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Latina, martes 16 de septiembre, 08:10 horas, hospital Santa Maria Goretti

Después de más de sesenta kilómetros por el asfalto en mal estado de la carretera nacional de Pontina, el Alfa se detuvo en viale Michelangelo, frente a la entrada del pabellón, en el lado opuesto a Urgencias. Un hombre alto, rubio, con los ojos protegidos por unas gafas de espejo, vestido con una cazadora ocre de cuero, un suéter rojo de algodón, pantalones vaqueros y zapatillas de deporte bajó del coche. Cruzó la verja corredera y la barrera de la garita del guarda. Prosiguió bordeando los setos de laurel cerezo antes de girar a la derecha y pasar por una glorieta llena de flores. La isleta de hortensias púrpuras, rojas y azules retumbaba contra la mole incolora de la construcción.

El ruido de una sirena y el repentino cambio de marcha de la ambulancia hicieron que volviera la cabeza. Un momento después el vehículo lo superaba para desaparecer por detrás de la esquina del edificio.

Las puertas automáticas daban a un gran espacio circular revestido de linóleo desde el suelo hasta las paredes. Frente a la entrada, una escalinata conducía a las plantas superiores. A la derecha se veían dos ascensores gemelos, mientras que a la izquierda había un cuartucho para la recepción y otro en el que campeaba una hoja de papel DIN A4 con las palabras HOSPITAL DE DÍA.

Comello se asomó al primero. Un enfermero de bata verde y zuecos blancos alzó la vista sobre unas gafas de carey. Estaba sentado ante un pupitre que le servía de escritorio.

—¿Sí? —soltó molesto, levantándose de golpe en cuanto vio la placa.

—Necesito cierta información. Tengo que hablar con una enfermera…, la de más antigüedad del servicio, si es posible.

—Ah, ya. Pues entonces…

El hombre, de mediana edad, era delgado y tenía la cara demacrada, la piel seca y un círculo de alopecia en la parte superior de la cabeza. Se ajustó con gesto torpe los pantalones y alzó los ojos hacia el techo, en busca de una respuesta.

—Bueno, vamos a ver… Anna Torsi lleva aquí casi treinta años y seguro que puede echarle una mano.

—¿Dónde puedo encontrarla?

—Arriba —contestó, señalando las escaleras—. En la primera planta. La última puerta a la derecha. Está escrito «Enfermera jefe».

—Gracias —dijo Comello, y salió de la habitación.

El enfermero se quedó mirándolo unos segundos, después se encogió de hombros, se sentó y sacó de la cajonera de debajo del mostrador un lápiz y un crucigrama blanco.

La puerta automática abrió sus brazos deslizantes cuando el inspector pasó a su lado. Un movimiento que abrió de par en par esa frontera invisible entre los dos mundos: dentro y fuera.

Hasta los colores parecían hablarle de esa separación. El vestíbulo de entrada era una extraña alianza de grises, de los rojos desvaídos de las barras antipánico y del pálido aluminio de los marcos de las puertas. Fuera, en cambio, los llamativos parterres relucían. En el umbral de aquel desesperado cosmos Comello sintió el impacto de una sensación olfativa repentina y desestabilizadora. En aquel punto concreto, el olor acre del formaldehído desposaba el aroma delicado de las hortensias creando un efecto agridulce que le costaría olvidar.

Eran dos universos con diferentes leyes espaciotemporales. Las horas, la comida, el hastío, una morfología humana distinta, los sanos y los enfermos. Un médico con una bata blanca y una mascarilla en la cara entró después de apagar en el parterre un Marlboro. Dos bancos en el exterior acogían a los pacientes y a sus acompañantes. Se distinguían con facilidad. Los cráneos pálidos de los enfermos, los párpados como plantas carnívoras, los labios de papel. Junto a ellos estaban los sanos, charlando, sonriendo y soltando ocurrencias forzadas; estaban allí para sostener físicamente a los pacientes después de la terapia, para acompañarlos a casa, meterlos en la cama y esperar el efecto, impredecible, del tratamiento.

El antes y el después.

Dentro y fuera.

Comello subió los veinticuatro escalones que lo separaban de la primera planta. A la derecha, al final de un pasillo iluminado por los grandes ventanales que se abrían al lado contrario, estaba el cuarto con la placa que le había indicado el enfermero. Llamó dos veces.

—Adelante —contestó una voz femenina.

Cuando abrió la puerta, el inspector se encontró frente a una mujerona de edad avanzada y con una bata azul.

—Dígame.

—¿Anna Torsi?

—Sí. ¿Es usted un pariente?

—¿Qué? —Comello quedó descolocado, convencido de que su aspecto de polizonte saltaba a la vista.

—¿Quiere noticias de algún familiar? —preguntó la mujer inclinando levemente la cabeza hacia un lado. Tenía unos pequeños ojos azules bajo la frente clara y amplia, labios finos y una nariz redonda que apuntaba hacia abajo.

—Ah, no. Perdone —sacó la placa del bolsillo trasero de los vaqueros, se la pasó rápidamente por delante de los ojos y se la guardó de nuevo, tratando de no dar mayor importancia al asunto—. Inspector Comello. Policía de Roma.

La enfermera jefe no se inmutó:

—¿Qué puedo hacer por usted?

Comello sacó la billetera de la cazadora y extrajo una foto de carné, en la que aparecía la cabeza de una mujer pelirroja con pecas y ojos verdes.

—¿La conoce?

Anna Torsi se acercó la foto a la cara:

—Es Nora Donnell.

O’Donnell —la corrigió.

El inspector miró a su alrededor y señaló una mesa con dos sillas al lado de una cama.

—¿Le importa?

—¿Qué ha ocurrido? —dijo la mujer, que ahora parecía turbada. Luego le hizo una seña al policía para que se sentara.

—Dígame, ¿cómo es que la conoce?

Anna Torsi sujetaba entre las manos la pequeña imagen y la estaba mirando como para interrogarla. Su cara demostraba atención; su gesto, severidad.

—Trabajó aquí tres años, lo dejó hace unos meses.

—¿De qué se encargaba Nora, exactamente?

—Ayudaba a las mujeres operadas y realizaba el suministro de quimioterapia por vía venosa.

Hasta ese momento no se había dado cuenta Comello de que la mujer que estaba enfrente tenía un pelo a cepillo muy oscuro, pero ralo, frágil, una pelusa. Se esforzó por no demorarse mirándola.

—¿En qué anda metida? —preguntó la enfermera jefe.

Comello tomó la foto de la mano de la mujer y la volvió a meter en la cartera.

—Ha fallecido.

—Ah —dijo Anna Torsi sin pena alguna ni vergüenza por no sentirla.

—No se la ve muy afligida.

—No —respondió con irritación—. Nora y yo no nos llevábamos muy bien.

Comello la miró y esperó a que continuara.

—Sé lo que está pensando —prosiguió—. Pero ¿sabe una cosa? Yo la muerte la veo todos los días. Aquí dentro. Y no me refiero a las personas que entran para no volver a salir. No estoy hablando de los que pasan de la cama al ataúd.

—Entiendo.

La enfermera jefe le observó un momento y dijo:

—Inspector, no creo que pueda usted entenderlo. Ni usted ni quienes viven fuera de aquí. Estoy hablando de la muerte de verdad. De la que acompaña paso tras paso a todo paciente que vive aquí dentro.

Comello parecía incómodo y cruzó las piernas.

Vive —había dicho—. Solo quería…

—Nora no era capaz de llevar a cabo su trabajo. Por esa razón se optó por alejarla. Aquí hace falta paciencia. Y celo, si no amor.

—¿Alejarla? —el inspector se acomodó en la silla.

—Trataba mal a las enfermas. Se mostraba hosca, impaciente. Siempre pensé que le asustaba lo que veía. Las transformaciones de las pacientes.

Comello observó a la mujer, que ahora parecía menos rígida que antes:

—¿Hosca o… violenta?

—Que yo sepa, nunca llegó al extremo de… Pero sé que no actuaba de manera profesional.

—¿Se acuerda de algún episodio en particular? Piénselo un momento —dijo él cruzando los dedos, mientras exhibía una sonrisa conciliadora.

—Ya se lo he dicho, tenía miedo de las pacientes, de las mutilaciones posoperatorias y de lo que ocurría después del tratamiento. Mejor dicho, yo diría que estaba asqueada. Sí. Le daban asco. Era terrible.

—¿Manifestó alguna actitud peligrosa?

—Bueno… Hace un año y medio, me parece, no me acuerdo bien…, ocurrió algo aquí en planta, de cierta gravedad, digamos. Y ese fue el motivo por el que se la echó. Lo recuerdo muy bien.

Comello sacó un cuaderno, lo abrió y extrajo el bolígrafo de la espiral.

—Una de nuestras pacientes llevaba en coma un par de días. Suele ocurrir al final…, sobre todo cuando se trata de cáncer hepático. Pero también cuando la quimioterapia lo destroza, al hígado me refiero.

—Sí —Comello hizo como que entendía.

—Se cae en un estado de coma hepático que puede ser más o menos grave: de tercer y hasta de cuarto grado. En el primero se verifican de vez en cuando momentos de vigilia, de semiinconsciencia; el segundo es el más profundo, el que precede a la muerte y en el que se observan movimientos impulsivos de los miembros superiores.

Walter apuntaba mecánicamente números y palabras. Tomaba muy pocas notas, las que necesitaba para fijar conceptos y para atar en corto a quien tenía delante, de modo que siguiera centrado en las respuestas. Mancini, en cambio, ni siquiera tenía cuaderno. No necesitaba ayuda para recordar incluso los detalles más insignificantes ni para presionar a los interrogados. Ahora Comello podía imaginarse a su comisario en pugna con el mal que había atrapado a la mujer que amaba.

—Recuerdo que mientras le arreglaba la almohada a la paciente se quejaba del mal olor.

—¿Mal olor?

Fetor epaticus, el olor del aliento dulzón que tienen los enfermos de hígado.

—¿Cómo se llama la paciente?

—Falleció ya.

—Ah —Comello hizo una pausa—, ¿cómo se llamaba?

—La verdad, no me acuerdo. Quizás Bardi… Borsi… No me viene a la cabeza. Disponemos de un sistema de almacenamiento de datos en el servidor del hospital, pero lleva dos días bloqueado y aún no hay noticias del técnico.

—¿Y no tienen un archivo de papel?

—Lo teníamos. Se trasladó al sótano cuando se informatizó todo. Pero ahora está hecho un pegote. La semana pasada se inundó completamente. Por esa misma razón no funciona el servidor. La lluvia, aquí, en Latina, causa daños muy serios, porque por debajo tenemos una ciénaga.

—Entiendo. Mándemelo todo lo antes posible. Es muy importante —dijo sacando una tarjeta de visita con el correo electrónico del destacamento al que estaba destinado—. Ahora siga, por favor.

—Pues ese día Nora se pasó de la raya y cuando la mujer, que había salido momentáneamente del coma, le preguntó si le podía colocar la almohada, ella le gritó y la empujó. Sí, vaya, que la zarandeó.

—¿Y no intervino nadie?

—El único que estaba presente era su hijo. Un chico muy tímido. Vino a verme para denunciar lo ocurrido.

—¿Y usted qué hizo?

—Bueno, le dije que me encargaría del asunto y luego, al final del turno, llamé a Nora y la amenacé con hacer que la despidieran si volvía a suceder algo parecido.

—¿Y Nora qué contestó?

—Nada. Se me quedó mirando con esa expresión arrogante que tenía y sonrió. Luego se marchó y la cosa no fue a más.

—¿No fue a más?

—Esa noche no, pero algunos días después la paciente empeoró y cayó inconsciente. Todos los indicadores señalaban que estaba en las últimas y ese pobre chico… seguía sin moverse de los pies de la cama. Con la mirada fija en el brazo de la madre que subía y bajaba debido a los espasmos metabólicos, permanecía en silencio. Mirándola y nada más.

—Dios mío —su pensamiento voló de nuevo hacia el comisario y las imágenes del día anterior en la sala de interrogatorios se mezclaban con las que ese lugar y la historia que estaba oyendo proyectaban en su interior. Meneó la cabeza y siguió escuchando.

—Al cabo de una semana en coma la mujer murió. Era temprano por la mañana, yo acababa de terminar el turno de noche y estaba descansando en el sofá de la sala del personal. Recuerdo como si fuera hoy que me despertaron los gritos de su hijo. Lo más desgarrador que había oído aquí dentro. Se lo juro.

El inspector no sabía qué decir. La enfermera jefe era una mujer lo bastante curtida como para mantener a raya toda clase de implicación.

—Me levanté y fui a ver qué pasaba. Cuando llegué a la puerta, vi cómo Nora trataba de apartar al chico de la cama de su madre. Lloraba como un niño, a pesar de lo enorme que era.

Comello oyó una campanilla resonar en los meandros de su cabeza de polizonte. No era posible.

—¿Cómo de enorme?

—Bueno, exactamente no lo sé. Tal vez un palmo más que usted, pero a mí me parecía un crío.

Tenía que medir uno noventa y cinco por lo menos.

—Prosiga.

—Nora perdió la paciencia y le chilló para que se quitara de en medio, que total su madre había muerto. No, ahora lo recuerdo mejor, repitió «Se acabó» dos, tres veces. Y había mucha amargura en su voz. Era una mujer mala.

—¿Cómo es posible que él no le hiciera nada?

—Nada de nada. Al contrario, cuando ella lo agarró del hombro, él se dejó arrastrar como si fuera una hoja. Se detuvo al pie de la cama mientras Nora le tomaba el pulso y constataba el fallecimiento antes de llamar al médico. Después le cerró los ojos. Pero cuando ella acercó las manos a la cara de la madre… —la enfermera jefe se estremeció con un sollozo, sus labios se encogieron.

—Señora…

—… él gritó que no. Que no lo hiciera. «Mamá no puede morirse», repetía.

—Siento haberle hecho recordar un episodio tan doloroso.

—No me lo imaginaba, discúlpeme. Creí que lo había superado —la mujer hizo una pausa para sonarse la nariz con un pañuelo que se sacó de la manga de su uniforme.

La atmósfera de la habitación se había vuelto de repente cargada. El miedo, la melancolía, las lágrimas, la enfermedad danzaban por el aire, ocupando, todos a un tiempo, el espacio entre esas cuatro paredes.

—Fue desgarrador. Él seguía llamándola, pero cada vez con voz más baja. Hasta que Nora se fue, ufana de haberse salido con la suya, y él se quedó allí. Solo.

—Pobre muchacho —dijo espontáneamente el inspector, observando a la enfermera jefe mientras se restregaba los ojos.

—Después fue aún peor.

—¿Qué significa eso?

—Yo no tuve ánimos para marcharme. Y, al cabo de un momento, él empezó a murmurar algo con la boca cerrada. Recuerdo que se mecía despacio de un lado a otro, sujetándose a la estructura de aluminio de la cama mientras miraba a su madre.

Comello notó un estremecimiento. El labio inferior se le encogió y advirtió cómo los ojos se le humedecían. Espantó esas sensaciones bajando la respiración al nivel del diafragma. Se impuso una actitud adecuada.

—Me armé de valor y entré. Me acerqué a él y le puse una mano en el hombro. «Tienes que serenarte», le dije, «ella ya ha dejado de sufrir». Ni se dio cuenta. Siguió con aquel movimiento acompañado de una extraña retahíla sofocada. Después se incorporó, se dio la vuelta y clavó los ojos en mí. Sentí miedo. Esa mirada pesaba. Nunca había visto ojos tan afligidos, inspector. Nunca. Era incapaz de apartarme de esos dos agujeros negros. Y, al final, fue y lo hizo. Sonrió, los cerró y…

Las lágrimas rompieron de nuevo sus diques y la mujer se puso de pie. Deambulaba por la habitación en busca de alguna forma de consuelo.

—Los cerró. Se giró, dio tres pasos y se tiró.

Comello se levantó de un salto como si hubiera asistido a esa escena.

—¡¿Pero qué está diciendo?!

—Sí. Todavía recuerdo el sonido de esos tres pasos. Estábamos allí —sollozó Anna Torsi e hizo un gesto con el brazo hacia la puerta.

Comello asintió y la siguió fuera, al pasillo. A la izquierda había dos habitaciones. Entraron en la segunda. Era una doble, con las camas en el mismo lado. Los habituales colores pálidos acolchaban el ambiente. La enfermera jefe se acercó a la ventana velada por finas cortinas blancas.

El inspector se abrió paso y lanzó un vistazo al exterior. Daba al lado corto de una plaza asfaltada. Había tres grandes esferas de hierro colado que emitían vapores densos como nubes de algodón.

—Era fuerte y aquí no hay mucha altura.

Comello calculó el salto en seis, siete metros. Suficiente para matar a un hombre de ese peso y de esa constitución física.

—Bajamos con la camilla y… No sé cómo era posible, pero permanecía allí, de rodillas. Esos ojos llenos de lágrimas. Estaba llorando y, cuando me acerqué junto con los auxiliares para colocarlo en la camilla, recuerdo que oí esa musiquilla que salía de sus labios cerrados.

El policía no pudo reprimir la curiosidad:

—¿Qué música?

—Al principio parecía un gemido. Después, mientras lo trasladábamos, la reconocí. Era la melodía de las campanillas de los recién nacidos. Esas que se atan a las cunas. Venía de la garganta del chico. Salía de su boca.

—¿Lo hospitalizaron?

La mujer pareció despertar de un estado de hipnosis.

—Sí, tenía las piernas fracturadas. Rodillas, tibia, peroné, todo. Estuvo bastante tiempo en Cirugía Ortopédica. Le operaron varias veces y le implantaron placas. Fui a verle en una ocasión. Resultó horrible.

—¿Le atormentaban las fracturas?

—Lo mantenían sedado, por lo general, pero esa vez me lo encontré despierto.

—¿Le dijo algo? ¿Le preguntó por su madre?

—Nada. Permanecía sentado en la cama, con la mirada en alto, hacia el techo. Tenía los ojos hinchados, enrojecidos, en el silencio.

—¿Qué fue de él? ¿Sabe dónde vive?

—No lo sé. Nunca volvió para las revisiones. Por lo que yo sé, ni siquiera para quitarse las escayolas de las piernas.

—Una última cosa. ¿Puede decirme dónde está enterrada la madre? —preguntó Comello; pensó que tal vez podría conseguir algo de información en el registro del cementerio.

—Supongo que la incinerarían, porque aquí, en el camposanto, no pude encontrarla.

La empatía que la mujer le había regalado con esa confesión dolorosa no merecía ser rota por un saludo formal. Hizo un gesto con la cabeza y se dirigió a la puerta. Se detuvo un momento en el umbral y miró hacia atrás.

Fuera ascendía el sol oculto por la lluvia. Anna Torsi se había escurrido de nuevo en su nebulosa mental, habitada por los fantasmas de la memoria. Y ahora, con la mirada perdida detrás del cristal, Walter la oyó decir en un susurro:

—Tendría que haberse matado. En cambio, lloraba y cantaba.