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Roma, lunes 15 de septiembre, 07:30 horas, en el búnker

Ya de vuelta, cansados y empapados, Comello reclinó a Caterina en el sofá más grande y Rocchi sacó el estetoscopio, el medidor de la tensión arterial y un termómetro electrónico.

El profesor Biga apareció en la pantalla. Parecía nervioso y preocupado. Mancini le refirió la inspección que acababan de realizar y se sentó.

—¿Por qué nos ha hecho venir a estas horas, comisario? —preguntó Foderà. Tenía la cara roja y las uñas de la mano derecha con muescas de los dientes. Desprovista de ese maquillaje ligero que le daba un toque simulado de belleza natural.

—Para ponernos al día, señora fiscal.

—Espero que haya novedades importantes —comentó levantando la voz—, dado que ayer estuvo usted ilocalizable toda la noche y no se dignó hacerme saber nada.

—Hay novedades, en efecto —zanjó seco Mancini—. Y tenemos que cotejarlas de inmediato.

—Vamos a empezar entonces.

—Está bien —sentenció Rocchi tras examinarla, arreglándose la coleta—. Solo ha sido un buen susto.

Caterina se incorporó hasta quedarse sentada:

—Por mí, puede seguir.

—¿Quieres un café? —preguntó Mancini.

—No, gracias —respondió Caterina, que iba recobrando color en la cara a ojos vistas.

—Yo sí, ¿alguien más quiere?

—No, gracias —fue la respuesta de los demás.

Al llegar al rincón de la cocina, Mancini llenó de azúcar un vaso de plástico, metió la cápsula y pulsó el botón. El líquido negro cayó espeso hasta la mitad del vaso. El comisario apagó la máquina, que borboteó con sus vapores, echó casi todo el café por el agujero del fregadero y dejó el vasito. Se agachó e introdujo la mano en la bolsa que guardaba detrás de la nevera. Sacó una botella de cerveza y se la apoyó en la mejilla. Metida en la funda enfriadora de goma, la Peroni seguía a la temperatura adecuada. La destapó despacio y la vació en cuatro sorbos, después la metió de nuevo en la bolsa. Se limpió y se levantó, cogió el vaso y se enjuagó la boca con los restos del café.

—Aquí estoy —dijo por último acercándose a los demás, con el rostro relajado—. Veamos, he agrupado los datos que Walter y Caterina recogieron en internet. He estado pensando una y otra vez en estos lugares, junto a los jardines de San Paolo, como si fueran escenas del crimen conectadas de alguna manera y he cruzado los elementos disponibles.

—¿Y qué es lo que tenemos? —preguntó Giulia Foderà apartándose un mechón de pelo de los ojos.

—Espere, señora fiscal. He estado haciendo algunas averiguaciones después de analizar los datos que tenemos del matadero y del Gasómetro. Pero sobre todo después de nuestra visita a las excavaciones de Ostia y la inspección que hemos realizado hace un rato, en la otra orilla del Tíber, Walter, Caterina y yo. Y aquí hay algo interesante acerca del complejo industrial del puerto fluvial —dijo sacando de la gabardina una hojita doblada y garabateada—. Tiene que ver con la eliminación de los derivados de la destilación de carbón. Estos condensados eran, sobre todo, aguas amoniacales resultantes del proceso de depuración del gas.

—Comisario, ¿podría decirme adónde quiere ir a parar? —la fiscal empezaba a perder la paciencia y no dejaba de dar vueltas en su dedo índice a un anillo en forma de serpiente que tenía dos pequeñas esmeraldas por ojos.

Carlo Biga se acomodó en la silla de detrás del escritorio en el centro de la pantalla.

—Cuando Antonio nos hizo aquella digresión sobre los mataderos —prosiguió Mancini—, había algo que no dejaba de darme vueltas en la cabeza, pero que no conseguía encuadrar bien.

Comello vigilaba a Caterina con fugaces miradas de reojo. La chica parecía sentirse mejor, había encendido el ordenador y escuchaba al comisario.

—Después nos habló de la necesidad de higiene en el interior de instalaciones como esas, de la limpieza de los animales y de las salas, y algo no encajaba.

—Claro —confirmó Rocchi—. La limpieza y la eliminación de residuos.

El rostro de Mancini estaba iluminado por la falsa luz de las lámparas.

—Caterina, ¿lo tienes? —dijo a continuación.

—Sí, comisario. Vamos a referirnos específicamente al proyecto y construcción del matadero de Testaccio —clicó dos veces en una ventana de la pantalla mientras la fiscal resoplaba—. Según el diseño de la instalación hidráulica y del alcantarillado, el sistema de eliminación de residuos estaba formado por toda una red de gruesos conductos subterráneos que, al final, con la inclinación adecuada, acababan por confluir. También he encontrado las plantas catastrales del alcantarillado, como me había pedido usted.

La orientación de los canales subterráneos, perpendicular a la superficie del matadero, confirmaba las sospechas: desembocaban en el Tíber.

Desde la pantalla de la columna llegó un ruido y todos se volvieron a mirar. Biga golpeaba con la palma de la mano sobre el escritorio.

—¡Claro que sí, claro! —se acaloraba.

Mancini había permanecido quieto y miraba hacia un punto por detrás de De Marchi.

—Acaba de leer, Caterina.

—«Los materiales residuales confluían en un colector de alcantarillado, que recogía las aguas y las dispersaba a través de una amplia boca en la orilla izquierda del Tíber».

—Así que, si lo he entendido bien —pronunció con voz eufórica el profesor—, la lluvia llegaba a través de las columnas de arrabio construidas por Ersoch hasta las alcantarillas, donde se descargaba de todo: aguas residuales y desechos de los animales sacrificados, ¿verdad?

—Correcto, profesor.

—Comisario, ¿nos está diciendo usted que el asesino pasó por los conductos del alcantarillado para aproximarse al matadero? —preguntó la fiscal.

—Digo que los utilizó para ir a degollar al fraile sin dejar huellas en la superficie. Lo mismo ocurrió un centenar de metros más allá.

—En el Gasómetro —dijo Comello con los brazos cruzados.

Mancini plantó el dedo índice en sus notas sobre el puerto fluvial y continuó:

—Generalmente a las aguas se les añadían sólidos inorgánicos, como limo o sulfato de hierro, para formar precipitados insolubles orgánicos e inorgánicos que después se retiraban. Al final del tratamiento, las aguas descargaban con normalidad en el cuerpo de agua más cercano.

Hizo una pausa para escrutar las caras. Cuando, por las expresiones serias e intensas, constató que la conexión había quedado clara para todos, se metió el papel en el bolsillo y concluyó:

—Walter y yo nos hemos acercado esta noche al matadero y yo he bajado por una de las rejillas de ventilación en la superficie de las instalaciones. No me cabe la menor duda: nuestro hombre pasó por allí. También estoy seguro de que utilizó la trampilla de la planta baja del edificio de las bombas para el agua y el conducto de desagüe oculto entre las cañas. Como ocurre con el canal que llega justo detrás de las Termas de Mitra.

—Y probablemente utilizó un colector del alcantarillado a la altura del puente Marconi y de la basílica de San Paolo, donde se encontró el primer cuerpo.

Todos se volvieron hacia la pantalla: Carlo Biga acababa de pronunciar su veredicto.

—Sí, profesor. Yo he pensado lo mismo.

—Entonces, ¿dónde diablos se esconde? —preguntó Foderà a quemarropa.

Mancini se quitó la gabardina y la dejó sobre el respaldo del sofá. Se acercó a la encimera y puso boca abajo la notita.

—Al principio pensé que en algún sitio situado en un punto más o menos equidistante de los tres lugares de los hallazgos.

—El triángulo —asintió la fiscal.

—Pero luego lo entendí… Después de la última víctima en las excavaciones de Ostia Antica, todo quedó más claro.

—¿El qué? —le apremió Foderà.

—Que la conexión, señora fiscal, es el Tíber.

Pasaron cinco segundos que parecieron congelar el aire de la enorme sala. El búnker se hallaba solo a un centenar de metros de la orilla del río.

—La Sombra no está aquí —dijo Mancini, interpretando los temores de los presentes.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Porque nuestro hombre es un homicida que sabe organizarse, lo planifica todo de antemano. Transporta los cadáveres desde la auténtica escena del crimen, que desconocemos…

—Su refugio —precisó Comello.

—… hasta los lugares que ha escogido para colocarlos. Esto, de por sí, nos plantea dos cuestiones. No conocemos los lugares reales de los asesinatos y nos hallamos ante un individuo que no vive en las cercanías.

—De modo que Ostia es solo otro punto de la línea de agua que arranca del matadero, toca el puerto fluvial, pasa por San Paolo y llega hasta allí —razonó en voz alta Caterina.

—La Sombra se mueve a lo largo del río o, más bien, a lo largo de todo el curso de agua navegable —dijo Comello señalando un área impresa de Google Maps, pegada a la pared entre dos ordenadores—. Por eso no tenemos ninguna huella —añadió, mientras Biga asentía en silencio—. Sobre el terreno las borra la lluvia.

—Y en el agua nadie puede encontrarlas —glosó el forense, meneando la cabeza.

—En efecto, de los análisis de la científica en las cuatro escenas de los hallazgos no se ha sacado nada en limpio. Ni un indicio, ni una huella dactilar, ni ADN del asesino sobre las víctimas.

—Pero el Tíber es muy largo, más de cuatrocientos kilómetros —señaló Comello.

—Planteemos una primera hipótesis —dijo Mancini, ajustándose un guante y luego el otro con un modo de gesticular que sonaba a ajuste de cuentas—. Pongamos que nuestro hombre se desplaza en barca, por la noche, bajo la lluvia, es decir, que es prácticamente invisible. Escoge los lugares para depositar los cadáveres de forma que pueda llegar hasta allí y marcharse después sin que le molesten.

—Se camufla muy bien, considerando que las cámaras de seguridad de la basílica no detectaron nada —dijo Biga.

—El eje sobre el que gira la solución de este misterio se encuentra en los correos electrónicos que recibió Morini y me gustaría analizarlos con vosotros —añadió Mancini. Después hizo un gesto con la cabeza a De Marchi—: Caterina, si estás lista, adelante con las diapositivas.

La fotógrafa forense asintió y puso la mano en el ratón. La primera imagen reproducía el mensaje que la policía y los periodistas habían recibido de Stefano Morini.

De: sombra@xxx.it

Para: stefanomorini@libero.it

Asunto: Cascajos de carne

02:05 - 12 de septiembre 20xx

Estimado Sr. Morini:

La segunda de las muertes de dios se ha llevado a cabo. Pero la justicia solo triunfará cuando el arado trace su último surco.

Usted no me conoce. Nadie me conoce.

Cómo me llamo no tiene importancia.

Solo soy una sombra

—Vamos a empezar por aquí. Podemos dividir sus componentes en 1) cabecera, es decir, remitente, destinatario, asunto y fecha; 2) cuerpo del mensaje, es decir, todo lo que va desde «estimado» hasta «cómo me llamo no tiene importancia»; 3) la firma.

»Tenemos un arranque de tono formal. Luego, en el asunto de este correo fechado el 12 de septiembre, el asesino nos informa del asesinato y, con un juego de palabras, del lugar del hallazgo de la segunda víctima, o mejor dicho, de la segunda de las «muertes de dios», como él las llama. En efecto, fray Girolamo fue encontrado en el matadero de Testaccio. El mismo patrón se repite en los demás correos, pero eso lo veremos dentro de un momento. Pasemos de inmediato al cuerpo del texto.

Mancini señaló la parte central del correo electrónico.

—Es aquí donde se halla el núcleo simbólico que tenemos que descifrar. Debemos entender el mensaje subyacente y comprender cómo funciona la mente del asesino, cómo se activa su fantasía, cómo actúa la imaginación al proyectar sus crímenes y al escoger a sus víctimas.

El comisario levantó la vista y captó la sonrisa de Carlo Biga. El profesor se reclinó contra el respaldo, apoyó los codos en los brazos de la silla y entrelazó las manos sobre su prominente estómago, mientras la mirada del equipo se trasladaba a la pantalla.

—En el caso de un asesino en serie —empezó con tono serio y voz firme—, la imaginación adquiere un papel central desde que el sujeto concibe la acción criminal que llevará a la práctica. Hoy sabemos que muy a menudo los primeros síntomas de graves problemas psíquicos se manifiestan en los años previos a la adolescencia. La fantasía que obsesiona al sujeto es la de dominar a otro ser humano. Decidir acerca de su vida le proporciona una sensación de poder de la que disfruta psicológica e incluso físicamente. El asesino vive y revive la fantasía proyectándola en su mente. Son fragmentos de imágenes que luego trata de reproducir en la realidad. ¿Y saben cuándo lo consigue? Cuando todas las teselas de su delirante mosaico personal encuentran su acomodo. En ese momento, cuando entre las paredes de su cráneo todo encaja a la perfección, el sujeto pasa de la necesidad de hacer realidad la fantasía a la convicción de poder hacerlo, de poder llevar realmente a la práctica su propia obra. Lo peor de todo, lo que convierte a un simple homicida en un despiadado asesino en serie, es que, una vez que ha llevado a cabo su plan criminal, el proceso fantasía-realización se repite en una especie de bucle, un cortocircuito entre la ficción y la realidad. La situación psicoemotiva del homicida lo llevará antes o después a un nuevo deseo.

—También a causa de ese continuo revivir sus propias fantasías es por lo que los asesinos son a menudo unos perfeccionistas, unos maniáticos de la precisión en todo lo que hacen —le interrumpió Mancini dirigiéndose a los demás en la sala.

—Efectivamente. Imagina hasta en sus más mínimos detalles las condiciones en las que encontrará a su presa. Fantasea sobre su acercamiento, sobre las peculiaridades estéticas de la víctima, pero sobre todo se cuenta historias de miedo. Se cuenta a sí mismo cómo arrojar a un pozo terrorífico a su víctima. ¿Dolor? ¿Sufrimiento psíquico? Y cuando su mentira gana a la realidad, la transforma, la domestica según su imaginación, la víctima se convierte automáticamente en un objeto, inútil. Un juguete roto. Para tirar. Y el juego tiene que empezar de nuevo con otro objeto.

Mancini dio un paso en el centro de la sala:

—Si fuera un necrófilo, como en el caso de Jeffrey Dahmer, el Caníbal de Milwaukee, nuestro asesino jugaría con el cuerpo sin vida de su víctima, tal vez haría que se sentara en el sofá para ver una película en la televisión, la colocaría ante una mesa preparada para comer o la ducharía antes de consumar con ella un acto sexual. Pero sabemos que no es así. La Sombra no ha tocado a sus víctimas.

Rocchi captó la mirada de confirmación del comisario y se apresuró a asentir, con los brazos cruzados, un segundo antes de que el turno volviera a Carlo Biga.

—A medida que las víctimas se acumulan en la realidad, las fantasías de los asesinos en serie se vuelven más sofisticadas y más sangrientas. Algunos reaparecen en las escenas de los crímenes anteriores para volver a sentir la excitación del dominio y renovar así su fantasía. A menudo sustraen objetos pertenecientes a sus presas, como si fueran trofeos o fetiches, pero, a pesar de ello, el acto no les satisface lo suficiente. Eso provoca que el sujeto siga matando para tratar de cerrar la brecha entre la mentira que se narra a sí mismo, que es su fantasía, y la realidad.

El profesor se pasó la lengua por los labios secos.

—Ahora bien, todo lo que les he dicho, para nuestra desgracia, no sucede aquí. Él, la Sombra, coloniza a las víctimas, no abusa de ellas ni antes ni después. No es un sádico. Es lúcido y, a juzgar por el texto de los correos que envió a Stefano Morini, agregaría otro adjetivo: es vengativo. Por eso tenemos que averiguar lo que significa para él el enigma del arado y las muertes de dios.

Biga se detuvo y alargó una mano más allá del borde del plano de cámara para acercar un vaso de cristal oscuro, del que bebió ávidamente dos veces. Mancini aprovechó para volver al análisis del esquema del correo electrónico.

—En lo que al tercer punto se refiere, la firma del asesino, la conocemos, a pesar de que no sepamos lo que se oculta detrás del símbolo que ha escogido. Es interesante señalar que, al igual que Jack el Destripador firmaba en 1888 sus cartas a la policía, nuestro hombre también ha elegido un apodo para sus correos. Pero vamos a echar un vistazo rápido a los otros que estaban en la carpeta de spam de Morini y volveremos de inmediato a las cuestiones planteadas por el profesor. Por favor.

De: sombra@xxx.it

Para: stefanomorini@libero.it

Asunto: Constantino

01:05 - 9 de septiembre 20xx

Estimado Sr. Morini:

La primera de las muertes de dios se ha llevado a cabo. Pero la justicia solo triunfará cuando el arado trace su último surco.

Usted no me conoce. Nadie me conoce.

Cómo me llamo no tiene importancia.

Solo soy una sombra

Mancini reemprendió su análisis:

—El mismo esquema, como puede verse, pero enviado el 9 de septiembre, tres días antes que el otro. En este caso también, lo que escribe en el asunto indica una conexión con el lugar donde ha depositado a la víctima: Constantino es el emperador romano que dio inicio a las obras de la basílica de San Paolo y, en efecto, fue en San Paolo donde se halló el cuerpo de Nora O’Donnell —lanzó una mirada a Foderà.

»El esquema se repite también en el tercer correo —Mancini hizo una señal a Caterina, quien pasó rápidamente a la siguiente diapositiva. Era idéntica a la anterior excepto en el asunto: CH4, en la fecha: 3 de septiembre, y porque anunciaba la tercera de las muertes de dios—. Como puede verse, en este caso el asunto recoge la fórmula química del metano, CH4, aludiendo por tanto al Gasómetro, donde se producía el gas y donde hemos encontrado uno de los cadáveres de la serie.

—Pero si no le detenemos antes, habrá otros, todos los que a su parecer contribuirán a que se haga justicia, es decir, hasta que «el arado trace su último surco» —leyó Comello.

—Está bien —dijo Mancini—, ¿qué más cosas ven en estos correos? Lo primero que se les pase por la cabeza sin darle demasiadas vueltas. ¿Antonio?

—En primer lugar: falta el posibe correo del Mitreo —contestó el forense con ambas manos en los bolsillos—. En segundo lugar: considerando sus fechas de envío, los correos de la Sombra son levemente posteriores a la datación de la muerte de cada víctima y, sobre todo, anteriores a su descubrimiento —añadió después atrayendo las miradas de sus compañeros—. Esto confirma que primero mata y, a continuación, escribe para conducirnos a nosotros y/o a la prensa.

—La cuestión es: ¿pretende llamar la atención? —preguntó Comello.

—No, no desea la atención de la prensa, no es un tema de narcisismo —negó con la cabeza el comisario—. Y tampoco quiere la nuestra para que lo detengamos: realiza el crimen, coloca el cuerpo, lo comunica y pasa a otra cosa. Es una trayectoria bien estudiada.

Una tos resonó en la pantalla, solicitando la atención de los presentes.

—Si hubiera querido comunicarse con la prensa o con nosotros, habría enviado un correo directamente a los periódicos o a la policía —observó Biga—. ¿Por qué la Sombra ha utilizado, en cambio, la dirección de Morini? Si lo ha decidido así es porque, para nuestro hombre, es necesario que el mensaje pase a través de ese experiodista enfermo antes de llegar a nosotros. Lo repito, para mí el carácter simbólico de la parte central de todos los correos es decisivo —Biga se humedeció la garganta—. Debemos traducirla y tendremos el mensaje oculto. Eso es lo primero que hay que hacer.

—Por el momento no tenemos más datos sobre su identidad o acerca de la historia de las víctimas, sobre su pasado, su familia y así sucesivamente, por lo que debemos proceder con el análisis de los datos objetivos disponibles. ¿Alguien más quiere decir algo sobre los correos? —apremió Mancini.

—Hay algo que no me acaba de cuadrar —dijo Caterina con la voz aún ronca. Tosió para aclarársela y prosiguió levantando una hoja de papel en la que había ido tomando notas entre una diapositiva y otra—. He ordenado los elementos que atañen a los tres correos y hay algo fuera de lugar.

Caterina recorrió con el índice el papel horizontalmente, de izquierda a derecha, cruzando las casillas que había trazado.

—He pensado en lo que ha dicho Antonio hace un minuto. Es decir, que la secuencia de los acontecimientos que tenemos es: asesinato, correo electrónico, hallazgo.

—Exactamente —confirmó Rocchi—, de acuerdo con lo que he podido determinar sobre el momento de la muerte.

Mancini, Biga, Comello y la fiscal seguían la conversación entre los dos.

—Lo que salta a la vista es una aparente incongruencia. Se trata de algo tan obvio que, a lo mejor, por eso no lo hemos visto hasta ahora.

—¿Podemos ir al grano? —pidió Giulia Foderà, irritada.

—Disculpe —Caterina bajó un instante la mirada hacia su Nikon antes de proseguir, decidida—. Los correos anuncian los asesinatos y el lugar donde se han depositado los cadáveres. Se supone que son inmediatamente posteriores al momento del asesinato y, según decimos, preceden a los hallazgos.

Se detuvo. Estaba repitiendo cosas ya dichas. ¿Se había perdido en el razonamiento? Guiñó los ojos para recobrar la concentración. Después bajó los párpados y los vio otra vez, miles de pequeños cuerpos grises que la asaltaban. La fiscal se volvió hacia Mancini y frunció las cejas con expresión inquisitiva. Caterina se espabiló y rozó la cinta de la cámara, buscando un poco de seguridad y el hilo de sus pensamientos.

—¿Por qué nos dice la Sombra que hay un orden (primera, segunda, tercera muerte de dios), cuando las evidencias disponibles sobre la datación de las muertes y las fechas de los correos electrónicos indican un orden diferente?

Las palabras de Caterina, semejantes a la mirada inefable de la Medusa, habían petrificado la atmósfera en la madriguera. El comisario, el inspector, el médico forense y la fiscal parecían haberse solidificado de repente como estatuas de sal. Solo Carlo Biga movía su orondo cuerpo en la silla a través de la pantalla. Las expresiones que lentamente iban dibujándose en cada una de las caras expresaban consternación, asombro y estupor.

—¿Eso qué quiere decir? —insistió Caterina llenando ese vacío—. No puede ser el orden en el que cometió los asesinatos, porque Antonio ha llegado a otras conclusiones sobre el momento de las muertes.

Cual sentencia definitiva después de esa última palabra, el teléfono conectado con la central sonó de repente, cortando de raíz el nuevo giro de la discusión.

Mancini y Foderà intercambiaron una mirada, después el comisario se acercó al aparato, que estaba al final del banco de trabajo, detrás del último ordenador.

—No. Déjeme contestar a mí —dijo la fiscal. Se acercó a Mancini, le miró a los ojos, puso una mano sobre la suya, apartándola, y luego levantó el auricular—. Giulia Foderà.

El profesor había acercado la cara a la cámara de la pantalla de su portátil, para observar mejor los labios de la mujer. Comello y Rocchi estaban de pie, listos para ir a inspeccionar la escena donde se había hallado un quinto cadáver. Caterina, con los ojos cerrados a la espera de la noticia de otra muerte, trataba de imaginarse el lugar elegido por el asesino y cuál sería el vínculo entre las grandes estructuras que albergaban la obra de ese loco furioso.

—Entiendo, vamos enseguida —dijo Foderà al cabo de unos segundos.

Mancini respiró hondo y se volvió para mirar a sus compañeros, después agachó la cabeza, meneándola. Todo había acabado. Otro cadáver significaba el final de la investigación. Había fracasado. No había durado mucho. Debía haberlo sabido, debía haberlo comprendido. Su instinto de cazador había muerto junto con sus energías e ideales. Enterrado en un ataúd en el cementerio de Prima Porta. Se le hizo un nudo en la garganta. Y sacudió la cabeza para deshacerse de él.

—Le han cogido —susurró Foderà mientras colgaba.

Mancini levantó la barbilla, con la boca entreabierta y los ojos negros de asombro. El forense tenía su habitual sonrisa impresa en la cara. Caterina y Walter se miraron con expresión interrogante.

—Pero ¿cómo…? —dijo el profesor desde la pantalla, sin ser escuchado.

—Le han detenido. Lo tienen en la central —agregó Foderà a media voz.

Mancini dejó caer la barbilla hasta el pecho. Aturdido por la noticia. Pero ¿qué le ocurría?, ¿a qué venía ese arrebato de decepción? Por fin podría volver a tiempo completo a su caso. A su Carnevali.

Era lo que quería.

¿O no?