9
Chemosh deambuló por el mundo mientras esperaba a que Mina regresara con él. Trató de interesarse en lo que ocurría, pues se estaban desarrollando acontecimientos que afectarían a sus planes y ambiciones. Observó con preocupación el incremento y el despliegue de las fuerzas de minotauros en Silvanesti. Sargonnas se afianzaba para asumir el control del panteón de la Oscuridad y no parecía que en ese momento se pudiera hacer nada para impedírselo. Chemosh tenía algunas ideas respecto a eso, pero aún no estaba preparado para ponerlas en práctica. Paciencia. Ésa era la clave. «Quien mucho corre, pronto para».
También se dejó caer por allí para echar una ojeada a Mishakal, ya que la había añadido recientemente a su lista de deidades que ponían en peligro su ambición. Nunca lo hubiera creído, pero la diosa a la que antaño se la conocía por su carácter dulce, sin pretensiones, se había mostrado muy belicosa en los últimos tiempos. Empezaba a molestar seriamente a Chemosh, pues sus clérigos no se limitaban a sentarse junto a los lechos de los enfermos, sino que hostigaban a los suyos, echaban abajo sus templos y mataban a sus zombis. Sí, cierto, a él no le gustaban mucho los zombis, pero eran suyos y matarlos se convertía en una afrenta hacia él. También se ocuparía pronto de eso. Plantearía a Mishakal y a sus clérigos «hacedores del bien» un oscuro misterio que se verían obligados a resolver, siempre y cuando Mina resultara ser todo lo que él pensaba y esperaba que fuera.
Los otros dioses no representaban una amenaza digna de tenerse en cuenta. Kiri-Jolith estaba centrado en restablecer su culto entre los Caballeros de Solamnia y otros individuos de mentalidad belicosa. Chislev danzaba con los unicornios en sus bosques, regocijada de haberlos recobrado. Majere observaba a una mariquita que trepaba por el tallo de un diente de león y se maravillaba con la perfección de ambos, el insecto y la flor. Los dioses de la magia se hallaban inmersos en su propia política y en discutir qué hacer con ese azote de la baja hechicería que había asomado su juguetona cabeza en su bien ordenado mundo. Los dioses de la Neutralidad se dedicaban a mostrarse firmemente neutrales y sin comprometerse con nadie por miedo a que incluso un estornudo pudiera desestabilizar el delicado equilibro e inclinarlo a uno u otro lado.
Algo iba a romperlo, y no precisamente un estornudo. Mina era la pesa dorada en la mano del Señor de la Muerte, la pesa dorada que caería en los platillos de la balanza y los desequilibraría por completo.
Chemosh no las había tenido todas consigo respecto a que Mina saliera con éxito de la empresa que le había encomendado. Sabía que era una mortal extraordinaria, pero era mortal y, además, humana, una combinación a menudo insatisfactoria. Se sorprendió agradablemente cuando la joven bajó de la pequeña embarcación llevando en los brazos el envoltorio con el yelmo. Más que sorprendido, estaba admirado. Habían pasado eones desde que un humano había despertado su admiración.
El lugar de encuentro acordado era un antiguo templo dedicado a su culto, en la costa de Solamnia. La había estado esperando allí, con cuidado de no dejarse ver, puesto que Zeboim vigilaría a Mina mientras la joven navegara por el mar y puede que incluso después de que desembarcara. Así pues, había mandado a Mina que hiciera una visita al santuario de la diosa para que ésta no sospechara nada.
El templo en el que se encontraron había sido en tiempos un mausoleo que una afligida noble había mandado construir para su difunto esposo. El nombre familiar, grabado en la parte frontal del mausoleo, aparecía erosionado, al igual que el escudo de armas. La mansión estaba en ruinas y sólo quedaban los cimientos debido a que los residentes locales se habían llevado los materiales utilizados en su construcción para reedificar los hogares dañados durante el Primer Cataclismo. No obstante, el mausoleo permanecía intacto y en unas condiciones relativamente buenas. Nadie había osado tocarlo porque, según la leyenda, todavía se podía oír el quejumbroso lamento de la afligida viuda y se veía su figura fantasmal que sollozaba en la escalera de mármol.
Construido en mármol negro, el mausoleo era casi un pequeño pabellón. Cuatro esbeltas torres adornadas con tallas se alzaban en las cuatro esquinas del tejado de pronunciadas vertientes y acabado en pico, rodeado por una delicada filigrana de hierro fundido. Un pórtico de columnas al final de la escalera de mármol resguardaba una enorme puerta de bronce. Dentro del mausoleo, dos hileras de esbeltas columnas se erguían cual centinelas a ambos lados de la inmensa tumba de mármol, adornada con el escudo de armas familiar y repleta de bajorrelieves que representaban los momentos más destacados de la vida del hombre que reposaba en ella.
La noble dama había construido un altar al fondo del mausoleo y lo había dedicado a Chemosh. Allí había acudido a rezar diariamente al Dios de la Muerte y a jurar que no abandonaría aquel lugar hasta que le devolviera a su esposo. Puesto que el espíritu del marido había seguido su camino, Chemosh no había podido responder a su plegaria, pero sí se ocupó de que la mujer cumpliera su promesa. Al volver al mundo, Chemosh había encontrado a su fantasma todavía allí, llorando en la escalera. Había olvidado lo molesto que le había resultado su lloriqueo y al final la había liberado para que se reuniera con su esposo.
Se preguntó si no se estaría volviendo un poco romántico.
Entró en el templo y miró a su alrededor. El mausoleo estaba bien construido. El agua no se filtraba por el tejado; el interior permanecía seco y no había humedad ni moho. Dentro sólo había un cadáver decentemente inhumado. No había un revoltijo de tibias y calaveras. Los seguidores de Chemosh, sin dejarse intimidar por el fantasma, se habían instalado en el mausoleo durante la Guerra de la Lanza y habían permanecido allí hasta que el robo del mundo los había privado de su dios. Le complació advertir el hecho de que había sido un grupo inusitadamente ordenado que limpiaba después de los ritos, por lo que no había cera derretida en el paño del altar ni manchas de sangre en el suelo ni fragmentos de huesos en el estrado.
Chemosh encontró cierta evidencia de que alguien —ya fuera uno de esos nuevos y equivocados nigromantes o un ladrón de tumbas— había entrado hacía poco. Quienquiera que fuera había intentado correr la tapa del sepulcro mediante una palanca. La tapa de mármol pesaba muchísimo y su intento había sido fallido. También habían saqueado el altar, del que se habían llevado un par de candelabros dorados y un cáliz con rubíes incrustados, objetos que recordaba claramente ya que no perdía la pista de sus objetos sagrados.
—En los viejos tiempos ningún ladrón se habría atrevido a incurrir en mi ira —dijo mientras fruncía el entrecejo con rabia—. Gracias a nuestra difunta y no llorada reina, nadie tiene respeto a los dioses en la actualidad. Pero eso cambiará. Un día no muy lejano, cuando los mortales pronuncien el nombre de Chemosh lo harán con respeto y sobrecogimiento. Lo pronunciarán con temor.
—Mi señor Chemosh. —Mina dijo su nombre, pero no con temor, sino con amor y reverencia.
Chemosh abrió la puerta de bronce y la encontró parada en la escalera de mármol. Estaba empapada, desaliñada, con las manos ensangrentadas y magulladas, agotada hasta el punto de desplomarse. Los ojos ambarinos brillaban con la cálida luz roja de Lunitari. Le hizo una reverencia y le tendió el yelmo del Caballero de la Muerte, Ausric Krell.
—Como lo ordenaste, mi señor —dijo.
—Entra. Ponte a resguardo de miradas indiscretas.
Agarró a la joven y la hizo pasar al mausoleo, tras lo cual cerró las grandes puertas de bronce.
—Qué fría tienes la mano. Helada como la muerte —dijo, y le complació verla sonreír por la pequeña broma—. Estás empapada hasta los huesos. Ven, te haremos entrar en calor.
Estaba ansioso por comprobar si su encantamiento había funcionado y si había conseguido realmente capturar a Krell, pero Mina le preocupaba. La joven casi no podía caminar por los temblores que la sacudían. Chemosh chasqueó los dedos y un fuego se encendió en un brasero del altar. Mina se acercó a él con alivio y alargó las manos hacia la fuente de calor.
La blusa de batista, empapada, se le pegaba al cuerpo y perfilaba la redondez de los pechos, que eran blancos y suaves como el mármol del altar. Él reparó en los senos, temblorosos por la tiritera, que subían y bajaban con la respiración. Sus ojos se desviaron hacia el hueco de la garganta, una tentadora sombra de oscuridad a la luz del fuego, hacia el rostro, a la curva de los labios, a la firme barbilla, a los extraordinarios ojos ambarinos.
Chemosh se sorprendió a sentir que el corazón le latía más de prisa y que se le cortaba la respiración. No era nada nuevo que los dioses se enamoraran de mortales; Zeboim había sido una de ellos e incluso había llegado tan lejos como para dar a luz a un hijo semimortal. Chemosh nunca había entendido cómo se podía sentir uno atraído por un mortal, con sus mentes limitadas y sus vidas fugaces, y tampoco se entendió a sí mismo en ese momento. El propósito de seducir a Mina era un puro asunto de interés, al menos en lo concerniente a sí mismo. Haría el amor a la joven y la cogería en una trampa, la obligaría a depender de él. Ahora se sentía entre divertido y enfadado por experimentar deseo. El deseo era una señal de debilidad por su parte. Tenía que dominarlo, centrarse en la meta de convertirse en rey.
Mina sintió la mirada prendida en ella. Se volvió a mirarlo y debió de ver sus pensamientos reflejados en los ojos porque le sonrió, y el ámbar de sus iris se tornó cálido.
Chemosh apartó bruscamente esos pensamientos y la mirada de la joven. El trabajo estaba antes que el placer. Puso el yelmo sobre el altar y miró con ansia el interior. En las sombras del Abismo distinguió la pequeña y reseca alma de Ausric Krell.
Una violenta ráfaga de viento azotó el mausoleo, sacudió los árboles y arrancó las hojas de las ramas. Los truenos retumbaron con frustración contra el templo. La furia alumbró el cielo nocturno y las lágrimas de cólera ahogaron las estrellas.
Dentro del mausoleo todo era acogedora calidez. Chemosh sostuvo el espíritu entre el pulgar y el índice y observó cómo Krell se retorcía, igual que un ratón apresado por la cola.
—¿Me juras lealtad, Krell? —demandó el dios.
—Sí, mi señor. —La voz del caballero muerto sonó lejana, minúscula y desesperada—. ¡Lo juro!
—¿Harás lo que te pida? ¿Obedecerás mis órdenes sin rechistar?
—Lo que sea, mi señor —aseguró Krell—. Sólo tienes que mantener lejos de mí las garras de la Arpía del Mar.
—Entonces, a partir de este momento, Ausric Krell, me perteneces —entonó Chemosh con solemnidad al tiempo que soltaba el espíritu sobre el altar—. Zeboim no tiene dominio sobre ti. No puede encontrarte porque estás escondido y a salvo en mi oscuridad.
Durante todo el tiempo era consciente de que Mina lo observaba, los ojos ambarinos muy abiertos por el sobrecogimiento y la admiración. Le complació que se impresionara hasta que se le pasó por la cabeza la idea de que estaba comportándose como un colegial que alardeara para que lo viera una niñita tonta.
Hizo un ademán irritado con la mano y Ausric Krell, vestido con la armadura de su maldición, apareció frente al altar. Los rojos ojos, relucientes como ascuas encendidas, recorrieron el entorno con desconfianza en un vistazo de reconocimiento.
—No es ninguna trampa, Krell, como puedes ver —manifestó Chemosh, que añadió en voz rechinante—: Al menos podrías darme las gracias.
El caballero hincó trabajosamente una rodilla en el suelo en medio de tintineos y ruidos metálicos.
—Mi señor, te doy las gracias. Estoy en deuda contigo.
—Lo estás, Krell. Y jamás lo olvidarás.
—¿Tus órdenes, mi señor?
Los pensamientos de Chemosh no dejaban de desviarse hacia Mina, y el Caballero de la Muerte empezaba a resultarle una molestia insoportable.
—Todavía no tengo órdenes para ti —dijo—. Le estoy dando vueltas a un plan en el que tomarás parte, pero aún no es el momento adecuado. Tienes permiso para marcharte.
—Sí, mi señor. —Krell hizo una reverencia y echó a andar hacia la puerta. A mitad de camino se detuvo y giró sobre sus talones, desconcertado—. ¿Marcharme adonde, mi señor?
—A donde quieras, Krell —replicó Chemosh, impaciente. Tenía los ojos puestos en Mina, igual que los de la joven estaban prendidos en los de él.
—¿Puedo ir a cualquier parte? —Krell quería estar completamente seguro—. ¿La diosa no puede alcanzarme?
—No, pero yo sí puedo —dijo Chemosh, que perdía la paciencia por momentos—. Ve a donde quieras, Krell. Lleva a cabo cualquier barbaridad que se te ocurra, pero no aquí.
—¡Así lo haré, mi señor! —Krell hizo otra reverencia—. En ese caso, mi señor, si no me necesitas para nada más…
—Lárgate, Krell.
—Esperaré tu llamada, mi señor. Hasta entonces, me despido. Adiós.
Krell salió del mausoleo acompañado del tintineo metálico de la armadura. Chemosh cerró de golpe la puerta de bronce tras él y la atrancó.
—Creía que habías sido muy hábil al capturar a ese desdichado, Mina, pero ahora veo que podría haber mandado a un enano gully a buscarlo. —Chemosh le sonrió para que comprendiera que estaba bromeando y alargó las manos hacia la joven, que las agarró y se acercó a él.
—¿Y cuál va a ser mi recompensa, mi señor?
Los ojos ambarinos brillaban; su cabello era una llamarada roja y dorada. Las manos apretaban las suyas y el dios sintió la suavidad de la piel recubriendo la dureza de los huesos. Podía percibir la sangre palpitante que circulaba por las venas y ver el latido de la vida en el hueco de la garganta. Estrechándola contra sí, se deleitó con su calidez, la calidez de la vida, la calidez de la mortalidad.
—¿Cómo he de servir a mi señor? —preguntó Mina.
—Así —contestó y la tomó en sus brazos.
Le besó los labios. Le besó el hueco de la garganta. Le quitó la blusa que la cubría y, ciñéndola, oprimió la boca contra el seno, por encima del corazón.
El beso abrasó la carne, que empezó a ennegrecerse con su tacto. Mina gritó. Se puso rígida y se retorció de dolor mientras forcejeaba entre sus brazos. Él la retuvo con firmeza, pegada contra sí. Y entonces, muy despacio, se apartó.
La joven se estremeció, suspiró. Abrió los párpados y lo miró a los ojos. Después, con un gesto de dolor, bajó la vista a su seno.
Tenía una marca, la huella de sus labios, grabada a fuego en la piel. —Eres mía, Mina— dijo Chemosh.
El beso había traspasado carne y hueso y había llegado al corazón. La joven sentía rebullir en su interior el poder que acababa de darle y se inclinó hacia él con los labios entreabiertos, anhelando que la besara una y otra vez.
—Soy tuya, mi señor.
El deseo, doloroso, se adueñó de Chemosh, que ya no se lo cuestionó. La tomaría, la haría suya, pero necesitaba estar seguro de que ella lo entendía.
—No serás una esclava para mí, como lo fuiste de Takhisis.
Le acarició el cuello, pasó los dedos sobre la huella dejada por su beso. La carne estaba chamuscada y empezaba a formarse una ampolla donde sus labios la habían tocado. Recorrió con el dedo el trazo del negro estigma de su beso.
—Serás mi Suma Sacerdotisa, Mina. Saldrás al mundo a ganar seguidores para mí, seguidores que sean jóvenes, fuertes y hermosos como tú. Seré su dios, pero tú serás su señora. Tendrás poder sobre ellos, un poder absoluto, el poder de la vida y la muerte.
—¿Qué aliciente puedo ofrecerles, mi señor? —inquirió Mina—. A los jóvenes no les gusta pensar en la muerte…
—Les darás un regalo mío. Un don de valor excepcional, uno que la humanidad ha deseado desde el principio de los tiempos.
—Haré con gusto lo que me pidas, mi señor —dijo Mina, que respiraba de forma entrecortada.
Chemosh le retiró el rojo cabello con la mano. Los sedosos mechones se enredaron en sus dedos. Los labios de la joven eran cálidos y anhelantes, tan cálidos como su carne, que se rindió a su contacto.
Estrechó fuertemente su cuerpo contra el suyo. Ella se le entregó con apasionado desenfreno, y Chemosh dejó de preguntarse cómo podía un dios hallar placer en los brazos de una mortal. Sólo se preguntó por qué había tardado tanto en descubrirlo.