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Los ojos, de Zeboim brillaban con una luz salvaje y espeluznante. Su semblante estaba blanco como el papel y las mejillas señaladas con marcas ensangrentadas, como si se hubiese arañado a sí misma. Tenía los labios agrietados y bordeados de blanco, tal vez sal del mar o quizá sal de sus lágrimas.

—¡Majestad! —dijo Rhys, desconcertado—. ¿Qué haces en este sitio, en prisión? ¿Estás… enferma?

Sabía que era una pregunta estúpida, pero la situación era tan chocante e irreal que le costaba trabajo ordenar las ideas y soltó lo primero que le vino a la cabeza.

—¡Dioses! ¿Para qué me molestaré con vosotros, los mortales? —gritó Zeboim, que le asestó un empujón que le hizo perder el equilibrio y lo tiró hacia un lado. Luego se caló más la capucha, se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar.

Rhys miró a la diosa con gesto severo. No sabía qué le habría gustado más hacer, si consolarla o sacudirla hasta que sus dientes inmortales castañetearan.

—¿Qué haces en la celda de una prisión, señora? —preguntó. No hubo respuesta. Los sollozos de la diosa arreciaron—. ¿Por qué me mandaste llamar? —volvió a intentarlo el monje—. ¡Porque necesito tu ayuda, maldita sea! —gritó con la voz ahogada por el llanto.

—Y yo necesito la tuya, señora —dijo Rhys—. He descubierto cosas terriblemente inquietantes sobre esos seguidores de Chemosh. Te he dirigido plegarias incontables veces en los últimos días y no me has contestado. Todos esos discípulos están muertos. Parecen estar vivos, pero no es así. Se mueven entre las personas vivas y seducen a jóvenes incautos para que proclamen su lealtad a Chemosh y entonces los matan…

—¡Chemosh! —Zeboim alzó la cara hinchada y surcada de lágrimas para mirarlo con ferocidad—. Chemosh está detrás de esto, ¿sabes? A ese necio caparazón de acero que es Krell no se le habría ocurrido algo así a él solo. Aunque eso no tiene importancia. Nada de eso la tiene. Mi hijo. Lo que importa es mi hijo.

—Majestad, por favor, intenta controlarte…

Zeboim se incorporó bruscamente y asió a Rhys de los brazos con fuerza.

—¡Tienes que salvarlo, monje! En caso contrario, lo destruirán. Yo no puedo hacer nada… —La voz adquirió un timbre chillón—. ¡Tienes que salvarlo!

—¿Va todo bien, hermano? —preguntó Gerard, cuya voz levantó ecos en el corredor.

—No ocurre nada, alguacil —contestó con premura Rhys—. Concédeme unos segundos más.

Agarró a Zeboim por las manos y las apretó con fuerza mientras hablaba en tono tranquilizador, la voz baja y firme.

—Debes explicarme qué ocurre, majestad. No puedo ayudarte si no sé de qué hablas. No disponemos de mucho tiempo.

Zeboim inhaló con un trémulo sollozo.

—Tienes razón, monje. Mantendré la calma, lo prometo. Tengo que estar tranquila. Debo estarlo.

Empezó a pasear por la celda y mientras hablaba se golpeaba las manos.

—Mi hijo, lord Ariakan. Sí, sé que está muerto —añadió, adelantándose a la pregunta que Rhys estaba a punto de hacerle—. Mi hijo murió hace mucho tiempo, en la Guerra de Caos. —Apretó los puños—. Murió víctima de la traición, de la perfidia de un hombre en el que confiaba. Un hombre al que había sacado del arroyo…

—Majestad, por favor… —instó Rhys en voz queda.

Zeboim se pasó una mano por la frente, con aire distraído.

—Cuando mi hijo murió, creí que… Di por sentado que su espíritu continuaría hacia la siguiente etapa de su viaje. En cambio… —Inhaló con esfuerzo—. En cambio, Chemosh apresó su espíritu, lo retuvo. Ha tenido cautivo a mi hijo durante todos estos años. —La voz de Zeboim perdió fuerza, temblorosa por el miedo.

—Ahora ha entregado el espíritu de mi hijo al Caballero de la Muerte que lo traicionó. Un caballero llamado Ausric Krell. —Se atragantó con el nombre, como si hubiese saboreado algo asqueroso—. Éste amenaza con destruir el espíritu de mi hijo, arrojarlo al olvido. Ni que decir tiene que Krell actúa a las órdenes de Chemosh.

—Entonces, majestad, supongo que Chemosh retiene el espíritu de tu hijo como rehén para obtener algo a cambio. ¿Qué es lo que quiere que hagas?

—En primer lugar tengo que impedir que tú sigas adelante —dijo Zeboim—. Lo estás molestando.

—Pues no sé por qué —contestó amargamente Rhys—. No represento una amenaza para él ni para nadie, según marchan las cosas.

—Además, no puedo entrometerme en ninguno de los planes de Chemosh. No tengo ni idea de cuáles pueden ser esos planes —añadió la diosa—, pero no tengo que hacer nada que los desbarate.

—De modo que Chemosh trama algo… —murmuró Rhys.

—Oh, sí —corroboró Zeboim con sequedad—. Trama algo grande, de eso puedes estar seguro. Y, sea lo que sea, me teme. Tiene miedo de que lo detenga, cosa que haría.

—Y por lo visto también me teme a mí —añadió Rhys.

—¿A ti? —Zeboim se echó a reír y admitió a regañadientes—: Bueno, sí, supongo que sí. Tengo que librarme de ti y del kender, pero eso no es importante. Lo importante es mi hijo. No puedo hacer nada para ayudarlo. Si una gota de lluvia le cae en el yelmo, Krell destruirá el alma de mi hijo. Pero tú, monje…

Zeboim se aproximó a Rhys, lo tomó de la mano y se la acarició.

—Tú podrías ir al Alcázar de las Tormentas. Krell no sospecharía de ti.

—Majestad —protestó Rhys, desconcertado—. ¿—Cómo voy a meterme en una batalla entre dos dioses?

—Ya estás metido —replicó Zeboim, enfadada, al tiempo que lo apartaba de un empujón—. Chemosh ordena que me libre de ti. ¿Acaso crees que se refiere a que te mande de vuelta a tu monasterio con una palmadita en el culo y la orden de que seas un buen chico?

Rhys se quedó inmóvil, fija la mirada en la diosa. Zeboim se arregló las ropas y se atusó el cabello despeinado.

—Irás al Alcázar de las Tormentas. Te trasladaré por las regiones etéreas, no te preocupes por eso. Habrás de pensar en alguna excusa para tu presencia allí a fin de que Krell no sospeche. Tiene menos seso que un molusco, de modo que no será difícil. Quizá podrías decir que te envío yo para negociar. Sí, a Krell le gustaría eso. Se aburre en seguida y disfruta atormentando a sus víctimas. Lástima que no seas más encantador, más divertido. Le gusta que lo diviertan.

—¿Y cómo sugieres que rescate a tu hijo si me va a torturar y a matar? —preguntó Rhys—. Dices que ese Krell es un Caballero de la Muerte, lo que significa que su poder es sólo un poco menor que el de un dios…

Zeboim desestimó aquella consideración.

—Estás a mi servicio, así que te otorgaré todo el poder que necesites.

—Hasta ahora no lo has hecho —manifestó fríamente el monje. Elle le asestó una mirada feroz.

—Lo haré. No te preocupes. En cuanto a cómo vas a salvar a mi hijo —se encogió de hombros—, eso es cosa tuya. Eres listo, para ser humano, y se te ocurrirá una forma.

Rhys se sentó pesadamente en el catre e intentó organizar sus pensamientos desperdigados, cosa que no resultaba nada fácil considerando que no podía creer que estuviera teniendo esa conversación.

—¿Dónde tiene Krell retenido a tu hijo? Supongo que en una mazmorra…

—No lo tiene en una mazmorra. —Zeboim se retorció las manos—. Su espíritu está apresado dentro de… —Tomó aire, estremecida, casi incapaz de hablar, ahogada por la ira—. Dentro de una pieza de khas.

—Una pieza de khas —repitió, estupefacto, Rhys—. ¿Estás segura?

—¡Pues claro que estoy segura! ¡Lo vi! La exhibió ante mí, ufano, se jactó de jugar con ella todas las noches.

—¿Qué pieza es?

—Uno de los dos caballeros negros.

—¿Hay algún modo de distinguir uno del otro?

—Por supuesto —dijo con mordacidad—. Uno de ellos es mi hijo. Es igual que él.

—Al no haber tenido el honor de conocer a tu hijo ignoro qué aspecto tenía —empezó Rhys con cuidado—. Si pudieras darme alguna otra pista que me pudiera servir…

—Cabalga un Dragón Azul. Claro que el otro también monta uno. ¡No lo sé! —Zeboim se mesó el cabell—. ¡No puedo pensar! Déjame sola. Márchate y rescátalo… Un momento. Las piezas son de verdad. Cadáveres de verdad. Reducidos. A excepción de la que me representaba a mí, claro. Y del rey. Ése era Chemosh.

Rhys se frotó la frente. Aquello estaba deviniendo en un sueño extraño y terrible.

—Es la idea que Chemosh tiene de una broma —dijo la diosa a modo de explicación—. Su intención es humillarme. Mira, monje, ¿de verdad importa eso? Estamos perdiendo tiempo…

—Me estás pidiendo que acometa una empresa desesperada, señora. Cualquier información que me puedas dar, por insignificante que te parezca, podría ayudarme.

Zeboim soltó un suspiro exasperado.

—De acuerdo. Deja que intente recordar. La reina y el rey blancos son elfos. La reina negra… soy yo. El rey negro, Chemosh. —Pronunció el nombre como si lo desmenuzara entre los dientes.

—Los dos clérigos blancos son monjes de Majere. —Zeboim lo miró con una ceja enarcada—. ¡Mira tú por dónde! Los dos clérigos negros son enanos. Los dos caballeros blancos, elfos montados en Dragones Plateados. Los peones del lado oscuro son goblins, y los del lado de la luz, kenders. Como he dicho, Chemosh creó eso para humillarme. Mi gallardo hijo batallando contra seres como monjes y kenders…

Sonó una llamada estruendosa en la puerta.

—Se ha acabado el tiempo, hermano —retumbó la voz de Gerard.

—Un momento —respondió Rhys, que se incorporó y se volvió hacia Zeboim—. A ver si lo he entendido, señora. O voy al Alcázar de las Tormentas y rescato a tu hijo o me matas…

—Lo haré, monje —aseguró Zeboim, tranquila como el ojo de la tormenta—. No pienses ni por un instante lo contrario.

Arrebujándose en los ropajes oscuros y hechos jirones, se sentó en el catre y miró fijamente la pared que tenía enfrente. Rhys se inclinó hacia ella.

—¿Sabes una cosa, majestad? —susurró—. Mi muerte sería más rápida, más fácil, si te dijera que me mataras ahora mismo.

Zeboim alzó hacia él los ojos color verde mar.

—Tal vez. O tal vez no. Tanto en un caso como en otro no has tenido en cuenta a tu amigo el kender ni a toda esa gente joven, como tu hermano, asesinada en nombre de Chemosh. Ni a todos los marineros a bordo de barcos varados en mitad de unos mares calmos, lánguidos. Marineros que sin duda morirán…

Gerard volvió a aporrear la puerta. Una llave sonó en el candado. Rhys se puso derecho.

—Entiendo, majestad —dijo con la calma de quien puede estar sosegado o puede romper a llorar en cualquier momento.

—Eso pensé —repuso Zeboim con tono lánguido—. Comunícame tu decisión.

—¿Dónde estarás, majestad?

Tendida en la cama, la diosa se arrebujó en sus ropas, se echó la capucha por la cabeza y se volvió de cara a la pared.

—Aquí, donde nadie puede encontrarme.

—Se acabó el tiempo —anunció Gerard mientras entraba en la celda—. ¿Cómo ha ido todo? —inquirió en voz baja—. Bastante bien —contestó el monje.

Gerard echó una ojeada al bulto de ropas de encima de la cama y después acompañó a Rhys hacia la puerta. Cerró con llave al salir y los dos echaron a andar corredor adelante. Cuando estuvieron lo bastante lejos para que no los oyera la prisionera, Gerard se paró.

—¿Qué hago con la mujer loca? —preguntó en un susurro—. ¿La dejo marchar?

Rhys no contestó. En realidad no había oído la pregunta. Estaba pensando en lo que tenía que hacer e intentaba discurrir un modo de hacerlo y sobrevivir. Gerard se pasó los dedos por el cabello.

—Como si ya no tuviera bastante jaleo, ahora ha caído algún conjuro maligno sobre el lago Crystalmir…

—¿Qué has dicho? —inquirió el monje, sobresaltado—. ¿Qué es eso del lago?

—¿Es que no lo hueles? —Gerard encogió la nariz—. Apesta a kilómetros de distancia. Los peces mueren a centenares y el agua los arroja a las orillas durante la noche. Se pudren al sol. Nuestro pueblo depende del agua del lago y ahora todo el mundo tiene miedo de acercarse a él. Dicen que está maldito. Con eso y una mujer loca de la que ocuparme…

—Alguacil, tengo que pedirte un favor —lo interrumpió Rhys—. Voy a estar ausente durante un tiempo y necesito que alguien se ocupe de Atta. ¿Querrías cuidarla?

—¿Pastoreará kenders si se lo digo? —pregunto Gerard, a quien le relucían los ojos. Su pregunta provocó una sonrisa a Rhys.

—Te enseñaré las órdenes que has de darle —dijo el monje—. Y encontraré la forma de pagar su manutención y albergue.

—Si pastorea kenders para mí tan bien como hace contigo, los habrá pagado más que de sobra. —Gerard le tendió la mano—. Es un trato, hermano. ¿Adonde te diriges?

Rhys no contestó.

—¿Y si no regreso seguirías cuidando de ella? —preguntó a su vez. Gerard lo observó con atención—. ¿Por qué no ibas a regresar?

—Sólo los dioses conocen nuestro sino —contestó Rhys—. Puedes confiar en mí, hermano. Sea cual sea el lío en el que estés metido…

—Lo sé, alguacil —agradeció Rhys—. Por eso te pedí que te ocuparas de Atta.

—De acuerdo, hermano, no me entrometeré en tus asuntos. Y no te preocupes por la perra, que la cuidaré bien.

Mientras los dos caminaban por el corredor a Gerard se le ocurrió otra cosa, una idea alarmante a juzgar por su tono.

—¿Y qué pasa con el kender? No pensarás pedirme que me ocupe de él también, ¿verdad, hermano?

—No. Beleño se viene conmigo.