Al calor del hogar de Tanglewood

Después del cuento

—Primo Eustace —preguntó Arándano, que durante todo el cuento había estado sentado a los pies del narrador con la boca abierta—, ¿qué altura exacta tenía el gigante?

—¡Oh, Arándano, Arándano! —exclamó el estudiante—. ¿Crees que estaba yo allí con la vara en la mano para tomarle las medidas? En fin, si quieres saberlo, poco más o menos, supongo que debía tener de cinco mil a veinticuatro mil metros de alto, y que habría podido sentarse en los montes Taconic y tener Monument Mountain como reposapiés.

—¡Dios mío! —dijo el niño con un gruñido de satisfacción—. ¡Eso es ser gigante de veras! ¿Y cómo de largo tenía el dedo meñique?

—Desde esta casa al lago —dijo Eustace.

—¡Eso es ser gigante de veras! —repitió Arándano, extasiado ante la precisión de las medidas—. ¿Y qué anchura tenían los hombros de Hércules?

—Eso no he podido averiguarlo nunca —respondió el estudiante—. Pero supongo que debían de ser un poco más anchos que los míos o que los de tu padre, y en general un poco más que los de cualquier hombre de ahora.

—Me gustaría —murmuró Arándano, acercando sus labios al oído del estudiante— que me dijeras qué tamaño tenían las encinas que brotaron entre los dedos del gigante.

—Eran tan grandes —dijo Eustace— como el castaño que hay delante de la casa del capitán Smith.

—Eustace —observó el señor Pringle, después de un momento de meditación—, me es imposible expresar sobre este cuento una opinión que halague tu amor propio de autor. Te aconsejo que no vuelvas a meterte con los mitos clásicos. Tu imaginación es completamente gótica, e inevitablemente dará un carácter gótico a todo lo que toques. Lo cual es de tan mal efecto como embadurnar con pintura una estatua de mármol. ¡Ese gigante! ¿Cómo te has atrevido a intercalar esa masa inmensa y desproporcionada entre los correctos perfiles de la fábula griega, que tiende a reducir y dominar lo extravagante a fuerza de elegancia?

—He descrito al gigante como me ha parecido —respondió Eustace un poco molesto—, y si usted, señor, quiere tomarse la molestia de poner su entendimiento a nivel de esas fábulas, como es imprescindible si ha de modelarlas de nuevo, verá, sin duda, que un griego antiguo no tenía más derecho sobre ellas que un yanqui moderno. Son propiedad común del mundo y de todos los tiempos. Los antiguos poetas las moldearon a su gusto y tomaron forma entre sus manos con una plasticidad maravillosa. ¿Por qué no han de tener forma también entre las mías?

El señor Pringle no pudo contener una sonrisa.

—Y además —continuó Eustace—, en el momento en que pone usted en un molde clásico cierto pálpito del corazón, cierta pasión o afecto, cierta moralidad divina o humana, lo convierte en algo completamente distinto de lo que era antes. Mi opinión es que los griegos, al tomar posesión de estas leyendas, que eran patrimonio inmemorial de la humanidad, y darles una forma de belleza indestructible, es cierto, pero fría y sin corazón, han hecho a todos los siglos siguientes un daño irreparable.

—Que tú, sin duda, has nacido para remediar —dijo el señor Pringle echándose a reír—. Está bien; sigue, sigue, pero sigue también mi consejo y no imprimas nunca ninguna de tus historias enmascaradas. Y, para tu próximo esfuerzo, ¿por qué no intentas renovar alguna de las leyendas de Apolo?

—¡Ah, señor mío! Me lo propone usted como si fuera algo imposible —observó el estudiante después de un momento de reflexión—. Y a decir verdad, a simple vista, la idea de un Apolo gótico parece un tanto descabellada; pero aprovecharé la indicación, y no desespero de hacer algo que valga la pena.

En el curso de la discusión precedente, los niños, que no entendieron nada, se habían ido quedando dormidos, y ahora los mandaron a la cama. Se oían sus vocecillas soñolientas mientras iban subiendo la escalera y un viento del noroeste rugía ásperamente entre las copas de los árboles y cantaba antífonas en torno a la casa. Eustace Bright se volvió al despacho e intentó de nuevo forjar unos cuantos versos pero se quedó dormido entre dos rimas.

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