39
El silencio envuelve las excavaciones de Ostia mientras la niebla sube del Tíber a pocas decenas de metros de la casa de Amor y Psique. Remo se da la vuelta. No hay nadie, aparte de la estatua de los dos cándidos amantes. Intenta estirar el brazo, acercar la mano al punto donde siente el ardor, donde ha sentido la punzada. No llega. Un insecto, piensa. Se parece al dolor de aquella vez en la playa, después de que le picara una abeja. El calor se expande, le llega a los omoplatos. El cuello se le hincha, se vuelve de piedra.
Remo sacude la cabeza, intentando forzar el bloqueo de la nuca. Una onda acústica le desgarra los oídos. Es un sonido indistinguible, fuerte, repetido. Un tambor acolchado en medio del cráneo. La excitación se va desinflando mientras la picadura de la espalda late al ritmo del martillo que le martiriza la cabeza. Un fragor que no se sabe de dónde proviene.
Mira a su alrededor. No hay nada, excepto la bruma que se ensancha, que rodea las columnas, que se extiende sobre el mosaico del pavimento y, como una mano enguantada de blanco, se encarama a sus piernas. Parpadea con incredulidad. No puede levantarse, permanece doblado, inhala aire por la boca y por la nariz.
Otra vez el sonido de esa rana.
—Estoy aquí.
—¿Irina? —la esperanza irrumpe en la voz rota de Remo.
Por fin logra distinguir algo. No es el molesto croar de una rana. Es el sonido de dos botas de agua y del corazón que le estalla en el pecho.
—Achitabla de culebra, pero hay quien lo llama Aro, doctor Calandra.
El corazón de Remo se acelera otra vez con latidos ahogados. Es como el reloj que lleva en el bolsillo. Corazón y reloj laten al unísono. Todo a su alrededor es un vasto sonido, después un trueno llega del cielo.
—Me encantan las plantas, sobre todo los venenos naturales —las piernas se acercan restregándose sobre las teselas del pavimento de mosaicos.
Remo quiere enderezarse. Tiene que verle la cara. Pero todo lo que divisa es una sombra proyectada por el encuentro entre la silueta desconocida y la reverberación lunar.
Una mano enorme le agarra del cuello, por detrás, lo levanta y lo arrastra lejos. Remo se revuelve, presa de esa pesadilla, empieza a patalear. Consigue propinar un golpe con toda la fuerza que le queda en el cuerpo contra el costado del hombre que lo sostiene. No sirve de nada. La presión se refuerza, le muerde la nuca. No puede librarse de las garras, está paralizado por el veneno.
—Ya es la hora —las vértebras le crujen, pero la mano se detiene y lo suelta cuando Remo Calandra, anestesista recientemente jubilado, se desliza en la oscuridad.
Se despierta en el asiento de cuero de su nuevo Fiat 500 gris. Nota una niebla en los ojos y se siente confundido. La bruma ha abandonado la turbia superficie del río para envolver el coche, que parece flotar sobre una suave cortina de algodón.
¿Lo habré soñado?, se pregunta.
Pero no tiene tiempo para responder porque se da cuenta de que hay algo que no cuadra. Respira profundamente porque el aire está cargado. Voy a poner en marcha el coche y a bajar la ventanilla, piensa. El hombro derecho se gira, el codo se alza y la mano se hunde en el bolsillo. Pero son solo simples acciones mentales cuya plasmación cinética no pasa de la pura intención. Algo le está bloqueando. Mira hacia abajo y lo ve. Lo nota. Es el cinturón de seguridad. Apretado alrededor del pecho y el abdomen.
Está aturdido. No recuerda nada. Un sabor azucarado conquista cada centímetro del paladar, la lengua hinchada se topa con los dientes. Desplaza la mirada y capta las cifras fosforescentes de los dígitos en el salpicadero. Marcan 01:20. ¿Tan tarde? Poco a poco, las imágenes empiezan a agolparse en su mente, desordenadas, confusas, luego van tomando forma, se alinean.
Desde luego, algo no cuadra. ¿Por qué se encuentra en el lado del copiloto? ¿Cómo es que el asiento está completamente echado para atrás? Pero, sobre todo, ¿por qué no puede mover siquiera la cabeza? Es en esa fracción de segundo cuando nota una cinta pegajosa que le rodea la frente. Debe de ser cinta aislante.
Luego, esa voz de nuevo. A su espalda.
—¿No se acuerda de mí? No, por supuesto que no.
Remo busca el espejo retrovisor con los ojos…
—Bueno, tengo tres noticias para usted. La primera es que no soy Irina…
Podría gritar, pero quién iba a oírle. Se siente incapaz. Incapaz siquiera de pensar en gritar. Está exhausto y le duele el cuello, la nuca, donde la mano de acero le apretó. Solo puede intentar ganar tiempo.
—La segunda es que… sí, yo soy Irina —dice con una voz ronca, diferente de la de antes… Femenina.
Remo la reconoce, es la voz del teléfono. No es posible. Eso no le puede estar pasando a él.
—¿Quién coño eres?
La Sombra no responde.
—Aquel día usted estaba en una manifestación por los derechos de los médicos objetores antiabortistas, doctor. Llegó al quirófano en el último minuto, estaba cansado, igual que ahora, ¿verdad? Para esa persona era la operación más dolorosa, la segunda. Pero usted se equivocó con la anestesia.
—¿Qué operación? ¿Cuándo?
—La achitabla de culebra es un veneno que provoca entumecimiento, parálisis y taquicardia. Se inyecta en la vena, pero, debido a su alta toxicidad, basta con una cantidad muy pequeña para obtener efectos sedativos o paralizantes. He estado estudiando. He hecho mis deberes, doctor. Ahora soy mejor que usted.
El ruido de las olas del río y el olor de la sal. La luna roja chorreando sangre.
—Se equivocó de dosis, no sé cómo pudo ocurrir. Pero sucedió. Y aquella mujer permaneció consciente e impotente ante el dolor. Fue una maldita tortura.
El rostro de Remo está empapado de sudor, la frente húmeda afloja los bordes de la cinta aislante. Las manos tiemblan inertes. Se siente blando, un ser sin esqueleto. Sin voluntad.
—Me olvidaba de la tercera noticia —dice la voz desde el asiento trasero—. Esta noche opero yo y puedo jurarle que no sentirá ningún dolor.
Las lágrimas hinchan los ojos desorbitados por el terror que ha dejado clavado a Remo Calandra. Oye el ruido de la puerta trasera que se abre y luego se cierra despacio. Después el sonido de otra puerta, la suya. Trata de enfocar el rostro del hombre que está sentado encima de él, encerrándole las caderas entre las rodillas. Ese hombre baja ahora el asiento hasta tumbarlo.
—O tal vez sí —concluye la Sombra sacándose del cinturón un pequeño cuchillo curvo.
Remo ve la cuchilla mate y curvada como un trozo de luna creciente. Y sigue sin poder creérselo.
No se lo cree hasta que la presa de las piernas del otro lo petrifica. Le agarra la mandíbula y la levanta ligeramente, le apoya la hoja debajo de la barbilla y ejerce una ligera presión, apenas suficiente para perforar la piel. Remo estira la boca, con expresión de incredulidad. El hierro penetra en la carne, el corazón parece a punto de estallar en el interior de la caja torácica, pero Remo se carcajea, loco de horror. No hay sonrisa en cambio en el rostro de la Sombra mientras el puñal roza la masa de cartílagos y músculos que protegen la tráquea.
No es posible, piensa. Ese ruido. El rezongar de la sangre que alcanza las vías respiratorias. Lo ha oído cientos, no, miles de veces, en el quirófano. Ahora es él quien asiste a su propia muerte, clavado al asiento por la mole del hombre, por la química del veneno y por la de un terror absurdo.
Cuando la hoja se abre paso, lenta, hacia abajo, abriendo un desgarrón por el que el asesino introduce los dedos índice y medio, Remo se siente vencido por un calor repentino. Los pulmones se le inflaman, la espalda se le arquea. Desencaja los ojos, las pupilas dilatadas conquistan el círculo del iris, dos agujeros negros que se tragan todo lo que gira a su alrededor. Porque ahora todo da vueltas, un remolino de imágenes reales, de recuerdos, de negro y de luz.
Los labios se pliegan. Su propia mueca grotesca es la última imagen que Remo ve reflejada en la ventanilla de su Fiat 500 antes de que las pupilas se reduzcan a dos puntas de alfiler carentes de luz.