Los pigmeos
Hace mucho tiempo, cuando el mundo todavía era un lugar lleno de prodigios, lo habitaron un gigante de carne y hueso llamado Anteo y más de un millón de curiosas y diminutas criaturas, que recibían el nombre de pigmeos. Siendo todos ellos hijos de la misma madre (nuestra bondadosa y anciana abuela Tierra), se consideraban hermanos y vivían en cariñosa armonía, muy lejos de aquí, en el corazón de la ardiente África. Los pigmeos eran tan pequeños, y existían tantos desiertos de arena y tantas elevadas montañas que los separaban del resto de la humanidad, que solo una vez cada cien años, como mucho, alguien podía atisbar su presencia. En cuanto al gigante, era de una estatura tan colosal que resultaba muy fácil de ver, aunque era mucho más seguro no acercarse demasiado.
Supongo que si algún pigmeo alcanzaba una altura de quince o diecisiete centímetros los demás le tenían por un hombre asombrosamente alto. Debe de haber sido muy hermoso poder contemplar sus pequeñas ciudades, con sus calles de medio metro de anchura, empedradas con minúsculos guijarros y rodeadas de diminutas viviendas del tamaño de una jaula de ardillas. El palacio real alcanzaba las majestuosas dimensiones de la casita de muñecas de Pimpinela, y se levantaba en el centro de una espaciosa plaza, que a duras penas cubriría la alfombra que tenemos al pie de la chimenea. Su templo más importante o catedral era tan alto como un escritorio y para ellos era un edificio sublime y maravilloso. Los pigmeos no utilizaban la piedra ni la madera en sus construcciones sino una mezcla de paja, plumas, cáscara de huevo y pequeños fragmentos de otros materiales, que los obreros fijaban hábilmente, como si fueran nidos de pájaro, con una arcilla endurecida en lugar de argamasa. Y, cuando el sol abrasador secaba sus muros, resultaban tan acogedoras y confortables que un pigmeo no podía desear nada más.
Los campos que rodeaban la ciudad habían sido convenientemente divididos en pequeñas parcelas, la mayor de las cuales tendría casi el mismo tamaño que uno de los macizos de flores de Arándano. Era allí donde los pigmeos acostumbraban a plantar trigo y otros cereales que, al crecer y madurar, proyectaban su sombra sobre aquel pueblo diminuto, de igual modo que los pinos, los robles, los nogales y los castaños ensombrecen nuestro paso cuando caminamos por los senderos del bosque. En aquel tiempo de la cosecha, se veían obligados a cortar el grano con sus hachas, exactamente como lo hace un leñador al abrir un claro en el bosque. Y, cuando una espiga de trigo, con su cabeza repleta de grano, caía por puro azar sobre un desafortunado pigmeo, era muy probable que sucediera una verdadera desgracia; pues, si no quedaba aplastado bajo su peso, sin duda al menos sí sufriría un fuerte dolor de cabeza. ¡Oh, cielos! Si los padres y las madres eran así de diminutos, ¿cómo serían los niños y los recién nacidos? Una familia entera podría acostarse en un zapato o cabría dentro de un viejo guante, donde jugaría al escondite entre el pulgar y el resto de sus dedos. ¡Habríais podido esconder a un niño de un año debajo de un dedal!
Pues bien, esos graciosos pigmeos, tal como os he contado antes, vivían junto a un gigante al que querían como a un hermano y podríamos afirmar que este era más grande que diminutos ellos, si fuera posible comparar ambas peculiaridades. Su estatura era tan elevada que llevaba por bastón un pino de dos metros y medio de altura. Y puedo aseguraros que un pigmeo con buena vista necesitaba la ayuda de un telescopio para divisar su cabeza; y algunas veces, cuando había niebla, solo podían ver sus largas piernas, que parecían andar solas. Sin embargo, al mediodía, cuando el tiempo estaba despejado y el sol le iluminaba con sus rayos, el gigante Anteo era todo un espectáculo. Allí podía vérsele, un hombre como una montaña, contemplando a sus pequeños hermanos con su rostro sonriente, mientras dirigía un amistoso guiño a toda la nación pigmea con aquel extraordinario y único ojo, tan grande como la rueda de un carro, justo en el centro de su frente.
A los pigmeos les encantaba hablar con Anteo; y cincuenta veces al día, uno u otro alzaban la cabeza y gritaban a todo pulmón:
—¡Hola, hermano Anteo! ¿Cómo estás, muchacho?
Y, cuando aquella vocecilla lejana llegaba hasta sus oídos, el gigante respondía:
—Muy bien, hermano pigmeo, muchas gracias.
Y era tan atronadora su voz que, de no haber surgido de un lugar tan distante, habría derrumbado las paredes de su más sólido templo.
Era una feliz circunstancia que Anteo fuera amigo del pueblo pigmeo, pues había mucha más fuerza en su dedo meñique que en diez millones de aquellos minúsculos cuerpecillos. Si el gigante hubiera sido tan malvado con ellos como lo era con el resto del mundo, habría podido destrozar de una sola patada la más grande de sus ciudades sin apenas percatarse de lo que hacía. Con el tornado de su aliento, podría haberse llevado por los aires los tejados de cien moradas, mandando a sus pobres habitantes a dar vueltas y vueltas por el aire. Podría haber pisado a una auténtica multitud, y no hay duda de que, al levantar su gigantesco pie, el espectáculo habría sido lastimoso. No obstante, al ser hijo de la Madre Tierra como ellos, los trataba con fraternal cariño, amándolos con todo el amor que es posible sentir por unas criaturas tan menudas. Por su parte, los pigmeos querían al gigante con todo el afecto del que eran capaces sus diminutos corazones. Anteo siempre estaba dispuesto a correr en su ayuda; así, por ejemplo, si necesitaban viento para sus molinos, el gigante, con su simple respiración, hacía girar las aspas a una gran velocidad. Cuando el calor apretaba, Anteo se sentaba para proyectar su sombra sobre el reino, refrescando a todos los habitantes. A pesar de todo, era lo suficientemente sabio para dejarles manejar solos sus propios asuntos; a fin de cuentas, es lo mejor que pueden hacer los poderosos por los débiles.
En pocas palabras, tal como he explicado con anterioridad, Anteo quería a los pigmeos y estos querían a Anteo. Como la vida del gigante había sido tan larga como alto era su cuerpo, y la vida de un pigmeo apenas duraba un abrir y cerrar de ojos, aquella estrecha relación se había mantenido a lo largo de innumerables épocas y generaciones. Era una amistad que habían recogido las crónicas pigmeas y de la que hablaban sus más antiguas tradiciones. El más anciano y venerable de los pigmeos no recordaba época en la que su pueblo no hubiera contado con la amistad del gigante, ni siquiera en vida de su más remoto antepasado. Es cierto que en una ocasión (tal como conmemora un obelisco de un metro de altura erigido en el lugar de la catástrofe), Anteo se había sentado sobre unos cinco mil pigmeos, allí reunidos para contemplar un desfile militar. Pero aquel fue uno de esos desafortunados accidentes de los que nadie es culpable, por lo que las pequeñas criaturas no se lo tuvieron en cuenta, y se limitaron a pedir al gigante que pusiera más cuidado a la hora de elegir dónde se sentaba.
Resulta realmente gracioso imaginar a Anteo de pie entre los pigmeos, como si fuera la aguja de la catedral más alta jamás construida, mientras estos corrían al igual que hormigas entre sus pies. ¡Y pensar que, a pesar de su diferencia de tamaño, no existía más que cariño y simpatía entre ellos! Siempre he creído que el gigante necesitaba mucho más a aquellos seres diminutos de lo que ellos le necesitaban a él. Pues, de no haber sido sus vecinos, amigos y compañeros, Anteo habría estado completamente solo en el mundo. Jamás había existido otro gigante como él. Ninguna criatura de su tamaño se le había acercado para dirigirle su estruendosa voz. Cuando asomaba la cabeza entre las nubes, estaba completamente solo. Así había sido a lo largo de cientos de años y continuaría siéndolo toda la eternidad. Y, si hubiera conocido a otro gigante, habría pensado que el mundo no era lo suficientemente grande para dos personajes tan descomunales y, en lugar de hacerse amigo suyo, habría luchado contra él hasta que uno de los dos hubiera caído derrotado. Sin embargo, con los pigmeos era el viejo gigante más alegre, dulce y divertido que jamás hubiera lavado su cara en una nube cargada de lluvia.
Sus diminutos amigos, como toda la gente menuda, tenían una gran opinión de sí mismos y solían adoptar un aire condescendiente con el gigante.
—¡Pobre criatura! —se decían unos a otros—. ¡Se aburre tanto sin compañía! No deberíamos protestar por tener que dedicarle un poco de nuestro precioso tiempo para entretenerlo. Ya sabemos que es mucho menos listo que nosotros; por esta razón, necesita que velemos por su felicidad y bienestar. Seamos amables con él. Si la Madre Tierra no hubiera sido tan generosa con nosotros, quizá habríamos podido ser gigantes como Anteo.
Cuando no tenían que trabajar, los pigmeos se divertían jugando con él. A menudo se echaba sobre el suelo y un pigmeo algo paticorto necesitaba más de una hora para llegarle de la cabeza a los pies, como si el gigante fuera una larga cordillera. Anteo solía poner la enorme palma de su mano sobre la hierba y desafiaba al pigmeo más alto a trepar por ella y saltar de un dedo a otro. Y aquellos diminutos seres eran tan intrépidos que, como si fuera lo más natural del mundo, andaban a gatas entre los pliegues de sus ropajes. Cuando Anteo apoyaba su cabeza en la tierra, escalaban audazmente, asomándose a la gran caverna de su boca y, si el gigante cerraba súbitamente sus mandíbulas, como si fuera a engullir a cincuenta pigmeos a la vez, todos reían divertidos, pues se trataba de un simple juego. Os habría alegrado ver a los niños escondiéndose entre sus cabellos o columpiándose en su barba. Es imposible contaros todas las travesuras que hacían con su descomunal amigo. Pero la escena más singular era cuando se veía a un grupo de niños haciendo carreras en su frente, tratando de ser los primeros en rodear el enorme círculo de su único ojo. Otra de sus diversiones favoritas era caminar por encima de su nariz y saltar sobre el labio superior.
Debemos decir, en honor a la verdad, que a veces los pigmeos resultaban tan molestos como un enjambre de mosquitos, pues les gustaba hacer demasiadas diabluras, y a menudo clavaban sus diminutas espadas y lanzas en la piel del pobre gigante, con el fin de comprobar lo gruesa y dura que era. Pero Anteo no se enfadaba nunca, aunque, de vez en cuando, si se encontraba adormilado, refunfuñaba un poco, lo que recordaba al lejano retumbar de una tormenta, y les pedía que dejaran de hacer tonterías. Sin embargo, lo más frecuente era verle contemplar sus diversiones y sus brincos, hasta que los pequeños lograban despertar del todo su inmenso, lento y torpe ingenio; entonces, soltaba una carcajada tan sonora que toda la nación pigmea se veía obligada a taparse los oídos para no quedarse sorda.
—¡Ja, ja, ja! —reía el gigante mientras sus montañosos costados se estremecían—. ¡Qué divertido es ser tan diminuto! Si no fuera Anteo, me encantaría ser un pigmeo y pasarlo tan bien como ellos.
A los pigmeos solo parecía inquietarles una cosa en el mundo: estaban continuamente en guerra contra las grullas y, tal como recordaba el viejo gigante, siempre había sido así. De vez en cuando, se producían violentos combates, que unas veces ganaban los diminutos hombrecillos y otras, las grullas. Según algunos historiadores, los pigmeos generalmente acudían a la batalla montados a lomos de cabras y carneros; sin embargo, aquellos animales eran demasiado grandes para tan minúsculas criaturas. Por esta razón, me siento inclinado a pensar que montaban a lomos de ardillas, conejos o ratas, aunque tal vez fueran erizos, pues sus afiladas púas resultarían mucho más peligrosas para el enemigo. Sea como fuere, tengo la certeza de que su aparición era todo un espectáculo, armados con espadas y lanzas, arcos y flechas, tocando sus diminutas trompetas, lanzando sus pequeños gritos de guerra. Nunca dejaban de darse ánimos unos a otros para seguir luchando con bravura, recordando que los ojos del mundo estaban puestos en ellos; aunque, si hemos de ser sinceros, el único espectador era Anteo, con aquel estúpido y gigantesco ojo en mitad de la frente.
Cuando los dos ejércitos se encontraban en el fragor de la batalla, las grullas avanzaban batiendo sus alas, mientras estiraban el pescuezo y atrapaban a varios pigmeos con su pico. Cada vez que esto ocurría, os aseguro que era terrible ver a aquellos hombrecillos pataleando con todas sus fuerzas, mientras caían por el aire y desaparecían en el largo y tortuoso gaznate del ave, que se los tragaba todavía vivos. Ya sabéis que un héroe debe estar siempre preparado para hacer frente a cualquier destino; y no hay duda de que alcanzar la gloria es un consuelo para él, aunque sea en el estómago de una grulla. Si Anteo observaba que sus pequeños aliados iban perdiendo la batalla, dejaba de reír y corría en su ayuda dando enormes zancadas, blandiendo su mazo en lo alto y gritando a las grullas, que se retiraban graznando todo lo rápido que podían. Entonces el ejército pigmeo regresaba victorioso al hogar, atribuyendo la victoria únicamente a su gran valor, a su destreza con las armas y a la hábil estrategia de quien fuese en aquel momento su capitán general. Y durante algún tiempo parecían celebrarse únicamente grandes desfiles, banquetes, brillantes luminarias y exposiciones de figuras de cera, que guardaban semejanza con los oficiales más heroicos.
En las mencionadas campañas militares, si un pigmeo lograba arrancar a una grulla una pluma de su cola, esta se convertía en un preciado trofeo que colocaba en su gorro; y en más de una ocasión, creedme, un pequeño pigmeo fue nombrado máximo dirigente de la nación por el simple hecho de haber regresado de la batalla con una de esas plumas en la cabeza.
Pero creo que ya os he contado suficientes cosas para demostrar lo valientes que eran aquellas diminutas criaturas y lo felices que habían vivido durante generaciones y generaciones con el descomunal gigante Anteo. Así que pasaré a relataros una batalla mucho más asombrosa que cualquiera de las que se libraron entre los pigmeos y las grullas.
Un día el poderoso Anteo se tendió cuan largo era entre sus pequeños amigos, con el enorme pino que le servía de bastón a su costado. El gigante parecía ocupar todo el país de los pigmeos, pues su cabeza se encontraba en un extremo del reino y sus pies sobrepasaban el otro. El gigante se acomodó lo mejor que pudo, mientras los pigmeos saltaban por todo su cuerpo, asomándose a la boca cavernosa o jugando entre los cabellos. Algunas veces se quedaba dormido, apenas unos minutos, y roncaba con la fuerza de un torbellino. Durante una de esas pequeñas cabezadas, un pigmeo logró trepar hasta su hombro y se dispuso a contemplar el extenso paisaje que se abría en el horizonte, como si estuviera en la cima de una colina. Fue entonces cuando divisó algo en la lejanía que le hizo restregarse aquellos puntitos diminutos y brillantes que le servían de ojos. Al principio, creyó que se trataba de una montaña, y se preguntó cómo habría podido surgir tan súbitamente de la tierra. Pero pronto comprobó que aquella montaña se movía. Y, a medida que se iba acercando, empezó a adquirir forma humana, que, aunque menos gigantesca que la de Anteo, era realmente enorme en comparación con los pigmeos, pues su tamaño era bastante superior al de los hombres actuales.
Cuando el pigmeo estuvo seguro de que sus ojos no le engañaban, corrió tan veloz como le permitieron sus piernas hasta el oído del gigante y, asomándose a aquella gigantesca cavidad, gritó con todas sus fuerzas:
—¡Hermano Anteo, levántate enseguida y coge tu bastón! ¡Por allí viene otro gigante dispuesto a pelear contigo!
—¡Qué tonterías dices, querido amigo! —gruñó Anteo—. ¿Acaso no ves que estoy durmiendo? No me levantaría por ningún gigante del mundo.
Sin embargo, el pigmeo volvió a mirar y se dio cuenta de que el desconocido caminaba directamente hacia la figura postrada de Anteo. Y, a medida que se aproximaba a ellos, resultaba más y más evidente que no se trataba de una montaña azulada, sino de un hombre inmensamente alto. Pronto estuvo tan cerca que despejó toda duda: ahí lo tenían, el sol iluminaba su yelmo dorado y el brillante peto de la coraza refulgía; llevaba una espada en el costado, una piel de león sobre la espalda y un mazo aún más grueso que el bastón de Anteo en el brazo derecho.
Para entonces, toda la nación pigmea había podido ver aquella nueva maravilla, de modo que empezaron a gritar al unísono, con el fin de que su chillido resultara audible.
—¡Arriba, Anteo! ¡Muévete, viejo perezoso! Se acerca otro gigante tan fuerte como tú con cara de pocos amigos.
—¡Bobadas! ¡Bobadas! —protestó el soñoliento gigante—. Terminaré mi siesta, venga quien venga.
El desconocido continuó acercándose y los pigmeos distinguieron con claridad que, si bien su estatura no era tan elevada como la de Anteo, parecía más ancho de hombros. ¡Y estos debían ser realmente asombrosos! Como ya os conté hace mucho tiempo, en una ocasión llegaron a sostener el cielo. Los pigmeos, como eran diez veces más vivaces que el majadero de su hermano, fueron incapaces de soportar la lentitud de sus movimientos y decidieron levantarlo como fuera. Así que continuaron gritando y llegaron incluso a pincharle con sus espadas.
—¡Levántate! ¡Levántate! ¡Levántate! —chillaban—. ¡Arriba esos huesos perezosos! El mazo de ese gigante es más grande que el tuyo, sus hombros son más anchos y parece más fuerte.
Anteo no podía soportar que alguien hablara de la existencia de otro mortal ni la mitad de poderoso que él. Por ello, se sintió sumamente molesto por este último comentario, que pareció herirle más profundamente que las espadas. Sentándose malhumorado y abriendo una enorme boca al bostezar, se restregó los ojos; luego volvió su estúpida cabezota hacia donde señalaban con impaciencia sus diminutos amigos.
Tan pronto como sus ojos divisaron al desconocido, se puso en pie de un salto y, blandiendo el poderoso bastón que zumbaba en el aire, caminó dos o tres kilómetros para salirle al paso.
—¿Quién eres? —tronó el gigante—. ¿Y qué vienes a buscar en mis dominios?
Anteo poseía un extraño poder del que todavía no os he hablado, temiendo que, si os relataba de golpe tantas maravillas, no creeríais ni la mitad de ellas. Pero quiero que sepáis que, cada vez que este formidable gigante tocaba el suelo con la mano, con el pie o con cualquier parte de su cuerpo, veía aumentado su vigor. La tierra, como recordaréis, era su madre y sentía un profundo cariño por él, por ser casi el más corpulento de sus hijos. De ahí que inventara aquel ingenioso método para que la fuerza del gigante no disminuyera nunca. Algunos dicen que Anteo se volvía diez veces más poderoso cada vez que tocaba la tierra; aunque otros afirman que únicamente doblaba su vigor. ¡Tratad de imaginarlo! En uno de sus paseos, suponiendo que caminara quince kilómetros y que cada una de sus zancadas avanzara cien metros, calculad cuánto aumentaba su fuerza. Siempre que se tendía en el suelo para reposar un poco, incluso levantándose al instante, adquiriría la fuerza de diez gigantes de su tamaño. Era una suerte para el mundo que Anteo fuera de naturaleza indolente y prefiriera la tranquilidad a la acción, pues, si hubiera sido tan saltarín como los pigmeos y hubiese tocado la tierra tan a menudo como ellos, hace mucho tiempo que habría tenido la fuerza necesaria para bajar el cielo a la altura de las orejas de la gente. Pero era uno de esos torpes gigantes semejantes a montañas, no solo por su volumen, sino también por su aversión al movimiento.
Cualquier otro mortal, excepto aquel que acababa de entrar en sus dominios, se habría muerto de miedo al ver su feroz aspecto y oír su atronadora voz. Sin embargo, aquel extraño ni se inmutó. Levantó descaradamente su mazo, sin dejar de balancearlo con la mano y pareció medir a Anteo con la mirada, sin manifestar el menor asombro ante su estatura, como si hubiera visto innumerables gigantes en su vida y aquel no fuera el más grande de todos. En realidad, si el gigante hubiera sido del tamaño de los pigmeos (que miraban y escuchaban con gran atención lo que ocurría), el miedo de Hércules no habría sido menor.
—¿Quién eres? —rugió Anteo nuevamente—. ¿Cómo te llamas? ¿Por qué has venido hasta aquí? Habla, vagabundo, o probaré la dureza de tu cráneo con mi bastón.
—Eres un gigante muy grosero —respondió el desconocido sin perder la calma—. Es probable que tenga que enseñarte un poco de educación antes de que nos despidamos. En cuanto a mi nombre, soy Hércules. Estoy atravesando tus dominios porque es el mejor camino para llegar al jardín de las Hespérides, donde debo coger tres manzanas de oro para el rey Euristeo.
—¡Miserable! ¡No permitiré que des un paso más! —vociferó Anteo lanzándole una mirada aún más terrible; pues había oído hablar del poderoso Hércules y le tenía un profundo odio—. ¡Y tampoco regresarás a tu tierra!
—¿Y cómo vas a impedírmelo? —preguntó Hércules.
—Golpeándote con este pino —gritó el gigante, frunciendo el ceño hasta convertirse en el monstruo más feo de África—. Soy cinco veces más fuerte que tú y, en cuanto golpee la tierra con este pie, seré quinientas veces más poderoso. Sin embargo, me avergüenza matar a un enano tan insignificante y débil como tú, de modo que te convertiré en mi esclavo. Tira, por favor, tu mazo y las demás armas. Tengo la intención de hacerme un par de guantes con tu piel de león.
—Pues entonces, ¡ven! ¡A ver si eres capaz de quitármela de los hombros! —exclamó Hércules levantando su mazo.
El gigante, con una mueca de rabia, se dirigió hacia el extraño a grandes zancadas, como una gran torre, mientras veía incrementada diez veces su fuerza con cada paso que daba. Quiso propinar un terrible golpe a su enemigo con el pino que le servía de bastón, pero Hércules lo detuvo con su mazo y, como era más hábil que su rival, le devolvió un porrazo tan fuerte que aquella enorme mole semejante a una montaña se derrumbó en el suelo. Los pobres pigmeos (que jamás habían imaginado que existiera alguien tan fuerte como su hermano Anteo) quedaron consternados ante lo ocurrido. Sin embargo, nada más desplomarse, el gigante volvió a ponerse en pie de un salto, con una fuerza diez veces mayor; y su rostro reflejaba tanta ira que solo mirarle producía espanto. Intentó asestar un nuevo golpe a Hércules, pero la rabia le cegó hasta tal punto que nuevamente falló; y la pobre e inocente Madre Tierra fue la única que recibió el violento porrazo, y sus entrañas gimieron y temblaron. El pino se incrustó con tanta fuerza en la tierra que, mientras Anteo intentaba arrancarlo, Hércules le dio un brutal mazazo en los hombros; y el gigante rugió como si de sus inmensos pulmones hubieran escapado toda clase de intolerables sonidos en un único alarido, que voló por encima de valles y montañas y, según me han dicho, llegó a oírse en el otro extremo de los desiertos africanos.
Y la capital de los pigmeos quedó completamente destruida por los violentos temblores que originó la vibración del aire. Y, a pesar de que el estruendo no podía ser mayor, tres millones de pequeñas gargantas empezaron a gritar, imaginando que aumentaban al menos diez veces el bramido del gigante. Entretanto Anteo, sintiéndose más fuerte que nunca, volvió a ponerse en pie y, extrayendo el pino de la tierra, corrió furibundo hacia Hércules para asestarle otro estacazo.
—¡Esta vez no escaparás, granuja! —vociferó.
Pero una vez más, Hércules esquivó el fatal golpe con su mazo, deshaciendo el pino del gigante en mil pedazos, que cayeron sobre los pigmeos y causaron muchos más daños de los que yo hubiera deseado. Y, antes de que Anteo pudiera apartarse, Hércules le sacudió otro violento mazazo que le hizo caer nuevamente al suelo y aumentar el enorme vigor que ya poseía. Y no encuentro palabras para describir la intensidad de su cólera. Solo os diré que su único ojo se había convertido en un círculo de incandescentes llamaradas. Al no disponer de más arma que sus puños (cada uno de ellos de mayor tamaño que un tonel de doscientos veinticinco litros), los cerró con fuerza, golpeó el uno contra el otro, y empezó a dar saltos furiosos, mientras balanceaba sus descomunales brazos como si, además de matar a Hércules, pretendiera aplastar el mundo entero.
—¡Vamos! —bramó el gigante—. ¡Deja que te dé un puñetazo en la oreja! ¡Seguro que no volverá a dolerte!
Pero Hércules, a pesar de ser lo suficientemente fuerte para sostener el cielo, empezó a darse cuenta de que nunca ganaría aquella lucha si se limitaba a derribar a Anteo; pues, cada vez que este tocaba el suelo, cobraba nuevas fuerzas gracias a la ayuda de la Madre Tierra. Por esta razón, el héroe arrojó el mazo con el que había librado tantas batallas y se dispuso a enfrentarse a su rival con las manos desnudas.
—¡Acércate! —gritó—. Puesto que he roto tu pino, mediremos nuestras fuerzas en un combate de lucha libre.
—¡Será un auténtico placer! —repuso Anteo, pues si había algo de lo que estaba orgulloso era de su destreza en este tipo de combate—. ¡Bellaco! ¡Te mandaré a un lugar del que no puedas regresar!
Y el gigante se lanzó al ataque, saltando y haciendo cabriolas, realmente enfurecido, mientras su fuerza aumentaba y aumentaba.
Sin embargo, debéis comprender que Hércules era mucho más sabio que el torpe gigante, y había estudiado el mejor modo de enfrentarse a aquel enorme monstruo nacido de la tierra con el fin de derrotarle, a pesar de la poderosa ayuda de su madre. Por ello, supo esperar el momento oportuno y, justo cuando el gigante se abalanzó sobre él, lo atrapó con ambas manos y, alzándolo en vilo, lo sujetó por encima de su cabeza.
Imaginaos la escena, mis queridos amiguitos. Debió de ser todo un espectáculo contemplar a aquella criatura monstruosa con la cabeza hacia abajo, pataleando en el aire, retorciendo su inmenso corpachón, al igual que un recién nacido.
Pero lo más asombroso fue que, tan pronto como Anteo estuvo alejado de la tierra, el vigor que esta le transmitía empezó a desvanecerse. Hércules pronto comprendió que su fastidioso enemigo era cada vez más débil, no solo porque pataleaba y luchaba con menor violencia, sino también porque el terrible estruendo de su voz se había convertido en un murmullo. Pues la verdad era que Anteo estaba condenado a perder tanto su fuerza como su aliento vital a menos que tocara la Madre Tierra una vez cada cinco minutos. Hércules había adivinado su secreto; y será mejor para nosotros recordarlo, por si algún día nos vemos obligados a luchar contra un rival como Anteo. Esas criaturas nacidas de la tierra solo resultan difíciles de vencer en su propio medio, y se pueden manejar cómodamente si conseguimos elevarlas a una región más pura y noble. Y así lo demostró aquel pobre gigante, por el que no puedo evitar sentir una cierta lástima, a pesar de su forma de maltratar a los desconocidos que se acercaban a visitarlo.
Cuando apenas le quedaban fuerza y vida, Hércules lanzó su inmenso corpachón por los aires, y Anteo fue a caer a más de un kilómetro de distancia, y allí quedó tendido sin más vida que una montaña de arena. Era demasiado tarde para que la Madre Tierra corriera en su ayuda. No me extrañaría nada que sus pesados huesos continuaran aún allí, confundidos con los de un elefante de tamaño asombroso.
Sin embargo, ¡cómo se lamentaban los pobres pigmeos viendo a su gigantesco hermano tan cruelmente tratado! Pero, si Hércules oyó sus apenados gritos, hizo caso omiso de ellos, pues posiblemente imaginó que eran apenas los lastimosos gorjeos de aquellos pajarillos que habían abandonado sus nidos asustados por el estrépito del combate. Sus pensamientos habían estado tan concentrados en el gigante que jamás había dirigido su mirada hacia los pigmeos, y no creo que conociera la existencia de una pequeña nación tan curiosa como aquella. Después de haber recorrido un largo camino y agotado por la lucha, extendió la piel de león sobre el suelo y, tumbándose sobre ella, se quedó profundamente dormido.
Apenas vieron los pigmeos que Hércules se disponía a echar una siesta, empezaron a hacerse señales unos a otros, moviendo la cabeza y guiñando sus diminutos ojos. Y, cuando la respiración profunda y regular de Hércules les infundió la certeza de que se encontraba dormido, celebraron una multitudinaria reunión en un espacio de alrededor de dos metros y medio cuadrados. Uno de sus oradores más elocuentes (que además era un valiente guerrero, aunque no manejase ninguna arma tan bien como la lengua) se subió a una seta y, desde aquella elevada posición, se dirigió a la masa con estas palabras:
—¡Pigmeos! Hemos sido testigos de la terrible desgracia que acaba de ocurrir y hemos visto de qué forma ha sido insultada nuestra nación. Allí a lo lejos yace Anteo, nuestro muy amado amigo y hermano, asesinado dentro de nuestras fronteras por un malvado granuja que, aprovechándose de su inferioridad, se enfrentó a él en una lucha tan encarnizada (si lo que hemos visto puede llamarse así) como jamás soñaron contemplar hombres, gigantes o pigmeos. Y, para hacer aún mayor su afrenta, el muy bellaco se ha dormido tan tranquilo, como si no tuviera nada que temer de nuestra ira. ¡Compatriotas! Ha llegado el momento de decidir qué imagen de nuestro pueblo deseamos dar al mundo y cómo nos juzgará la historia si dejamos que todas estas ignominias queden sin venganza.
»Anteo era nuestro hermano, nacido de la misma madre, a quien debemos estos músculos y estos tendones, así como estos corazones llenos de valentía que tanto le enorgullecieron. Fue un fiel aliado, y cayó luchando tanto por los derechos de nuestra patria como por su propia integridad. Nosotros, al igual que nuestros antepasados, hemos convivido amistosamente con él, y nos hemos tratado con respeto y amor, de hombre a hombre, durante generaciones y generaciones. Recordad con cuánta frecuencia todo nuestro pueblo ha descansado bajo su sombra y cómo nuestros pequeños jugaban al escondite entre los nudos de sus cabellos; tampoco olvidéis cómo caminaba entre nosotros, sin que sus poderosos pasos nos pisaran ni la punta del pie. Y nuestro amado hermano, ese tierno y afectuoso amigo, ese fiel y valiente aliado, ese virtuoso gigante, ese inocente y bondadoso Anteo, yace sin vida. ¡Muerto! ¡Impotente! ¡Mudo! ¡Una simple montaña de barro! Perdonad mis lágrimas… Pero también las veo en vuestros ojos. Si inundáramos el mundo con ellas, ¿acaso podría alguien culparnos?
»En pocas palabras, compatriotas, ¿dejaremos que este forastero malvado y traidor prosiga su camino incólume y victorioso hacia los confines de la tierra? ¿No vamos a obligarle a dejar sus huesos junto a los de nuestro hermano asesinado? Y de este modo, mientras el esqueleto de Anteo conmemore eternamente nuestro dolor, el de Hércules servirá de ejemplo ante los hombres de la terrible venganza de los pigmeos. Tengo la seguridad de que nuestra decisión servirá para reflejar el valor de este pueblo, y acrecentará la gloria que hemos heredado de nuestros antepasados y que hemos reivindicado con orgullo en nuestras batallas contra las grullas.
El orador fue aquí interrumpido por una explosión de incontenible entusiasmo; y cada uno de los pigmeos gritó enfervorizado, afirmando que el honor de la patria debía ser protegido por encima de todo. Él saludó inclinando la cabeza y, haciendo un gesto para pedir silencio, continuó la arenga pronunciando las siguientes admirables palabras:
—¡Compatriotas! Solo nos queda decidir si iniciamos la guerra como una nación, todos unidos contra el enemigo, o elegimos a uno de nuestros campeones, famoso por sus anteriores victorias, para que desafíe en singular combate al asesino de nuestro hermano Anteo. En este caso, aunque soy consciente de que existen pigmeos más altos que yo, me ofrezco voluntario para cumplir tan envidiable misión. Y creedme, queridos compatriotas, tanto si vivo como si muero, el honor de este gran país y la fama heredada de nuestros heroicos antepasados seguirán incólumes. Pues, mientras pueda empuñar esta espada que ahora desenvaino, jamás, jamás, jamás, permitiré que estos sean mancillados, aunque la mano ensangrentada que mató al gran Anteo me obligue a morder el polvo de la tierra que me dispongo a defender con la vida.
Y, diciendo estas palabras, el valiente pigmeo sacó su arma (cuya visión era terrorífica, pues era del tamaño de la hoja de una navaja), arrojando su vaina sobre las cabezas de la multitud. Su discurso fue seguido de un estallido de aplausos, como indudablemente merecían su patriotismo y su espíritu de sacrificio; y los vítores y aplausos se habrían prolongado mucho más, de no haberlos hecho casi inaudibles la profunda respiración o, más vulgarmente, el profundo ronquido del agotado Hércules.
Finalmente, se tomó la decisión de que la nación pigmea entera contribuiría a la destrucción de Hércules. Pero no porque se pusiera en duda que aquel valiente paladín pudiera derrotarle con su espada, sino porque fue declarado enemigo público y todos querían compartir la gloria de su derrota. Asimismo, se celebró un debate para discutir si el honor de la patria no exigía enviar por delante un emisario, que, aproximándose al oído de Hércules, tocara la trompeta para desafiarle formalmente. Dos o tres de los pigmeos más sabios y venerables, que gozaban de gran experiencia en asuntos de Estado, afirmaron que la guerra ya había comenzado, por lo que estaban en todo su derecho de tomar al enemigo por sorpresa. Además, si Hércules despertaba y se ponía en pie, podría causarles innumerables daños antes de volver a ser derribado. Pues, como aquellos sabios consejeros observaron, el mazo del desconocido era realmente enorme y había caído cual rayo en el cráneo de Anteo. Por todo ello, los pigmeos decidieron dejar a un lado sus ridículos escrúpulos y atacar de inmediato a su rival.
Así pues, todos los hombres en edad de luchar cogieron sus armas y se dirigieron con valentía hacia Hércules, que continuaba profundamente dormido, sin imaginar la venganza que los pigmeos tramaban contra él. Un grupo de veinte mil arqueros marchaba a la cabeza del ejército, con sus diminutos arcos bien tensados y las flechas preparadas para el ataque. Un número semejante de guerreros debía trepar por el cuerpo de Hércules; unos tenían la orden de sacarle los ojos con sus palas, mientras que otros debían llevar gavillas de heno y desperdicios para taponarle la boca y los orificios nasales, a fin de que pereciera asfixiado. Pero estos últimos fueron incapaces de realizar la tarea que se les había encomendado, pues el aire que Hércules respiraba salía a través de sus orificios nasales con la misma violencia que un huracán y, tan pronto como se acercaban a él, los pigmeos salían volando por los aires. Por ello, se hizo necesario recurrir a otra táctica para poder continuar la guerra.
Tras celebrar un consejo, los capitanes ordenaron a sus tropas recoger palos, paja, hierbajos secos y todo lo que encontraran y pudiera servir de combustible, y los amontonaran alrededor de la cabeza de Hércules. Como el número de pigmeos empleados en esta tarea era tan elevado, pronto dispusieron de una gran cantidad de material inflamable que, una vez apilado, alcanzó una asombrosa altura; así, cuando los pigmeos subían a su cima, alcanzaban la altura del rostro del mismísimo Hércules. Entretanto, los guerreros se colocaron a tiro de arco, con orden de disparar apenas Hércules se moviera. Cuando todo estuvo preparado, acercaron una tea encendida al montículo, que no tardó en empezar a arder; y Hércules habría perecido asado de no haberse puesto en pie. Ya sabéis que un pigmeo, a pesar de su diminuto tamaño, puede incendiar el mundo entero con la misma facilidad que un gigante; por eso, sin duda era este el mejor método para enfrentarse a su enemigo, siempre que consiguieran que no se moviera mientras iniciaban la conflagración.
Pero tan pronto como Hércules empezó a chamuscarse, se levantó de un salto con la cabellera en llamas.
—¿Qué ocurre? —gritó, aún aturdido por el sueño, mirando a su alrededor como si esperara ver a otro gigante.
En aquel mismo instante, los veinte mil arqueros dispararon sus flechas, que salieron zumbando como un enjambre de mosquitos alados, hasta toparse con el rostro de Hércules. Sin embargo, dudo que más de media docena lograran atravesar su piel, que era asombrosamente dura y correosa, como debe ser la piel de un héroe.
—¡Villano! —chillaron a coro todos los pigmeos—. Has matado al gigante Anteo, nuestro gran hermano y aliado. Te declaramos la guerra y morirás ahora mismo en nuestras manos.
Al escuchar tantas y tantas vocecillas estridentes, Hércules, tras apagar con asombro el fuego de sus cabellos, miró a uno y otro lado sin conseguir ver a nadie. Finalmente, sin embargo, mirando con gran atención entre sus pies, divisó la multitudinaria reunión de pigmeos. Se inclinó sobre ellos y, cogiendo entre el índice y el pulgar al más cercano, lo colocó en la palma de su mano izquierda, donde lo examinó guardando una prudente distancia. Y resultó ser el mismo pigmeo que se había dirigido a los demás desde lo alto de una seta, ofreciendo enfrentarse a Hércules en singular combate.
—¿Qué clase de criatura eres, pequeñajo? —gritó Hércules.
—Soy tu enemigo —respondió el valiente pigmeo con el chillido más fuerte que su voz le permitió—. Has matado al gigante Anteo, nuestro hermano por parte de madre, y el más fiel aliado de nuestra ilustre nación durante generaciones. Estamos decididos a acabar contigo y yo, por mi parte, te desafío a enfrentarte a nuestras fuerzas en este mismo instante.
A Hércules le hicieron tanta gracia las altisonantes palabras y los aguerridos gestos del pigmeo que prorrumpió en sonoras carcajadas, y a punto estuvo aquella pobre e insignificante criatura de caerse de la palma de su mano, por las convulsiones que ocasionó su ataque de risa.
—¡Juro por mi honor que creía haber visto todos los prodigios! —exclamó—. Hidras de nueve cabezas, ciervos con astas doradas, hombres de seis piernas, perros de tres cabezas, gigantes con hornos en sus estómagos, y quién sabe cuántas cosas más. Sin embargo, aquí, en la palma de mi mano, tengo algo que supera todas las maravillas. Tu cuerpo, amiguito, tiene el tamaño del dedo de un hombre. Así que dime, ¿cuánto mide tu alma?
—¡Tanto como la tuya! —repuso el pigmeo.
Hércules se conmovió ante la audacia de aquella minúscula criatura y no pudo evitar sentirse fraternalmente unido a él, como suele ocurrir entre los héroes.
—Admirado pueblo —gritó haciendo una reverencia ante los pigmeos—, ¡por nada del mundo desearía ofender a una nación tan valiente! Vuestro corazón es tan grande que me maravilla ver cómo cabe en ese diminuto cuerpo. Os pido la paz y, para que veáis que no miento, daré cinco pasos hacia delante y, al sexto, habré salido de vuestro reino. ¡Adiós a todos! Andaré con gran cuidado para no aplastar en un descuido a cincuenta de los vuestros. ¡Ja, ja, ja! ¡Jo, jo, jo! Por primera vez, Hércules se reconoce vencido.
Algunos autores afirman que Hércules envolvió a todos los pigmeos en su piel de león y se los llevó a Grecia para que los hijos del rey Euristeo jugaran con ellos. Pero esto no es cierto. Pues los dejó a todos en su territorio, donde, según me han contado, aún continúan viviendo sus descendientes, construyendo diminutas casas, cultivando los campos, dando azotes en las nalgas a los niños, librando batallas contra las grullas, haciendo pequeños negocios y leyendo aquellas historias de los viejos tiempos. Y es muy posible que en alguna de ellas quede constancia de que hace muchos siglos, los valientes pigmeos vengaron la muerte del gigante Anteo, ahuyentando al poderoso Hércules.