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Roma, Montesacro, jueves 18 de septiembre, 23:58 horas, domicilio de Carlo Biga

—En media hora estará aquí —confirmó Caterina al resto del equipo reunido en el salón de Biga. Se alejó de la larga puerta ventana a la que se había acercado para llamar y se sentó en el sofá.

—Está bien, pero nosotros tenemos que seguir —asintió Biga y volvió a dirigirse a su escasa audiencia, ante la que estaba recapitulando los progresos de la investigación—. Sabemos que la Sombra mata por venganza. Para vengar la muerte de su madre. Para satisfacer un profundo sentido de justicia personal, que marca todas sus acciones y que nos explica, o, mejor dicho, se explica a sí mismo al darle ese nombre, «las muertes de dios». Hasta ahí, de acuerdo, tenemos el móvil general de los crímenes.

—Sí, pero ¿cuáles son los móviles particulares? —preguntó Foderà al profesor sentado ante su escritorio—. ¿Por qué precisamente esas personas?

—Tenemos a Nora —comenzó a desgranar el profesor llevando la cuenta con el pulgar derecho—, camarera y antes enfermera en el Santa Maria Goretti. Sabemos que manifestó un comportamiento agresivo hacia Rita Boni, la madre de Oscar. Después tenemos a Daniele Testa —pasó al dedo índice—, un cirujano del mismo hospital, y a Remo Calandra, anestesista, también de allí —concluyó con el tercer dedo levantado.

—Todos, de una forma u otra, debieron de estar en contacto con la madre del asesino. Obviamente, todo gira en torno a la enfermedad y a quienes fracasaron en el intento de curarla —dijo Rocchi.

—Sí, pero nos queda por comprender el móvil específico del asesinato del fraile y de la psicóloga.

—El primero lo he encontrado yo —era la voz de De Marchi, que se había acuclillado en el brazo del sofá con el ordenador portátil en el regazo—. Una conexión plausible para el atroz asesinato de fray Girolamo, aunque el móvil en sí aún no lo tengo claro.

En sus investigaciones nocturnas en internet, Caterina había buceado en la historia del convento de San Bonaventura sul Palatino y había curioseado en las biografías de los frailes que habían vivido allí en los últimos años. Entre ellos destacaba una pequeña fotografía descolorida de fray Girolamo. Era mucho más joven que el viejo al que encontraron colgando boca abajo en el matadero de Testaccio. Tenía el pelo negro y la barba más corta. Al final de la ficha aparecía un detallado resumen biográfico en el que se describía en pocas líneas la existencia terrenal del monje. Girolamo había llevado a cabo su misión antiabortista en el San Giovanni. Durante décadas había estado yendo y viniendo del convento al cercano hospital; todas las mañanas bajaba a las seis por el Palatino, cruzaba la plaza del Coliseo aún desierta y, a través de via Labicana y via Merulana, llegaba al hospital. A lo largo de todos esos años, según pudo comprobar Caterina, hubo un único momento de pausa en esa misión suya: durante unos meses se dedicó a llevar consuelo y sacramentos a los enfermos terminales en sustitución de un hermano difunto y en espera del nombramiento del nuevo encargado. Toda una vida salvaguardando los nacimientos y esos dos años velando por los morituri. Caterina se lo imaginaba recitando el acto de contrición mientras sujetaba de la mano a los enfermos, les daba la extremaunción y repetía tres veces el eterno reposo junto con los familiares destrozados por la desaparición de sus seres queridos.

La agente de policía sintetizó y concluyó:

—Esa es su conexión con el resto de las víctimas de la Sombra: Girolamo prestó servicio en la capilla del Santa Maria Goretti de Latina poco antes de morir atormentado como un animal.

—La hipótesis más creíble que podemos imaginar sin datos específicos —dijo el forense— es que fray Girolamo pudo relacionarse con la mujer enferma en el pabellón oncológico. Yo diría que la psicoterapeuta y él han sido asesinados por razones similares. Después de todo, aunque con ciertas diferencias, una psicóloga y un fraile hablan con el mismo lado de un paciente terminal: la psique o el alma, como se prefiera.

—Yo creo —intervino la fiscal— que la venganza de Oscar está ligada a un comportamiento. Él mata para vengar a su madre a causa de un error, de una falta, de una ofensa que ella sufrió, como en el caso de los médicos y de la enfermera. Y no cabe la menor duda de que la sucesión de crímenes de la Sombra está relacionada con ese lugar, el hospital de Latina. Y con esa mujer, Rita Boni, que recibió tratamiento en él, fue seguida en su proceso de rehabilitación psicológica y, por desgracia, encontró también allí la muerte.

—Nora O’Donnell, Daniele Testa, Remo Calandra y la doctora Pesenti, todos están, de una forma u otra, en conexión con esa muerte, pero sería interesante saber si la relación del fraile con Boni tuvo lugar antes o después de su muerte —puntualizó el profesor—. En otras palabras…, ¿le llevó consuelo espiritual o le dio la extremaunción? De acuerdo, me gusta cómo vamos avanzando, muchachos. Pero ahora propongo que nos tomemos una pausa. Nos vendrá bien descansar un rato mientras esperamos a Enrico —dijo el profesor, levantándose a toda prisa y apresurándose hacia el cuarto de baño.

Giulia Foderà, con los ojos cansados, se puso de pie y fue a abrir una ventana, y detrás de ella la siguió Rocchi con un cigarrillo que había liado mientras escuchaba al viejo maestro. Caterina se había mantenido al margen.

Veinte minutos más tarde, Mancini aún no había llegado y Carlo Biga roncaba ruidosamente en su dormitorio; el médico forense se había quedado dormido en la sala de estar de arriba, mientras que la fiscal había caído rendida en el sofá. Caterina se bajó del brazo y conectó la cámara al ordenador portátil a través de un puerto USB. Aprovecharía esos minutos para descargar las fotos tomadas en la madrugada del pasado lunes en el edificio de las bombas de agua.

Fue repartiéndolas entre la carpeta del caso y otra privada. Revisándolas, se aseguraba de que no hubiera ningún animal. No, nada de ratas, nada de nada. Los encuadres habían seguido sus movimientos irreflexivos y pasaban del contrapicado —mientras estaba agachaba en el suelo en garras del pánico y la Nikon se le caía de las manos y le resbalaba en el pecho— a apuntar hacia arriba, encuadrando la pequeña ventana de la pared gris justo por encima del mantel a cuadros. Había tres fotos casi idénticas que inmortalizaban el hormigón de las paredes y el rectángulo de luz en cuyo interior destacaba el verde del cañaveral a orillas del Tíber.

Las seleccionó todas y, cuando estaba a punto de mandarlas en bloque a la papelera, notó un detalle en la tercera que las otras dos no reflejaban: una mancha de un color marrón claro en medio de la maraña verde de las cañas. Clicó para abrirla. La calidad era excelente, a pesar de la escasa luz de la habitación. Amplió el centro de la foto.

Una cabeza negra, el torso desnudo de lo que podía ser un niño de unos diez años, un pequeño gitano a juzgar por sus rasgos, si bien alterados por una expresión de miedo. Sus brazos se abrían paso a través de la vegetación. Probablemente, pensó Caterina, había huido al oírla gritar, o cuando el comisario subió a la terraza. Observó su cara delgada, su piel ambarina, sus ojos avispados. Y se sintió invadida por una turbación tan repentina como sofocante.

En el fondo de esos dos puntos negros vio algo que conocía bien. Y que reconocía siempre, incluso tras una primera mirada superficial. El terror. Absoluto. Ciego. La invadió un repentino escalofrío de empatía y, un momento después, había tomado una decisión.

Cerró los programas abiertos, metió de nuevo el portátil en su funda después de desenchufar la Nikon, que se colgó del cuello. Se dio la vuelta. Los otros descansaban repartidos en la enorme casa del profesor y el comisario Mancini no tardaría en llegar.

Caterina se dio cuenta de que no había nada más que pudiera hacer para ayudarlos. Encontrarían las respuestas aunque ella no estuviera, lo sentía. O tal vez lo que sentía, con más fuerza aún, era la llamada de aquel terror absurdo, reflejo del suyo, que había visto en el rostro de aquel chico.

Tenía que encontrarlo. Tenía que llegar a ese lugar a orillas del río. Tal vez fuera una pérdida de tiempo, y por eso decidió no mencionarlo a los demás miembros del equipo, les dejaría descansar. O tal vez el pequeño gitano hubiera visto algo y aquello pudiera revelarse como una pista.

Foderà dormía acurrucada en una esquina del sofá y un jadeo discreto, en comparación con los rugidos que provenían de arriba, se elevaba de debajo del cojín que le ocultaba el rostro. La casa entera estaba adormecida, y el comisario todavía no había llegado. Mientras el eco quedo del péndulo de la planta de arriba daba la medianoche, Caterina se levantó, se acercó a la puerta y salió dejándola entreabierta para no despertar a nadie.

La lluvia era insistente en el cielo, negro de nubes y de noche. La mujer policía se acercó a su coche, abrió, entró y se sentó. Metió la llave y encendió el motor, lista para ir a la zona abandonada del antiguo puerto fluvial.