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Central nuclear de Borgo Sabotino, viernes 19 de septiembre, 06:10 horas
El miedo vence al dolor. Mancini se retuerce con sus últimas fuerzas frente al asesino que lo observa.
—Estás débil, amigo mío.
—¡Yo no soy tu amigo! —grita Mancini, mientras el tobillo izquierdo se suelta de la sujeción.
—Yo te conozco.
—Pero ¿qué dices?
—Hace dieciséis meses, en el Gemelli. Yo había ido con mi madre a pasar consulta con Carnevali. Tú estabas allí con Marisa.
Mancini siente que se extravía. Sus manos y sus pies se detienen.
—Estabas en la sala de espera, aquel día era tu primera consulta. La puerta se había quedado entreabierta, y oí que Carnevali te contaba la habitual mandanga sobre los tratamientos, las posibilidades y demás. Siempre la misma función. Nosotros habíamos llegado casi al final, y vosotros… todavía os hallabais al principio. Parecías desesperado, se te veía en la cara. Y muy enamorado. Un policía. Y de los importantes, me dijo un enfermero. Me fui a casa y me puse a investigar. Siempre se me han dado bien los ordenadores. Los de Investigación Tecnológica creo que ya saben algo.
—Yo no te conozco.
—Cuando mamá murió, y después de mi accidente —señaló sus piernas—, decidí que serías tú el elegido para compartir todo esto.
—¿Todas estas muertes? ¿La muerte es lo que compartes?
—La justicia, Enrico. La justicia. Tú eras el único digno de encontrarme y de hacerme justicia.
—¿Qué justicia? ¿Cómo?
—Siendo testigo de todo esto. Yo te quería a ti. Sabía que acabarías encontrándome. Nos mueve el mismo dolor. Te vi llorando ese día, mientras tu mujer estaba dentro de la consulta. Te vi rezar en su funeral. Y luego ante su tumba, en Prima Porta.
—Pero ¿cómo…?
Las imágenes empiezan a cobrar forma de nuevo como en un enorme rompecabezas de piezas en blanco y negro. Como las baldosas de gravilla de la central de policía. Las visitas, los especialistas, los viajes al extranjero y el afligido retorno a ver a Carnevali. Las habitaciones, las camas, la iglesia, las flores, el ataúd. Las lágrimas.
La Sombra dio un paso hacia delante y se puso bajo el rayo que entraba por la ventana.
—¿Me reconoces?
—¡No! ¡No!
Pero sí. Afeitado. Alto. Una impresión más que una imagen. Sentado junto a él y Marisa. Aquella cara sin cejas, sin pelo. La gorra de béisbol. La enorme sudadera. PUEDO RESISTIRLO TODO, EXCEPTO LA TENTACIÓN. No podía ser.
¡Santo Dios! ¡La enferma era su madre!
—¿Por fin te acuerdas? Tú por lo menos sí —leyó la respuesta en el estupor de quien tenía enfrente—. Muy bien, comisario.
El aforismo de la sudadera era de Oscar Wilde. Oscar. Todo se volvió nítido y siniestro en un instante, cerrándose en un círculo perfecto delante de los ojos de Mancini.
—¡Por el amor de Dios, Oscar!
Otra vez ese nombre. Nadie le llama ya por su nombre. Nadie le llama ya. Está solo. Acusa el golpe y se desplaza sobre la otra pierna, alejándose de la mesa con el cuerpo sin vida del doctor.
—Deja en paz a dios. No existe, comisario. Y tú y yo tenemos la mejor prueba de que no existe. Es el cáncer. No, no hay dios capaz de redimirnos del sufrimiento, ninguna religión puede aliviar el dolor de un niño que pierde a un padre enfermo de cáncer. El dolor no es una palabra, es un cuerpo, tiene nombre y forma. No hay esperanza cuando ves a tu madre invadida por células malignas que la consumen hora tras hora. Hasta su último suspiro.
La mano izquierda de Mancini se suelta de la atadura y queda bloqueada a la altura de los nudillos. Unos segundos más aún.
—Yo me lo perdí…, su último suspiro.
La Sombra permanece en silencio, mirándolo. Mancini deja caer la cabeza sobre el pecho y, por sí solas, bajan las primeras lágrimas. No puede evitarlo. Necesita llorar lo que lleva dentro desde hace meses. Tiene que hacerlo, en ese momento, frente a ese monstruo, tiene que confesarlo todo.
—Pensé que lo lograría. Fue ella la que me dijo que me marchara, que se sentía bien. Que volveríamos a vernos. Tres días después de irme me llamaron del hospital. Tenía que volver. Lo intenté. Tomé un vuelo al día siguiente, el primero que había. Demasiadas horas, me decía. No lo conseguiré.
—No lo conseguiste.
—No.
—No llores. Porque te salvaste a ti mismo. Yo estaba allí, Enrico. Vi la agonía. Créeme, si no hubiera visto su cara, hoy no estaríamos aquí, tú y yo. No me habría convertido en lo que soy. La Sombra de la muerte.
Mancini se queda mirando el rostro que está frente a él. Intenta comprender, en lo que puede, los sentimientos, el odio y el amor, que lo han llevado a asesinar a seis personas.
También Oscar reclina la cabeza y se rinde. Solloza:
—No quería llegar a tanto. Pero aquello. No podía quitármelo de la cabeza, aquello.
—¿El qué?
—¡El animal! —grita. Ahora está de rodillas.
Mancini se pierde. No entiende, siente que va a desmayarse y se desliza en el aturdimiento.
—Yo lo vi, comisario. Un animal atormentado —el asesino alza la vista hacia la pantalla. Mancini lo sigue. Son las 06:55.
—¿Qué era?
—En aquella cama. Mi madre. Comisario. Doblada en dos por el dolor. Un animal sin alma. Mi madre. Comisario. Tenía los ojos. Sus ojos. Se ponían en blanco. Desaparecían dentro de los párpados mientras su espalda se arqueaba. Creí que se partiría en dos.
Mancini reclina la cabeza:
—Dios santo, no me hagas esto.
—No podía parar. Y yo la llamaba. A gritos. Pero ella no podía parar. Se le retorcía el brazo, creí que iba a romperse. Después la espalda, los ojos. Y la boca, comisario, su boca. Los labios de mi madre. Dios mío, ¿por qué? ¿Por qué? —aprieta los puños, mirando al techo como si no hubiera nada más que cielo por encima de él.
Uno, dos, tres destellos y los rayos caen alrededor del reactor nuclear mientras una cadena de truenos estruendosos explotan en el aire por encima de la casa.
—Yo… —tiene la boca pegajosa y las palabras que no encuentra mueren allí—. He visto la Muerte. Cuando todo se apagó. He visto la Muerte. Y tenía la cara descompuesta por la agonía de todo ser viviente sobre la faz de este planeta. La misma. Tú, Enrico, sufres porque la echas de menos. Echas de menos vuestra vida en común, vuestro futuro roto. Yo siento odio por todas estas cosas, pero vivo con el fantasma de la Muerte. No hay día en que me levante y no reviva cada detalle de esa escena. Cada movimiento de su cuerpo. Estoy obsesionado. ¿Y sabes por qué? Porque no me lo creo. Que haya podido ocurrir. Porque ninguna célula de mi cuerpo puede acostumbrarse a la idea de que algo así sea natural. No hay nada natural en esa muerte envenenada. No hay nada natural en la Muerte. No hay nada natural en asistir al tránsito de la mujer que amas. Que te dio la vida, que te amó como madre y como el padre, hermano y hermana que nunca tuviste. Si dios puede morir, entonces ¿qué sentido tiene todo? ¿Es eso lo que quiere el universo?
Mancini menea la cabeza, incrédulo. Sus manos de piedra, resignadas. La cara bañada en lágrimas.
—Yo lo conozco, lo escruto, lo entiendo, preveo el movimiento incesante de sus astros. Las galaxias desaparecen, se apagan, pero se transforman en otras formas de vida gaseosa. Sin embargo, lo que no entiendo es la muerte, comisario. No tiene sentido. No hay justicia. Así que solo queda la mía. Ningún crimen debe quedar impune. Por eso estudié mi plan. Sembré las pistas para que… tú, al final, vinieras a por mí. Ningún crimen puede escapar de la justicia. Ninguno. No es justo. No era justo. Los he castigado a todos. Uno por uno. A la mujer que la maltrató, una pena que muriera en el acto, cuando le apreté el cuello con la mano. A quien cometió un error fatal, a quien trató de engañarla prometiéndole el más allá.
Enrico Mancini vuelve a contemplar la silueta del fraile colgada de su gancho. Le parece ver que oscila como un péndulo. Se le enturbia la vista.
—Lo hacía todas las noches. Venía a darle los sacramentos antes de que se quedara dormida. ¿Cómo crees que se sentía ante aquel ministro de Dios? Como una condenada en espera de su ejecución. Volvía todas las noches y todas las mañanas, con esa sonrisa oculta bajo la barba, ya lista e idéntica para todo el mundo. Feliz de llevarla de la mano al otro lado, eso decía. Él también lo ha pagado. Igual que ese anestesista que la dejó asistir como espectadora impotente a su propio tormento. Igual que quien la humilló aniquilando su feminidad, y, por último, este hombre que no fue capaz de darnos ni siquiera un día de esperanza.
Lanza una mirada despectiva a Carnevali.
—Puedo verla claramente, Enrico —prosigue Oscar, después de un momento de silencio—. Qué ojos tenía. Grandes, intensos, negros. Y esa expresión en su rostro demacrado. Una expresión imposible de describir. ¿No es terrible morir así? Tan joven, tan pronto, tan injustamente, así…
La frase queda en suspenso en el aire viciado y un silencio irreal llena el espacio entre los dos, antes de que le alcance el fragor de otro trueno.
—Mi madre sabía que la enfermedad la mataría, pero fingía que no era así. Quería vivir. Veo sus ojos como si estuvieran aquí. Quería vivir, leer y vivir.
Se interrumpe de nuevo, ahogando un sollozo. Un momento después, el sonido del despertador digital sacude los sentidos entumecidos del comisario.
—Es la hora.
La Sombra clava la mirada en la pantalla. Mancini se gira apenas y lo ve, rojo, intermitente:
—Son las 07:05, como hace un año. La última muerte de dios nos librará de esta pesadilla.
Mancini tiembla. ¿Fiebre o miedo? Parpadea siguiendo el compás binario de su tictac. Le toca a él. Pero no lo consigue. No puede mover las manos, las piernas, el tronco. Solo puede pronunciar, sin desesperación ni pavor, tres palabras:
—¿Por qué yo?
Siente presión en la vejiga. Pero ¿de qué tienes miedo? Tal vez vuelvas a ver a Marisa. Tal vez.
—¿Tú? —el eco lúgubre de la vocal se alarga en la habitación y se adhiere a las paredes.
—¿Qué te he hecho yo? Ni siquiera conocía a tu madre.
Incrédulo, Oscar replica:
—Tú no, amigo mío. La última muerte de dios no es la tuya.
En el instante en que se detiene, entrecerrando apenas los ojos, Mancini se percata de que Oscar está sudando. Tiene la cara y la cabeza afeitada empapada. También los brazos transpiran. Poco a poco la imagen va enfocándose: también sus pantalones verdes están manchados. Y ahí está de nuevo ese otro olor. Al de la doxorrubicina se ha añadido algo penetrante que se le sube a la cabeza, siente que le da vueltas, engullido por el mareo.
Antes de que llegue a desmayarse sucede algo que Enrico no olvidará nunca.
El asesino de esos seis inocentes, todavía de rodillas, apoya las manos sobre una fina tira de barro. Con la cabeza entre los hombros. De nuevo aquella sonrisa falsa, perfecta, el horror y el amor. Juntos. Son lágrimas. ¿Qué ocurre? Mancini abre los ojos, el aire está enrarecido. La respiración se eleva hasta llenarle el pecho. La Sombra susurra algo que no llega a entender:
—Mal…
—¿Qué? —grita el comisario, con la desesperación hincada en la voz, mientras la mano izquierda se suelta de las ligaduras. ¿Le está llamando?
—Maldi… —crece despacio la voz del hombre de rodillas, mientras los primeros sollozos le invaden la garganta. El cuello se pone rígido.
—¿Qué? —Mancini sacude la cabeza. Tiene que soltar también la otra mano.
El asesino eleva los hombros y aparta las manos del suelo. Alza la cabeza, con la barbilla erguida, los ojos hacia arriba, y grita con una energía que proviene de la tierra, del corazón de ese hombre solo. Desde el centro de un dolor sin nombre.
—¡Maldito! —levanta el busto gritando una y otra vez—: ¡Maldito, maldito! —fuerte, contra el techo. Sus puños, ahora levantados, golpean impotentes el aire. Desliza una mano en el bolsillo y saca un objeto blanco. Mira al comisario a los ojos. Acerca el mechero a la ropa y, con un seco movimiento del pulgar, lanza una chispa. Un momento, nada más, y el fuego agrede su cuerpo, arde y penetra en su ropa, en su piel. El grito salvaje proviene del corazón de la antorcha, parece alimentarla—. ¡Maldito! —inmóvil, en medio de la habitación, Oscar sigue gritando al cielo esa única espantosa palabra, mientras Mancini libera la otra mano y se suelta las piernas.
De esa oquedad se eleva un piar, un gemido, una cantinela que asciende desde el fondo de su garganta.
El comisario acaba de quitarse las cuerdas, mientras el asesino se consume. Se lanza contra esa masa. Aterriza sobre él y lo embiste empujándolo al suelo. Las manos, los dedos, las palmas, el dorso. Cada centímetro de sus manos arde junto a ese fuego sagrado. Hasta las uñas hierven mientras la piel se le hincha. Lucha con las llamas y con el cuerpo del asesino.
No lo consigue.
—¡No! ¡Noo! —tiene tiempo de gritar Oscar antes de que ambos rueden sobre la podredumbre fangosa hasta el rincón más oscuro. Después, solo el silencio, el olor a carne quemada y un último jadeo sordo.
Son las 07:11 cuando un ataque de tos despierta a Enrico Mancini. Arde. Por dentro. El barro le ha salvado. El barro y su vieja gabardina. El cuerpo de Oscar yace a su lado. Con el pecho descubierto y los ojos magullados. Se da impulso con las manos, levantando el cuerpo por encima del otro. El rostro rojo de sangre y negro de fuego. Se acerca a él despacio, le apoya una oreja en el pecho en busca de otra chispa, la de la vida.
—¿Por qué? —es el estertor que lo sorprende en ese segundo abrazo.
Mancini se aparta y deja que sus ojos se posen en sus manos. Desnudas, abrasadas, enfangadas. Sí, ¿por qué lo ha hecho? Se desplaza para sentarse, pero nota un objeto debajo de él. Gira el tronco y se da la vuelta. La peluca y los guantes están quemados.
He ahí el porqué.