Las tres manzanas de oro

¿Nunca habéis oído hablar de las manzanas de oro que se criaban en el jardín de las Hespérides? ¡Oh, aquellas sí que eran manzanas! Si las hubiera iguales en los huertos de ahora, ¡ya valdrían dinero! Pero no hay en todo el mundo, supongo, ni un solo árbol como aquel frutal maravilloso ni queda pepita alguna de aquellas manzanas.

Incluso en los tiempos antiguos, muy antiguos, ya casi olvidados, en que el jardín de las Hespérides no había sido invadido aún por las malas hierbas, dudaba mucha gente de que pudiera haber verdaderos árboles cuyas ramas tuvieran manzanas de oro macizo. Todos habían oído hablar de ellas pero nadie recordaba haber visto ninguna. De todos modos, los niños escuchaban, boquiabiertos, los cuentos del árbol de las manzanas de oro, y se proponían descubrirlo cuando llegasen a ser mayores. En busca del maravilloso fruto iban los jóvenes valerosos que deseaban emprender hazañas más señaladas que sus compañeros. Muchos de ellos no volvieron jamás, y ninguno trajo las manzanas. ¿No es maravilloso que les fuera imposible cogerlas? Se contaba que bajo el árbol había un dragón de cien terribles cabezas: cincuenta de ellas vigilaban siempre, mientras las otras cincuenta dormían.

Me parece a mí que apenas valía la pena correr tanto peligro por una manzana de oro macizo. Si hubieran sido manzanas dulces, jugosas, en su punto, ya habría sido otra cosa. Entonces podría tener algún sentido tratar de cogerlas a pesar del dragón de las cien cabezas.

Pero, como os he dicho, era cosa muy corriente entre los jóvenes, cuando se cansaban del exceso de paz y descanso, ir en busca del jardín de las Hespérides. Y una vez emprendió la aventura un héroe que había disfrutado de poca paz y descanso desde que vino al mundo. En el tiempo de que os voy a hablar, vagaba por la tierra apacible de Italia con una enorme maza en la mano y un arco y una aljaba colgados del hombro. Iba envuelto en la piel del león más grande y más fiero de aquellos bosques, que él mismo había matado, y aunque en el fondo era bueno, generoso y noble, tenía en su corazón mucho de la fiereza del león. Mientras caminaba, iba constantemente preguntando cuál era el camino más directo para llegar al famoso jardín; pero nadie sabía ni palabra y muchos se habrían reído de la pregunta si el forastero no hubiera llevado una maza tan imponente.

Así, fue andando, andando, preguntando siempre lo mismo, hasta que al fin llegó a la orilla de un río donde unas jóvenes hermosísimas estaban tejiendo guirnaldas de flores.

—Hermosas doncellas —preguntó el forastero—, ¿podéis decirme si este es el camino para ir al jardín de las Hespérides?

Las jóvenes se divertían haciendo guirnaldas y coronándose con ellas unas a otras. Parecía que en sus dedos hubiese algún poder mágico, pues al tocarlas se volvían las rosas más frescas y se cuajaban de rocío, se avivaban sus colores y exhalaban más suave fragancia que cuando estaban en la planta; pero al oír la pregunta del forastero dejaron todas las flores en el césped y se miraron unas a otras con asombro.

—¡El jardín de las Hespérides! —exclamó una—. Creíamos que, después de tanta decepción, los mortales se habrían cansado de buscarlo. Y dime, intrépido viajero, ¿para qué deseas ir allí?

—Cierto rey, primo mío —replicó el viajero—, me ha mandado que le lleve tres manzanas de oro.

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—Casi todos los jóvenes que van en busca de esas manzanas —advirtió otra de las damiselas— las buscan para sí mismos o para regalarlas a alguna hermosa doncella de quien están enamorados. ¿Tanto quieres tú a ese rey, primo tuyo?

—Tal vez no —replicó el forastero suspirando—. Ha sido severo y cruel conmigo muchas veces, pero es mi destino obedecerle.

—¿Y no sabes —preguntó la que había hablado primero— que hay un terrible dragón de cien cabezas bajo el árbol de las manzanas de oro, vigilándolo?

—Claro que lo sé —respondió el forastero—; pero desde la cuna ha sido mi ocupación y casi mi entretenimiento vérmelas con serpientes y dragones.

Las jóvenes miraron la gran maza y la peluda piel de león que llevaba, y también sus heroicos miembros y presencia física, y unas a otras se dijeron en voz baja que el forastero parecía ser persona de quien razonablemente cabía esperar hazañas fuera del alcance de los demás hombres.

Pero ¡el dragón de las cien cabezas! ¿Qué mortal, aunque tuviera cien vidas, podría abrigar esperanza de escapar a los colmillos de semejante monstruo? Tan compasivas eran las doncellas que no podían ver con tranquilidad que aquel valiente y bien parecido viajero intentara cosa tan arriesgada y se condenara a ser, muy probablemente, pasto de las cien voraces bocas del dragón.

—¡Vuelve atrás —exclamaron todas—, vuelve a tu casa! Tu madre llorará de alegría al verte sano y salvo. ¿Qué más podría hacer si lograras tan gran victoria? No hagas caso de las manzanas de oro. No hagas caso del rey, tu cruel primo. Nosotras no queremos que te devore el dragón de las cien cabezas.

El forastero pareció impacientarse con estas advertencias. Levantó negligentemente su poderosa maza y, al bajarla, dio contra una roca que había allí cerca, medio enterrada en el suelo. Con la fuerza de aquel golpe indolente, la roca saltó hecha pedazos. Tal muestra de fortaleza gigantesca no costó al extranjero más esfuerzo que a una de las doncellas tocar con una flor la sonrosada mejilla de su hermana.

—¿No creéis —dijo mirándolas y sonriendo— que un golpe como este aplastaría una de las cien cabezas del dragón?

Se sentó después en la hierba y les contó la historia de su vida, o por lo menos todo lo que de ella podía recordar desde el día en que tuvo por cuna el escudo de bronce de un guerrero. Estando echado en él, llegaron, reptando por el suelo, dos serpientes enormes que abrieron sus horribles mandíbulas para devorarlo; pero él, un niño de pocos meses, agarró una de las fieras culebras en cada uno de sus puñitos y las estranguló.

Cuando era un chiquillo mató a un león enorme, casi tan grande como aquel cuya piel amplia y peluda llevaba entonces sobre los hombros. Lo primero que hizo a continuación fue luchar con una especie de monstruo feísimo, al cual llamaban Hidra, y que tenía nueve cabezas nada menos, y con dientes afiladísimos en todas ellas.

—Pero el dragón de las Hespérides, ya lo sabes —observó una de las doncellas—, ¡tiene cien cabezas!

—Sin embargo —replicó el forastero—, más habría yo querido pelear con dos dragones así que con una sola Hidra; porque en cuanto cortaba una cabeza, nacían otras dos en su lugar y, además, entre las cabezas había una que no era posible matar de ningún modo, y seguía mordiendo tan fieramente como antes mucho después de haber sido cortada. Así que me vi obligado a enterrarla bajo una gran piedra, donde, sin duda, hoy mismo estará viva todavía; pero el cuerpo de la Hidra, con sus otras ocho cabezas, ya no volverá a hacer daño a nadie.

Las jóvenes, calculando que su relato iba a durar un buen rato, habían preparado una merienda de pan y uvas para que el forastero pudiera refrescarse en los intervalos de su charla. Lo animaban a tomar tan frugal alimento y de cuando en cuando una de ellas se ponía un dulce grano de uva entre los labios rojos, para que él no se avergonzara de comer solo.

El viajero pasó a contar cómo había dado caza a un velocísimo ciervo corriendo detrás de él un año entero, sin pararse ni a tomar aliento, y cómo lo cogió por fin por los cuernos, llevándoselo vivo a casa. Y cómo había peleado con una raza extrañísima, mitad caballos y mitad hombres, y los había matado a todos, creyéndolo su deber, para que nunca volvieran a verse tan horribles figuras. Y, además de todo esto, se dio mucho tono por haber limpiado un establo.

—¿Y a eso lo llamas hazaña maravillosa? —preguntó sonriendo una de las doncellas—. Cualquier trabajador del campo podría hacerlo.

—Si hubiera sido un establo ordinario —replicó el forastero— no lo habría mencionado; pero fue una tarea tan gigantesca que habría tardado la vida entera en acabarla si no se me hubiera ocurrido la feliz idea de meter un río por la puerta, desviándolo de su cauce. ¡Eso concluyó el trabajo en muy poco tiempo!

Viendo con qué atención lo escuchaban sus hermosas oyentes, les contó luego que había matado unas aves monstruosas y había cogido vivo a un toro bravo y lo había soltado otra vez, y que había domado muchísimos caballos salvajes y vencido a Hipólita, la belicosa reina de las amazonas. Contó también que había cogido el cinturón encantado que tenía Hipólita y se lo había regalado a la hija de su primo, el rey.

—¿Era el cinturón de Venus —preguntó la más bonita de las doncellas—, que hace a las mujeres hermosas?

—No —respondió el forastero—. Había sido en tiempos el tahalí de Marte, y a quien lo lleva puesto lo hace valiente y animoso.

—¡Un tahalí viejo! —exclamó la damisela levantando la cabeza con desdén—. ¡No daría un comino por él!

—Harías muy bien —dijo el forastero.

Siguiendo su maravilloso relato, contó a las doncellas la más extraña aventura que se les había presentado: su pelea con Gerión, el hombre de seis piernas. Podéis imaginar que sería una figura rarísima y temerosa. Quien mirara sus huellas en la arena o en la nieve, creería que habían sido tres buenos compañeros los que habían pasado caminando. Al oír sus pasos a corta distancia, nada más razonable que pensar que se acercaban varias personas. ¡Y era solamente el extraño Gerión, que caminaba con sus seis pies!

¡Seis piernas y un cuerpo gigantesco! Desde luego, sería un monstruo de aspecto sorprendente. Y, amiguitos, ¡qué gasto de piel para botas!

Cuando el forastero acabó la narración de sus aventuras, miró los atentos rostros de las doncellas.

—Tal vez hayáis oído hablar de mí antes de ahora —dijo modestamente—. Me llamo Hércules.

—Ya lo habíamos sospechado —replicaron—, porque la noticia de tus maravillosas hazañas ha corrido por todo el mundo. Ahora ya no es extraño que vayas en busca de las manzanas de oro de las Hespérides. Venid, hermanas, y coronemos de flores al héroe.

Entonces pusieron hermosas guirnaldas sobre su augusta cabeza y sus poderosos hombros, de manera que la piel de león quedó casi enteramente cubierta de rosas. Cogieron la enorme maza y entretejieron a su alrededor los más brillantes, los más delicados, los más olorosos capullos, sin dejar al descubierto ni el ancho de un dedo de su leñoso material; parecía un enorme ramo de flores.

Finalmente, se cogieron de la mano y danzaron en torno a él, cantando palabras que, casi sin quererlo, eran poesía y formaban una composición coral en honor del ilustre Hércules.

Y Hércules se puso contento, como le hubiera ocurrido a cualquier otro héroe, al ver que aquellas hermosas jóvenes ya habían oído hablar de los valerosos hechos que tanto trabajo le había costado llevar a cabo, y con tanto peligro; pero no estaba aún satisfecho. No podía creer que sus acciones merecieran tanto honor, mientras quedase alguna aventura temeraria o difícil de emprender.

—Queridas doncellas —dijo, cuando se detuvieron para tomar aliento—, ahora que ya sabéis mi nombre, ¿me diréis cómo puedo llegar al jardín de las Hespérides?

—¡Ah! ¿Te vas tan pronto? —exclamaron—. Tú, que has hecho tantas maravillas y que has llevado una vida tan trabajosa, ¿no puedes permitirte un descanso a la orilla de este manso río?

Hércules movió la cabeza.

—Tengo que irme ahora mismo —dijo.

—Entonces te indicaremos el camino lo mejor que podamos —replicaron las jóvenes—. Tienes que ir a la orilla del mar, encontrar al Viejo y obligarle a decirte dónde se encuentran las manzanas de oro.

—¡El Viejo! —repitió Hércules riéndose de ese nombre—. ¿Y quién es el Viejo?

—¿Quién ha de ser? ¡El Viejo del Mar! —contestó una de las muchachas—. Tiene cincuenta hijas y hay quien dice que son muy hermosas; pero no nos ha parecido bien relacionarnos con ellas, porque tienen el pelo de color verde mar y su cuerpo acaba en cola, como el de los peces. Tienes que hablar con ese Viejo del Mar. Siempre está cruzando mares. Lo sabe todo del jardín de las Hespérides, porque está en una isla que él suele visitar.

Hércules preguntó entonces dónde se podría encontrar más fácilmente al Viejo y, cuando las jóvenes le hubieron informado, les dio las gracias por todas sus bondades —por el pan y las uvas que le habían ofrecido, las flores exquisitas con que le habían coronado y los cánticos y danzas con que le habían honrado— y, sobre todo, por haberle indicado el camino; a continuación se puso en marcha.

Pero, antes de que se hubiera alejado mucho, lo llamó una de las doncellas.

—¡Agarra bien fuerte al Viejo cuando lo cojas! —le gritó, sonriendo y levantando un dedo para dar más fuerza a la recomendación—. Y no te asombres de nada que pueda ocurrir. Sujétalo bien, y él te dirá lo que deseas saber.

Hércules dio las gracias de nuevo y siguió su camino, mientras las jóvenes volvían a su agradable tarea de trenzar guirnaldas de flores. Siguieron hablando del héroe mucho después de que este se alejara.

—Tenemos que coronarle con nuestras más hermosas guirnaldas —dijeron— cuando vuelva por aquí con las tres manzanas de oro, después de haber matado al dragón de las cien cabezas.

Mientras tanto, Hércules seguía avanzando, salvando montes y valles y cruzando bosques solitarios. A veces alzaba su maza, y al descargar el golpe hacía astillas un poderoso roble. Tenía la imaginación tan poblada por los gigantes y monstruos que había pasado la vida combatiendo, que a lo mejor tomaba al robusto árbol por uno de ellos. Tan ansioso estaba Hércules de dar cima a la empresa acometida que sentía haber perdido tanto tiempo con las doncellas, malgastando aliento en el relato de sus aventuras. Esto siempre les ocurre a las personas destinadas a llevar a cabo grandes cosas. Lo que ya han hecho les parece que no vale nada, y lo que se traen entre manos les parece digno de dedicarle esfuerzos, correr peligros e incluso arriesgar la vida.

Las personas que pasaban por el bosque se asustaban al verlo derribar los árboles con su gran maza. De un solo golpe se rajaba el tronco, como herido por un rayo, y las ramas gruesas caían crujiendo y tronchándose.

Apresurando la marcha, sin entretenerse ni mirar hacia atrás, no tardó en oír a lo lejos el rugido del mar. Esto le hizo aumentar la velocidad aún más, y pronto llegó a una playa donde las olas, muy grandes, se deshacían sobre la arena dura, formando una larga faja de espuma blanca como la nieve. Sin embargo, en un extremo de la playa había un sitio agradable, donde unos cuantos arbustos verdes trepaban sobre un peñasco, volviendo su superficie de roca blanda y bella. Una alfombra de hierba verde profusamente mezclada con trébol oloroso cubría el estrecho espacio comprendido entre la base del peñasco y el mar. ¿Y qué divisó Hércules allí? Pues a un hombre viejo, profundamente dormido.

Pero ¿era real y verdaderamente un hombre viejo? A primera vista lo parecía pero, después de un examen detenido, semejaba más bien alguna especie de criatura marina. Sus piernas y brazos tenían escamas como los peces; tenía las manos y los pies membranosos, como los patos, y su luenga barba, de tinte verdoso, más parecía un puñado de algas que una barba ordinaria. ¿No habéis visto nunca un leño que ha sido azotado por las olas mucho tiempo y se ha cubierto enteramente de conchas y algas, y que al fin, cuando se saca a tierra, parece provenir de los más profundos senos del mar? Bueno; pues a aquel hombre anciano lo habríais tomado ni más ni menos que por un leño así. Pero Hércules, en cuanto puso los ojos sobre aquella extraña figura, se convenció de que no podía ser más que el Viejo, el que había de indicarle su camino.

Sí: era el mismísimo Viejo del Mar, de quien le habían hablado las hospitalarias jovencitas. Dando gracias a su estrella por la buena suerte de encontrarlo dormido, Hércules fue hacia él de puntillas y lo cogió de un brazo y de una pierna.

—Dime —exclamó, antes de que el Viejo estuviera despabilado del todo—, ¿por dónde se va al jardín de las Hespérides?

Como fácilmente podréis suponer, el Viejo del Mar se despertó asustado. Pero su asombro apenas fue mayor que el que tuvo Hércules un momento después. Porque, de pronto, pareció que el Viejo se le deshacía entre los dedos, y en su lugar se encontró sujetando a un ciervo por una pata trasera y otra delantera. Pero siguió apretando. Entonces desapareció el ciervo, y en su lugar apareció una ave marina que chillaba y aleteaba, mientras él le apretaba un ala y una pata. Pero el ave no pudo escaparse. Inmediatamente después surgió un horroroso perro de tres cabezas que le gruñó y ladró, mordiendo con fiereza las manos que lo sujetaban. Pero Hércules no lo soltó. Al cabo de un minuto, en vez del perro de las tres cabezas apareció nada menos que Gerión, el hombre-monstruo de las seis piernas, y le daba puntapiés con cinco de ellas para intentar liberar la otra. Pero Hércules siguió sujetando fuerte. Al momento ya no estaba Gerión, sino una serpiente inmensa, como aquellas que había estrangulado en su niñez, solo que cien veces más grande; se retorció y se enlazó alrededor del cuello y del cuerpo del héroe, sacudió su cola erguida y abrió sus espantosas fauces como para devorarlo de un bocado. El espectáculo era de lo más terrible. Pero Hércules no se desanimó en modo alguno y estrujó la grandísima sierpe con tanta fuerza que la hizo silbar de dolor.

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Habéis de saber que el Viejo del Mar, aunque generalmente se parecía muchísimo al mascarón de proa de un barco azotado por las olas, tenía el poder de tomar cualquier forma que se le antojase. Cuando se vio tan fuertemente sujeto por Hércules, tuvo la esperanza de causarle tanto asombro y tanto terror con sus transformaciones mágicas que acabaría soltándolo. Si Hércules hubiera aflojado un poco, el Viejo habría ido a hundirse en el fondo del mar, de donde no se hubiera molestado en salir para contestar preguntas impertinentes. Supongo yo que noventa y nueve personas de cada cien se habrían asustado hasta perder la cabeza con la primera de sus horribles transformaciones, y habrían echado a correr. Porque una de las cosas más difíciles en este mundo es comprender la diferencia que hay entre los peligros reales y los imaginarios.

Pero, como Hércules lo sujetaba tan tercamente y no hacía sino estrujarlo más a cada cambio de forma, haciéndole, en realidad, bastante daño, acabó por pensar que lo mejor sería reaparecer en su propia figura. Y, así, de nuevo se mostró aquel personaje que parecía un pez escamoso, con membranas en pies y manos y con una especie de mechón de algas en la barba.

—Haz el favor de decirme qué quieres de mí —exclamó el Viejo en cuanto pudo tomar aliento, porque cambiar tantas veces de apariencia era tarea muy fatigosa—. ¿Por qué me aprietas tan fuerte? Déjame ahora mismo o me harás pensar que eres una persona sumamente incivil.

—¡Me llamo Hércules —dijo con voz bronca el poderoso forastero—, y no te soltaré si no me dices cuál es el camino más derecho para ir al jardín de las Hespérides!

Cuando el Viejo oyó quién era el que lo había sujetado de tal manera, comprendió al instante que no tenía otro remedio que decirle todo lo que necesitaba saber. Tened presente que el Viejo era habitante del mar y correteaba por todas partes, como toda la gente marina. Desde luego, había oído hablar muchas veces de la fama de Hércules, de las hazañas maravillosas que realizaba a cada paso y de lo decidido que estaba siempre a llevar a término cualquier cosa que emprendiera. Por tanto, ya no hizo más esfuerzos por escapar, y le dijo al héroe cómo podía encontrar el jardín de las Hespérides, y le advirtió, además, de las muchas dificultades que habría de vencer antes de llegar a él.

—Tienes que ir por aquí y por allá —dijo el Viejo del Mar después de marcar los rumbos— hasta que llegues a la vista de un gigante muy alto que sostiene los cielos sobre sus hombros. Y el gigante, si está de buen humor, te dirá exactamente dónde se encuentra el jardín de las Hespérides.

—Y si por casualidad el gigante no está de buen humor —observó Hércules balanceando su maza en la punta de un dedo— es muy posible que yo encuentre la manera de convencerlo.

Dando las gracias al Viejo del Mar y pidiéndole perdón por haberle estrujado tan rudamente, nuestro héroe emprendió de nuevo la marcha. Le ocurrieron muchas y extrañas aventuras, que valdría muy bien la pena que las escucharais si yo tuviera tiempo de narrarlas tan detalladamente como merecen.

Fue en este viaje, si no me equivoco, donde encontró a aquel prodigioso gigante, dispuesto por la Naturaleza de tan admirable manera que cada vez que caía y tocaba la tierra se hacía diez veces más fuerte que antes de caer. Se llamaba Anteo. Comprenderéis fácilmente que era cosa muy difícil pelear con él, pues, en cuanto se le derribaba de un golpe, se levantaba de nuevo más fuerte, más fiero, más diestro para manejar sus armas, que si el enemigo lo hubiera dejado en paz. Así, cuanto más fuerte golpeaba Hércules al gigante con su maza, más lejos parecía alcanzar la victoria. Yo he discutido algunas veces con personas así, pero nunca me he peleado con ninguna. El único medio que encontró Hércules para poner fin al combate fue levantar a Anteo sosteniéndole con los pies separados del suelo y estrujarlo, estrujarlo y estrujarlo hasta sacar toda la resistencia de su enorme cuerpo.

Terminado este asunto, prosiguió Hércules su viaje y llegó a tierras de Egipto, en donde lo tomaron preso; y le habrían quitado la vida de no haber matado al rey del país, lo que le permitió escapar. Cruzó luego los desiertos de África y, marchando lo más deprisa que pudo, llegó por fin a la orilla del gran océano. Y allí, a menos que pudiera andar sobre las crestas de las olas, pareció que su viaje tenía que darse por concluido.

Nada había delante de él: solo el océano espumeante, impetuoso e inmenso; pero de pronto, al mirar al horizonte, vio a mucha distancia algo que no se veía un momento antes. Relucía con gran brillo, casi como el redondo y dorado disco del sol cuando se alza o se pone tras el confín del mundo. Se iba acercando de forma evidente, porque a cada momento aquel objeto maravilloso se hacía más grande y más brillante. Al cabo se acercó tanto que Hércules reconoció que era una inmensa copa o tazón de oro de bronce pulido. Cómo flotaba sobre el mar es cosa que yo no sé explicaros; de todos modos, allí estaba balanceándose sobre las olas tumultuosas que la mecían a un lado y a otro levantando sus crestas espumeantes contra las paredes, pero sin que la espuma pasara nunca por encima del borde.

«He visto muchos gigantes en mi vida —pensó Hércules—, pero ninguno que para beber necesitara semejante copa».

Y, en verdad, ¡vaya una copa hubiera sido! Era tan grande… tan grande… ¡Me asusta deciros lo inmensamente grande que era! Para compararla con algo, os diré que era diez veces mayor que una gran piedra de molino y, siendo toda de metal, flotaba sobre el mar embravecido más ligera que una cáscara de nuez en las aguas de un arroyo. Las olas la empujaron hasta que rozó la orilla, a corta distancia del sitio en donde estaba Hércules.

Tan pronto como sucedió esto, comprendió el héroe lo que tenía que hacer: le habían ocurrido tantas aventuras notables que sabía perfectísimamente cómo había de comportarse cuando sucediera algo que se apartaba de lo acostumbrado. Estaba claro como la luz del día que aquella copa maravillosa había sido enviada al mar por algún poder oculto y guiada hasta allí a fin de llevar a Hércules a través de las olas, en su ruta hacia el jardín de las Hespérides. Así pues, sin perder un momento saltó por encima del borde y se deslizó hasta el fondo, en donde, extendiendo su piel de león, se dispuso a reposar un rato. Hasta entonces casi no había descansado desde que se despidió de las jovencitas a la orilla del río. Las olas se estrellaban, con agradable y metálico sonido, contra la superficie de la cóncava copa; la bamboleaban ligeramente de un lado a otro, y el movimiento era tan suave que Hércules, suavemente mecido, cayó pronto en un sueño delicioso.

Llevaba ya mucho tiempo durmiendo, probablemente, cuando la copa tropezó contra una roca y, de este modo, resonó y repercutió a través de su sustancia de oro o bronce, cien veces más fuerte que la mayor campana de iglesia que hayáis oído. El ruido despertó a Hércules, que inmediatamente se levantó y examinó el lugar en que se hallaba. No tardó mucho en darse cuenta de que la copa había flotado a través de gran parte del mar y estaba acercándose a la costa de lo que le pareció ser una isla. Y, en aquella isla, ¿qué creéis que vio?

No, no lograréis jamás adivinarlo, aunque lo intentéis cincuenta mil veces. Indudablemente aquel fue el más admirable espectáculo de cuantos había visto Hércules en todo el curso de sus maravillosos viajes y aventuras. Era una maravilla más grande que la Hidra de las nueve cabezas, que se duplicaban a medida que las iban cortando; más grande que Anteo; más grande que todo lo que haya podido ver nadie antes o después de los tiempos de Hércules y que cualquier cosa que puedan ver los viajeros de los tiempos futuros. ¡Era un gigante!

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Pero ¡qué gigante más intolerablemente enorme! Un gigante alto como una montaña, tan grande que las nubes rodeaban su talle como un cinturón y pendían de sus mejillas como una barba blanca. Volaban además por delante de sus ojos inmensos, por lo que no le dejaban ver a Hércules ni la copa de oro en que viajaba. Y lo más maravilloso era que el gigante tenía levantadas sus grandes manos y parecía sostener el cielo, que según pudo entrever Hércules a través de las nubes, se apoyaba sobre su cabeza. Realmente, esto parece excesivo e increíble.

Mientras tanto, la resplandeciente copa seguía flotando y avanzando hasta tocar la orilla. En aquel momento la brisa barrió las nubes que ocultaban la cara del gigante y Hércules contempló sus enormes facciones: ojos que parecían lagos, nariz de un kilómetro de largo y boca de igual anchura. Con su inmenso tamaño tenía un aspecto terrible, pero desconsolado y fatigado, como el que se aprecia en muchas personas obligadas a sobrellevar cargas excesivas para sus fuerzas. Lo que era el cielo para el gigante son las preocupaciones de la Tierra para los que se dejan aplastar por ellas. ¡Cuántas veces acometen los hombres más de lo que permiten sus facultades, encontrando así su perdición, como al pobre gigante le había ocurrido!

¡Pobre hombre! Evidentemente llevaba allí muchísimo tiempo. Una selva espesa había crecido y envejecido alrededor de sus pies, y encinas de seis o siete siglos habían brotado y arraigado entre sus dedos.

El gigante miró entonces hacia abajo desde la remota altura de sus enormes ojos y, al ver a Hércules, gritó con voz que parecía un trueno salido de la nube que acababa de quitarse de delante de la cara:

—¿Quién anda ahí entre mis pies? ¿De dónde vienes en esa tacita?

—¡Soy Hércules! —gritó el héroe con voz casi tan fuerte como la del gigante—. Voy en busca del jardín de las Hespérides.

—¡Oh! ¡Oh! —rugió el gigante en un acceso de risa inmenso—. Sí que es una aventura prudente.

—¿Y por qué no? —exclamó Hércules, algo molesto por la hilaridad del gigante—. ¿Piensas que tengo miedo al dragón de las cien cabezas?

Mientras estaban hablando, se juntaron unas cuantas nubes negras alrededor de la cintura del gigante y estalló una tormenta de truenos y relámpagos, causando tal estrépito que Hércules no pudo entender ni palabra. Solo se veían las piernas inmensas del gigante bajo la negrura de la tempestad, y de cuando en cuando aparecía momentáneamente su figura entera envuelta en la niebla. Parecía estar hablando la mayor parte del tiempo; pero su enorme, profunda y ronca voz se confundía con el retumbar de los truenos y se esparcía, como ellos, sobre las montañas. De este modo, hablando sin ton ni son, el aturdido gigante malgastó inútilmente una cantidad incalculable de aliento, pues el trueno hablaba tan alto como él.

Al fin cesó la tempestad tan súbitamente como había empezado. De nuevo pudo verse el cielo sereno y al gigante fatigado sosteniéndolo, y los rayos del sol sobre su colosal altura, iluminándolo y destacándolo sobre el fondo negro de las nubes tempestuosas ya lejanas. Su cabeza había quedado tan por encima del chaparrón que ni un solo cabello se le había mojado con la lluvia.

Cuando el gigante pudo ver a Hércules, en pie todavía a la orilla del mar, le gritó de nuevo:

—Soy Atlas, el gigante más fuerte del mundo, y sostengo el cielo sobre mi cabeza.

—Ya lo veo —contestó Hércules—. ¿Puedes enseñarme el camino del jardín de las Hespérides?

—¿Qué buscas allí? —preguntó el gigante.

—Quiero tres manzanas de oro —gritó Hércules— para mi primo, el rey.

—Nadie más que yo —afirmó el gigante— puede ir al jardín de las Hespérides y coger las manzanas de oro. Si no fuera por este encarguito de sostener el cielo, daría media docena de zancadas por el mar y te las traería.

—Eres muy amable —replicó Hércules—. ¿Y no puedes dejar el cielo apoyado sobre una montaña?

—No hay ninguna que tenga la altura suficiente —dijo Atlas moviendo la cabeza—; pero, si te pusieras en la cima de esa que está más cerca, tu cabeza quedaría casi a la altura de la mía. Pareces un muchacho forzudo. ¿Por qué no tomas mi carga sobre tus hombros, mientras yo hago ese recado por ti?

Hércules, como recordaréis, era un hombre notablemente vigoroso; y, aunque sostener el cielo requiere una gran fuerza muscular, si había algún mortal a quien pudiera tenerse capaz de semejante hazaña, era él. Sin embargo, aquello parecía tan difícil que vaciló por primera vez en su vida.

—¿Pesa mucho el cielo? —preguntó.

—¡Bah! No gran cosa, al principio —respondió el gigante encogiendo los hombros—; pero al cabo de un millar de años se hace un poquito pesado.

—¿Y cuánto tiempo tardarás en traerme las manzanas de oro? —preguntó el héroe.

—¡Oh! Es cosa de un momento —exclamó Atlas—; recorreré doce o quince leguas de cada paso, e iré y volveré antes de que empiecen a dolerte los hombros.

—Entonces, bueno —respondió Hércules—. Subiré a la montaña que hay detrás de ti y te libraré de tu carga.

La verdad es que Hércules era muy compasivo y consideró que haría un gran favor al gigante dándole aquella oportunidad de hacer una escapatoria. Además, pensó que, si conseguía sostener el cielo, alcanzaría más gloria que con hazaña tan corriente como vencer a un dragón de cien cabezas. Así pues, sin decir palabra, Hércules levantó el cielo de las espaldas de Atlas y lo puso sobre las suyas.

Cuando se cerró el trueque sin novedad, lo primero que hizo el gigante fue desperezarse, y os podéis imaginar qué prodigioso espectáculo sería. Primero, con mucho cuidado, sacó un pie de la selva que había crecido a su alrededor; luego, el otro. Después, de pronto, comenzó a brincar, a saltar y a bailar de alegría por verse libre. Se lanzaba al aire, no se sabe hasta qué altura, y, al dar de nuevo en el suelo, era tan grande el golpe que toda la Tierra temblaba. Después se echó a reír con tal estruendo que su carcajada repercutió de montaña en montaña, cerca y lejos, como si el gigante y ellas fueran hermanos que se regocijaran. Cuando se calmó un poco su alegría, echó a andar por el mar; al primer paso avanzó diez leguas, con el agua a media pierna; diez leguas del segundo, con el agua a las rodillas, y otras diez leguas con el tercero, iba sumergido hasta cerca de la cintura.

Hércules miraba cómo iba avanzando el gigante. Realmente era extraordinario ver aquella inmensa forma humana a más de treinta leguas, medio sumergida en el océano, con su mitad superior tan alta, brumosa y azulada como una montaña lejana. Por fin la forma gigantesca se perdió enteramente de vista y entonces Hércules se puso a considerar qué haría en el caso de que Atlas se ahogara en el mar o lo matara a dentelladas el dragón de las cien cabezas que guardaba las manzanas de oro del jardín de las Hespérides. Si ocurría tal desgracia, ¿cómo podría llegar a desembarazarse del cielo? Porque, entre paréntesis, ya empezaba su peso a ser un poco molesto para su cabeza y sus hombros.

«Compadezco al pobre gigante —pensó Hércules—. Si el cielo me pesa tanto en diez minutos, ¡cuánto no le habrá pesado a él en mil años!».

¡Oh, hijitos…! No tenéis idea de lo que pesaba ese cielo azul que tan aéreo y tenue parece cuando lo miramos. Y hay que tener en cuenta, además, el viento impetuoso, las frías y húmedas nubes y el sol abrasador, todo lo cual contribuía a que Hércules se encontrara incómodo. Comenzó a temer que el gigante no volviera nunca. Miró atentamente el mundo que tenía debajo y reconoció que se era mucho más feliz siendo pastor al aire de una montaña que estando en su cumbre vertiginosa y sosteniendo el firmamento con cuerpo y alma. Porque, como comprenderéis, Hércules tenía sobre su conciencia una responsabilidad tan inmensa como el peso que llevaba sobre la cabeza y los hombros; pues, como se moviera él, el cielo se movería también, y podría ocurrir que el sol se saliera de su sitio o que, después de anochecer, lo hicieran las estrellas y cayeran como lluvia de fuego sobre la cabeza de la gente. Y ¡qué vergüenza para el héroe si, por no aguantar firmemente el peso, crujía el cielo y se rajaba de punta a punta!

No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que, con alegría indecible, vio de nuevo la inmensa forma del gigante, como una nube, en el remoto límite del mar. Cuando se acercó Atlas alzó la mano y Hércules pudo distinguir tres magníficas manzanas de oro, grandes como calabazas, pendientes de una rama.

—Me alegro de volver a verte —gritó Hércules cuando el gigante estuvo suficientemente cerca para oírle—. ¿De modo que traes las manzanas de oro?

—Claro, claro —respondió Atlas—. ¡Y qué hermosas son! He cogido las mejores que había en el árbol; puedes estar seguro, y el dragón de las cien cabezas es cosa digna de verse. Al final más te habría valido ir tú mismo a buscarlas.

—No te preocupes —replicó Hércules—. Has hecho una excursión agradable y has arreglado el asunto tan bien como hubiera podido hacerlo yo. Te doy las gracias muy de veras por el trabajo que te has tomado. Y ahora, como debo ir lejos y tengo prisa, porque el rey, mi primo, está impaciente por recibir las manzanas de oro, ¿tendrás la amabilidad de volver a coger el cielo quitándolo de encima de mis hombros?

—En eso —dijo el gigante tirando al aire las manzanas a veinte leguas de altura o algo así y cogiéndolas cuando caían—, en eso me parece, mi buen amigo, que eres poco razonable. ¿No podría llevar yo las manzanas de oro al rey, tu primo, mucho más deprisa que tú? Ya que su majestad tiene tanto afán por recibirlas, yo te prometo dar las zancadas más largas que pueda. Además, no me apetece cargar ahora mismo con el cielo otra vez.

Al oír esto Hércules se impacientó e hizo un gran movimiento de hombros. Era durante el crepúsculo, y habríais podido ver caer de su sitio dos o tres estrellas. Todo el mundo, en la Tierra, miró hacia arriba asustado, pensando que el cielo caería inmediatamente después.

—¿Qué es esto? —gritó el gigante Atlas riendo estrepitosamente—. En los últimos cinco siglos no he dejado yo caer tantas estrellas. Cuando lleves ahí tanto tiempo como yo, aprenderás a tener calma.

—¡Cómo! —gritó Hércules enfurecido—. ¿Te propones hacerme sostener esta carga toda la vida?

—Eso lo veremos un día de estos —respondió el gigante—. Y, en todo caso, no debes quejarte si tienes que aguantarla cien años o mil. Mucho más tiempo la he sostenido yo, a pesar del dolor de espalda. Si de aquí a mil años me da la humorada, puede que venga a relevarte. Eres un hombre muy fuerte, y nunca tendrás mejor ocasión de demostrarlo. La posteridad hablará de ti, te lo aseguro.

—¡Me importa un rábano que hable o no hable! —exclamó Hércules con otra sacudida de hombros—. Sostén el cielo un instante con la cabeza, ¿quieres? Voy a hacerme una almohadilla con mi piel de león para apoyar el peso encima. La verdad es que me está despellejando, y me causaría una molestia innecesaria en tantos siglos como he de estar aquí.

—Eso sí lo haré —dijo el gigante, que no quería mal a Hércules y, si se portaba de tal manera, lo hacía solo por buscar, con demasiado egoísmo, su propia conveniencia—. Estoy dispuesto a sostener otra vez el cielo, cinco minutos justos; pero cinco minutos nada más, acuérdate bien. No tengo ganas de pasar otros mil años como estos últimos. La variedad es la sal de la vida.

¡Ah, qué torpe era aquel gigante! Echó a rodar las áureas manzanas y recibió otra vez el cielo de la cabeza y las espaldas de Hércules sobre las suyas, que eran las que debían sostenerlo. Hércules recogió las tres manzanas de oro, grandes como calabazas o más, y se fue sin prestar la menor atención a las desaforadas voces que daba el gigante gritándole que volviera. Alrededor de sus pies creció una nueva selva, y se hizo vieja allí, y otra vez pudieron verse robles de cinco o seis siglos, que se habían hecho añicos entre sus enormes dedos.

Allí está aún el gigante, y por lo menos allí hay una montaña tan alta como él y que lleva su nombre. Y, cuando el trueno retumba en la cima, podemos imaginar que es la voz del gigante Atlas, que llama a Hércules en vano.

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