8

Roma, martes 9 de septiembre, 22:00 horas

—Hola, Caterina.

—¡Ah! ¿Qué tal? —le preguntó ella mientras se intercambiaban un doble beso de compromiso.

Le miró a la cara y notó los ojos cercados por un halo oscuro, con el borde inferior de los párpados enrojecido. El comisario parecía apagado, abatido.

Y, con todo, él percibió inmediatamente el perfume de ella. El olor de esa mujer no tenía nada que ver con la familiaridad olfativa de Marisa, ni tampoco su pelo cobrizo o esos ojos claros, ni los rasgos finos de su rostro se parecían en nada a los de su mujer. Sin embargo, se percató de que había algo en ella que lo mantenía alerta, lo dejaba a la espera, lo ponía en guardia.

Era la primera vez que se reunían en aquel pub. El miércoles anterior la había sorprendido mirándole fijamente durante una reunión en el destacamento. No era una mirada leve; hubiera querido decirle algo para dejar claro, por si fuera necesario, que no había nada, no podía haber nada.

—¿Nos sentamos en la barra? —preguntó Mancini señalando dos taburetes libres.

—Como quieras… —dijo ella con un tono de decepción mal disimulado.

—Si lo prefieres, hay una mesa libre allí al fondo —corrigió el tiro el comisario.

Caterina, con la mirada esquiva, se limitó a asentir y se dirigió hacia el rincón en penumbra.

—Está bien —dijo Mancini mientras ella lo sobrepasaba.

Era pequeña, aunque indudablemente hermosa. Tenía que alejar ese inoportuno pensamiento. Pero ¿de qué pensamiento inoportuno hablaba? Había dado por cerrada una época de felicidad, mucho más, toda su vida sentimental había quedado enterrada para siempre. No sentía ninguna clase de tensión, también él había muerto, en ese sentido. Tal vez, entonces, lo que en ocasiones le comprimía el estómago fuera tan solo un poco de soledad.

Ella se quitó la chaqueta de punto negra y la dejó en el respaldo de la enorme silla de madera. Luego tomó asiento, apoyó los codos sobre la mesa y cruzó los dedos como en una plegaria.

—A estas horas siempre hay mucho follón —observó Mancini lanzando una mirada distraída a su muñeca derecha—, pero por lo que parece hemos tenido suerte.

Caterina miró a su alrededor. En las paredes de listones verticales de madera, había espejos de Guinness, bufandas con impronunciables frases en irlandés, farolillos y recuerdos de cada rincón de la Isla Esmeralda. Todo el perímetro del pub lo recorría una única barra sobre la que, entre otras baratijas, destacaban una docena de sombreros verdes en los que estaba escrito SAINT PATRICK’S DAY. La atmósfera era oscura, pero a su manera cálida, acogedora.

Estaba claro que aquel no era el lugar más adecuado, pensó Mancini. Seguro que la había traído a un sitio distinto a los que Caterina iba normalmente, si es que frecuentaba alguno. Le había parecido normal, casi automático, citarla en el Bleeding Horse. Se hallaba cerca de donde vivían los dos y, además… Ahí estaba el pensamiento repentino. Un instante de sentido común. No lo había pensado.

Solía ir allí con Marisa.

—No te gusta mucho el sitio, ¿verdad? —le preguntó con una sonrisa, más para detener aquel doloroso flujo mental que por cortesía.

—¿Qué? Ah…, esto. No, todo lo contrario. Es bonito.

—Bueno —atajó Mancini. Tenía que darse prisa.

Había invitado a su colega porque le hacía falta un informe inmediato sobre la inspección en casa de Carnevali. No podía permitirse el lujo de esperar a mañana, el caso de Nora O’Donnell ya le había robado todo el día y, además, si su olfato no le traicionaba, empezaba a oler a chamusquina. Tenía que concentrarse en Carnevali, antes de que los acontecimientos, o quien los manejara, lo arrastraran. Se quitó la gabardina, la dobló, con cuidado para que no se cayera el contenido de los bolsillos, y se la puso en el regazo, después de sentarse. Apenas un instante y el chico con la camiseta del local ya estaba allí con dos cartas.

—No hace falta —dijo Mancini expeditivo, y se corrigió de inmediato—, quiero decir, yo sé lo que voy a tomar, no necesito verlo. Y tú, Caterina, ¿quieres echar un vistazo?

—No. Para mí, una negra.

—Que sean dos —asintió el comisario.

—¿Pequeñas o medianas? —preguntó el camarero.

—Pintas, por favor —contestó Mancini, y el muchacho recogió las cartas y se dirigió a la barra.

Una punzada de hastío le invadió como una descarga. Pero él sabía que no era por esa estúpida pregunta. Sabía que dependía de esa repentina ocurrencia, del hecho de que él y Marisa eran asiduos de aquel local. También sabía que no había traído a Caterina por ninguna razón especial. Simplemente, era su pub. Y él no tenía ganas de ir a ningún otro sitio, no quería experimentar el escalofrío de la cita «sacándola» por ahí. No se trataba de una cita, sino de trabajo. Caterina tenía un ojo especial para la escena del crimen. Era la fotógrafa del destacamento y alguien con destacadas cualidades analítico-deductivas. En eso consistía todo. Fin de la perorata.

Enrico Mancini era un hombre que, aparte de su mujer, no se veía con nadie, no se reunía con sus compañeros, no tenía amigos. Siempre había sido así, y las únicas salidas que se concedía eran sus esporádicas apariciones en las clases del profesor Biga, donde ella había podido admirarle unas horas antes. A Caterina le gustaba mucho sumergirse en la atmósfera de aquella casa y escuchar la voz ronca del viejo maestro acariciando argumentos oscuros como si fueran animales domesticados. Pero sobre todo iba para verlo a él. Para escuchar su breve intervención. Para poder darse la vuelta y mirarlo mientras hablaba. Para imaginarse lo que circulaba por la cabeza de aquel hombre tan reservado y para entender qué le quedaba en el corazón. Si es que le quedaba algo.

Enrico Mancini se inclinó hacia delante.

—Necesitaba hablar contigo a solas.

—Claro —ella agachó la mirada.

—Es sobre el caso… —empezó a decir Mancini, asumiendo su acostumbrado tono profesional.

—Del asesino en serie…

—¡Chisss! —Mancini miró a su alrededor—. Caterina, pero ¿qué estás diciendo?

—Nada, me ha dicho Comello que…

—Gilipolleces —dijo, alzando la voz de nuevo, pero intentando no resultar brusco—. No son más que gilipolleces, solo estoy colaborando superficialmente en algunas investigaciones preliminares de un caso que —se quedó mirando aquellos ojos verdes sin arrebato y marcó las palabras— no-nos-a-ta-ñe.

—¡Oye, no hace falta que te enfades!

—No, por supuesto que no, Caterina —tomó aire, procurando parecer tranquilo—. El único caso del que me encargo es el de Carnevali. El oncólogo.

Caterina asintió sin ser capaz de mirarle a la cara.

—Y tengo una prisa de mil demonios —continuó Mancini.

—Entiendo…

—Háblame de la inspección y de las fotos.

—Hemos realizado levantamientos fotográficos y planimétricos.

Una chica rubia con una bandeja y dos cervezas negras se acercó tambaleándose hacia la mesa. Puso unos posavasos frente a los clientes, dejó las pintas y se alejó.

—Esperemos a que reposen —dijo Mancini indicando las cervezas con un gesto.

—Por supuesto.

—¿Cuántas? —prosiguió Mancini.

—¿Qué?

—¿Cuántas has sacado?

—Muchas. Unas sesenta, creo. ¿Por qué?

—¿Algo que te haya llamado la atención?

—Las examinaré mañana por la mañana, hoy he estado liada con las prácticas.

—Pero, mientras tomabas las fotos, ¿no has notado nada?

—¿A qué te refieres?

—Objetos aparentemente fuera de sitio, signos de lucha…

—Dentro, el teléfono fijo estaba en el sofá, fuera de lugar. No daba línea, de modo que Walter salió a ver y en la pared exterior encontró la caja de los cables abierta.

El comisario asintió. Era una pista con la que empezar. En breve tendría que hacer una nueva inspección él mismo.

—Fuera, en el jardín, estaba el jeep de Carnevali. Me pareció que era raro, ya que el chalé tiene un pequeño garaje. Así que saqué unas cuantas fotos del coche, desde el exterior, y me di cuenta de que había una señal extraña junto a la manija del lado del conductor.

Mancini se rozó nerviosamente el labio inferior con el dedo índice.

—¿Y qué más?

—Dentro había barro por todas partes, pero fuera no encontramos ninguna huella, puesto que el césped estaba empapado.

—Acordonasteis el área, ¿verdad?

—Por supuesto.

—¿Habéis tomado todas las precauciones para evitar la contaminación de la escena del crimen?

—Monos, máscaras, guantes y zapatos de goma.

—¿Y Walter?

—Lo mismo. Walter es muy cuidadoso.

—Sí —dijo Mancini observando pensativo la espuma densa de su stout—. Podría llegar a ser un buen oficial, pero debe disciplinarse.

Caterina escuchó la frase captando todas las implicaciones que Mancini se guardaba para él: estoy cansado de este trabajo, desmotivado. Dentro de algún tiempo Walter podría reemplazarme. Pero fingió no entender y prosiguió.

—El chalé estaba desierto y, cuando entramos en el dormitorio de la planta de arriba, Walter se demoró tomando las huellas dactilares.

—Está bien. Pero mañana sin falta quiero ver las fotos del exterior y de la habitación de Carnevali.

—Por supuesto.

—Y lo mismo en cuanto estén los resultados de las huellas.

—A primera hora de la tarde, junto con todo lo demás.

Slainte —Mancini alzó la pinta, sumergiendo los ojos en el vaso en busca de su oscuro alivio.

—Chinchín —contestó Caterina mirando por un instante al hombre que tenía enfrente. ¿Dónde se había metido? ¿Dónde se estaba escondiendo? ¿Volvería a ser el que fue una vez?

Siempre había estado un poco celosa de Marisa, pero debía reconocerle un encanto y una vivacidad que no tenía nada que ver con ella, por lo menos no de esa forma. Marisa había sido una mujer de palabras, pensamientos e ideas en continuo movimiento, y de corazón, eso sin duda. Una persona extremadamente segura de sí misma, vivaz, indomable, a su manera. Caterina, en cambio, había escogido las imágenes, las fotografías, la superficie de las cosas clavadas, congeladas en un clic. La distancia del análisis. Y de su propia seguridad personal. Después del curso de policía, hizo el examen para colaborador técnico y lo aprobó brillantemente. Ahora había terminado los cuatro meses del curso de capacitación de operador técnico que le permitiría entrar, después de las prácticas, en el destacamento de Montesacro, en el propio gabinete de la policía científica como fotógrafa forense.

Siempre supo lo que quería ser. Su pasión. Una obsesión que le nació de niña y que nunca la abandonó. Una pequeña cámara desechable, luego una Kodak Ektralite 400 con película, ahora una Nikon D5100 para el trabajo y para ella misma. La fotografía era su propio intento de poner orden, de disparar con el toque de un dedo una, diez, cien imágenes. Detener el movimiento, paralizar la caótica pluralidad de las cosas. Poner un punto final. Decirse a sí misma: «Eso es, es así, la realidad es esta».

No cabía duda, Marisa y ella eran mujeres completamente diferentes. Y era imposible que Enrico Mancini, al margen del duelo que estaba viviendo, pudiera llegar a enamorarse de alguien como Caterina De Marchi.