12
Inundados por un amarillo lunar, los grandes ganchos oxidados, los cabrestantes, los armazones, los volantes y las pesadas poleas de elevación reflejan en el entorno la tenue luz espectral. Son antiguos instrumentos de tortura, máquinas de muerte que yacen mudas como parcas definitivamente inermes.
Esa sensación de vómito le nace del paladar. Después, la náusea se desliza hacia abajo, dentro de la garganta, y embiste la lengua. Un golpe de tos obliga al fraile a desencajar la boca.
Pero no se abre. La boca no se le abre.
Un sabor a herrumbre conquista el paladar mientras los ojos tratan de despertarse y los oídos siguen aún cerrados por la sangre que late. Un hedor acre y dulzón le hiere las fosas nasales, acompañado por algo más familiar.
Se obliga a luchar contra un sopor hipnótico y antinatural para mantener los ojos abiertos. En torno a él hay un leve resplandor que cree reconocer. Una pequeña luz anaranjada, no, más de una. El olor de la cera. Velas. Muchas velas pequeñas. Todas a su alrededor.
Fuera sigue lloviendo. El ruido se asemeja al burbujeo del aceite que usaba su madre para freír rosquillas los domingos. Se percata de que está sentado y tiene las manos atadas detrás de la cintura solo cuando una punzada le atraviesa la espalda y se le clava en el cuello. Trata de tomar aire, pero otra punzada le dice que no puede. Esta vez, la lengua recorre los dientes, intenta superarlos para humedecerse los labios.
Un escalofrío de hielo le perla la frente. Las mandíbulas no se le abren. El conducto lagrimal se hincha y las gotas le bajan corriendo por la cara para perderse en medio de la barba blanca. La garganta se le cierra. La sensación es de ahogo.
Frente a él solo hay una pared, pero ahora, a su alrededor, reconoce unos barrotes de metal. Es un cercado, se encuentra en un cercado. Una jaula de pesaje oxidada. Y lo que llega a sus oídos es un extraño gemido. Viene desde atrás. Inesperado. Después, un silbido ronco que reza en voz baja:
—Segunda fase…
Fray Girolamo masculla. Se encoge de hombros, trata de patalear. Nada. Está inmóvil, somnoliento, torpe. Solo oye algo que da vueltas, pero no puede girarse. Intenta sacudirse el entumecimiento y casi lo consigue, tanto es así que desplaza el hombro para mirar a la derecha. En ese instante, algo le tapa la cara y dos poderosas manos tiran de él hacia atrás. La cabeza golpea contra los barrotes, el fraile se queja. Resopla por la nariz. Del centro de la frente baja una gota roja a la que sigue una picazón molesta. Alrededor de la nuca las dos manos se afanan con rapidez, aprietan y anudan.
Los ojos le fallan, llenos de lágrimas y de sudor, pero la cabeza va ganando lucidez a medida que discurre el tiempo. El cuero que ahora tiene sobre la cara se adhiere a lo que le cierra la boca. Pero qué extraña forma tiene… Como una máscara. En la parte delantera está alargado, está abierto, como si fuera…
Señor, ten piedad.
… para un animal.
Cristo, ten piedad.
Cuatro pasos y ahí está de nuevo.
Señor, ten piedad.
No consigue enfocar su imagen. El brillo de las velas distorsiona las proporciones del entorno y la figura permanece en la penumbra. Pero él, fray Girolamo, no tarda en darse cuenta. Los ve de todas formas, los ve centellear en medio de una cara irreal. Son los ojos los que lo paralizan. En esos ojos hay algo muy extraño.
Después, el desconocido le sonríe. Una sonrisa inquietante, perturbada, mientras sus ojos arden con un fuego nunca visto. El fraile aparta la mirada, que se desliza hacia abajo, hasta los brazos. Son tan… largos. Inspira profundamente por la nariz y traga saliva. Ahora mira sus manos. En la derecha aparece un voluminoso aparato; en la izquierda, un pequeño cilindro de metal.
Otro silbido, sin entonación, prosigue:
—Atronamiento.
Dios mío.
Los primeros fluidos abandonan el cuerpo, que se relaja. Inmediatamente nota el olor. Los sollozos se le mueren en la garganta, dentro de esa boca sellada. Intenta retorcerse, alza la mirada y es entonces cuando los ve.
Todos esos trozos de carne colgando, con los ojos casi humanos clavados en él, con los hocicos atormentados en el último grito de terror. Las náuseas lo invaden, la cabeza da bandazos y la vista empieza a remolinear. Se obliga a luchar para mantener los ojos abiertos. Pero esas cabezas le buscan. No tiene escapatoria. Después, tal como han aparecido, corpúsculos de la espectral reverberación lunar, las formas desaparecen como el último aleteo de una polilla atrapada.
Dios mío, me arrepiento y lamento de todo corazón…
Cuando la figura se le acerca y levanta los brazos y las manos enguantadas con látex, la vejiga de fray Girolamo se vacía completamente, y él se rinde al terror. El monstruo abre la cancela del cercado y entra. Deposita con calma el mazo en el suelo, cerca del círculo de velas.
Pero ahora el monje puede verlas, no son velas. Son candiles, cirios votivos. Una mano lo agarra por el cuello y lo bloquea contra los barrotes. Luego, con la izquierda, el ser que lo está torturando apoya el cilindro en la calza del centro de la máscara, en correspondencia con la frente del monje.
Girolamo lo mira fijamente a través de la piel en busca de una migaja de humanidad en el fondo de esos ojos. Pero la cara que tiene delante no parece tener nada de humano. El hombre sonríe y la boca adquiere una mueca brusca, innatural. A pesar de los pocos centímetros que los separan, Girolamo no es capaz de distinguir sus facciones. Algo se le escapa.
El golpe llega, inesperado, en el centro de la frente. Los huesos del cráneo, los tímpanos y la mandíbula sufren una violenta sacudida. Luego, inmediatamente, la deflagración, el ardor, el fuego que arranca desde la cabeza y lo penetra. La sensación de hielo que sigue lo aturde, pero no lo deja inconsciente. El hedor de la piel quemada y de la pólvora del disparo lo mantienen despierto. Ahora entiende lo que es. Cuántas máscaras como esa vio de niño. Las utilizaban los matarifes para aturdir a los cerdos.
La vista se le empaña y los oídos le zumban enloquecidos mientras la sangre fluye a través de la nariz hasta la boca, que, tras el disparo, se ha abierto. Ahora Girolamo siente el sabor ferroso de la sangre. El corazón bombea y la lengua está seca. Los músculos de la espalda y del cuello se relajan y la necesidad de respirar se vuelve insoportable. Tiene que conseguirlo. Estira los labios. Quiere gritar. Pedir justicia con su último grito.
Pero acaba por ceder. Se desliza lentamente hacia el aturdimiento, los brazos se estremecen y se contraen, dos, tres, cuatro veces.
—Tercera fase.
Dios, Señor mío, ¿por qué?
—Suspensión y desangrado.
Un sombrío traqueteo, la imperceptible presión en los tobillos, un mordisco helado le sierra las piernas, mientras el cabrestante se pone en movimiento y la polea reanuda su antiguo trabajo.
Las últimas palabras que escucha Girolamo las reconoce perfectamente: «Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo…».
Un agudo rugido mecánico quiebra unos momentos la voz mientras algo lo eleva. «… para que, librándote de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte…».
Señor, ten piedad.
«… en tu enfermedad».
El columpio lo había construido papá para Elena, pero él iba allí de noche para comerse las rosquillas y buscar el cinturón de Orión en medio del cielo estrellado. Se sentaba en él y nada más, porque aquel movimiento le molestaba. Como ahora.
Y, como entonces, ahora también está Elena. Justo allí, delante de él. Lleva subido el vestidito rojo hasta las rodillas y cruza el arroyo de detrás de la iglesia. Es muy pequeña. Su hermanita. Le sonríe y le hace un gesto con la mano. «Hola, Giro», le dice sin mover los labios. Luego se vuelve, le envía un beso y dice adiós.
Las oscilaciones del cuerpo colgado boca abajo se ven interrumpidas por el abrazo que lo inmoviliza en cuestión de segundos. La silueta negra se aparta y saca algo de su cinturón, en un lateral. Coloca un momento una mano sobre la cabeza del viejo y, bajo los guantes de látex, los ojos del fraile se entrecierran.
—Amén.
A lo lejos, Giro solo puede ver un pequeño círculo brillante que empieza a desvanecerse. Es la luna llena sobre los montes en verano. Su luna. La de mamá y papá. La que él buscaba por la ventana de la celda en el convento. Hasta que un torbellino negro lo rodea y el hielo lo vence, le perfora las tripas, los pulmones, la cabeza. Se le planta en el corazón.
Y, en vez de desaparecer, cuando la pequeña cuchilla lo degüella como a un animal, la luz de la luna explota y se lo traga para siempre.