El porche de Tanglewood

Introducción a «La cabeza de la gorgona»

Bajo el porche de la finca llamada Tanglewood, en una hermosa mañana otoñal, había un alegre grupo de chiquillos haciendo corro en torno a un joven alto. Habían planeado una excursión para ir a coger nueces y esperaban con impaciencia que se desvaneciesen las nieblas en las laderas de las montañas y el sol derramase el calor del veranillo de san Martín sobre campos y praderas y en los escondrijos de los bosques. El día prometía ser de los más agradables que han alegrado este mundo risueño y hermoso; pero la niebla de la mañana aún cubría todo el valle, sobre el cual, en una suave pendiente, se levantaba la finca.

La masa de vapor blanco se extendía hasta unos cien metros de la casa. Escondía por completo todo lo que hubiera más lejos, excepto unas cuantas copas de árboles, rojizas o amarillas, que surgían aquí y allí y estaban glorificadas por el sol madrugador, que también hacía brillar la ancha superficie de la niebla. Siete u ocho kilómetros hacia el sur se alzaba la cima de Monument Mountain. Veinticuatro kilómetros más lejos, en la misma dirección, se levantaba la cumbre más alta de los montes Taconic, tan azul y etérea que apenas parecía más sólida que el vaporoso mar de niebla que se extendía sobre ella. Las montañas más próximas, que bordeaban el valle, estaban medio sumergidas y salpicadas de pequeñas guirnaldas de nubes hasta en las mismas cimas. En resumen, había tanta nube y tan poca tierra sólida que todo ello hacía el efecto de una visión.

Los niños que he mencionado, llenos de vida, se escapaban del porche y correteaban por la senda enarenada o por la hierba húmeda de la pradera. No puedo decir con seguridad cuántos eran: había más de nueve y menos de una docena, de todas clases, tamaños y edades, muchachos y chiquillas. Eran hermanos, hermanas y primos junto con unos cuantos amiguitos que habían sido invitados por el señor y la señora Pringle a pasar unos cuantos días de la deliciosa estación en Tanglewood. No me gusta deciros sus nombres ni llamarles con nombres que algún niño haya llevado antes que ellos, porque sé de cierto que muchos autores se ponen en grandísimos compromisos por haber dado a los personajes de sus libros nombres de personas reales y verdaderas. Por esta razón quiero llamarles Siempreviva, Pimpinela, Arándano, Zanahoria, Ojos Azules, Trébol, Pensamiento, Mimosa, Flor de Limón, Junquillo, Vainilla y Campanilla, aunque, a decir verdad, estos nombres serían mucho más propios de un grupo de hadas que de una reunión de niños de este mundo.

No hay que suponer que a estos niños les permitían sus cuidadosos padres y madres, tíos, tías o abuelos, andar vagando por bosques y campos sin la vigilancia de alguna persona mayor y muy seria. ¡De ningún modo! En el primer párrafo de mi libro recordaréis que he hablado de un joven alto, en torno al cual los niños hacían corro. Su nombre (y os diré el verdadero, porque considera grandísimo honor haber contado los cuentos que van aquí impresos), su nombre era Eustace Bright. Era estudiante en el Williams College y había alcanzado en aquella época la respetable edad de dieciocho años. Por aquel entonces le parecía casi ser el abuelo de Pimpinela, Zanahoria, Pensamiento, Flor de Limón, Junquillo y los demás, que eran la mitad o la tercera parte de venerables que él. Una molestia en la vista (como creen necesario tenerla muchos estudiantes de hoy día, para demostrar su aplicación) le había hecho abandonar las clases dos semanas antes de terminar el curso. Pero, por mi parte, pocas veces he visto un par de ojos con pinta de ver mejor o más lejos que los de Eustace Bright.

El aplicado estudiante era delgado y un poco pálido, como lo son todos los estudiantes yanquis, pero de aspecto muy saludable, y tan ligero y activo como si tuviese alas en los zapatos. Como le gustaba mucho cruzar arroyos y pisar la hierba de las praderas, se había calzado para la expedición fuertes botas de becerro. Llevaba una blusa de lienzo, una gorra de paño y un par de gafas verdes que probablemente se había puesto no tanto para protegerse los ojos como por la dignidad que le daban. Sin embargo, podía habérselas dejado en casa, porque Pensamiento, diablejo travieso, se subió a los hombros de Eustace cuando se sentó en uno de los escalones del porche, le arrancó las gafas de la nariz y se las puso en la suya, y como al estudiante se le olvidó volver a cogerlas, cayeron en la hierba y allí se quedaron hasta la primavera siguiente.

Ahora bien: debéis saber que Eustace Bright había alcanzado entre los niños gran fama como narrador de cuentos maravillosos y, aunque algunas veces fingía que le molestaba que le pidiesen contar más y más, y siempre más, yo tengo mis dudas y pienso que no había cosa en el mundo que más le agradase. Había que ver cómo le brillaban los ojos aquella mañana cuando Trébol, Arándano, Mimosa, Campanilla y la mayor parte de sus compañeros le pidieron que les contase uno de sus cuentos, mientras esperaban que la niebla se desvaneciese por completo.

—Sí, primo Eustace —dijo Siempreviva, que era una alegre chiquilla de unos doce años con los ojos risueños y la naricilla un poco respingona—: la mañana es la mejor hora para oír los cuentos con que tan a menudo pruebas nuestra paciencia. Correremos menos peligro de herir tu susceptibilidad durmiéndonos en el momento más interesante… como nos pasó anoche a Mimosa y a mí.

—¡Qué mala eres! —exclamó Mimosa, niña de seis años—. No me dormí: es que cerré los ojos para ver por dentro lo que Eustace nos estaba contando. Sus cuentos son buenos para oírlos de noche porque se puede soñar con ellos dormida; pero también son buenos por la mañana, porque se puede soñar con ellos despierta. Así que espero que nos cuentes uno ahora mismo.

—¡Gracias, Mimosa! —dijo Eustace—. Tendrás el mejor de los cuentos que yo sea capaz de inventar, aunque solo sea por haberme defendido tan bien de esta perversa Siempreviva. Pero, niños, os he contado ya tantos cuentos de hadas que me parece que no queda ninguno que no me hayáis oído por lo menos dos veces. Y temo que, si repito alguno de ellos, os vais a quedar dormidos de veras.

—¡No, no, no! —exclamaron Ojos Azules, Pimpinela, Vainilla y otra media docena de niños—. Los cuentos que más nos gustan son los que hemos oído dos o tres veces.

Y la verdad es que los cuentos parecen aumentar de interés para los niños, no con una o dos, sino con innumerables repeticiones. Pero Eustace Bright, en la exuberancia de sus recursos, desdeñaba aprovecharse de una ventaja que hubiese agradecido un narrador más viejo.

—Sería lástima —dijo— que un hombre de mis conocimientos (pasando por alto mi original fantasía) no pudiese encontrar cada día del año un cuento nuevo para unos niños como vosotros. Os contaré uno de los que se inventaron para distracción de nuestra vieja abuela la Tierra, cuando era una chiquilla con refajito y delantal. Hay lo menos cien, y me maravilla que no se hayan puesto hace ya mucho tiempo en libros ilustrados para niñas y niños. En cambio, muchos sabios viejos, con largas barbas grises, se queman las pestañas leyéndolos en librotes llenos de polvo, escritos en griego, y se rompen los cascos queriendo adivinar cuándo y cómo y para qué se inventaron.

—Bueno, bueno, bueno, bueno, primo Eustace —exclamaron a una todos los chiquillos—: no hables más de tus cuentos y empieza a contar.

—Sentaos todos —dijo Eustace— y callad, porque a la primera interrupción, sea de la malvada Siempreviva, del buen Zanahoria o de cualquier otro, daré un mordisco al cuento y me tragaré el pedazo que falte por contar. Pero, en primer lugar, ¿alguno de vosotros sabe lo que es una gorgona?

—Yo sí —dijo Siempreviva.

—Pues ¡cállatelo! —replicó Eustace, que habría preferido que la chiquilla no hubiese sabido nada sobre el asunto—. Callad todos y os contaré un cuento preciosísimo sobre la cabeza de una gorgona.

Y así lo hizo, como podéis empezar a leer en las páginas siguientes.