La Quimera

Una vez, en los tiempos antiguos, muy antiguos (porque todas las cosas extrañas que os estoy contando sucedieron mucho antes de lo que nadie pueda recordar), había en la maravillosa tierra de Grecia una fuente que surgía en la falda de una montaña. Y supongo que debe de estar manando aún, al cabo de tantos miles de años, en el mismísimo sitio. Sea como sea, el caso es que allí estaba la apacible fuente derramando frescura por la montaña y chispeando a la dorada luz de la puesta del sol, cuando se acercó a ella un hermoso joven llamado Belerofonte. Llevaba en la mano una brida con incrustaciones de piedras preciosas y con bocado de oro. Viendo junto a la fuente a un anciano, un hombre de mediana edad y un niño, y también a una jovencita que estaba llenando un cántaro, se detuvo y preguntó si podía refrescarse y tomar un trago.

—Es un agua riquísima —le dijo a la joven mientras enjuagaba y llenaba su cántaro, después de haber bebido en él—. ¿Tendrías la amabilidad de decirme si tiene algún nombre esta fuente?

—Sí, la llaman la fuente de Pirene —respondió la doncella; y añadió luego—: mi abuela me ha contado que esta clara fuente era antes una mujer hermosísima; pero, cuando su hijo murió bajo las flechas de Diana cazadora, se deshizo toda en lágrimas. Y así el agua que has encontrado tan fresca y tan rica, es el dolor del corazón de aquella pobre madre.

—¡Nunca habría ni soñado —dijo el joven forastero— que tan clara fuente, con su alegre fluir y brotar de la sombra a la luz, tuviera lágrimas en su seno! ¿Y esta es Pirene? Gracias, linda doncella, por haberme dicho su nombre. Precisamente vengo de muy lejanas tierras buscando este sitio.

Un campesino de mediana edad (que llevaba una vaca a beber de la fuente) miró fijamente al joven Belerofonte y la magnífica brida que llevaba en la mano.

—Sí que las fuentes andan escasas en tu país —observó—, si vienes de tan lejos en busca de la fuente de Pirene; pero dime, ¿has perdido tu caballo? Veo que llevas la brida en la mano, y bien bonita es con esa doble hilera de piedras relucientes. Si el caballo es tan hermoso como la brida, es para compadecerte por haberte quedado sin él.

—No he perdido ningún caballo —dijo Belerofonte sonriendo—, pero voy buscando uno muy famoso, que según me han informado los sabios, solo por aquí puede encontrarse. ¿Sabéis si Pegaso, el caballo con alas, sigue viniendo a la fuente de Pirene, como hacía en tiempos de vuestros antepasados?

El campesino se echó a reír.

Alguno de vosotros, amigos míos, habrá oído decir probablemente que este Pegaso era un caballo blanco como la nieve y con hermosas alas plateadas, que pasaba la mayor parte del tiempo en la cúspide del monte Helicón. Jamás águila alguna atravesó las nubes tan veloz, tan impetuosa en su vuelo como él por los aires. No había nada igual en el mundo. No tenía compañero; jamás había sido montado ni guiado por un amo y en muchos y dilatados años vivió solo y feliz.

¡Oh, qué hermoso es ser caballo con alas! Al dormir de noche, como él hacía, en la cima de una alta montaña, y pasar la mayor parte del día en el aire, Pegaso apenas parecía criatura de la Tierra. Cuando se veía a gran altura, sobre la cabeza de los hombres, el reflejo de sus alas plateadas se diría que pertenecía al cielo y que, habiendo descendido demasiado bajo, se había extraviado entre nieblas y vapores y buscaba el camino para volver. Era muy bonito ver cómo se hundía en el seno lanoso de una brillante nube, perdiéndose en ella por un momento y atravesándola para salir al otro lado. En medio de un sombrío aguacero, cuando todo el cielo estaba pavimentado de nubes grises, sucedía a veces que el caballo alado bajaba a plomo a través de ellas y la luz alegre de las regiones superiores brillaba tras él. Cierto es que un instante después, tanto Pegaso como la gozosa luz habían desaparecido; pero el que había tenido la fortuna de ver aquel maravilloso espectáculo estaba animado todo el día, y más aún si la tormenta se prolongaba.

En verano, en lo más hermoso de la estación, Pegaso solía bajar a la tierra y, cerrando sus alas de plata, se entretenía en galopar por valles y colinas con la rapidez del viento. Más a menudo que en ningún otro sitio se le solía ver junto a la fuente de Pirene, bebiendo su agua deliciosa o revolcándose por la blanda hierba de la orilla. También algunas veces (pues Pegaso era muy delicado para la comida) pacía unos cuantos brotes de trébol de los más tiernos.

Así pues, los tatarabuelos de la gente que entonces vivía habían tenido costumbre de ir a la fuente de Pirene (mientras eran jóvenes y seguían creyendo en caballos con alas) con la esperanza de ver un instante al hermoso Pegaso; pero en los últimos años muy rara vez se le había visto. Tanto era así que muchos aldeanos cuya casa estaba a menos de media hora de paseo de la fuente no habían visto nunca a Pegaso ni creían en la existencia de semejante criatura. Y el campesino a quien se dirigió Belerofonte era precisamente una de esas personas incrédulas.

Y esta fue la razón de que se riese.

—¿Pegaso? ¡Sí, sí! —exclamó dilatando las narices todo lo que pueden dilatarse unas narices chatas—: ¡Sí, sí, Pegaso! ¡Un caballo con alas, eh! Pero, amigo, ¿estás en tus cabales? ¿Para qué le servirán las alas a un caballo? ¿Crees que tiraría bien de un carro? Lo que sí es cierto es que alguna economía podría hacerse en el gasto de herraduras; pero ¿cómo había de gustarle a un hombre ver salir volando a su caballo por la ventana de la cuadra, o encontrarse con que le llevaba disparado por encima de las nubes, cuando solo quisiera ir al molino? No, no, yo no creo en Pegaso. Estos caballos-pájaro nunca han existido.

—Yo tengo mis razones para pensar de otro modo —dijo Belerofonte con toda calma.

Entonces se volvió hacia un viejo canoso que, apoyándose en una cayada, escuchaba atentamente con el cuello estirado y la mano en la oreja, porque hacía ya veinte años que se había quedado un poco sordo.

—¿Qué dices tú, venerable anciano? —le preguntó—. Supongo que cuando eras más joven verías con frecuencia al caballo alado.

—¡Ah, joven forastero! Tengo muy mala memoria —dijo el viejo—. Si no recuerdo mal, cuando era muchacho creía que existía ese caballo, y lo mismo que yo lo creía todo el mundo; pero ahora casi no sé qué creer y muy pocas veces pienso en el caballo con alas. Si alguna vez he visto a ese animal, hará mucho, muchísimo tiempo. Y de hecho, no estoy seguro de haber llegado a verlo. Cierto que, cuando era muy joven, recuerdo haber visto un día muchas pisadas de caballo alrededor de la fuente. A lo mejor eran de Pegaso, pero también podían ser de cualquier otro caballo.

—¿Y tú, hermosa joven, no lo has visto nunca? —preguntó Belerofonte a la muchacha, que allí estaba con el cántaro en la cabeza mientras tenían esta conversación—. Seguro que si alguien puede ver a Pegaso eres tú, porque tienes unos ojos muy vivos.

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—Creo que lo he visto una vez —replicó la doncella sonriendo y sonrojándose—. O era Pegaso o un pájaro blanco grandísimo que iba muy alto por el aire. Y otra vez, cuando venía a la fuente con mi cántaro, oí un relincho, pero ¡qué relincho más fuerte y melodioso! Con la delicia de aquel son me dio un salto el corazón; pero me asusté, sin embargo, y eché a correr a la casa sin llenar el cántaro.

—¡Fue una lástima, en fin! —dijo Belerofonte y se volvió hacia el niño que mencioné al principio del cuento y que estaba mirándole fijo, fijo, como suelen los niños mirar a los forasteros, con su rosada boquita abierta de par en par.

—¡Eh, amiguito! —exclamó Belerofonte tirándole cariñosamente de uno de los rizos—. Supongo que tú habrás visto a menudo el caballo con alas.

—Sí que lo he visto —respondió el niño vivamente—. Lo vi ayer, y muchas veces antes.

—¡Eres un hombrecito! —dijo Belerofonte acercándose a él—. Ven y cuéntame todo lo que sepas.

—Pues —replicó el niño— yo vengo aquí a menudo para echar barquitos en la fuente y coger piedrecitas del fondo y, a veces, cuando miro en el agua, veo la imagen del caballo con alas en el pedazo del cielo que allí se refleja. Yo quisiera que bajara, me dejara montar en él y me llevara volando hasta la luna; pero no baja. Como si le molestase que lo miraran, vuela muy lejos, perdiéndose de vista.

Y Belerofonte tuvo más fe en el niño que había visto la imagen de Pegaso en el agua y en la joven que lo había oído relinchar tan melodiosamente que en el aldeano de mediana edad que solo creía en los caballos de carro, o que en el viejo, que había olvidado ya las cosas hermosas de su juventud.

Por eso fue muchos días a la fuente de Pirene y, observando continuamente, mirando unas veces hacia arriba, a los cielos, y otras a la superficie del agua, no perdía la esperanza de ver la imagen reflejada del caballo con alas, o la maravillosa realidad. Llevaba siempre dispuestas en la mano las riendas doradas, con sus piedras brillantes y su bocado de oro. Los campesinos que vivían allí cerca y llevaban su ganado a beber en la fuente se reían a menudo del pobre Belerofonte y en ocasiones se burlaban de él con dureza. Le decían que un hombre robusto como él debía hacer algo más útil que perder el tiempo en tan ocioso asunto. Le ofrecían venderle un caballo, si lo necesitaba, y como Belerofonte se negó a la compra, quisieron comprarle a él la hermosa brida.

Hasta los niños la tomaron con él y jugaban allí cerca sin que Belerofonte les hiciera caso alguno, aunque naturalmente los oía y los veía. Uno de esos chiquillos hacía de Pegaso, por ejemplo, y daba los saltos más extravagantes, haciendo como que volaba; mientras tanto, uno de sus compañeros iba tras él, llevando en la mano un par de juncos que representaban la lujosísima brida de Belerofonte. Pero el niño bondadoso que había visto la imagen de Pegaso en el agua alentaba al joven forastero más que todos los chiquillos malvados que intentaban atormentarlo. Aquel buen amiguito iba en sus horas libres a sentarse a su lado y, sin decir palabra, miraba abajo en la fuente, o arriba en el cielo, con fe tan inocente que Belerofonte no podía por menos que sentirse animado.

Ahora querréis, probablemente, que os diga por qué se había puesto Belerofonte a esperar al caballo alado. Será muy oportuno hablar de ello mientras esperamos que aparezca Pegaso.

Si fuera a contaros todas las aventuras anteriores de Belerofonte, me saldría un cuento sumamente largo. Baste decir que un terrible monstruo, llamado Quimera, había aparecido en cierto país de Asia y estaba haciendo más daño del que puede explicarse en un día. Esta Quimera era una de las más horribles y ponzoñosas criaturas, la más rara e inexplicable y la más difícil de combatir y de escapar de ella, salida de las entrañas de la Tierra. Tenía la cola como una serpiente boa; su cuerpo era desmesurado y tenía tres cabezas distintas, una de ellas era de león, la segunda de cabra y la tercera de serpiente, horrorosamente grande. Y ¡qué chorro de fuego salía flameando de cada una de sus tres bocas! Como era un monstruo terrestre, supongo que no tendría alas; pero, las tuviera o no, el caso es que corría como una cabra y un león y se arrastraba lo mismo que una serpiente, y entre una cosa y otra alcanzaba tanta velocidad como los tres juntos.

¡Oh! ¡Cuánto, cuánto daño hacía esa malévola criatura! Con su aliento de llamas podía incendiar un bosque o quemar un trigal o un pueblo entero, con todas sus casas y cercados. Devastaba grandes extensiones de terreno y se comía a las personas y los animales vivos, cociéndolos después en el ardiente horno de su estómago. ¡Quiera Dios, hijitos, que ni vosotros ni yo tropecemos jamás con semejante monstruo!

Mientras la odiosa bestia (si bestia puede llamársela) estaba haciendo todas estas cosas terribles, llegó Belerofonte a aquella parte del mundo para visitar al rey. Este se llamaba Iobates, y el país que regía era Licia. Belerofonte era uno de los jóvenes más valientes del mundo y nada le gustaba tanto como acometer alguna empresa valerosa y benéfica para que toda la Humanidad lo admirase y lo amase. En aquellos tiempos un joven que quisiera distinguirse no tenía más remedio que librar grandes combates, fuera con los enemigos de su patria, con malvados gigantes y molestos dragones o con bestias feroces, cuando no podía encontrar cosa más peligrosa con que enfrentarse. El rey Iobates, conociendo el valor de su joven visitante, le propuso que fuese a luchar con la Quimera, que aterraba a todo el mundo; y, si alguien no la mataba pronto, llevaba trazas de convertir toda Licia en un desierto. Belerofonte no vaciló un instante y aseguró al rey que mataría a la temida Quimera o moriría en el empeño.

Reflexionó, sin embargo, que, siendo el monstruo tan prodigiosamente veloz, no podría nunca vencerlo si luchaba con él a pie. Lo prudente sería, por tanto, hacerse con el mejor y más rápido caballo que pudiera encontrarse. Y no había otro en el mundo que fuera ni la mitad de rápido que Pegaso, el caballo maravilloso que tenía alas y patas y se movía en el aire con más facilidad que en tierra. Cierto que muchísima gente negaba la existencia de semejante caballo con alas y decía que solo era cosa de cuentos y puro disparate. Mas, por maravilloso que pareciese, Belerofonte creía que Pegaso era un caballo auténtico y esperaba tener la fortuna de encontrarlo. Una vez montado sobre sus lomos, estaría en condiciones de luchar ventajosamente con la Quimera.

Y este era el motivo de haber viajado de Licia a Grecia llevando en la mano la brida hermosamente adornada. Era una brida encantada. Si lograba poner el bocado de oro en la boca de Pegaso, el caballo alado se mostraría sumiso, reconocería por amo a Belerofonte y volaría a donde este lo guiara.

Pero, mientras tanto, el tiempo que estuvo esperando que Pegaso fuera a beber a la fuente de Pirene fatigó extraordinariamente a Belerofonte y lo llenó de inquietud. Temía que el rey Iobates imaginara que había huido de la Quimera. Le causaba dolor también pensar cuánto daño estaría haciendo el monstruo mientras él, en lugar de combatirlo, se veía obligado a sentarse ocioso, mirando cómo brotaban las claras aguas de la fuente. Y, como Pegaso había ido por allí con tan poca frecuencia aquellos últimos años y apenas bajaba una vez durante la vida de un hombre, Belerofonte temía hacerse viejo y perder la fuerza de su brazo y el valor de su corazón antes de que apareciese el caballo con alas. ¡Oh! ¡Qué lentamente pasa el tiempo cuando un joven arrojado ansía tomar parte en la vida y cosechar fama! ¡Qué difícil es esperar! Nuestra vida es corta, y ¡qué parte más grande de ella se pierde en aprender esta verdad!

Fue una suerte para Belerofonte que el niño le hubiese tomado tanto cariño y no se cansase de su compañía. Todas las mañanas le infundía una nueva esperanza que reemplazaba la que había perdido el día anterior.

—Querido Belerofonte —exclamaba, mirándole animosamente—, creo que hoy vamos a ver a Pegaso.

Y, si no hubiera sido por la inagotable fe del muchachito, Belerofonte habría acabado perdiendo toda esperanza y habría vuelto a Licia e intentado matar a la Quimera sin ayuda del caballo con alas. Entonces, el pobre Belerofonte habría sido, como mínimo, terriblemente chamuscado por el aliento del monstruo y, probablemente, habría muerto devorado. Nadie podía ni intentar combatir con una Quimera terrestre sin ir montado en algún animal aéreo.

Una mañana habló el niño a Belerofonte con más fe todavía que de costumbre.

—Mi querido Belerofonte —exclamó—, no sé por qué, pero me parece que hoy, seguramente, vamos a ver a Pegaso.

En todo aquel día no quiso apartarse ni un momento de su lado. Juntos comieron un pedazo de pan y bebieron agua de la fuente. Por la tarde se sentaron uno junto al otro y el niño colocó una de sus menudas manos entre las de Belerofonte. Este se hallaba sumido en sus pensamientos y miraba distraído los troncos de los árboles que daban sombra a la fuente y las vides que trepaban por sus ramas. Pero el niño no dejaba de observar el agua; por su cariño a Belerofonte, le afligía pensar que la esperanza de aquel día fallase, como la de tantos otros, y de sus ojos corrieron algunas lágrimas silenciosas, yendo a mezclarse con las muchas que, según decían, había vertido Pirene por su hijo muerto.

Cuando menos lo pensaba, sintió Belerofonte la presión de la manecita del niño y oyó un susurro casi imperceptible:

—¡Mira ahí, querido Belerofonte! Hay una imagen en el agua.

El joven miró en el movedizo espejo de la fuente y vio algo como la imagen de un pájaro que parecía volar a grandísima altura, reflejándose el sol en sus níveas o argentadas alas.

—¡Qué pájaro más espléndido debe de ser —dijo—, y qué grande parece, a pesar de estar volando más alto que las nubes!

—Me hace temblar —murmuró el niño—. Me da miedo mirar hacia arriba, en el aire. Es muy hermoso, pero yo solo me atrevo a mirar su imagen en el agua. Querido Belerofonte, ¿no ves que no es un pájaro? Es el caballo con alas, es Pegaso.

El corazón empezó a saltarle del pecho. Miró con atención a lo alto; pero no pudo ver a la alada criatura, fuese pájaro o caballo, porque precisamente entonces se había hundido en un nubarrón; sin embargo, un momento después reapareció atravesando la nube por la parte inferior, aunque todavía a gran distancia de tierra. Belerofonte cogió al niño en brazos y se apartó con él, hasta que ambos quedaron ocultos entre el espeso bosquecillo de arbustos que crecía alrededor de la fuente. No porque tuviese miedo de ningún daño, sino porque, si Pegaso llegaba a verlos, podía irse volando y posarse en alguna montaña inaccesible. Porque era, realmente, el caballo alado. Después de esperarlo tanto tiempo, llegaba, al fin, a apagar su sed con el agua de Pirene.

Se acercaba la aérea maravilla describiendo grandes círculos, como habréis visto hacer a las palomas cuando van a bajar a tierra. Hacia abajo iba también Pegaso, y los amplios y majestuosos círculos eran cada vez más y más estrechos a medida que se aproximaba a tierra. Cuanto más cerca se le veía, más hermoso parecía y más maravillaba el batir de sus alas plateadas. Finalmente, con tan ligera presión que apenas aplastó la hierba que crecía alrededor de la fuente, pues ni dejó huella de sus cascos en la arena de la orilla, se posó en tierra y, bajando la indómita cabeza, comenzó a beber. Sorbía el agua con grandes suspiros de satisfacción y tranquilas pausas de contento; luego daba otro sorbo, y otro y otro; ni en toda la tierra ni en las nubes había agua que agradara a Pegaso tanto como aquella de Pirene. Cuando hubo saciado la sed, tronchó con los dientes unos cuantos brotes de trébol y los saboreó delicadamente, pero sin comer muchos porque las hierbas nacidas entre las nubes, en las altas laderas del monte Helicón, convenían a su paladar mejor que aquel pasto ordinario.

Después de haber bebido así hasta satisfacerse y de haberse dignado comer un poquito por cumplir, el caballo alado se puso a brincar de un lado a otro y a danzar, como entregado por completo a la holganza y al juego. Nunca hubo criatura más juguetona que aquel Pegaso. Sacudía sus grandes alas como un pajarillo, daba carreritas medio por tierra, medio por aire, que no sé si llamar vuelos o galopes. Cuando una criatura es capaz de volar perfectamente, prefiere en ocasiones correr por puro entretenimiento, y eso hizo Pegaso, aunque le costaba algo más tener los cascos tan cerca del suelo. Mientras, Belerofonte, sin soltar de la mano al niño, se asomó fuera del boscaje y pensó que no había visto cosa más hermosa ni ojos de caballo tan vivos e inteligentes como los de Pegaso. Parecía un pecado pensar en ponerle una brida y cabalgarlo.

Una o dos veces se paró Pegaso, aspirando fuertemente el aire, levantando las orejas, estirando el cuello y volviéndose a todos lados, como recelando algún mal. Como no vio ni oyó nada, pronto volvió a sus juegos.

Por fin, y no porque estuviera cansado, sino de puro satisfecho y desocupado, plegó las alas y se tumbó sobre la verde pradera; pero, como rebosaba de vida aérea y no podía estarse quieto mucho tiempo, comenzó pronto a revolcarse sobre el lomo, alzando al aire sus finas patas. Era hermoso ver a aquella criatura única y solitaria, cuyo compañero no había sido creado, pues no lo necesitaba, y que, viviendo muchos siglos, era siempre feliz. Cuantas más cosas hacía de las que los caballos mortales suelen hacer, menos terrenal y más maravilloso parecía. Belerofonte y el niño casi no respiraban, en parte por su emoción deliciosa, pero principalmente porque temían que el más ligero ruido o murmullo lo hiciera lanzarse, con la velocidad de la flecha, al más lejano azul del cielo.

Por fin, cuando ya se había revolcado bastante, Pegaso se dio la vuelta e indolentemente, como otro caballo cualquiera, afirmó los cascos delanteros como para levantarse del suelo. Belerofonte adivinó que iba a hacerlo así y, saliendo súbitamente del boscaje, se montó de un salto sobre sus lomos.

¡Sí, se montó sobre los lomos del caballo con alas!

Pero ¡qué salto dio Pegaso cuando, por primera vez en su vida, sintió sobre sí el peso de un mortal! ¡Aquello era un salto! Antes de tener tiempo para respirar, Belerofonte se encontró levantado a una altura de sesenta metros, y aún más mientras el caballo con alas resoplaba y se estremecía de terror y de cólera. Hacia arriba fue, arriba, arriba, arriba, hasta hundirse en el húmedo seno de una nube, que Belerofonte había contemplado un poquito antes, imaginándosela como un lugar muy agradable. Después, fuera ya de la nube, Pegaso se dejó caer como un rayo, como si quisiera estrellarse con su jinete contra una roca. Luego hizo un millar de las cabriolas más salvajes que jamás hayan podido hacer pájaro ni caballo alguno.

No podría contaros ni la mitad de lo que hizo. Se deslizó rápidamente hacia delante, a los lados y hacia atrás. Se paró con las patas delanteras en un jirón de neblina y las de atrás en nada absolutamente. Coceó furiosamente y bajó la cabeza, metiéndola entre las manos, con las alas apuntando derechas al cielo. A un par de leguas de altura sobre la tierra dio un salto mortal, de manera que los pies de Belerofonte quedaron donde debía estar la cabeza y parecía que miraba al cielo hacia abajo, en vez de mirarlo hacia arriba. Pegaso volvió la cabeza violentamente y, mirando a Belerofonte a la cara, como si echara fuego por los ojos, hizo un terrible esfuerzo por morderle. Sacudió las alas con tal violencia que una de las plumas de plata se desprendió y cayó a tierra, donde la cogió el niño, que la guardó toda su vida como recuerdo de Pegaso y Belerofonte.

Este último (que según podéis apreciar, era tan buen jinete como el mejor domador de potros) estuvo acechando la oportunidad favorable, y al fin encajó el bocado de oro de la brida encantada entre las quijadas del caballo alado. Apenas lo hubo hecho, Pegaso se volvió tan manejable como si toda su vida hubiera comido de la mano de Belerofonte. A mí, casi me da pena ver tan súbitamente domada a una criatura tan salvaje. Pena debía sentir Pegaso también. Miró a Belerofonte con lágrimas en los hermosos ojos, en vez del fuego que poco antes despedían; sin embargo, cuando Belerofonte le acarició la cabeza y le dijo unas cuantas palabras con tono de autoridad, pero con cariño, vio en los ojos de Pegaso una mirada distinta, como si le placiera haber encontrado, al cabo de tantos siglos, un amo y compañero.

Esto ocurre siempre con los caballos alados y con las criaturas indómitas y solitarias como ellos. Si podéis atraparlas y dominarlas, es el mejor camino para lograr su cariño.

Mientras Pegaso hizo todo lo posible por sacudirse de encima a Belerofonte, había recorrido una distancia muy grande, y ahora, ya con la brida puesta, estaban llegando ante una montaña altísima. Belerofonte ya había visto antes esa montaña y supo que era el Helicón, en cuya cima vivía el caballo alado. Allá voló Pegaso (después de mirar dócilmente a su jinete, como preguntándole si lo permitía) y, al posarse, esperó pacientemente a que Belerofonte quisiera apearse. El joven saltó de los lomos de su caballo, sin dejar de sujetarlo por la brida; pero al mirarle a los ojos le conmovieron tanto su docilidad, su hermosura y la idea de la libre vida que había llevado, hasta entonces, que no se sintió capaz de convertirlo en prisionero, si realmente deseaba la libertad.

Dejándose llevar de tan generoso impulso, dejó caer la brida encantada de la cabeza de Pegaso y le quitó el bocado.

—¡Déjame, Pegaso! —le dijo—. ¡Déjame o quiéreme!

En un instante, el caballo alado salió disparado hasta perderse casi de vista, remontándose sobre la cima del monte Helicón. El sol se había puesto hacía ya tiempo, la cima de la montaña estaba aún en el crepúsculo y en la comarca que rodeaba era noche oscura; pero Pegaso voló tan alto que alcanzó el día que se iba y se bañó en la luz que irradiaba el sol por las alturas. Subiendo cada vez más alto, parecía una mancha brillante y al fin se perdió en la inmensidad del cielo. Temió Belerofonte no volver a verlo; pero, cuando estaba deplorando su locura, reapareció la mancha brillante y se fue acercando cada vez más hasta descender bajo la luz del sol, y ¡allí estaba Pegaso de nuevo! Después de tal prueba ya no había peligro de que el caballo con alas se escapase. Los dos fueron amigos y se quisieron fielmente.

Aquella noche se echaron y durmieron juntos; Belerofonte pasó su brazo sobre el cuello de Pegaso; no por preocupación, sino por cariño. Ambos se despertaron al despuntar la mañana y se dieron los buenos días, cada cual en su lengua.

De este modo pasaron varios días Belerofonte y el maravilloso caballo, conociéndose y aficionándose el uno al otro. Hacían largos viajes aéreos y alguna vez subían tan altos, que la Tierra apenas parecía mayor que la luna. Visitaron países remotos y asombraron a sus habitantes, quienes pensaron que aquel hermoso joven, montado en un caballo con alas, tenía que haber bajado del cielo. Recorrer mil kilómetros al día era cosa muy fácil para el veloz Pegaso. Aquel género de vida encantaba a Belerofonte y muy a gusto habría vivido siempre así, en la clara atmósfera de las alturas, en donde siempre hacía buen tiempo por muy desapacible y lluvioso que fuera abajo; pero no podía olvidar la horrible Quimera y la promesa hecha al rey Iobates de matarla. Por eso, cuando hubo aprendido bien la equitación aérea y sabía manejar a Pegaso con un ligero movimiento de la mano, le enseñó a obedecer su voz y se dispuso a emprender la peligrosa aventura.

Así pues, al romper el día y en cuanto abrió los ojos, dio un tironcito de orejas al caballo alado para despertarlo. Inmediatamente se alzó Pegaso del suelo subiendo hasta media legua de altura y dio, velocísimo, una gran vuelta a la cima de la montaña, como para mostrar que estaba bien despabilado y listo para cualquier excursión. Mientras duró ese vuelo daba fuertes, alegres y melodiosos relinchos, y al fin descendió junto a Belerofonte tan levemente como habréis visto que se posan los pájaros sobre los arbustos.

—¡Muy bien, querido Pegaso! ¡Bravo! —exclamó Belerofonte, dando unas palmaditas en el cuello del caballo—. Y ahora, mi raudo y hermoso amigo, tenemos que desayunar. Hoy vamos a luchar con la terrible Quimera.

En cuanto acabaron su comida matinal y bebieron agua fresca de la fuente llamada de Hipocrene, Pegaso ofreció espontáneamente la cabeza para que su amo pudiera ponerle la brida. Luego dio muchos brincos y cabriolas aéreas, mostrando su impaciencia por emprender la marcha, mientras Belerofonte se ceñía la espada, disponía el escudo y se preparaba para la batalla. Cuando estuvo todo listo, montó el jinete y (según solía hacer cuando iba lejos) subió cuatro leguas verticalmente, para orientarse mejor. Después volvió la cabeza de Pegaso hacia el este, dirigiéndose a Licia. En su vuelo alcanzaron a un águila y pasaron tan cerca de ella que antes de que pudiera apartarse de su camino le habría sido fácil a Belerofonte cogerla por una pata. Avanzando a este paso, antes del mediodía divisaron las altas montañas de Licia, con sus profundos y agrestes valles. Si era verdad lo que le habían contado a Belerofonte, en uno de esos valles horrendos tenía su guarida la espantosa Quimera.

Estando ya tan cerca del término de su viaje, descendieron poco a poco y aprovecharon para ocultarse unas nubes que flotaban sobre aquellas ingentes cimas. Dando la vuelta por la parte superior de una nube y asomándose al borde, Belerofonte pudo ver claramente la parte montañosa de Licia, y mirar a la vez todos sus umbríos valles. Nada extraordinario encontró a primera vista. Era aquella una zona desierta, pedregosa, con altas y escarpadas montañas; en la parte baja y más llana del país había ruinas de casas quemadas y esqueletos de animales esparcidos por los prados que les sirvieron de alimento.

«Ha de ser obra de la Quimera todo esto —pensó Belerofonte—; pero ¿dónde está el monstruo?».

Como ya he dicho antes, nada extraordinario se observaba, a simple vista, en ninguno de los valles y barrancos que se habrían entre las imponentes montañas. Nada absolutamente, salvo tres espirales de humo negro que salían de una especie de caverna y subían lentamente por la atmósfera, confundiéndose en una sola columna antes de llegar a la cumbre de la montaña. La caverna estaba justamente debajo del caballo alado y su jinete, a unos trescientos metros. El humo tenía un color hediondo, sulfuroso y asfixiante, que hizo resoplar a Pegaso y estornudar a Belerofonte. Tanto desagradaba al maravilloso caballo (acostumbrado a respirar únicamente el aire más puro) que agitó las alas y se lanzó como dos leguas lejos de aquellos molestos vapores.

Pero al mirar hacia atrás Belerofonte vio algo que le indujo a tirar de las riendas primero y a dar la vuelta después. Hizo una seña, que el caballo alado entendió, y este bajó por el aire lentamente hasta que sus cascos estuvieron a poco más de la altura de un hombre sobre el suelo rocoso del valle. Enfrente, y a tiro de piedra, estaba la boca de la caverna con las tres espirales de humo que de ella brotaban.

Dentro de la caverna parecía haber un montón de extrañas y terribles criaturas enroscadas unas con otras. Sus cuerpos estaban tan juntos que Belerofonte no acertó a distinguirlos; pero, a juzgar por sus cabezas, uno de los animales era una serpiente enorme, el segundo un fiero león y el tercero una cabra repulsiva. El león y la cabra estaban dormidos; la serpiente estaba despierta y lo miraba fijamente con sus grandes y feroces ojos. Lo más asombroso del caso es que las tres columnas de humo salían evidentemente de las narices de aquellas tres cabezas. Tan extraño era el espectáculo que, aunque llevaba tanto tiempo esperando verlo, no se le ocurrió pensar que aquella era la terrible Quimera de las tres cabezas. Había encontrado la caverna de la Quimera. La serpiente, el león y la cabra no eran tres criaturas distintas, como había supuesto, sino un monstruo solo.

¡Qué cosa más horrible y más odiosa! Aun dormitando, como dormitaban sus dos terceras partes, tenía entre sus abominables mandíbulas los restos de un infortunado cordero, o tal vez (pero me resisto a pensarlo) de algún pobre niño que las tres bocazas habían estado mordisqueando antes de quedarse dormidas dos de ellas.

De pronto, como si saliese de un sueño, Belerofonte cayó en la cuenta de que aquella era la Quimera. Pegaso pareció también comprenderlo y dio un relincho, que sonó como un clarín de guerra. Al oírlo se alzaron las tres cabezas y vomitaron grandes llamaradas. Antes de que Belerofonte pudiera pensar lo que debía hacer, se lanzó el monstruo fuera de la caverna y fue contra él, con las inmensas fauces abiertas y arrastrando su cola de serpiente horriblemente. Si Pegaso no hubiera sido tan ágil como un pájaro, tanto él como su jinete se habrían visto arrollados por la acometida de la Quimera y habría acabado el combate antes de comenzar en realidad. Pero el caballo alado no se dejaba atrapar tan fácilmente. En un abrir y cerrar de ojos se elevó casi hasta las nubes, relinchando con furia. También temblaba, pero no de miedo, sino del asco que le daba aquel ser aborrecible y ponzoñoso con sus tres cabezas.

La Quimera, por su parte, se irguió hasta sostenerse únicamente sobre el extremo de la cola: pateaba con furia en el aire y escupía fuego a Pegaso y al jinete con sus tres bocas. ¡Cómo rugía, silbaba y bramaba! Belerofonte, entretanto, se ponía el escudo al brazo y sacaba la espada.

—Ahora, mi querido Pegaso —murmuró al oído del caballo alado—, tienes que ayudarme a matar a este monstruo; si no, habrás de volver a tu solitaria cumbre sin tu amigo Belerofonte; porque, o muere la Quimera, o sus tres bocas se comerán esta cabeza mía, que tantas veces ha dormitado sobre tu cuello.

Pegaso relinchó y, volviendo la cabeza, frotó cariñosamente el hocico contra la cara de su jinete. Así decía, a su manera, que aún tenía alas y era caballo inmortal; antes perecer, si lo inmortal pudiera perecer, que abandonar a Belerofonte.

—Gracias, Pegaso —respondió Belerofonte—. Y ahora, vamos a pelear con el monstruo.

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Diciendo estas palabras, sacudió las riendas; Pegaso descendió oblicuamente, rápido como una flecha, hacia la triple cabeza de la Quimera, que se erguía en el aire cuanto podía. Cuando lo tuvo al alcance de su brazo, dio Belerofonte un gran tajo al monstruo; pero su caballo siguió adelante sin dejarle ver si había aprovechado el golpe. Pegaso continuó a su carrera; pero pronto viró en redondo, aproximándose a la Quimera a la misma distancia que antes. Belerofonte vio entonces que había cortado al monstruo, casi del todo, la cabeza de cabra, que colgaba de la piel y parecía enteramente muerta.

Pero, en compensación, la cabeza de león y de la serpiente habían adquirido toda la fiereza de la otra y escupían llamas, silbaban y rugían con mucha más furia que antes.

—No te preocupes, mi bravo Pegaso —exclamó Belerofonte—; con otro golpe como ese haremos que deje de rugir y silbar.

De nuevo sacudió las riendas. El caballo alado se lanzó oblicuamente y veloz, como antes, hacia la Quimera; Belerofonte, al pasar, asestó un golpe recto a una de las dos cabezas que le quedaban. Pero esta vez ni él ni Pegaso escaparon tan bien como la primera. Con una de sus garras hizo el monstruo al joven un profundo arañazo en un hombro y con la otra estropeó un poco el ala izquierda del caballo volador. Belerofonte, por su parte, había herido mortalmente la cabeza de león, que caía colgando, con el fuego casi extinguido y lanzando bocanadas de humo negro y espeso. Sin embargo, la cabeza de serpiente (la única que quedaba ya) era entonces dos veces más fiera y más venenosa que nunca. Vomitaba chorros de fuego de quinientos pasos de largo y lanzaba silbidos tan altos, tan ásperos, tan penetrantes, que el rey Iobates los oyó a setenta y cinco kilómetros de distancia y se estremeció tanto que hasta tembló el trono en que se sentaba.

«¡Ay de mí! —pensó el pobre rey—. Esto es que la Quimera viene a devorarme».

Pegaso, mientras tanto, se había parado otra vez en el aire y relinchaba colérico, echando por sus ojos chispas de un fuego puro como el cristal. ¡Qué diferente del fuego oscuro de la Quimera! Ni el espíritu del caballo aéreo ni el de Belerofonte decayeron.

—¿Sangras, mi caballo inmortal? —exclamó el joven, cuidándose menos del mal propio que del de aquella criatura que no debía haber conocido nunca el dolor—. ¡La maldita Quimera pagará este daño con su última cabeza!

Luego sacudió las riendas y dando grandes voces guio a Pegaso, no oblicuamente como antes, sino directamente contra la repugnante cabeza del monstruo. Tan rápida fue la embestida que en lo que dura un relámpago se puso Belerofonte al alcance de su enemigo.

Mientras, con la pérdida de su segunda cabeza, la Quimera había caído en una pasión de dolor y rabia. Se revolcaba, mitad en tierra y mitad en el aire: era imposible decir en qué elemento descansaba. Abrió su bocaza de serpiente con tan horrorosa anchura que me atrevería a decir que podía haber pasado Pegaso derecho a su garganta, con las alas desplegadas y con jinete y todo. Cuando se acercaron, lanzó un chorro tremendo de su encendido aliento y envolvió a Belerofonte y a su caballo en una nube de llamas, chamuscando las alas de Pegaso, quemando al joven los dorados rizos de todo un lado y calentando a los dos, de la cabeza a los pies, mucho más de lo que resulta prudente.

Pero esto no es nada comparado con lo que sucedió después. Cuando el caballo alado llegó en su primera acometida a la distancia de unos cien pasos, la Quimera dio un salto y proyectó su enorme, horrible, ponzoñoso y detestable cuerpo contra el pobre Pegaso; se le enroscó con gran fuerza y retorció su cola de serpiente hasta formar un nudo. El caballo aéreo no dejaba de volar más alto, más alto, más alto, por encima de las nubes, casi hasta perder de vista la tierra sólida; pero el monstruo terrestre no soltó su presa y siguió en su vuelo a la criatura del aire y la luz. Belerofonte, mientras tanto, se encontró al volverse con la horrible fealdad de la Quimera frente a frente, y solo protegiéndose bien con el escudo pudo librarse de morir abrasado o de que un mordisco lo partiera por la mitad.

Desde el borde del escudo miró fieramente los salvajes ojos del monstruo. La Quimera estaba tan enloquecida por el dolor que no se resguardaba, como en otro caso habría hecho. A fin de cuentas, para luchar con una Quimera tal vez lo mejor sea acercarse a ella todo lo posible. En sus esfuerzos por clavar a su enemigo los horribles garfios, el monstruo dejó su pecho enteramente al descubierto. Al verlo, Belerofonte clavó hasta el puño la espada en su cruel corazón. La cola de la serpiente desató enseguida su nudo. El monstruo se desprendió de Pegaso y cayó desde aquella enorme altura. El fuego que llevaba en su pecho ardió, en vez de extinguirse, más vivo que nunca, y pronto empezó a consumir aquel cuerpo muerto.

Cayó del cielo enteramente inflamado. Como se hizo de noche antes de llegar a tierra, lo confundieron con una estrella errante o con un cometa; pero al despuntar el día salieron unos aldeanos a su labor y vieron, con gran asombro, que una gran extensión de terreno estaba salpicada de cenizas negras. En medio de un campo había un montón de huesos calcinados más alto que un gran montón de heno. ¡Nada más volvió a verse de la horrorosa Quimera!

Cuando Belerofonte logró la victoria, se inclinó hacia delante y besó a Pegaso con lágrimas en los ojos.

—¡Vuelve ahora, mi querido caballo —le dijo—, vuelve a la fuente de Pirene!

Pegaso hendió el aire más rápido que nunca y llegó a la fuente en muy poco tiempo. Allí encontró al viejo apoyado en su bastón, al campesino dando agua a la vaca y a la hermosa doncellita llenando su cántaro.

—Ahora me acuerdo —advirtió el viejo—. Cuando yo era un chiquillo, vi una vez este caballo con alas. Pero en mis tiempos era diez veces más hermoso.

—Tengo un caballo de tiro que vale el triple que él —dijo el campesino—. Si este penco fuera mío, lo primero que haría sería cortarle las alas.

La pobre muchachita no dijo nada porque tenía la mala suerte de asustarse en el momento menos oportuno. Echó a correr, se le cayó el cántaro y lo rompió.

—¿Dónde está —preguntó Belerofonte— el simpático niño que me acompañaba, que nunca perdió la fe y que nunca se cansaba de mirar en la fuente?

—Aquí estoy, querido Belerofonte —dijo el niño tiernamente.

El muchachito había pasado los días a la orilla de Pirene, esperando la vuelta de su amigo; pero, cuando lo vio bajando a través de las nubes, montado en su caballo alado, se internó en el bosque. Era un niño muy delicado, de gran ternura, y temía que el viejo y el campesino vieran brotar lágrimas de sus ojos.

—Has logrado la victoria —dijo, muy contento, abrazándose a una pierna de Belerofonte, que aún estaba montado sobre Pegaso—. Sé que lo has conseguido.

—Sí, querido niño —replicó Belerofonte bajándose del caballo alado—; pero, si no me hubiese ayudado tu fe, nunca habría esperado a Pegaso, ni volado jamás por encima de las nubes ni vencido a la terrible Quimera. Todo lo hiciste tú, mi querido amigo, y ahora devolveremos a Pegaso su libertad.

Y, diciendo esto, quitó la brida encantada de la cabeza de aquel caballo maravilloso.

—¡Sé libre para siempre, Pegaso! —exclamó con cierta tristeza en la voz—. ¡Sé tan libre como rápido eres!

Pero Pegaso apoyó la cabeza en el hombro de Belerofonte y no hubo manera de inducirle a emprender el vuelo.

—Bien —dijo Belerofonte acariciando al aéreo caballo—; estarás conmigo mientras quieras. Ahora vayamos a decir al rey Iobates que la Quimera ha sido destruida.

Belerofonte abrazó a aquel niño tan bueno, le prometió volver a verlo y se puso en marcha; pero años después aquel niño voló sobre el corcel aéreo a mucha más altura que lo hiciera Belerofonte, e hizo cosas mucho más honrosas que la victoria de su amigo sobre la Quimera. Porque, siendo tan tierno y delicado, llegó a ser un poderoso poeta.

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