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Las salinas del meandro del Tíber son un recuerdo de época romana, pero el olor salobre que se alza del río a pocos centenares de metros de su desembocadura alude a ese remoto pasado. Ostia, ostium, la boca del río, piensa Remo, y por unos instantes su mente vuela a la clase masculina del instituto, a las horas de latín con la profesora de pelo corto, entrecano.

En la orilla se demoran tres embarcaciones ancladas en el agua turbia. Remo deja el coche entre dos árboles en via Gherardo, una carreterita de campo adyacente a las excavaciones arqueológicas. No hay nadie por ahí. Se abre paso entre las matas húmedas.

Está muy excitado ante su próxima cita.

Un minuto después desemboca en viale degli Scavi, a la altura del Teatro. Mira a su alrededor. Nadie a la vista, ninguna lámpara con sensores de movimiento, ninguna cámara. Sonríe satisfecho. Los pinos marítimos lo protegen de la lluvia mientras avanza por el borde de la pista. A su izquierda, en el centro del antiguo castrum, está la piazza del Foro della Statua Eroica, por detrás de la cual se entrevé el conjunto de las Termas del Foro. Poco más allá asoma el bloque de los Molinos con las pequeñas muelas de basalto. Remo es un gran aficionado a la historia del arte romano y se sabe de memoria ese yacimiento. Y además tiene su teléfono inteligente, conectado día y noche a internet.

Sí, desde que existe internet, Remo se siente menos solo. Puede satisfacer fácilmente sus deseos de un cuerpo femenino. Desde que tiene internet, ha dejado de trabajar y, desde que se ha apuntado a la página para adultos «Encuentros en rojo», Remo busca chicas de carne y hueso, sobre todo de mucha carne.

Hace un año que no trabaja como anestesista y lleva una vida mejor, nada de estrés y basta de discusiones con sus colegas no objetores, malditos asesinos de fetos. Sigue soltero: le hubiera gustado llevar una vida de pareja, pero ahora, a sus sesenta años, no tiene la menor gana de ponerse a buscar una compañera que, incluso si las cosas le fueran de lujo, sería como mucho una de esas que en los chats llaman milf.

Sigue avanzando, sus mocasines de piel acarician la hierba, y dobla ligeramente a la derecha. La cita es ahí mismo, en la domus de Amor y Psique. Qué idea más romántica ha tenido Irina, así dijo que se llamaba la voz por teléfono. Aunque quizá no sea más que un nickname, reflexiona divertido. El que utiliza él es más explícito: Príapo 21.

Conoce el camino pero enciende el móvil para verificar la dirección en Google Maps. Abandona la calle principal y toma la del templo de Hércules. La voz de sus pasos en el silencio de la noche tiene el timbre rechinante de la gravilla bajo sus suelas de goma. Se acerca a la placa de plexiglás pegada al muro de toba: DOMUS DE AMOR Y PSIQUE. A la derecha, una fila de columnas da a un jardín interior que revela una fuente con su podio, cinco nichos y un sencillo juego de agua.

Entra.

El vestíbulo comunica con un espacio rectangular, el pavimento está cubierto por un mosaico cuyas teselas llevan siglos descoloridas. A la derecha, un pasillo se abre a una letrina. A la izquierda hay tres habitaciones, mientras que el cubículo central está revestido de losas de mármol. En el centro del espacio que tiene enfrente, se yergue sobre un soporte un pequeño grupo escultórico. Amor y Psique. Aquí es donde tiene la cita.

No es la primera vez que consigue ligar con alguna de las chicas de «Encuentros en rojo». Hoy también ha procurado alejarse todo lo posible de Sezze, el pueblo de los montes Lepinos donde vive. Son solo aventurillas, ya lo sabe, pero esa página web es una verdadera bomba. Algo de charla, algunos escarceos, con moderación, y, si la cosa funciona (por otro lado, esa es la finalidad del servicio), se pasa a las descripciones personales, a algunos rasgos físicos y biográficos oportunamente retocados (se ha quitado cinco años), igual que las fotos que se intercambian antes del encuentro (Photoshop es mejor que el bótox para eliminar esas arrugas de más). Él es alto y desgarbado, con los ojos ligeramente hacia fuera a causa de la tiroides y el pelo ralo por delante. Según la foto que ha recibido, Irina tiene muchas curvas, tal y como a él le gusta, con una naricilla fina y dos ojos oscuros y despiertos. Y es muy muy rubia. Quién sabe si se tiñe. Sonríe ante la idea de que pronto lo descubrirá.

Todo contribuye a hacer crecer en él el deseo de un cuerpo femenino. Esta noche está muy excitado. Un encuentro sexual en un lugar así es algo que nunca se le había ocurrido, quién sabe cuántas cosa extrañas le esperan aún. Olfatea el aire punzante, el olor del río que se arroja al mar. Lo dulce y lo salado. Mira el reloj. La hora es la correcta. Se frota las manos, mientras nota que la excitación va creciendo desde abajo, invadiéndole las tripas, conquistando el estómago hasta llenarle los pulmones de aire caliente.

La neblina se levanta del río transmutando ruinas y columnas en macabros espectros marmóreos. Remo siente un escalofrío, pero transforma de inmediato esa sacudida en una variedad de su propia excitación. La voz por teléfono era cálida y sensual, con ese timbre punzante y sugestivo que tanto le gusta.

Bañada por la claridad de una luna poniente, la escultura representa a los dos amantes dándose un beso delicado. Remo observa esos cuerpos infantiles y deja que se le escape una risotada ante la idea de lo que le espera. Quién sabe dónde consumará su banquete erótico. Tal vez en las escalinatas, o bien en uno de esos asientos de piedra de la letrina. Siente que su deseo sigue creciendo. Se acerca, observa la estatua, mira a su alrededor y extiende una mano, para rozar la mejilla de Psique con la punta de los tres dedos centrales. El mármol está frío, y por un instante vence el fuego que arde en él.

Las pálidas órbitas de los amantes se reflejan. Remo se pierde en la trayectoria de sus miradas lánguidas, envuelto por el efecto hipnótico de la lluvia. A su alrededor, los sonidos se agigantan desvelando el crepitar de las gotas sobre las hojas. Repican las masas de agujas de pino, la corácea lámina de la encina, los óvalos relucientes del mirto. Instrumentos de linfa, corteza y celulosa, recorridos por los dedos sutiles de los cirros.

Lentamente, incluso los olores de la naturaleza se dilatan, flotando en el aire. La esencia de la resina, el musgo y los abetos. La lluvia repiquetea sobre las agujas secas y el croar de una rana resuena inesperado. No proviene de los cañaverales del río. Está en otro sitio, mucho más cerca.

Se espabila, aparta los ojos del conjunto marmóreo y los entorna. Mira a su alrededor. No hay ninguna rana. Ni rastro de Irina tampoco. De entre los tupidos matorrales se levanta otro ruido. Esta vez es más agudo, más alto. Demasiado alto, razona. ¿Qué clase de animal puede ser?

Se aleja de la blancura relajante de la estatua. Avanza en dirección al sonido. Fulmíneo, un tintineo metálico sustituye el croar. Un silbido horada el aire, y después Remo siente una punzada en el centro de la espalda.

Lo último que intuye antes de desplomarse sobre las rodillas es el rápido movimiento de los arbustos.