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Roma, viernes 19 de septiembre, 01:04 horas, puerto fluvial

La Nikon seguía bailándole en el pecho, a pesar de que tratara de sujetarla con una mano. El cielo oscuro y el asfalto reluciente le daban la impresión de correr dentro de un túnel. Notaba la fina gravilla masticada por los zapatos y aminoró el paso para detenerse frente al edificio de las bombas de agua. La capucha del chubasquero la había resguardado de la llovizna durante el breve trecho desde el automóvil hasta allí.

Caterina apretó la cámara en sus manos, liberó el objetivo de la tapa y cruzó la verja. Abrió la puerta, procurando no hacer ruido, y se encontró en un entorno que ya conocía. No tenía miedo a ser descubierta. No, su único temor era el de sofocar los ruidos de la criatura a la que imaginaba oculta entre las sombras.

No era solo que allí estuviera oscuro. Todo era sombrío y húmedo. Caterina sacó su pequeña linterna y la encendió. Sin pensárselo cubrió la distancia que la separaba del lugar donde le había visto y se asomó. La mesa en medio y la ventana en lo alto, a la derecha.

Avanzó, con la linterna en la mano izquierda, la Nikon en la otra. Asaeteó el aire con el cono de luz. Todo estaba como la última vez, sin ninguna presencia inquietante. Se sentía bien. Dirigió el haz amarillo más allá de la mesa, hacia abajo. En el suelo estaba el plato roto, el trozo de pan duro y el mismo tenedor de plástico junto a la carne enlatada. Siguió mirando. Un momento después notó cómo su cuerpo se ponía rígido.

¿Dónde estaba el mantel?

La adrenalina estalló de repente, liberada por el sistema nervioso central. Irradiada en el flujo sanguíneo, dilató los bronquios de Caterina, que sintió cómo el corazón bombeaba, con más fuerza, sangre a los músculos, al cerebro, al hígado. El intestino se le relajó mientras Caterina se deslizaba en el horror.

¿De qué tenía miedo? Esta vez no lo sabía. Se quedó a la espera. Fuera, las gotas caían sobre el agua del río y el sudor helado se le escurría por la nuca.

—¿Por qué has vuelto?

La voz venía de atrás, a su espalda. Era tenue, insegura. Caterina estaba paralizada, pero se obligó a darse la vuelta y se lo encontró de frente. Pequeño, delgado, moreno. El mantel que le envolvía los hombros le hacía parecer un senador romano con cuadros rojos y blancos. Ahí estaban los ojos del terror, descarados ahora, de aquel chico.

—Eres tú —respondió en voz baja, soltando un suspiro de alivio. Alzó un poco el tono de voz—, ¿por qué saliste corriendo el otro día?

El chico permaneció inmóvil, en silencio, mirando de arriba abajo a la mujer que tenía enfrente como si fuera una extraterrestre.

Luego dio un paso atrás.

—Miedo —confesó en un susurro.

Estoy cerca, pensó Caterina.

—¿De nosotros?

—¿Policías? —preguntó él.

—Sí, somos de la policía —Caterina dio dos pequeños pasos, se detuvo y dijo—: Y también sabes por qué vinimos aquí.

El gitanillo restableció la distancia de seguridad retrocediendo un poco.

—Por él.

—¿Él? —se arriesgó Caterina.

—El mullo.

—¿El… mullo? —el muchacho asintió con fuerza antes de que la mujer dijera—: ¿Es que le tienes miedo?

—¿Por qué has vuelto? —repitió.

—Por ti.

—Eso no es verdad. Yo vivo solo.

—¿De qué campamento te has escapado?

—¿Me quieres devolver al campamento?

—No.

—No voy a volver. Aquí no me conoce nadie. Nadie sabe dónde vivo. Solo el mullo lo sabe.

—No es eso. No queremos hacerte nada. Solo quiero saber quién es el mullo.

El muchacho la miró por un momento con una expresión de incredulidad impresa en la cara. ¿Sería posible que no lo supiera?

—Es un gigante —dijo levantando los brazos y poniéndose de puntillas—. Vuela sobre los rayos. Me obligó a hacer algo malo.

—¿Qué? —dio un paso al tiempo que extendía una mano, como tratando de tranquilizar a un perro callejero—. ¿Cómo te llamas?

—Niko. Me llamo Niko.

—Y yo Cate, Niko. ¿Ahora quieres decirme qué te obligó a hacer el gigante, Niko? —preguntó con voz suave.

—Me hizo llenar al hombre de la bolsa.

Caterina sintió una cuchilla de hielo cruzándole la espalda.

—Yo… —prosiguió el chiquillo mirando un punto en el aire— lo llené de piedras. La garganta…, toda llena de piedras.

Caterina se esforzó por dominar la emoción que sentía agolparse dentro de ella, pero no podía dejar de pensar en el hombre del Gasómetro, Daniele Testa, el cirujano desaparecido mientras corría por la playa de Latina.

Y en toda esa toba en la garganta.

—¿Te hizo daño el gigante? —la voz de Caterina tremoló como una llama en la oscuridad pegajosa de la sala.

—No.

—¿Por qué lo hiciste, entonces? —intentó decir sin apremiarlo.

Niko dejó caer los brazos a los costados:

—Tuve que hacerlo —se le quebró la voz.

El ojo analítico de Caterina se fijaba en las diminutas expresiones de aquella cara joven en busca de la verdad:

—¿Te obligó? ¿Te hizo algo malo? —repitió.

—No, yo… tenía que hacerlo. Me lo pidió… con los ojos.

El gorgoteo del Tíber se introducía en la trampilla abierta de la sala de máquinas y llegaba hasta ellos envolviéndolos en un torbellino de líquido oscuro. La mujer tragó saliva y se esforzó por hacer la siguiente pregunta. Tenía miedo de escuchar algo que no pudiera olvidar:

—¿Qué decían sus ojos, Niko?

—Eran grandes, buenos. Me decían que era lo adecuado. Que tenía que hacerlo. Aunque… la verdad, tal vez no fueran tan buenos.

Niko levantó las cejas siguiendo un repentino impulso interior. Luego se encogió de hombros, como si lo que estaba diciendo, lo que creía recordar, fuera algo que, en el fondo, no entendía, no del todo. Las primeras gotas le llenaron los ojos oscuros y hundidos. No sabía por qué estaban tomando por sí solas el camino que descendía por las mejillas demacradas. ¿Era por miedo a ese recuerdo, por la soledad que había descubierto dentro de esos ojos y que, por primera vez, le había parecido más insoportable que la suya? Todo lo que Niko sabía era que ahora estaba llorando como no le ocurría desde los tiempos del campamento y lo estaba haciendo, sin vergüenza alguna, delante de aquella mujer.

—No sabía por qué, pero tenía que hacerlo —insistió con la ansiedad de quien debe liberar su corazón—. Eran sus ojos los que me lo decían. Y lo hice.

Las rodillas de Niko cedieron y el cuerpo delgado se encontró sentado, en cuclillas, con las manos en la cara. El labio inferior de Caterina repiqueteaba, mientras los dientes trataban de contener desde dentro ese estremecimiento. El terror de lo incomprensible, el miedo al miedo, la impotencia paralizadora de lo imposible, la aceptación pasiva del horror. Estaban allí, en el fondo de la mirada húmeda de ese chiquillo. Y ella los conocía bien.

Se inclinó hacia el niño que sollozaba y lo rodeó con sus brazos. Un gesto inesperado para ambos. Desconocido pero natural. Lo abrazó despacio y un tenue calor fluyó a través del cuerpo de Caterina hacia el del niño, que se volvió y clavó sus ojos en los de ella. Poco a poco, una sensación de tibieza y de cansancio los iba envolviendo a ambos.

—No te va a pasar nada. No te devolveré al campamento, Niko. Te lo prometo —dijo mientras el niño se soltaba del abrazo para volver a ponerse de pie.

—¿Me lo juras?

—Te lo juro —exclamó Caterina ofreciéndole la mano.

Niko la observó y decidió de inmediato que podía fiarse de ella. Se la estrechó y notó otra vez la emoción del abrazo de poco antes. La nostalgia de aquella sensación de abandono.

—¿Puedo preguntarte una cosa más?

Niko asintió.

—¿El gigante te dijo algo? —procuró revestir los labios con una sonrisa mientras le ponía una mano en la cabeza esbozando una caricia—. Tenemos que encontrarle antes de que le haga daño a alguien más. Lo entiendes, ¿verdad?

El chiquillo asintió otra vez y se puso serio:

—Solo me dijo que volvería a casa, que está cerca de un gran edificio blanco, alto, con una enorme cúpula brillante. Me dijo que allí se nota el aire del mar.

Caterina se agachó delante de él, ahora que parecía haberse tranquilizado. Quién sabía cuánto tiempo llevaría en ayunas. Estaba tan flaco. Aquellos ojos hablaban de la picardía de una criatura acostumbrada a inventarse los días por sí mismo. El miedo como aliado en la lucha cotidiana contra el hambre, la supervivencia entre las ruinas y los escombros del puerto fluvial.