11
Rhys no fue directamente al Abrevadero como había planeado. Al descubrir que Ringlera de Dioses estaba cerca de la plaza, decidió visitar el templo en ruinas de camino a las afueras. Quizá allí obtendría información que le sería útil para tratar con su hermano si por casualidad lo encontraba.
El final de la Guerra de los Espíritus había significado el retorno de los dioses y de sus clérigos, que realizaban milagros en nombre de sus dioses y así ganaban seguidores. Construyeron nuevos templos dedicados a las distintas deidades y allí en Solace, como en otras ciudades, los templos solían agruparse en la misma zona de la ciudad, igual que los comerciantes de espadas se ubicaban en la calle de Espaderías, los mercaderes de telas en la calle de los Pañeros, y las tiendas de artículos de magia en el callejón de los Magos. Había quienes decían que esto se debía a que los dioses, a los que ya había engañado en una ocasión uno de los suyos, podían vigilarse así unos a otros.
Ringlera de Dioses se hallaba situado cerca de la Tumba de los Últimos Héroes. Rhys paró para echar un vistazo al monumento que —comprobó con alivio— se mantenía fiel a la imagen de sus recuerdos infantiles. Unos caballeros solámnicos montaban guardia de honor delante de la tumba. Los kenders celebraban meriendas campestres en el prado y festejaban a su héroe, el famoso Tasslehoff Burrfoot. La tumba poseía esa solemnidad y reverencia que a Rhys le resultaban relajantes. Tras guardar un momento de respetuoso silencio por los muertos que descansaban en su interior, continuó hacia la calle donde vivían los dioses.
Ringlera de Dioses bullía de actividad, con varios templos en construcción. El de Mishakal era el más grande y magnífico, puesto que fue a Solace adonde había llegado su discípula, Goldmoon de Que-Shu, portando la milagrosa Vara de Cristal Azul. Debido a esto, los vecinos de Solace afirmaban que la diosa sentía un interés especial por ellos. El templo de Kiri-Jolith era casi igual de grande y se alzaba junto al de Mishakal. Rhys vio salir del templo a varios hombres vestidos con tabardos que los identificaban como caballeros solámnicos.
De pronto se quedó perplejo al ver que a continuación de esos dos templos había otro dedicado a Majere. No había esperado encontrarlo, aunque, pensándolo bien, supuso que tendría que haber estado preparado para esa posibilidad. Solace era una población situada en un cruce de caminos de primer orden en la región. Alzar allí un templo proporcionaba a los clérigos de Majere un fácil acceso a la parte más extensa del Ansalon occidental.
El monje cruzó la calle para ir por el lado opuesto del templo y se mantuvo en las sombras. Si los legos corrientes lo confundían con un monje de Majere, los clérigos del dios harían lo mismo y descubrirían en seguida la verdad, puesto que él ni siquiera intentaría mentirles. Podría ocurrir que lo abordaran, lo interrogaran y lo llevaran ante el abad superior para tener una «charla». Cabía la posibilidad incluso de que se hubieran enterado de los asesinatos a través del Profeta de Majere y quisieran discutir el asunto. Los clérigos llevarían buena intención, claro, pero Rhys no quería perder tiempo en responder a sus preguntas y tampoco creía estar a la altura de esa tarea.
Varios clérigos, con sus túnicas anaranjadas y cobrizas, trabajaban en el jardín del templo. Hicieron una pausa en su labor para mirarlo con curiosidad. Él siguió su camino, con la mirada al frente.
Un golpe de aire, el olor a mar y el tacto de un brazo enlazado con el suyo anunciaron la presencia de su diosa.
—Mantente pegado a mí, monje —ordenó Zeboim en tono perentorio—. Los entrometidos de Majere no repararán en ti así.
—No necesito tu protección, señora —dijo Rhys al tiempo que intentaba sin éxito librarse de su brazo—. Y tampoco la he pedido.
—Nunca me pides nada —repuso Zeboim—, y me encantaría complacerte.
Se apretó contra él de manera que el monje sintiera la calidez y suavidad de sus formas.
—Qué cuerpo tan duro y firme tienes —continuó Zeboim con tono admirado—. Será por esas caminatas que das, supongo. Monta un número —añadió con una voz suave como brisa estival con un asomo de tormenta—, y te pasarás el resto de la noche hablando de la bondad de tu alma en lugar de estar hablando con tu hermano.
—¿Sabes dónde está Lleu? —Rhys le asestó una mirada intensa.
—Lo sé, y tú también —contestó ella con una mirada significativa.
—¿En el Abrevadero?
—Ahora está allí, echándose a coleto vaso tras vaso de aguardiente enano. Está bebiendo tanto que cualquiera diría que sus fabricantes están al borde de la extinción. Y lo estarían, si dependiese de mí. Ésos pequeños bastardos peludos… enanos.
—Gracias por la información, majestad —dijo Rhys mientras intentaba de nuevo soltarse—. He de ir a reunirme con Lleu…
—Desde luego que has de ir. Y lo harás. Pero no antes de que hagas una visita a mi santuario —lo interrumpió la dios—. Está calle abajo. Allí es adonde te dirigías, presumo.
—A decir verdad, majestad…
—Jamás le digas la verdad a una mujer, monje —advirtió Zeboim.
—Entonces, sí, allí es adonde me dirigía —contestó Rhys, sonriente.
—¿Y traes algún regalito para mí? —preguntó burlonamente la diosa.
—Todas mis pertenencias son esta bolsa y el emmine —dijo Rhys, todavía sonriente—. ¿Cuál os gustaría tener, majestad?
Zeboim contempló con desdén los objetos ofrecidos.
—Una apestosa bolsa de cuero y un palo. No quiero ninguno de los dos, gracias.
Pasaron delante del templo de Majere. Al ver a Rhys en compañía de una mujer, los clérigos comprendieron que no era uno de los suyos y volvieron a sus tareas. Más allá se alzaba el templo de Zeboim, una estructura modesta hecha de madera arrastrada por el mar hasta la playa, transportada allí desde la costa del Nuevo Mar, y adornada con conchas. Antes de llegar a la puerta, Zeboim se paró y se volvió hacia Rhys.
—Tu presente a tu diosa será un beso.
El monje le tomó la mano y se la besó respetuosamente.
Zeboim le cruzó la cara. Fue un bofetón fuerte que le dejó la piel ardiendo y la mandíbula dolorida.
—¿Cómo osas burlarte de mí? —demandó, echando chispas.
—No me burlo, majestad —contestó en voz baja Rhy—. Muestro mi respeto por ti, como esperaría que me respetaras a mí y a los votos que he hecho, votos de pobreza y castidad.
—¡Hechos a otro dios! —replicó, desdeñosa.
—Hechos a mí mismo, majestad.
—¿Y a mí qué me importan tus estúpidos votos? ¡Y tampoco quiero tu respeto! —bramó la diosa—. ¡A mí hay que temerme, adorarme!
Rhys no se amilanó ante ella ni se tocó la mejilla, que le ardía. Zeboim se calmó de repente, adoptó una actitud peligrosamente tranquila, igual que los mares se tornan lisos y calmos antes de la tempestad.
—Eres un hombre insolente y obstinado. Te aguanto por una razón, monje. ¡Ay de ti si me fallas!
La diosa se marchó dejando a Rhys con la sensación de estar tan exhausto como si acabara de volver del campo de batalla. Zeboim no quería un seguidor. Quería atraparlo, hacerle su prisionero, obligarlo a trabajar para ella como un esclavo de galeras amarrado a las cadenas. Rhys contaba con una arma que utilizaría para mantenerla a distancia y ésa era la disciplina: disciplina de cuerpo y disciplina de mente. Zeboim no entendía de eso y no sabía cómo luchar contra ello. La ponía furiosa y, al mismo tiempo, la intrigaba. No obstante, Rhys sabía que llegaría el momento en el que la inconstante diosa dejaría de sentirse intrigada y daría rienda suelta a su ira.
Al extremo de la calle Rhys divisó el templo derruido de Chemosh, cuyas ruinas aparecían esparcidas entre parches de malas hierbas. Rhys no tenía necesidad de ir allí ya que sabía dónde encontrar a Lleu, pero decidió acercarse al templo de todos modos. Tenía toda la noche para ir al encuentro de su hermano, que no se marcharía pronto de la taberna. Volvió sobre sus pasos, en dirección al templo del Señor de la Muerte.
Tal vez se debía a la influencia del dios o quizá fue simplemente imaginación de Rhys, pero le dio la impresión de que las sombras de la cercana noche eran más espesas alrededor del templo que en otras zonas de la calle. Necesitaría luz para investigar y no llevaba linterna. Regresó al santuario de Zeboim, donde no vio señales de clérigos ni sacerdotisas. Nadie respondió a sus repetidas llamadas. Varias velas, colocadas en candelabros hechos de manera que semejaban barcas de madera, ardían en el altar, presentes para Zeboim ofrecidos con la esperanza de que cuidara de quienes navegaban por los mares o viajaban por vías fluviales tierra adentro.
—Dijiste que nunca te pedía nada, majestad —le dijo Rhys a la diosa—. Ahora te lo pido. Concédeme el regalo de la luz.
Rhys tomó una de las velas del altar y la sacó fuera del edificio. Un soplo de viento hizo que la llama titilara y por poco la apaga, pero la diosa cedió y, con la vela en la mano, el monje se dirigió a investigar el templo de Chemosh.
En la escalera derruida habían caído grandes cascotes y Rhys tuvo que salvarlos por encima para llegar a la puerta, y entonces descubrió que estaba bloqueada por una columna. Se coló dentro entrando a duras penas por una grieta en la pared. El suelo del templo se hallaba cubierto de polvo y cascotes. Los hierbajos habían crecido entre las grietas. El altar aparecía rajado y cubierto de correhuela. Todos los objetos sagrados para el dios habían desaparecido, ya fuera porque se los hubiesen llevado los clérigos o los saqueadores o ambos. Las huellas de los pies descalzos de Rhys eran las únicas marcadas en el polvo. El monje sostuvo la vela en alto y escudriñó el templo a su alrededor. Nadie había estado allí hacía mucho, mucho tiempo.
Rhys llevó la vela al santuario de Zeboim, la puso en una de las pequeñas barcas de madera y le dio las gracias a la diosa. Volvió sobre sus pasos, de nuevo en la dirección que lo conduciría al Abrevadero.
«Lo que quiera que Chemosh esté haciendo en el mundo, desde luego no es construir monumentos», se dijo Rhys mientras pasaba delante del hermoso templo de Mishakal, todo él de mármol blanco.
Aquél pensamiento le resultó inquietante, más de lo que lo habría alarmado encontrarse con un grupo de clérigos de ropajes negros moviéndose a hurtadillas por el interior del templo y levantando cadáveres a docenas. El Señor de la Muerte ya no se ocultaba en las sombras. Había salido a la luz del sol, caminaba entre los vivos y reclutaba seguidores como el malhadado Lleu.
Mas ¿con qué fin? ¿Con qué propósito?
Rhys no tenía ni idea. Cuando diera con su hermano esperaba obtener respuestas.
—¡Hola, Rhys! —Beleño apareció en la penumbra y se acercó corriendo a él—. Me dijeron en la posada adonde habías ido y se me ocurrió venir a reunirme contigo. ¿Y Atta?
—La dejé en la posada.
—La gente de aquí es agradable —comentó el kender—. No me dejan entrar en un montón de sitios, pero la dama que regenta la posada, ya sabes, la bonita mujer metida en carnes, de cabello pelirrojo… En fin, que me dijo que tiene debilidad por los de mi raza. Uno de los mejores amigos de su padre fue un kender.
—¿Pudiste ayudar a la viuda a comunicarse con su esposo? —preguntó Rhys.
—Lo intenté. —Beleño sacudió la cabeza—. Su alma había pasado a la siguiente etapa del viaje. No lo creerás, pero estaba que trinaba. Creía que se había largado con alguna fulana. Intenté explicarle que no funciona así, que su alma se marchó ensanchando sus horizontes. Dijo que eso se le daría bien, ya que tanto le gustaba callejear. Por lo visto fue siempre muy faldero. Y que se va a casar con el panadero y que así se las pagará. No me dio dinero, pero me llevó a conocer al panadero, que me dio un pastel de carne.
Los dos recorrieron las calles y dejaron atrás las zonas concurridas de Solace para entrar en una barriada oscura y lúgubre. No había comercios y sólo unas casas en ruinas desperdigadas de las que salían luces tenues. Poca gente iba de noche por esa parte de la ciudad. De vez en cuando se cruzaban con un rezagado que recorría a buen paso la calle con la cabeza agachada y sin mirar ni a derecha ni a izquierda, como si le diese miedo lo que podría ver. Rhys acababa de pensar que a lo mejor se habían equivocado de camino, ya que parecía que llegaban al final del mundo civilizado, cuando percibió olor a humo de leña y atisbo el titilante destello de una luz a través de una ventana. Unas voces entonaban una canción obscena. —Creo que lo hemos encontrado— dijo Beleño.
Hacía mucho que el Abrevadero original había desaparecido. Ése y varias réplicas posteriores de la taberna habían ardido hasta los cimientos. La primera vez, se incendió la cocina, y la siguiente fue la chimenea. En una ocasión un grupo de draconianos borrachos había prendido fuego a la taberna cuando les presentaron lo que a ellos les pareció una cuenta exorbitante, y en otra ocasión la había incendiado el propio dueño por razones que nunca quedaron muy claras. Todas las veces se reconstruyó merced al dinero que, según se contaba, facilitaban los Enanos de las Colinas, ya que era uno de los pocos sitios que quedaban en Abanasinia donde se podía comprar el fortísimo licor conocido como aguardiente enano.
La taberna estaba escondida en las densas sombras de una arboleda, cerca del borde de la calzada, y poseía pocas características peculiares. Aun encontrándose cerca ya, Rhys no sacó una clara impresión del edificio, salvo que era bajo y alargado, desvencijado e inestable. Disponía de una única ventana en la fachada, grande. El cristal debía de haber costado más que el resto del edificio, y Rhys se preguntó por qué se habría molestado el propietario. Resultó que la ventana no tenía un propósito estético, sino para que los que estuvieran dentro pudieran ver quién había fuera y, de ser necesario, poner pies en polvorosa por la parte trasera.
El monje posó la mano en el picaporte de hierro y notó que tenía un tacto grasiento. Se agachó para hablar en voz baja al kender.
—No creo que vayas a encontrar mucho trabajo aquí —le dijo—. Sería mejor que no ofrecieses tus servicios para ponerte en contacto con los muertos.
—Estaba pensando lo mismo —convino Beleño.
—Y tampoco creo que sea un buen momento para que tomes prestado nada de nadie.
—Nunca parece ser un buen momento —comentó alegremente el kender—. No te preocupes, tendré las manos metidas en los bolsillos.
—Y —añadió Rhys—, si mi hermano está ahí dentro, deja que sea yo el que hable.
—Que se me vea pero que no se me oiga —dijo Beleño, que parecía un poco alicaído—. Echo de menos a Atta. —Yo también—. Rhys abrió la puerta.
El exiguo fuego que ardía en el agujero del hogar abierto en el suelo, al fondo de la taberna, era la única fuente de luz en el establecimiento, y echaba tanto humo que no cumplía bien con ese cometido. Rhys escudriñó el interior del local a través de la humareda y la escasa luz. La canción se interrumpió de golpe cuando el kender y él entraron, a excepción de un borracho, que de todos modos no entonaba la misma letrilla, y que continuó con su cantinela sin parar.
Rhys vio a Lleu al momento. Su hermano estaba sentado a una mesa, solo, en el centro del establecimiento, y echaba un trago de la jarra de barro cuando Rhys entró. Se limpió la boca y dejó la jarra en la mesa. Echó un vistazo al recién llegado y luego apartó la vista, desinteresado.
El monje cruzó la sala hacia la mesa donde se encontraba Lleu. Tenía miedo de que su hermano intentara huir cuando lo reconociera, así que habló él antes.
—Lleu —dijo en tono sosegado—, no te asustes. He venido a hablar contigo, nada más.
Lleu alzó la vista hacia él.
—Por mí no hay inconveniente, amigo —respondió con una sonrisa que quería ser cordial pero que tenía cierta tensión—. Siéntate y habla.
Rhys se quedó desconcertado. Aquélla no era la reacción que esperaba. Miró de hito en hito a Lleu, que hizo lo propio con él, y el monje comprendió que su hermano no lo reconocía. Dada la atmósfera de la taberna, saturada de humo y con apenas luz, y añadiendo el hecho de que ya no vestía túnica gris, quizá era comprensible. Rhys se sentó a la mesa con su hermano. Beleño lo hizo junto a él. El kender miró a Lleu con los ojos muy abiertos y después miró a Rhys; pareció a punto de decir algo, así que Rhys sacudió la cabeza y Beleño recordó que se suponía que tenía que guardar silencio.
—Lleu, soy yo, Rhys. Tu hermano —manifestó el monje. Lleu le dirigió una mirada aburrida y cogió de nuevo su jarra—. Si tú lo dices.
—¿No me reconoces, Lleu? —insistió el monje—. Deberías. Intentaste matarme.
—Es obvio que fallé —gruñó su hermano. Levantó la jarra, echó un largo trago de licor y volvió a dejar el recipiente—. Así que no tienes razón para protestar, a mi entender. ¿Un trago?
Le tendió la jarra a su hermano y ante la negativa de Rhys se la ofreció al kender.
—¿Y tú, pequeñajo?
—Sí, gra… Eh, no, déjalo —respondió Beleño al reparar en la mirada de Rhys.
—Pues mejor para ti —comentó Lleu mientras apartaba la jarra con gesto de asco—. El condenado aguardiente debe de ser agua más de la mitad. Ésta es la segunda jarra y todavía puedo verte como uno solo, monje, y también veo sólo uno de tu amiguito. Por lo general, después de tres tragos veo todo multiplicado por seis. Y goblins rosa, para colmo. —Giró la cabeza y gritó—: ¡Eh! ¿Dónde está mi cena?
—Ya has cenado —respondió una voz en las cercanías del mostrador, que se perdía en la penumbra y el humo del ambiente.
—No me acuerdo de haber comido nada —dijo Lleu, enfadado.
—Bueno, pues lo hiciste —replicó la voz con sequedad—. Tienes el plato vacío delante de ti.
Frunciendo el entrecejo, Lleu bajó la vista a la mesa y encontró un plato de peltre abollado y un cuchillo doblado.
—Entonces, tengo hambre otra vez. Tráeme más de la bazofia ésa.
—Hasta que no pagues lo último que te comiste, no. Y las dos jarras de aguardiente.
—Tengo dinero para pagar —gruñó Lleu—. ¡Soy un clérigo de Kiri-Jolith, por todos los dioses!
Desde el mostrador llegó un resoplido desdeñoso.
—Tengo un trozo de pastel de carne que no pude acabar —ofreció Beleño, que sacó el pastel envuelto en un pañuelo salpicado de grasa.
Lleu le quitó el pastel de las manos y lo devoró con ansia, como si no hubiese comido en varios días.
—¿Queda más de donde salió esto?
—No, lo siento —contestó el kender.
—No sé por qué, pero como y como y nunca me quedo satisfecho —rezongó Lleu—. Debe de ser por la maldita comida de esta comarca. Todo sabe igual. Insípido, como este aguardiente, sin fuerza.
Rhys lo agarró del brazo con firmeza.
—Lleu, deja de hablar de comida y de aguardiente. ¿No sientes remordimientos por lo que has hecho, por el terrible crimen que has cometido?
—No, ni pizca —intervino el kender.
—Te dije que estuvieras callado —ordenó Rhys, impaciente. Beleño se acercó a él y posó la mano en su brazo—. No te has dado cuenta de que está muerto, ¿verdad? —Beleño, no tengo tiempo para…
Las palabras se le helaron en la lengua. Miró a su hermano. Despacio, aflojó los dedos y le soltó el brazo.
Inmutable, Lleu se echó hacia atrás y se recostó en el respaldo. Tomó la jarra, echó otro trago y luego la soltó con un golpe sobre la mesa.
—¿Dónde está mi cena? —chilló.
—Como me preguntes otra vez te voy a dar yo cena, vaya que sí. Te la meteré directamente por el culo.
—Beleño, ¿de qué estás hablando? —susurró Rhys, incapaz de apartar la vista de su hermano—. ¿Qué quieres decir con que está muerto?
—Exactamente eso. Que está tan muerto como el clavo de un ataúd. Lo que pasa es que aún no se ha dado cuenta. ¿Quieres que se lo diga? Podría llevarse una impresión…
—Beleño, si esto es una especie de broma…
—Oh, no —protestó el kender, consternado por la mera idea—. Bromeo sobre muchas cosas, pero no con mi trabajo. Me lo tomo muy en serio. Todas esas pobres almas esperando a ser liberadas… —Beleño hizo una pausa y miró a Rhys—. ¿De verdad no ves que está muerto?
Lleu se había olvidado de que estaban allí. Miraba el humo y cada dos por tres le daba un tiento a la jarra, si bien, al parecer, era más por costumbre puesto que no hallaba placer en ello.
—Se comporta de una manera rara —admitió Rhys—. Pero respira. La piel está caliente al tacto. Come y bebe, está sentado y habla conmigo…
—Sí, eso es lo raro —dijo Beleño, que frunció el entrecejo en un gesto desconcertado—. He visto cadáveres de sobra en mi vida, pero todos estaban callados y quietos. Ésta es la primera vez que veo uno sentado en una taberna bebiendo aguardiente enano y zampándose pasteles de carne.
—Esto no es cosa de risa, Beleño —amonestó seriamente Rhys.
—¡Vale, es que me cuesta explicarlo! —El kender se había puesto a la defensiva—. Es como intentar explicarle a un ciego cómo es el cielo. Veo que está muerto porque… Porque no hay luz en su interior.
—No hay luz… —repitió en un susurro Rhys. Recordó las palabras del maestro: Lleu no es más que su propia sombra.
—Cuando te miro a ti o a esos dos hombres que juegan a las tabas en aquella esquina, veo una especie de luz que irradia de vuestro interior. Oh, no es gran cosa. No es nada tan brillante como el fuego, ni siquiera como una vela. Uno no podría leer un libro con ella ni orientarse en la oscuridad ni nada por el estilo. Es simplemente un resplandor trémulo, titilante. Ése tipo de luz. Cuando lo agarraste, ¿percibiste pulso? Podrías comprobar si tiene.
Rhys alargó la mano y asió la muñeca de su hermano. —¿Qué haces?— inquirió Lleu, que miró al monje con el entrecejo fruncido.
—Me temo que no te encuentras bien —contestó Rhys—. Eso es quedarse corto —masculló el kender.
—Estoy bien, te lo aseguro. Jamás me he sentido mejor. Chemosh se ocupa de mí.
—¿Y bien? —preguntó, anhelante, el kender.
Rhys notaba algo que podría ser el pulso pero que no era lo mismo. No se percibía como el torrente de la vida bajo la piel. Más parecía una corriente de agua estancada que se desplazaba lentamente debajo una gruesa capa de hielo.
—¿Y qué me dices de los ojos? —Beleño se inclinó hacia adelante para intentar ver a Lleu a través del humo.
Rhys tenía mejor perspectiva. Miró a los ojos de su hermano y se echó hacia atrás.
Había visto otros así, mirándolo desde la tumba. Unos ojos vacíos. Unos ojos sin alma detrás.
Los ojos de Lleu eran los ojos de un muerto.
Sin embargo no podía admitir eso como prueba, ya que empezaba a dudar de sus propios sentidos. Su hermano parecía estar vivo, hablaba como un ser vivo, su tacto era el de una persona viva. No obstante, había que tener en cuenta la advertencia del maestro, la valoración del kender. Y, ahora que lo pensaba, estaba la reacción de Atta hacia Lleu. Le había demostrado hostilidad desde el principio, le había enseñado los dientes y se le había erizado el pelo del lomo. No había querido que se acercara a las ovejas. Lo había mordido cuando él trató de ponerle la mano encima.
Podría suponer que el maestro había hablado de manera metafórica. Podía desestimar los comentarios del kender como necedades. Pero confiaba en el instinto de la perra. Atta se había dado cuenta de que Lleu tenía algo raro desde el primer momento que lo vio y lo olió.
—Tienes razón —susurró—. Tiene los ojos de un cadáver.
Lleu echó la silla hacia atrás y se levantó.
—He de irme. Tengo que reunirme con alguien. Una damita. —Guiñó un ojo y esbozó una sonrisa lasciva.
—No será Mina, ¿verdad? —preguntó Rhys.
La reacción de Lleu fue asombrosa. Inclinándose por encima de la mesa, agarró a Rhys por el cuello de la túnica y tiró de él para aproximarlo a su cara.
—¿Dónde está? —demandó Lleu, que jadeaba con una ansiedad desagradable—. ¿Anda por aquí cerca? ¡Dime dónde puedo encontrarla! ¡Dímelo!
Rhys bajó la vista a las manos de su hermano, crispadas sobre el tejido burdo. Las apretaba tanto que tenía blancos los nudillos. Y le temblaban.
—No tengo ni idea de dónde está —contestó—. Confiaba en que tú pudieses decírmelo.
Lleu lo observó con suspicacia. Después lo soltó.
—Lo siento —balbució—. Necesito encontrarla, eso es todo. No pasa nada. Seguiré buscándola.
Después abrió bruscamente la puerta y salió, cerrando tras de sí con un portazo. El tabernero bramó que quería su dinero pero, para entonces, Lleu ya estaba lejos.
Rhys se levantó y Beleño hizo otro tanto casi de forma automática.
—¿Adónde vamos?
—Tras él.
—¿Por qué?
—Para ver qué hace, adonde va. —¡Eh! ¿Vas a pagar lo de tu amigo?
—No tengo dinero… —empezó Rhys, pero lo interrumpió el tintineo de las monedas sobre el mostrador.
—Gracias —dijo el tabernero al tiempo que recogía el dinero. Rhys dirigió una mirada acusadora a Beleño—. No he sido yo —se apresuró a aclarar el kender.
—Con ésta son dos las que me debes, monje —dijo la voz sensual de Zeboim desde las sombras de un rincón—. Y ahora ¡ve tras él!
Rhys y Beleño salieron de la taberna y caminaron de prisa aunque en silencio detrás de Lleu, que regresaba a Solace.
Tomaron precauciones para evitar que se diera cuenta de que lo seguían, aunque su cautela estaba de más porque Lleu no miró atrás ni una sola vez. Caminaba por la calzada con aire animoso, echada la cabeza hacia atrás, y entonaba el estribillo de la canción obscena.
—Beleño, he oído decir que existen muertos vivientes a los que se llama zombis. —Plantear semejante pregunta sonaba extraño, irreal, como si estuviera en un horrible sueño—. ¿Es posible que…?
—¿Que sea un zombi? —El kender sacudió la cabeza de manera tajante—. Nunca has visto un zombi, ¿verdad? Son cadáveres a los que han animado después de muertos. Sólo la peste es suficiente para que se te encojan los dedos de los pies. Tienen la carne putrefacta y los globos oculares les cuelgan de las cuencas. Arrastran los pies al andar porque no saben cómo mover los pies ni las piernas. Son como títeres horrendos. Y no cantan, eso te lo aseguro. Tampoco son jóvenes y guapos.
—Te diré algo, hermano Rhys —concluyó de manera solemne Beleño—. Es el muerto con mejor aspecto que he visto en toda mi vida.