya la menor esperanza de encontrarla (si ese aciago día tuviera que llegar), si me dejas un sitio para echarme en el suelo, sobre esas hojas secas o en la dura piedra, te enseñaré lo que es la auténtica infelicidad. Sin embargo, hasta que no sepa que Proserpina ha desaparecido de la faz de la tierra, no me permitiré ni un instante de dolor.

A la triste y lúgubre Hécate no le gustó la idea de pasearse por el mundo exterior y a plena luz del sol. Pero tuvo la certeza de que la pena de la desconsolada Ceres las envolvería en una oscura penumbra y que eso impediría al sol llegar hasta ellas con tanta claridad, lo cual le permitiría seguir disfrutando de su amargura como si se quedara en la cueva. Así pues, finalmente consintió en acompañarla; y las dos salieron con sus antorchas, aunque era pleno día y el sol brillaba con intensidad. La luz de las antorchas formaba una nube oscura, y las personas que se cruzaban con ellas no podían distinguir bien sus figuras; y, desde luego, si era a Hécate a quien vislumbraban, con su tocado de serpientes en la cabeza, sin duda pensarían que lo más prudente era salir corriendo, sin esperar a echar un segundo vistazo.

Mientras la pareja caminaba sin consuelo, Ceres tuvo una idea.

—Hay una persona —exclamó— que con toda seguridad ha visto a mi pobre niña y podrá contarme lo sucedido. ¿Por qué no me habré acordado antes de él? Se trata de Febo.

—¿Quién? —inquirió Hécate—. ¿El joven que se pasa la vida sentado al sol? Oh, no pienses en él. Es un muchacho alegre, ligero y frívolo, que solo piensa en sonreír. Y, además, hay tanta luminosidad a su alrededor que cegará mis pobres ojos, casi exhaustos de tanto llorar.

—Me has prometido ser mi compañera —dijo Ceres—. Ven, vamos rápido, o el sol se habrá escondido, llevándose a Febo con él.

Así es que se fueron a buscar a Febo, suspirando lastimosamente, aunque, a decir verdad, era Hécate quien más se lamentaba; porque hay que recordar que su felicidad consistía en sentirse muy desgraciada, y hacía todo lo posible por lograrlo. Después de un largo viaje, llegaron al punto más soleado del mundo. Allí advirtieron la presencia de un hermoso joven, con cabellos largos y rizados, que parecían hechos de rayos de sol; sus ropajes eran tan ligeros como nubes de verano, y la expresión de su rostro tan alegre que Hécate se vio obligada a taparse los ojos con las manos, murmurando que habría sido preferible que el joven llevara encima un velo negro. Febo (que era la persona que buscaban) llevaba una lira en las manos y hacía vibrar sus cuerdas con una música de enorme dulzura, al tiempo que entonaba una delicada canción que había compuesto recientemente. Pues, además de otras muchas virtudes, era famoso por ser un poeta admirable.

Cuando Ceres y su tétrica compañera se acercaron a él, el joven sonrió tan amigablemente que hasta las serpientes emitieron un molesto silbido, y Hécate deseó muy sinceramente volver a su cueva. Ceres se encontraba tan absorta en su pena que le daba exactamente lo mismo que sonriera o frunciera el ceño.

—¡Febo! —exclamó—. Estoy en un gran apuro, y he venido a pedirte ayuda. ¿Podrías decirme qué ha ocurrido con mi hija Proserpina?

—¡Proserpina! ¡Proserpina! ¿Era ese su nombre? —contestó Febo, esforzándose en recordar; porque discurrían por su cabeza tantas ideas agradables que siempre olvidaba lo sucedido el día anterior—. ¡Ah, sí! Una niña encantadora, por supuesto. Me alegra informarte, mi querida señora, de que la he visto no hace muchos días. Puedes estar tranquila. Está a salvo, y en buenas manos.

—¿Dónde se encuentra mi querida niña? —preguntó Ceres, juntando las manos y echándose a sus pies.

—Bueno —dijo Febo, mientras seguía tocando la lira, como si quisiera poner música a sus palabras—, mientras la pequeña estaba cogiendo flores (y la verdad es que tiene un gusto exquisito para elegirlas), fue raptada por el rey Plutón y conducida a sus dominios. No he estado nunca en esa parte del universo, pero me han contado que el palacio real es realmente magnífico, pues ha sido construido con los materiales más espléndidos y costosos. Oro, diamantes, perlas y toda clase de piedras preciosas serán los juguetes habituales de tu hija. Te recomiendo, mi querida señora, que no te inquietes. El sentido de la belleza que tiene Proserpina será convenientemente satisfecho y, aunque el sol no llegue hasta allí, llevará una vida de lo más envidiable.

—¡No, por favor! ¡No pronuncies esa palabra! —exclamó Ceres, indignada—. Dime, ¿qué hay allí que pueda hacer feliz a mi hija? ¿Qué son todos esos esplendores de los que me hablas, sin cariño? Quiero que vuelva a mi lado. Febo, ¿no vendrías conmigo a pedir al malvado Plutón que me devuelva a mi hija?

—Espero que puedas disculparme —replicó Febo, haciendo una elegante reverencia—. Te deseo el mayor de los éxitos, y lamento que mis propios asuntos me tengan tan ocupado, pero me es imposible atenderte. Además, mis relaciones con el rey Plutón no son demasiado buenas. Para serte sincero, su mastín de tres cabezas nunca me dejaría pasar; ya sabes que me veo obligado a llevar conmigo un haz de rayos de sol, y estos, como sabes, están prohibidos en el reino de Plutón.

—¡Ay, Febo! —dijo Ceres, dando un amargo sentido a sus palabras—, tienes un arpa en lugar de un alma. Adiós.

—¿No quieres quedarte un momento y oír la bonita y conmovedora historia de Proserpina en improvisados versos? —le preguntó el joven.

Ceres dijo que no con la cabeza y se apresuró a partir con Hécate. Y Febo (que, como os he contado, era un poeta exquisito) empezó en el acto a componer una oda basada en la pena que sentía aquella pobre madre; y, si tuviéramos que juzgar su sensibilidad por esa hermosa obra, diríamos que su alma rebosaba una gran ternura. Pero, cuando el poeta cae en el hábito de usar las fibras sensibles del corazón para hacer cuerdas a su lira, puede tañer cuanto quiera sin sentir él mismo la menor pena. Así pues, aunque Febo entonaba una melodía muy triste, estaba tan contento como los rayos de sol entre los que transcurría su vida.

La pobre madre Ceres estaba ahora al tanto de lo que le había ocurrido a su hija, pero no era ni una pizca más feliz que antes. Su caso, por el contrario, parecía más desesperado que nunca. Mientras Proserpina estuviera en la superficie de la tierra, podría haber esperanzas de rescatarla. Pero la pobre niña se hallaba encerrada tras las verjas de hierro del rey de las minas, en cuyo umbral se encontraba Cerbero, el perro de tres cabezas, y no parecía posible que pudiera escapar. La siniestra Hécate, que disfrutaba viendo el lado más pesimista de las cosas, le dijo a Ceres que lo mejor sería que volviera con ella a la caverna, y así podría pasar lo que le quedaba de vida sintiéndose mísera y desdichada. Ceres contestó que le parecía muy bien que Hécate regresara, pero que ella seguiría errando por la tierra en busca de la entrada a los dominios del rey Plutón. Y Hécate le tomó la palabra y volvió a toda prisa a su amada cueva, asustando a un montón de niños que se tropezaron con su cara de perro.

¡Pobre madre Ceres! Da pena pensar en ella, en su penoso camino, completamente sola, con la antorcha que nunca se apagaba, y cuya llama parecía el símbolo de la congoja y de la esperanza que ardían juntas en su corazón.

Tanto sufría que en poco tiempo se transformó en una anciana, y la abandonó para siempre su aspecto juvenil. Ni le importaba su vestimenta, ni se acordó de tirar las amapolas ya marchitas con las que había adornado su cabeza la misma mañana en que Proserpina desapareció. Vagaba por el mundo tan desgreñada y andrajosa que la gente creía que había perdido el juicio, y nunca llegaron a imaginar que se trataba de la madre Ceres, responsable de todas las semillas que plantaban los labradores. Pero aquellos días lo cierto es que no se preocupaba de siembras ni de cosechas, dejando que fueran los agricultores los que se ocuparan de ellas, y que los cultivos maduraran o florecieran a su antojo. En aquellos días no había nada que llamara la atención de Ceres, excepto cuando veía a unos niños jugando, o recogiendo flores en los bordes del camino. Entonces, en efecto, se quedaba contemplándolos con lágrimas en los ojos. Los pequeños también parecían compadecerse de su dolor, y la rodeaban, y la miraban preocupados; y Ceres, dándoles a cada uno de ellos un beso, los acompañaba a casa y aconsejaba a sus madres que no los perdieran nunca de vista.

—Porque, si los dejáis solos —decía—, puede ocurriros lo que a mí, que el desalmado rey Plutón les coja cariño y en un abrir y cerrar de ojos los suba a su carruaje y se los lleve.

Cierto día, en su peregrinaje en busca de la entrada al reino de Plutón, llegó al palacio del rey Céleo, que reinaba en Eleusis. Subió por una escalinata y, al entrar, encontró a toda la familia real muy alarmada por el hijo de la reina. Al parecer, el pequeño estaba enfermo (supongo que serían los dientes), pues no quería comer y gemía sin cesar. La reina, cuyo nombre era Metanira, estaba impaciente por encontrar una nodriza; y, cuando vio a una mujer con aspecto de matrona subiendo las escaleras del palacio, decidió que era exactamente la persona que necesitaba. Así es que corrió hasta la puerta con el pobre niño llorando desconsoladamente en sus brazos, y suplicó a Ceres que se ocupara de él, o, por lo menos, le recomendara qué debía hacer con aquella criatura.

—¿Me confiarías al niño? —preguntó Ceres.

—Sí, y de todo corazón —repuso la reina—, siempre que dediques todo tu tiempo a él. Es fácil adivinar que has sido madre.

—Es cierto —afirmó Ceres—. Hace tiempo tuve una hija. Bien, seré la nodriza de este pobre niño enfermo. Pero te aviso de que no quiero que te entrometas en su crianza. Yo juzgaré lo que es conveniente para él. Si no cumples esta promesa, el niño sufrirá las consecuencias de tu insensatez.

Después besó a la criatura, que sonrió y se acurrucó en su regazo.

Así fue como la madre Ceres depositó su antorcha en un rincón (donde nunca dejó de arder) y se instaló en el palacio del rey Céleo como nodriza del pequeño Demofonte. Lo cuidó como si fuera su propio hijo, y no permitió al rey o a la reina decidir si lo bañaban en agua caliente o fría, qué debía comer, a qué hora iba a salir a tomar el aire o cuándo tenía que irse a la cama. Casi no me creeríais si os contara lo rápidamente que el pequeño príncipe dejó de estar indispuesto y se convirtió en un niño gordito, sonrosado y fuerte, y cómo tuvo dos hermosas filas de dientes, blancos como el marfil, mucho antes que cualquier otro niño. En lugar de ser el diablillo más pálido, escuchimizado y endeble del mundo (como su madre lo describía, cuando Ceres lo tomó a su cuidado), era ahora un niño robusto que no dejaba de hacer gorgoritos, de reírse y de ir alegremente de un lado para otro. Todas las buenas mujeres de la comarca acudieron a palacio y, echándose las manos a la cabeza, contemplaron asombradas la belleza y la lozanía de su querido principito. Y su sorpresa fue aún mayor, pues nunca le habían visto probar bocado alguno; ni siquiera una taza de leche.

—Por favor, nodriza —preguntaba la reina—, ¿cómo has hecho medrar a mi niño de ese modo?

—Yo fui madre una vez —contestaba siempre Ceres— y, habiendo criado a mi hija, sé lo que otros niños necesitan.

Pero la reina Metanira, como era natural, sentía una gran curiosidad por lo que hacía exactamente con su hijo, y una noche se escondió en la habitación donde Ceres y el pequeño acostumbraban a dormir. La chimenea estaba encendida, y en ella ardían los restos de unos gruesos leños, ya convertidos en rescoldos y carbón al rojo vivo, aunque con llamas que chisporroteaban iluminando las paredes de un cálido tono rojizo. Ceres estaba delante del fuego con el niño en su regazo, y la luz de las brasas hacía bailar su sombra en el techo. Desvistió al pequeño príncipe y lo roció con un fragante perfume que extrajo de un recipiente. Atizó después los rescoldos y los empujó hasta el fondo del hogar, haciendo un hueco justo en su centro. Finalmente, mientras el niño seguía con sus balbuceos y daba palmadas con sus manos regordetas, sonriendo a su nodriza (exactamente como vosotros podéis haber visto a vuestro hermanito o hermanita antes de entrar en un baño bien caliente), Ceres lo depositó, desnudo como estaba, entre las ascuas encendidas. Entonces recogió las cenizas y se las echó por encima, y luego tranquilamente se dio la vuelta.

Podéis imaginar, si sois capaces, el grito de espanto que dio la reina Metanira, pensando que su querido hijo iba a ser convertido en carbonilla. Salió rápidamente de su escondite, y abalanzándose sobre la chimenea, apartó los rescoldos y sacó al pobre Demofonte del lecho de carbones encendidos. El pequeño lanzó un grito lastimero, como hacen los bebés cuando se les saca bruscamente de un profundo sueño. Pero, para gran asombro y alegría, la reina no pudo apreciar en su cuerpo la menor quemadura. Así pues, se volvió hacia Ceres, rogándole que le aclarara aquel misterio.

—Insensata mujer —contestó Ceres—, ¿acaso no prometiste confiarme al príncipe? No puedes imaginar el perjuicio que le has ocasionado. Si lo hubieras dejado a mi cuidado, habría crecido como un niño de estirpe celestial, con un vigor y una inteligencia sobrenaturales, y habría vivido para siempre. ¿Acaso crees que una criatura humana pueda alcanzar la inmortalidad sin ser templada en el más intenso de los fuegos? Has arruinado el destino de tu propio hijo. Pues, aunque crecerá fuerte y sano, y será un héroe en su día, sin embargo, por culpa de tu locura, se hará viejo y finalmente morirá, como los hijos de otras mujeres. La frágil ternura de su madre le ha robado su inmortalidad. ¡Adiós!

Y diciendo estas palabras, besó al pequeño Demofonte, suspirando al ver que lo había perdido, y partió sin hacer caso a Metanira, que le imploraba que se quedara y cubriera al niño con ascuas siempre que le pareciera bien. ¡Pobre niño! Jamás volvió a dormir arropado por aquel suave calorcito.

Mientras habitó en el palacio del rey, la madre Ceres había estado tan atareada cuidando al joven príncipe que pareció hallar cierto consuelo al dolor que le embargaba por la pérdida de su amada Proserpina. Sin embargo, al no tener ya nada en que ocuparse, volvió a ella el antiguo desasosiego. Finalmente, llevada por la desesperación, tomó una decisión terrible: no permitiría que creciera ningún grano, tallo o brizna de hierba, ni una patata, ni un nabo, ni ningún otro vegetal para hombres o animales, hasta que su hija le fuera devuelta. Incluso prohibió que las flores brotaran, pues no deseaba que nadie pudiera alegrarse con su hermosura.

Ni una sola punta de espárrago se atrevió a asomar de la tierra sin el permiso de Ceres; de modo que ya podéis imaginar lo desastroso que resultó todo aquello para nuestro planeta. Los labradores araban y plantaban como siempre, pero los ricos y fértiles surcos estaban yermos, tan secos como desiertos de arena. Los pastos se veían tan pardos en el dulce mes de junio como lo estaban en el gélido noviembre. Los amplios sembrados de los ricos y las pequeñas huertas y bancales de los labradores estaban igualmente arruinados. Los macizos de flores que cuidaban las niñas no tenían más que tallos secos. Los mayores movían su blanca cabeza, y afirmaban que la tierra había envejecido como ellos y ya no era capaz de alegrar su rostro con la cálida sonrisa del verano. Era patético ver a las pobres y hambrientas vacas y ovejas detrás de Ceres, mugiendo y balando, como si su instinto les indicara que podían recibir ayuda de ella; y todo el mundo que estaba al corriente de sus poderes le suplicaba que tuviera compasión de la raza humana, y, en todo caso, dejara crecer la hierba. Pero la madre Ceres, a pesar de su naturaleza bondadosa, se mostraba inexorable.

—¡Jamás! —exclamaba—. Si la tierra quiere alguna vez recuperar su verdor, tendrá primero que crecer a lo largo del camino que Proserpina tome para regresar a mi lado.

Finalmente, como no parecía haber otro remedio, nuestro amigo Azogue fue enviado urgentemente a visitar al rey Plutón, con la esperanza de que este reparara el daño que había ocasionado, y pusiera las cosas de nuevo en orden devolviendo a la niña. Azogue no tardó en llegar hasta la puerta de entrada y, saltando por encima del mastín de tres cabezas, se presentó en el palacio. Los sirvientes le conocían por su rostro y por su extraña vestimenta; pues ya habían visto por allí en otros tiempos su corta capa, el sombrero y las sandalias aladas y el bastón con dos serpientes enroscadas. El mensajero de los dioses pidió que le llevaran inmediatamente ante la presencia del rey; y Plutón, que oyó su voz desde lo alto de la escalera, y que disfrutaba con su alegre conversación, le llamó para que subiera. Y, mientras ellos resuelven sus asuntos, ha llegado el momento de averiguar qué había pasado con Proserpina desde que la vimos por última vez.

La niña había declarado, como recordaréis, que no probaría ni un solo bocado mientras la obligaran a permanecer en el palacio del rey Plutón. Cómo consiguió cumplir su palabra y conservarse al mismo tiempo rellenita y sonrosada es algo que no puedo explicar; pero algunas jóvenes, según me han contado, tienen la facultad de vivir del aire, y supongo que eso es lo que debió ocurrir con Proserpina. En cualquier caso, hacía seis meses que había abandonado la faz de la tierra y los sirvientes aseguraban que ni un solo bocado había pasado entre sus dientes. Esta actitud era más que encomiable, puesto que el rey Plutón la había tentado día tras día con toda clase de frutas confitadas, dulces y manjares variados, que tanto suelen gustar a los jóvenes. Pero su buena madre la había advertido a menudo de lo nocivas que eran esas comidas para la salud; por eso, aunque no hubiera existido otra razón, jamás las habría probado.

La verdad es que en todo aquel tiempo, como era una niña alegre y vivaz, Proserpina no se había sentido tan desdichada como podríamos pensar. El inmenso palacio tenía mil aposentos, y estaba lleno de maravillosos objetos. Es cierto que había una constante penumbra, que parecía esconderse entre las innumerables columnas, deslizándose por delante de la niña cuando deambulaba entre ellas o pisándole los talones con gran sigilo. Todo el fulgor de las piedras preciosas, que brillaban con luz propia, no valía lo que el resplandor natural de un rayo de sol; ni las gemas multicolores más relucientes, que tenía Proserpina como juguetes, podían rivalizar con la sencilla belleza de las flores que ella solía recoger. Sin embargo, cuando la niña andaba por aquellos aposentos y salones dorados, parecía llevar consigo el sol y la naturaleza, como si fuera esparciendo a su alrededor flores bañadas en rocío. Con su llegada, el palacio dejó de ser la residencia de majestuoso artificio y sombría magnificencia que había sido antes. Todos los habitantes eran conscientes de ello, y el rey Plutón más que ningún otro.

image58.jpeg

—Mi pequeña Proserpina —solía decir—, desearía gustarte un poco más. Las personas melancólicas y sombrías tenemos a menudo un corazón tan tierno, aunque no lo manifestemos, como los seres de carácter más risueño. Si quisieras quedarte a mi lado por tu propia voluntad, me harías enormemente feliz. Sería mucho mejor que poseer cien palacios como este.

—¡Ah! —exclamaba Proserpina—. Tendrías que haber intentado hacerte amigo mío antes de raptarme. Lo mejor que puedes hacer ahora es dejarme marchar. Así podré recordarte y pensar que eras todo lo amable conmigo que tu naturaleza te lo permitía. Quizá también, un día de estos, podría volver y hacerte una visita.

—No, no —decía Plutón, con una triste sonrisa—. Sé que no puedo fiarme. Te gusta demasiado vivir a la luz del día y coger flores. ¡Qué aficiones tan inútiles y pueriles! Estas piedras preciosas que he ordenado traer para ti, y que exceden en valor a las de mi propia corona, ¿acaso no son más hermosas que una violeta?

—No tienen ni la mitad de su belleza —respondía Proserpina, quitándole a Plutón las gemas que llevaba en las manos y arrojándolas al otro extremo del salón—. ¡Oh, mis dulces violetas!, ¿es que no volveré a veros jamás?

Y se deshacía en llanto. Pero las lágrimas de los jóvenes tienen poca sal y acritud, y no inflaman tanto los ojos como las de las personas mayores; así es que no debe extrañarnos que, unos instantes después, Proserpina se entretuviera jugando en el salón, casi tan contenta como cuando lo hacía en la cresta de la ola con las cuatro ninfas marinas. El rey Plutón la contemplaba, y deseaba con toda su alma ser un niño como ella. Y la pequeña Proserpina, al darse la vuelta y ver a aquel poderoso rey en medio de su espléndida sala, con aquel aire tan distinguido, triste y solitario, sentía remordimientos de conciencia. Y un día se le acercó corriendo y, por primera vez en toda su vida, colocó una de sus suaves y pequeñas manos sobre él.

—Te quiero un poco —susurró, mirándole a los ojos.

—¿De verdad, mi querida niña? —exclamó Plutón, inclinando su sombrío rostro para besarla; pero Proserpina se echó hacia atrás, alejándose de él, pues sus rasgos no solo eran nobles, sino también muy oscuros y siniestros—. Bueno, la verdad es que no me lo merezco, después de tenerte prisionera tantos meses, y, además, sin probar bocado. Pero ¿no estás terriblemente hambrienta? ¿Puedo traerte algo para comer?

Tras estas palabras, el rey de las minas escondía un astuto propósito; porque, como recordaréis, si Proserpina probaba algún alimento en sus dominios, nunca más volvería a ser libre para abandonarlos.

—No, por supuesto que no —se apresuró a responder Proserpina—. Tu cocinero jefe está siempre asando, tostando, extendiendo la masa con el rodillo e inventando un plato tras otro, que imagina que serán de mi agrado. Pero ese pobre hombrecillo tan rechoncho podría ahorrarse el trabajo. No tengo apetito, y solo comería una rebanada de pan hecha por mi madre, o alguna fruta de su jardín.

Cuando Plutón oyó esto, empezó a darse cuenta de que se había equivocado de método para tentar a Proserpina. Los exquisitos platos preparados por el cocinero no eran ni la mitad de deliciosos, en la acertada opinión de la niña, que la sencilla comida a la que su madre Ceres la había acostumbrado. Extrañado por haber tardado tanto en comprenderlo, el rey envió a uno de sus más fieles servidores con una gran cesta a recoger las más jugosas peras, los más sabrosos melocotones y las mejores ciruelas que pudiera encontrar en el mundo superior. Pero esto ocurrió cuando Ceres había prohibido que los vegetales y las frutas crecieran, y, tras buscar por toda la tierra, el criado de Plutón apenas encontró una sola granada, tan reseca que no merecía la pena comerse. No obstante, como no había otra cosa, la llevó al palacio y, colocándola en una magnífica bandeja de oro, se la ofreció a Proserpina. Y dio la casualidad de que cuando el criado entraba con la granada por la puerta trasera del palacio, nuestro amigo Azogue subía por la escalera principal, con la misión de rescatar a Proserpina.

En cuanto Proserpina vio la granada, mandó al servidor que se la llevara.

—No la pienso probar —aseguró—. Aunque estuviera muy hambrienta, jamás comería una granada tan ridícula y seca como esa.

—Es la única que hay en el mundo —insistió el sirviente.

Y, depositando sobre la mesa la bandeja de oro con el fruto reseco, abandonó el cuarto. Cuando se quedó sola, Proserpina no pudo evitar acercarse un poco y mirar aquel espécimen con impaciencia; porque, a decir verdad, al ver algo que entraba dentro de sus gustos, notó que el apetito, que la había abandonado durante seis meses, le volvía de repente. Era ciertamente una granada con un aspecto deplorable, y parecía no tener más jugo que el de una concha de ostra. Pero no había elección posible en el palacio de Plutón. Era la primera fruta que había visto allí, y seguramente sería la última; y, si no se la comía inmediatamente, aún se arrugaría más, y habría que tirarla.

«Por lo menos, la oleré», pensó Proserpina.

Cogió la granada y se la acercó a la nariz pero, por alguna extraña razón, al hallarse tan cerca de la boca, la fruta encontró su camino para entrar en aquella pequeña y rosada cueva. ¡Ay de mí! Pero ¿qué estoy haciendo? Y antes de que Proserpina se diera cuenta, sus dientes la habían mordido por su cuenta y riesgo. Justo en aquel momento, se abrió la puerta del apartamento y entró el rey Plutón, seguido por Azogue, que había estado apremiándole para que dejara en libertad a su prisionera. Cuando los oyó entrar, Proserpina se sacó la granada de la boca. Pero Azogue (que tenía ojos de lince y el ingenio más sutil del mundo) se dio cuenta de que la niña estaba un poco confusa; y, viendo la bandeja vacía, sospechó que estaba mordisqueando alguna cosa a escondidas. En cuanto al honrado Plutón, nunca adivinó el secreto.

—Mi pequeña Proserpina —dijo el rey, tomando asiento y acercando cariñosamente a la niña a sus rodillas—, aquí está Azogue, que me cuenta los grandes infortunios que han recaído sobre inocentes personas por haberte retenido en mis dominios. A decir verdad, ya había reflexionado sobre el hecho injustificable de tenerte separada de tu bondadosa madre. Pero, por otra parte, mi querida niña, debes comprender que este enorme palacio tiende a ser bastante tenebroso (aunque las piedras preciosas sean muy resplandecientes), y mi naturaleza no es precisamente jovial; por ello, era natural que buscara la compañía de una criatura más alegre que yo. Creí que ibas a jugar con mi corona y que me elegirías, ¡ah, te ríes, pícara Proserpina!, sí, a mí, un ser tan lúgubre, como compañero de juegos. Era una absurda esperanza.

—Tampoco era tan absurda —susurró Proserpina—. A veces me he divertido mucho contigo.

—Gracias —exclamó el rey Plutón, más bien secamente—. Puedo ver con bastante claridad que consideras mi palacio una oscura prisión, y a mí, el guardián con un corazón de hierro. Y todo ello sería cierto si te retuviera aquí por más tiempo, mi pobre niña, cuando hace seis meses que no pruebas bocado. Te concedo la libertad. Ve con Azogue. Corre a casa de tu querida madre.

Y en ese momento, aunque os parezca increíble, Proserpina no pudo despedirse del rey Plutón sin sentir remordimientos, y también cierto pesar por no haberle contado lo de la granada. Incluso llegó a verter una o dos lágrimas, pensando lo solo y triste que le iba a parecer su inmenso palacio, con aquel desagradable resplandor de luz artificial, después de que ella, el pequeño rayo de sol natural, que Plutón había robado porque significaba tanto para él, se hubiera marchado. No sé cuántas cosas amables habría sido capaz de decir al desconsolado rey de las minas si Azogue no le hubiera metido tanta prisa.

—Vamos, rápido —le susurró al oído—, o su majestad puede cambiar su soberana opinión. Y ten cuidado, sobre todo, de no hablarle de lo que venía en la bandeja dorada.

En unos instantes, cruzaron la gran puerta de entrada (dejando al perro de tres cabezas ladrando, gruñendo y aullando por partida triple tras ellos) y salieron a la superficie de la tierra. Era maravilloso ver, a medida que Proserpina avanzaba, cómo el camino reverdecía a su paso. Allí donde ponía su bendito pie, surgía al instante una flor bañada de rocío. Las violetas brotaban a lo largo del camino. La hierba y los granos empezaron a crecer y a engordar con una fuerza y una exuberancia diez veces mayor, como si quisieran compensar los tristes meses en los que la tierra había sido estéril. Y el hambriento ganado empezó a pastar inmediatamente después de su largo ayuno, y comió sin parar todo el día, y se levantó a medianoche para seguir haciéndolo.

Pero puedo aseguraros que fue un período muy trabajoso para los labradores, pues el verano se les echaba encima a toda velocidad. Tampoco debo olvidar contaros que los pájaros de todo el mundo empezaron a saltar de un árbol a otro, posándose sobre las ramas floridas, y sus trinos y sus gorjeos alcanzaron un prodigioso éxtasis de alegría.

La madre Ceres había regresado a su desierta casa y esperaba desconsolada en el umbral, con la antorcha encendida en la mano. Llevaba unos instantes mirando la llama distraídamente cuando, de repente, esta vaciló y se apagó.

«¿Qué querrá decir esto? —pensó—. Era una antorcha encantada, y tenía que haber seguido ardiendo hasta que mi niña hubiera vuelto».

Y, alzando la cabeza, se sorprendió al ver un repentino verdor que avanzaba por los pardos y secos campos, como vosotros habréis podido observar cuando, al salir el sol de la mañana, una luz dorada va cubriendo el paisaje con destellos luminosos.

—¿Me está desobedeciendo la tierra? —exclamó indignada—. ¿Pretende acaso ser fértil, cuando yo le he ordenado que sea estéril hasta que Proserpina vuelva a mis brazos?

—Pues abre tus brazos, querida madre —gritó una voz familiar—, y recibe en ellos a tu pequeña hija.

Y la niña llegó corriendo, y se abalanzó sobre el regazo de su madre. Es imposible describir la inmensa alegría que las embargó. El dolor causado por su separación les había hecho derramar muchas lágrimas; y ahora vertían muchas más, pues su dicha no podía expresarse de otra manera.

Cuando sus corazones se serenaron un poco, la madre Ceres miró ansiosamente a Proserpina.

—Hija mía —preguntó—, ¿comiste algo en el palacio del rey Plutón?

—Queridísima madre —repuso Proserpina—, te contaré toda la verdad. Hasta esta misma mañana ni un solo bocado había entrado en mi boca; pero hoy me trajeron una granada (tan seca que no tenía más que algunas semillas y la piel) y, desfallecida de hambre, caí en la tentación de darle un mordisco. En cuanto la probé, entraron el rey Plutón y Azogue. Aún no había tragado ningún trozo, pero me temo, querida madre, y espero que esto no me perjudique, que seis semillas de la granada se quedaron dentro de mi boca.

—¡Ay, mi desdichada niña! ¡Ay, miserable de mí! —exclamó la madre Ceres—. Por cada una de las seis semillas, tendrás que pasar un mes al año en el palacio de Plutón. Solo te han devuelto a medias a tu madre. Serán seis meses conmigo y seis con el malvado Rey de las Sombras.

—No juzgues tan duramente al rey Plutón —dijo Proserpina, besando a su madre—. Tiene algunas buenas cualidades; no me importa vivir seis meses en su palacio, si me deja pasar los otros seis contigo. No cabe duda de que se portó muy mal al raptarme; pero, como él dice, era realmente triste estar tan solo en aquel lúgubre e inmenso palacio. Además, su humor ha mejorado mucho después de tener a una niña corriendo escaleras arriba y abajo. Me alegra saber que puedo hacerle tan feliz; y, si lo vemos así, querida madre, tenemos que dar las gracias por no tener que pasar todo el año con él.

image59.jpeg