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Latina, jueves 18 de septiembre, 12:05 horas
Caterina De Marchi regresaba protegida por su paraguas y ahogada en los pensamientos que el estallido de aquel recuerdo reprimido había desatado en su interior. Ahora no tenía tiempo para pensar en sí misma.
Mientras tanto, a dos kilómetros de distancia, en el vientre del pabellón oncológico del Santa Maria Goretti, el comisario Enrico Mancini se movía como un conejillo de Indias en un laberinto. Había recorrido el pasillo que llevaba a la entrada principal del hospital. Antes de llegar al sexto piso se había detenido en la planta baja, donde se hallaba Cirugía General, y se había enfrentado con cara de pocos amigos al ayudante del servicio para sonsacarle la información acerca de Daniele Testa que le interesaba. Después de las gilipolleces de costumbre sobre la privacidad, Mancini había convencido al joven médico de que le sería más práctico colaborar en lugar de ver cómo la consulta privada donde ejercía era objeto de una serie de inspecciones fiscales y sanitarias que lo dejarían fuera de juego durante bastante tiempo.
Al parecer, Daniele Testa había sido en los noventa un excelente cirujano oncológico, pero en los últimos años había tenido algunos problemas con la gestión del estrés en el quirófano. Y por eso bebía.
El médico confirmó a Mancini que ambos pertenecían al equipo de Mauro Carnevali que realizó la primera operación a Rita Boni, para intentar extirparle un tumor maligno en el pecho izquierdo. Pero aquella, como otras antes de esa fecha, había sido una operación «desafortunada».
—Ese día, era temprano por la mañana, a Daniele le entró uno de sus ataques de pánico y, en el momento de la incisión, recuerdo perfectamente que giró la cabeza y cerró los ojos mientras el bisturí penetraba en la carne.
Incrédulo y vencido por la repentina imagen de Marisa, pasiva y a merced de lo que podría haber sido el mismo instrumental, Mancini había insistido, y entonces el médico no se había hecho rogar para vomitar todo su resentimiento contra su antiguo colega.
—Como ya le he dicho, no era la primera vez que ocurría. No me pude contener, me aparté con él a la sala de reconocimientos y le dije que había llegado la hora de dejarlo, que las vidas de esas personas dependían de él, y también las de sus parientes. Tal vez me pasara de la raya, fui un poco brusco y levanté la voz porque fuera había dos enfermeras tratando de calmar al muchacho. A su hijo. Parecía devastado.
Un refunfuño de sílabas salió de la boca del comisario:
—¿Cree usted que resultó… letal esa primera operación?
El médico levantó los ojos al cielo, como para encomendar la respuesta a un destino insondable:
—Quién puede saberlo, tal vez la metástasis de las células cancerosas no se habría producido tan deprisa, afectando al hígado de la paciente, condenándola sin remedio, si se le hubiera extirpado el carcinoma… de otra manera.
Quién puede saberlo…
Las cosas iban cobrando forma en la mente de Mancini, que ahora alcanzaba a comprender la intención simbólica de la Sombra. Daniele Testa había sido hallado al pie del enorme Gasómetro con el cuello roto y la cabeza girada hacia atrás ciento veinte grados respecto al eje frontal. La imagen había regresado de forma vívida cuando el médico había pronunciado esas palabras «… giró la cabeza y cerró los ojos mientras el bisturí penetraba en la carne».
Se sentía exhausto, y tuvo que tomarse un café en la cafetería de la planta baja. Necesitaba descansar. La noche en el chalé de Carnevali pesaba sobre su psique, conmocionada a su vez por los recientes acontecimientos. Y los ecos de esa atmósfera estéril no contribuían desde luego a echarle una mano. Pero el círculo se estaba estrechando alrededor del asesino. Detendría las muertes de dios, conseguiría poner punto y final al caso Carnevali y hacer justicia a las víctimas de la Sombra. Dejó la taza en el platillo y se alejaba de la cafetería a paso ligero, tratando de evitar la visión de camillas que se dirigían a Urgencias, cuando se topó con Caterina De Marchi.
Siete pisos más arriba, la doctora Pesenti estaba casi paralizada, pero seguía despierta. Apoyada como una muñeca contra el respaldo del diván, tenía hinchada la garganta y respiraba con dificultad, mientras podía intuir por detrás de ella al hombre, que trajinaba con algo metálico. Notaba la lengua entumecida, un hormigueo en los labios, los dedos de las manos muertos, igual que la nariz y las orejas. Lo único que le dolía era la cabeza. Había leído en alguna parte que el veneno del pez globo producía efectos como esos.
—Ya está. Pero antes me gustaría decirle una cosa. ¿Recuerda lo que le contó a mi madre durante la última sesión de psicoterapia? Estaba aquí, en este diván, hablándole del dolor que sentía al verse privada de un pecho, sin pelo, casi convertida en una momia. ¿Se acuerda de esas palabras? «Señora, debe usted abandonar las capas superficiales del yo, renunciar serenamente a su feminidad».
Él estaba allí también ese día. La acompañaba siempre, a todas partes. Convencido de que estar a su lado la ayudaba, tal vez incluso la ayudase a sanar. Cada tres semanas, la cita con el veneno de la quimioterapia; cada dos, con la psicóloga, la doctora Pesenti. La última visita, la de después de la operación, había resultado traumática. Ella no quería ir, aquella mañana había estado llorando. Se sentía horrible, rapada, mutilada: la sombra de la mujer que había sido. Él también se había afeitado a fondo, la cabeza, las cejas, la barba, el pecho, como siempre; era su tributo. En eso también permanecerían juntos, unidos. Después llegaron las palabras de Pesenti y las lágrimas de su madre. Las manos en la cara. La carrera al baño, donde la había encontrado sin su peluca, sin la leve sombra de ojos que se obstinaba en darse, en los párpados rugosos, sin el carmín que sus manos temblorosas esparcían en torno a los labios secos. «Ya no soy una mujer… Ya no soy nada», dijo mirando la imagen de su hijo en el espejo.
Un imperceptible sonido gutural se alzó del cuerpo de la doctora Pesenti. El horror y la esperanza luchaban sin tregua.
—No he olvidado esas palabras. Por eso ahora le toca a usted —la alianza del meñique derecho golpeó el bisturí y produjo el acostumbrado sonido metálico, como un gong—. Vamos a ello.
La mujer era incapaz de mover un solo músculo, y lo único que oyó fue la queja que salía de los labios cerrados del hombre. No era una queja, sino un motivo musical. Después, el repentino destello de la hoja afilada y curva. El hombre empuñó el cuchillito como si fuera una pluma, entre el índice, el pulgar y el dedo medio, y se dispuso a empezar.
Incidió la frente con un corte horizontal por debajo del nacimiento del pelo y con un movimiento brusco tiró de la piel seca de la cabeza y del pelo hasta la nuca, dejando al descubierto la carne viva y palpitante, el gris blancuzco de la unión de los músculos, el hueso reluciente.
Por un momento, el planeta entero pareció congelar sus latidos. La mujer alcanzó a ver apenas un destello de luz. Después, aquel resplandor se tiñó de rojo y su boca se abrió por última vez. Mientras su cuerpo se desplomaba por el suelo como una marioneta sin hilos, Annalaura Pesenti ya estaba muerta.
En silencio, a excepción de aquel leve gemido, el vengador siguió seccionando la piel en largas tiras irregulares, cándidas y frágiles como las láminas de la crisálida después de la metamorfosis. Tan pronto como hubo terminado, sacó de un bolsillo una bolsa de celofán y la dejó sobre la mesa. Abrió la cremallera de su uniforme naranja y se quitó los pantalones. Debajo tenía otro par verde oscuro. Se desabrochó la camisa del mismo color y se soltó el sujetador con la prótesis.
A lo lejos tañían las campanas del ayuntamiento bajo un paño lustroso que revoloteaba. Sobre el fondo azul campeaba un escudo, con la estilizada imagen de una ciénaga de la que emergía la torre del ayuntamiento. Estaba rodeada por un círculo de espigas de trigo agavilladas con una cinta roja. LATINA OLIM PALUS estaba escrito en ella.
—Es la hora —dijo el hombre de color naranja. Y le colocó el sujetador en el pecho desollado, sobre la carne aún caliente.
Mancini había escuchado el relato de Caterina y ambos se hallaban ahora frente a los ascensores. Llevaban ya unos minutos esperando cuando un camillero con una cama y un enfermo les informó de que no funcionaban y de que él iba a subir con el de servicio. Tuvieron que volver al pabellón y tomar uno de los de la entrada, subir y atravesar luego toda la sexta planta para llegar a Cirugía Ortopédica.
Una ansiedad bien conocida le roía el estómago. Mientras avanzaban por el pasillo de la planta y los neones tintineaban en el techo se aflojó la corbata. A medio camino se cruzaron con un enfermero que empujaba una silla de ruedas con una desafortunada cuyo aspecto delataba su «pertenencia» al pabellón. Mancini se apretó contra De Marchi para dejar sitio, pero no fue capaz de sostener la mirada de la mujer y desvió los ojos hacia la que el hombre, con un par de gruesas gafas, hizo ademán de dirigirles. El comisario agachó la cabeza y se avergonzó de sí mismo cuando, tras alejarse la silla de ruedas, se sorprendió lanzando un suspiro. La paciente prosiguió por el pasillo acompañada por las pisadas de los zuecos blancos de su conductor y desapareció al doblar la esquina.
Los agentes llegaron a los ascensores y a la sexta planta. La enfermera jefe de Cirugía Ortopédica les franqueó el paso. El servicio se extendía partiendo de un zaguán de unos diez metros, a cuyos lados se abrían las habitaciones, la enfermería y la sala del personal. La mujer, pequeña de estatura pero con grandes caderas, los condujo ante un ordenador idéntico al que habían encontrado en el pabellón.
—Aquí está lo poco que he descubierto. Espero que les sea útil.
En la pantalla apareció la ficha de un paciente que se remontaba a un año antes y que rezaba:
APELLIDO: BONI
NOMBRE: OSCAR
SEXO: MASCULINO
EDAD: 25
PESO: 96
ALTURA: 194 CM
DIAGNÓSTICO: FRACTURAS MÚLTIPLES, ARTROPLASTIA EN LA RODILLA DERECHA, FRACTURA DOBLE DESCOMPUESTA EN LA PIERNA IZQUIERDA, FRACTURA DE PELVIS.
POSIBLE INCONTINENCIA URINARIA E IMPOTENCIA.
POSIBLE ALTERACIÓN DE LA DEAMBULACIÓN Y CONSECUENTE NECESIDAD DE AUXILIO.
Mancini giró la cabeza hacia Caterina, la miró fijamente a los ojos y dijo:
—Es él. Lleva el apellido de su madre.
—¿Qué hacemos?
—Llama a Antonio y pídele que venga a recogernos, luego comunica el nombre de Oscar Boni a la central y diles que estamos volviendo. Yo llamo a Foderà.
Antonio Rocchi, polizonte por un día, había conseguido hablar con el portero del complejo de viviendas de protección oficial frente a la piazza dei Bonificatori, donde había vivido Rita Boni con su hijo durante quince años. No había sacado ninguna información reseñable, salvo que, tras la muerte de la mujer y la hospitalización del hijo después de su intento de suicidio, la casa fue devuelta a su propietario, quien la había vendido.
—Aquí vale, gracias —dijo la voz de la paciente en la silla de ruedas—. Ha sido usted muy amable.
—No hay de qué, señora —respondió el enfermero con delicadeza.
La mujer seguía teniendo una bonita figura, a pesar de los daños que esa fea enfermedad le había infligido, lo lamentó el hombre mientras constataba que le faltaban ambos senos. Debió de haber sido una hermosa mujer en su día. Le ofreció el brazo para ayudarla a bajar y a ponerse de pie.
—¿Puede usted?
—Sí. Ya viene a recogerme mi hijo, no se preocupe. Gracias de corazón —repitió al hombre de la mascarilla verde, que acercó la silla de ruedas a la pared, se despidió con un movimiento de cabeza y se alejó hacia la salida.
La mujer se sorprendió preguntándose por qué no había vuelto a entrar. Tal vez su turno hubiera terminado. Debía de tener bastante prisa si ni siquiera se había quitado el uniforme ni la mascarilla, pensó con una sonrisa. Una prisa que contrastaba con el paso desmañado que poco antes, mientras la empujaba por el largo pasillo, había podido notar. Pero la verdad era que andaba muy distraída en los últimos tiempos. Ausente. Meneó la cabeza y se apoyó contra la pared mientras esperaba a que su hijo la llevara a casa.