6

Rhys despertó de un sueño profundamente inquietante en el que negaba a su dios para volver a la realidad de un intenso dolor, una luz titilante y una lengua áspera y húmeda que le lamía la frente. Abrió los ojos. Atta estaba de pie junto a él; la perra gimoteaba y le lamía la herida. La apartó con suavidad e intentó sentarse. Se le revolvió el estómago y vomitó, tras lo cual volvió a tumbarse con un gemido. Las rigurosas prácticas de los monjes a menudo tenían como resultado heridas. Aprender cómo tratar esas heridas y cómo aguantar el dolor se consideraba una parte importante del entrenamiento. Rhys reconoció los síntomas de una fisura en el cráneo. El dolor era muy agudo y sintió la necesidad de rendirse a él, de sumirse en la negrura, donde encontraría alivio. De no ser por Atta seguramente no habría vuelto en sí.

Acarició las orejas a la perra mientras mascullaba algo ininteligible, y volvió a marearse y a vomitar. La cabeza se le aclaró un poco y una oleada de amargos recuerdos acudió a su mente, junto con la conciencia del peligro que él mismo corría.

Se sentó con premura mientras apretaba los dientes para aguantar el dolor, y buscó a su hermano con la mirada.

La estancia se hallaba a oscuras, demasiado para ver nada. La mayoría de las gruesas velas se habían consumido. Quedaban sólo dos encendidas, y las llamas titilaban en la cera derretida.

—Llevo horas inconsciente —murmuró, aturdido—. ¿Dónde está Lleu? Parpadeando a pesar del dolor, tratando de enfocar los ojos, echó una rápida ojeada alrededor de la sala, pero no vio la menor señal de su hermano.

Atta lloriqueó y Rhys le dio unas palmaditas. Intentó recordar qué había pasado, pero de lo último que se acordaba era de la acusación de su hermano contra Majere: «No tiene la voluntad ni el poder de frenar a Chemosh».

Una de las velas chisporroteó y se apagó con un siseo. Sólo quedó encendida una minúscula llama. Rhys acarició las sedosas orejas de la perra y no tuvo que preguntar la razón de que Lleu no lo hubiera asesinado mientras yacía inconsciente.

No tenía que buscar muy lejos a su salvadora. Atta estaba tumbada con la cabeza en su regazo y sus oscuros ojos lo miraban con ansiedad.

Rhys la había visto proteger a las ovejas durante el ataque de un puma, interpuesta entre el rebaño y el felino, al que hacía frente sin miedo, los ojos castaños fijos en los amarillos del puma, con firmeza, hasta que le hizo darse media vuelta y escabullirse.

El monje cerró los suyos, somnoliento, mientras acariciaba a Atta y la imaginaba plantada al lado de su amo, la torva mirada en Lleu, el labio superior recogido de manera que dejaba los dientes a la vista, unos dientes afilados que podría clavarle de un momento a otro.

Lleu sería invencible como afirmaba, pero todavía sentía dolor. El chillido que había soltado cuando Atta lo mordió había sonado muy convincente. Y podría imaginar sin dificultad lo que sería sentir esos dientes hincados en la garganta.

Lleu debía de haber retrocedido y se habría escapado. Habría huido… a casa…

Atta ladró y se incorporó de un brinco; Rhys se despertó sobresaltado.

—¿Qué pasa? —preguntó al tiempo que se sentaba, asustado y en tensión.

Atta ladró otra vez, y el monje oyó otro ladrido lejano, procedente del aprisco. Era un ladrido intranquilo, pero no de alerta. Los otros perros notaban que algo marchaba mal. Atta siguió ladrando, y Rhys se preguntó, sombrío, qué les estaría contando, cómo describiría aquel horror perpetrado por el hombre contra el hombre.

Se volvió a despertar y se encontró con la perra, que le ladraba.

—Tienes razón, chica. No puedo hacer esto —rezongó—. No puedo dormir. Tengo que mantenerme despierto.

Se obligó a ponerse de pie, usando el banco para apoyarse. Encontró su emmide tirado en el suelo, junto a él, justo antes de que la llamita de la última vela se ahogara en la cera derretida y se apagara, dejándolo a oscuras con la luz de la luna y rodeado de muertos.

Le resultaba difícil pensar con el palpitante dolor de cabeza. Se centró en el dolor y empezó a moldearlo y a darle forma y a presionarlo hasta comprimirlo en una bola pequeña de dolor que guardó en un aparador, dentro de su mente, y cerró la puerta. Conocida como «Bola de Arcilla», ésta era una de las técnicas desarrolladas por los monjes para controlar el dolor.

—Majere —empezó el ritual, sin pensar—. Elevo mi pensamiento hacia las nubes…

Se interrumpió. Las palabras no significaban nada. Sonaban vacías, carentes de sentido. Miró dentro de su corazón, donde el dios había estado siempre, y no lo encontró. Lo que había ahora era feo y horrible. Rhys se contempló largo rato. La fealdad no desapareció, era una mácula en la perfección.

—Que así sea —aceptó tristemente.

Apoyándose en el bastón se dirigió hacia la puerta con pasos inseguros. Atta caminó a su lado.

Lo primero era descubrir qué había sido de Lleu. No descartaba la idea de que su hermano estuviera escondido, al acecho, en algún sitio del monasterio, listo para tenderle una emboscada y así ofrecer la última víctima a Chemosh. La lógica le dictó a Rhys que registrara el establo para comprobar si faltaban los caballos o el carruaje. Se mantuvo bien alerta mientras se acercaba al cobertizo, escudriñando cada sombra, haciendo altos para ver si captaba el ruido de pasos. A menudo miraba a Atta. La perra estaba tensa porque percibía la tensión en su amo, y se mantenía alerta porque él hacía lo mismo. Sin embargo, nada en su conducta indicaba que algo fuera mal.

Rhys entró primero en el establo donde los monjes tenían unas pocas vacas y los caballos de arar. El carruaje en el que habían llegado sus padres seguía allí, estacionado fuera. Entró en el establo con cautela, enarbolando el bastón, casi convencido de que Lleu saldría de la oscuridad para atacarlo.

No vio nada ni oyó nada. Atta hundió el hocico en la paja que cubría el suelo, pero eso se debía seguramente a que casi nunca se le permitía entrar en el establo y los olores le llamaban la atención. Los caballos de tiro de su padre seguían en las cuadras, pero el caballo que cabalgaba Lleu no estaba allí.

En tal caso, Lleu se había marchado. De vuelta a casa. O a alguna otra ciudad o pueblo o granja solitaria. A crear más conversos para Chemosh.

De pie en el establo, Rhys escuchó la profunda respiración de los animales dormidos, el rumor de los murciélagos en las vigas, el ululato de un buho. Oyó los sonidos de la noche y, mucho más fuertes, los sonidos que jamás volvería a escuchar: el golpeteo de su emmide contra el bastón de un hermano; la animada conversación en el cuarto de calentarse en el invierno; el quedo murmullo de voces al elevar una plegaria; el toque de la campana que dividía el día y marcaba su vida con largos y rectos surcos que, hasta hacía sólo unas horas, se extendían en el futuro hasta que Majere se llevara su alma a la siguiente etapa del viaje.

Ahora los surcos eran irregulares y se entrecruzaban, desordenados, sin llevar a ninguna parte.

Lo había perdido todo. No le quedaba nada salvo un cometido. Un deber para consigo mismo y para con sus padres y hermanos asesinados. Una obligación para con el mundo que había rechazado durante quince años y que ahora descargaba su venganza sobre él.

—Venganza —repitió en un susurro al tiempo que volvía a ver la fealdad en su interior.

Encontrar a Lleu.

Rhys salió del establo y se encaminó de vuelta al monasterio. La cabeza le dolía, estaba mareado y con náuseas, y le costaba trabajo enfocar los ojos. Deseaba tumbarse, pero no se atrevió a hacerlo. Debía permanecer despierto. Así se mantendría ocupado, y tenía trabajo que hacer.

Un trabajo lúgubre. Enterrar a los muertos.

—Necesitas ayuda, hermano —dijo una voz junto a su hombro.

Atta saltó al oír la voz. Giró el cuerpo en el aire y cayó sobre las patas, erizado el lomo, con un gruñido que dejaba los dientes a la vista.

Rhys levantó el emmide y giró rápidamente sobre sí mismo para ver quién había hablado.

Detrás de él había una mujer. Tanto por su aspecto como por su vestimenta resultaba extraordinaria. Tenía el cabello blanco como espuma de mar, y en constante movimiento, al igual que sus ropas de color verde que ondeaban sobre su cuerpo y se mecían alrededor de sus pies. Era hermosa, serena y tranquila como el arroyo del monasterio en pleno verano, pero en sus ojos gris verdosos había algo que evocaba violentas inundaciones y hielo negro.

La envolvía una total oscuridad y, sin embargo, Rhys la veía perfectamente por el resplandor propio que irradiaba y que parecía decir: «No necesito la luz de la luna y de las estrellas. Soy mi propia luz o mi propia oscuridad, a mi antojo».

Se encontraba en presencia de una diosa y, por las sartas de conchas que llevaba en el cabello despeinado, Rhys sabía de quién se trataba.

—No necesito ayuda, gracias, Señora del Mar —dijo mientras pensaba lo extraño que era que estuviera conversando con una diosa con tanta tranquilidad como si hablara con una de las lecheras del pueblo.

Contemplando los fragmentos rotos de su mundo que sostenía en las manos pensó de repente que tampoco era tan extraño, después de todo.

—Puedo enterrar a mis muertos.

—No hablo de eso —replicó Zeboim, irritada—. Me refiero a Chemosh. Rhys comprendió entonces por qué había aparecido. Pero no sabía qué contestar.

—Chemosh tiene a tu hermano sojuzgado —siguió la diosa—. Una de las Sumas Sacerdotisas del Dios de la Muerte, una mujer llamada Mina, lanzó un poderoso hechizo sobre él.

—¿Qué clase de hechizo?

—Yo… —Zeboim hizo una pausa, al parecer con dificultades para continuar—. No lo sé —dijo de pronto. Su admisión sonó como si se la hubiesen arrancado a la fuerza—. No he podido descubrirlo. Sea lo que sea lo que Chemosh está haciendo, lo hace con infinitas precauciones para ocultárselo a los otros dioses. Tú podrías descubrirlo, monje, al ser un mortal.

—¿Y cómo voy a descubrir los secretos de Chemosh si los dioses no son capaces de hacerlo? —demandó Rhys. Se llevó la mano a la cabeza. El dolor empezaba a filtrarse por la puerta del aparador.

—Porque eres una pulga, un mosquito, un insecto entre millones de insectos. Puedes mezclarte con la muchedumbre, ir aquí y allí, hacer preguntas. El dios nunca reparará en ti.

—Parece que eres tú quien me necesita a mí, señora, no al contrario —comentó Rhys, cansado—. Atta, vamos. —Se apartó y siguió caminando. La diosa apareció delante de él.

—Si quieres saberlo, monje, la he perdido. Quiero que me ayudes a encontrarla.

Rhys miró a Zeboim de hito en hito, perplejo. La cabeza le dolía tanto que casi no podía pensar.

—¿A quién? ¿De quién hablas?

—De Mina, por supuesto —replicó la diosa, exasperada—. La sacerdotisa que esclavizó a tu maldito hermano. Te he hablado de ella, así que presta atención a lo que te digo. Encuéntrala y hallarás respuestas.

—Gracias por la información, señora. Y ahora, he de enterrar a mis muertos.

Zeboim ladeó la cabeza y lo miró a través de las espesas pestañas. Una sonrisa asomó a sus labios.

—Ni siquiera sabes quién es Mina, ¿verdad, monje?

Rhys no contestó. Giró sobre sus talones y se alejó.

—¿Y qué sabes de los muertos vivientes? —Zeboim fue tras él, sin dejar de hablar—. ¿Y de Chemosh? Es fuerte, poderoso y peligroso. Y no tienes dios que te guíe, que te proteja. Estás completamente solo. Si accedes a trabajar para mí, puedo ser muy generosa…

Rhys se paró. Atta se encogió y se metió sigilosamente detrás de sus piernas.

—¿Qué quieres, señora?

—Tu lealtad, tu amor, tu servicio —contestó Zeboim en voz queda y cálida—. Y líbrate de ese animal —agregó duramente—. No me gustan los perros.

Rhys tuvo una repentina visión de Majere de pie ante él mirándolo con una expresión que era afligida y comprensiva a la vez. Majere no le dijo nada. El camino tenía que recorrerlo él. La elección tenía que hacerla él. Se agachó y acarició la cabeza a Atta.

—Me quedo con la perra.

Los ojos de la diosa centellearon con un brillo peligroso.

—¿Quién te crees que eres para regatear conmigo, gusano?

—Por lo visto, sabes la respuesta a esa pregunta, señora —repuso, cansado—. Fuiste tú quien acudió a mí. Te serviré —añadió al verla henchida de ira como hirvientes nubarrones negros de una tormenta de verano—, siempre y cuando tus intereses coincidan con los míos.

—Coinciden, te lo aseguro.

Le tomó la cara entre las manos y lo besó en los labios lenta y prolongadamente.

Rhys no se inmutó a pesar de que los labios de la diosa escocían como sal en una herida reciente. Tampoco respondió al beso. Zeboim lo apartó de un empellón.

—Quédate con tu chucho, pues —dijo malhumorada—. Y ahora, lo primero que has de hacer es encontrar a Mina. Quiero… ¿Adónde vas, monje? La calzada es en esa dirección.

Rhys se encaminaba de vuelta al monasterio.

—Te lo dije antes. Primero he de enterrar a mis muertos.

—¡De eso nada! —bramó Zeboim—. No hay tiempo para esas tonterías. ¡Tienes que ponerte en marcha de inmediato!

Rhys siguió caminando.

Un rayo se descargó desde el cielo despejado y cegó al monje; cayó tan cerca que chisporroteó en su sangre y le puso de punta el vello de la cabeza y de los brazos. Un horrendo trueno estalló a su lado y lo dejó sordo. El suelo se sacudió y el monje cayó de rodillas. Una lluvia de fragmentos de piedra y tierra se precipitó sobre los dos, y Atta soltó un gañido y lloriqueó.

Zeboim señaló el inmenso cráter.

—Ahí tienes un agujero, monje. Entierra a tus muertos.

Le dio la espalda en medio de una bocanada de viento y una descarga de lluvia, y desapareció.

—¿Qué he hecho, Atta? —Gimió Rhys mientras se levantaba del suelo.

Por la expresión confusa de los ojos de la perra, por lo visto ella le hacía la misma pregunta.

Rhys enterró a los muertos en la tumba común que le había proporcionado la diosa. Trabajó a lo largo de toda la noche para conseguir que los cadáveres tuvieran cierta apariencia de paz y para trasladarlos uno a uno desde el comedor hasta el lugar de enterramiento, donde los tendió sobre la tierra blanda y húmeda. Cuando los tuvo a todos colocados, tomó la pala y empezó a llenar la tumba de tierra. El dolor de cabeza se había mitigado con el beso de la diosa, una bendición que ni siquiera se había dado cuenta que le había otorgado hasta que Zeboim se hubo marchado.

No obstante, estaba agotado física y psíquicamente, y no había bendición que aliviara aquello. Tal vez el agotamiento respondía a la impresión que tenía de que su cuerpo era uno de los que había en la tumba y que los pegotes de tierra caían sobre él y lo iban enterrando.

La noche casi había llegado a su fin cuando echó la última palada de tierra en la tumba común. No rezó. Había renunciado a Majere y dudaba que a Zeboim le interesaran sus plegarias.

Necesitaba dormir.

Rhys se volvió, llamó a Atta y se dirigió a su celda; allí se dejó caer en el jergón y se quedó dormido.

Despertó de repente, no con el tañido de la campana sino por la dolorosa ausencia de esa llamada.