5

La petición de Mina la condujo a la ciudad de Palanthas, en la que hizo una visita a la Gran Biblioteca. Cuando hubo acabado lo que la había llevado a la biblioteca no se demoró en la ciudad, pero se fijó en que había un gran número de elfos por las calles, elfos harapientos, delgados y empobrecidos. Los miró mientras se cruzaba con ellos en la calle y ellos la miraban como si la conocieran pero no recordaran de dónde. Es una pesadilla tal vez. Abandonó Palanthas y su siguiente deseo fue encontrarse en una aldea de pescadores que había en el litoral septentrional de Abanasinia.

—Estáis chiflada, señora —dijo el pescador sin andarse por las ramas. El hombre estaba en el muelle y observaba cómo cargaba Mina las provisiones en un balandro—. Si las olas no inundan la embarcación y la hacen pedazos, el viento arrancará la vela, la volcará y os atrapará debajo. Jamás lo conseguiréis. Qué forma de destrozar una buena barca de vela.

—Te he pagado el doble de lo que vale —repuso la joven.

Dejó un pellejo de agua fresca en la popa y, con cierta dificultad por el balanceo que imprimían las olas a la embarcación, se acercó a la escalerilla del muelle y subió. Estaba a punto de bajar el segundo pellejo de agua cuando el pescador la detuvo.

—Tomad, dama oficial —dijo mientras le tendía la bolsa con monedas de acero—. Coged vuestro dinero, no lo quiero. No seré parte de esta temeridad vuestra. Cargaría vuestra muerte en mi conciencia el resto de mi vida.

Mina tomó el odre y se lo echó al hombro. Pasó delante del pescador, bajó al balandro y soltó el segundo odre junto al primero. A continuación regresó por los víveres y vio al hombre que, todavía ceñudo, le tendía la bolsa de monedas. La sacudió en su dirección de forma que las monedas tintinearon.

—¡Eh, tomad!

—Me vendiste la embarcación —respondió Mina al tiempo que le apartaba la mano con suavidad—. Lo que haga con ella no es responsabilidad tuya.

—Ya, pero tal vez ella no lo entienda así —dijo él con aire sombrío, tras lo cual hizo un gesto ominoso con la cabeza en dirección al mar azul grisáceo.

—¿Ella? ¿Quién es «ella»? —preguntó la joven mientras volvía a bajar al balandro.

El pescador echó una ojeada a su alrededor como si temiera que los estuvieran escuchando a escondidas y después se inclinó para musitar en un susurro atemorizado:

—¡Zeboim!

—La diosa del mar. —Mina había envuelto las tiras de salazón de carne en hule para conservarlas secas, y las guardó en una caja de madera, junto con una bolsa impermeable que contenía galletas. No llevaba mucha comida porque, de un modo u otro, el viaje sería corto. Sacó un mapa, envuelto también en hule, y lo guardó con mucho cuidado ya que, al fin y al cabo, era más valioso que la comida—. No temas la ira de Zeboim. Estoy en una misión sagrada y tengo intención de pedirle su bendición.

El pescador no parecía muy convencido.

—Mi sustento depende de su favor, oficial. Tomad vuestro dinero. Si realmente vais a intentar navegar por el mar de Sirrion hasta el Alcázar de las Tormentas, como decís, no os dará su bendición. Os hundirá tan de prisa que la cabeza os dará vueltas, y después vendrá por mí.

Mina sacudió la cabeza, sonriente.

—Si te preocupa tanto lo que Zeboim pueda pensar, lleva el dinero a su santuario y dáselo en ofrenda. Creo que esa suma te proporcionará una cantidad considerable de su buena voluntad.

El pescador caviló y, tras unos segundos de morderse el labio con la mirada prendida en las agitadas aguas, se guardó la bolsa de dinero en los pantalones de hule.

—Puede que tengáis razón, dama oficial. El viejo Ned le entregó a la Señora seis monedas de oro, cada una de ellas marcada con la cabeza de un tipo que se hacía llamar «rey de sacerdotes» o algo así. El viejo Ned encontró esas monedas dentro de un pez cuando lo destripó, y se imaginó que debían de pertenecer a la Señora. A lo mejor las había guardado allí para tenerlas a buen recaudo. Él imaginó que no valdrían mucho, ya que nunca había oído hablar de un rey de sacerdotes, pero sí que debían de tener valor porque ahora sale en su barca de pesca y vuelve con más bacalao del que podáis contar.

Embarcada ya la comida, Mina subió del balandro al muelle para cargar con el último objeto: su armadura.

—Tal vez haga lo mismo por ti —comentó.

—Eso espero —dijo el pescador—. En casa tengo seis bocas hambrientas a las que alimentar, y últimamente la pesca no ha ido muy bien. Ésa es una de las razones de que haya vendido esta barca de vela. —Se frotó la mejilla, a la que asomaba la barba canosa—. A lo mejor divido el dinero con la Señora. La mitad para ella y la mitad para mí. Eso parece justo, ¿no?

—Muy justo —repuso Mina, que desempaquetó la armadura y extendió las piezas sobre el muelle. El pescador la miró y sacudió la cabeza.

—Más vale que la mantengáis seca —dijo—. El agua salada la oxidará con voracidad.

Mina levantó el peto.

—No tengo escudero. ¿Quieres ayudarme a ponérmela?

—¿Poneros la armadura? —El pescador la miró de hito en hito—. ¿Para salir a navegar?

Mina le sonrió. El ámbar de sus ojos resplandeció y pareció rodearlo. El pescador bajó la vista.

—Si volcáis, os hundiréis como un enano —le advirtió.

Mina se metió la coraza por la cabeza y levantó los brazos para que el pescador pudiera abrochar las correas de cuero que la cerraban. Acostumbrado a hacer los nudos de sus redes, el hombre realizó la tarea con rapidez y destreza.

—Pareces un buen hombre —comentó Mina.

—Lo soy, señora —repuso sencillamente é—. O al menos es lo que intento. —Pero veneras a Zeboim, una diosa que está considerada maligna. ¿Por qué? El pescador parecía sentirse incómodo y echó otro vistazo nervioso al mar.

—Más que maligna es… bueno, temperamental. Es mejor estar a bien con ella. Si se pone en tu contra, a saber qué te puede hacer. Empujarte hacia alta mar y después dejarte allí, sin un soplo de aire, en una calma chicha, para ir a la deriva hasta que te mueras de sed. O quizá levantar una ola tan grande como para tragarse una casa. O azuzar vientos de temporal que sacuden a un hombre como si fuera una ramita. Por aquí somos buena gente. La mayoría venera a Mishakal o a Kiri-Jolith, pero si uno vive del mar no debe olvidarse de presentar sus respetos a Zeboim e incluso hacerle alguna pequeña ofrenda. Sólo para que siga contenta.

—Has dicho que se venera a otros dioses. ¿Alguien sigue a Chemosh? —preguntó la joven.

—¿A quién? —inquirió el pescador, sin dejar su tarea.

—Chemosh, Señor de la Muerte.

El pescador hizo un alto en su trabajo y pensó unos instantes.

—Ah, sí. Un clérigo de Chemosh pasó por aquí hará un mes con intención de ganarnos para ese dios. Menudo aspecto el de ese tipo… Enmohecido. Iba vestido completamente de negro y olía como una cripta al abrirse. Nos contó que la sacerdotisa de Mishakal nos mentía al decir que nuestras almas seguían a la siguiente etapa de la vida. Ése tipo nos contó que el Río de los Espíritus estaba contaminado o algo por el estilo, que nuestras almas se encontraban atrapadas aquí y que sólo Chemosh podía liberarnos.

—¿Y qué pasó con ese clérigo?

—Se corrió la voz de que había erigido un altar en el cementerio y que prometía levantar a los muertos de su tumba para demostrarnos el poder de su dios. Fuimos unos pocos con la idea de ver un buen espectáculo, cuando menos. Pero entonces apareció el alguacil con la sacerdotisa de Mishakal y le dijo al clérigo que se fuera con sus asuntos a otra parte o tendría que arrestarlo por molestar a los muertos. El clérigo no quería jaleo, supongo, porque recogió sus cosas y se marchó.

—Pero ¿y si tenía razón respecto a las almas? —preguntó Mina.

—Señora, ¿no me habéis oído? —contestó el pescador, exasperado—. Tengo seis hijos en casa y todos crecen tan de prisa como los renacuajos y quieren tres comidas completas al día. No es mi alma la que va al mar a pescar peces para venderlos en el mercado y comprar comida para los críos, ¿verdad?

—No, supongo que no.

El pescador asintió tajantemente y dio un último tirón seco a las correas. —Si fuera mi alma la que saliera de pesca me preocuparía por ella. Pero mi alma no captura peces, así que no me preocupa—. Entiendo —repuso pensativamente la joven.

—Dijisteis que ibais en una misión sagrada. ¿A qué dios seguís, pues?

—A la reina Takhisis —contestó Mina.

—¿No ha muerto? —inquirió el pescador.

Mina no respondió. Le dio las gracias al hombre por su ayuda y bajó por la escalerilla del muelle hasta la embarcación.

—No tiene sentido —comentó el pescador mientras soltaba los cabos que sujetaban el balandro al muelle—. Estáis perdiendo tiempo, dinero y, probablemente, la vida, para emprender una misión por una diosa que ya no existe, o eso es lo que dijo la sacerdotisa de Mishakal.

Mina le dirigió una mirada seria, como su expresión.

—Mi misión sagrada no es tanto por la diosa como por el hombre que fundó la caballería dedicada a su nombre. Me han informado de que el traidor de mi señor y causante de su muerte vive su vida miserable en el Alcázar de las Tormentas. Voy a desafiarlo a un combate para vengar a lord Ariakan.

—¿Ariakan? —El pescador soltó una risita—. Señora, ese señor vuestro murió hace casi cuarenta años. ¿Qué edad tenéis? ¿Dieciocho? ¿Diecinueve? ¡Pero si no lo conocisteis!

—No, no lo conocí, pero no me he olvidado de él. O de lo que le debo. —Se sentó en la popa y agarró la barra del timón—. Pídele la bendición a Zeboim en mi nombre, ¿quieres? Dile que voy a vengar a su hijo.

Dirigió la embarcación hacia el viento. La vela se sacudió un instante y después se hinchó con la brisa. Mina volvió la vista hacia mar abierto, a las olas rompientes y a la fina y oscura línea de nubes tormentosas que colgaban perpetuamente en el horizonte.

—Sí, vale, si hay algo que haría feliz a la Arpía del Mar sería eso —comentó el pescador, que contemplaba cómo el balandro se alzaba para encontrarse con la primera de las encrespadas olas.

Una ola inesperada se estrelló contra el muelle y salpicó por encima del hombre, al que empapó de la cabeza a los pies.

—¡Ya voy, Señora! —gritó al cielo, tras lo cual salió corriendo lo más de prisa posible para donar la mitad del dinero al agradecido clérigo de la diosa marina.

El viaje de Mina fue tranquilo en su primera etapa. Una fuerte brisa empujó la embarcación sobre las olas alejándola más y más de la costa. A Mina no le asustaba el mar, cosa rara considerando que había sobrevivido a una tempestad y a un naufragio, aunque no recordaba ni lo uno ni lo otro. Su único recuerdo —y borroso— era sentirse acunada por las olas, mecida suavemente, arrullada hasta dormirse.

Mina era una experta navegante al igual que lo era la mayoría de quienes vivían en Schallsea, donde se encontraba ubicada la Ciudadela de la Luz. A pesar de que hacía muchos años que Mina no gobernaba una embarcación, recobró los conocimientos que necesitaba. Guió el pequeño velero hacia las olas remontando las crestas —una sensación excitante, como si fuera a volar hacia el cielo— para descender a continuación y deslizarse por el agua hacia el seno de la ola, con la espuma salpicándole la cara. Se lamió los labios y saboreó la sal. Sacudió el cabello para retirarlo de la cara y se echó hacia adelante, ansiosa de llegar a la siguiente ola. Perdió de vista tierra.

El mar se hizo más bravío. Las nubes de tormenta que habían sido una línea oscura en el horizonte eran ahora un creciente cúmulo de color plomizo, surcado de relámpagos. Durante unos preciados instantes, Mina estuvo sola en el mundo, sola con sus pensamientos.

Pensamientos sobre Chemosh.

Intentó comprender la atracción que ejercía en ella, la razón de que se encontrara allí, en aquel frágil balandro, arriesgando la vida para desafiar el poder de la diosa marina y demostrar su amor por el Señor de la Muerte.

Los mortales, como aquel despreciable elfo, la adoraban. Galdar se había hecho su amigo, pero incluso él se sentía intimidado. Chemosh era el primero que había mirado muy dentro de ella para ver sus sueños, sus deseos; unos deseos que nunca supo que estaban allí hasta que su roce los despertó.

Nunca había sentido su propio cuerpo hasta que él lo acarició. Nunca había oído latir su corazón hasta que él puso la mano en su seno. Nunca había experimentado el ansia hasta que miró sus ojos. Nunca había sentido sed hasta probar su beso.

El rayo iluminó el ardiente manto del cielo y la cegó, la sacó bruscamente de sus sueños. Un fuego azul parpadeaba en la punta del mástil. Las olas, más feroces, azotaban la embarcación y casi le arrancaron el timón de las manos. El viento soplaba en violentos remolinos. La vela aleteó y el velero estuvo a punto de irse a pique. Viró a babor con dificultad mientras el viento la zarandeaba violentamente y el balandro cabeceaba y se sacudía de tal forma que Mina tuvo que luchar para mantener el equilibrio.

«Regresa —le advertía el mar—. Da media vuelta ahora y te dejaré vivir».

La lluvia le azotaba la cara. Mina apretó los dientes, que rechinaron al morder sal. Se las ingenió para arriar la vela, aunque ésta parecía una criatura viva. Regresó a trompicones a la popa, se sentó y, agarrando el timón, enfiló la embarcación hacia las fauces de la tormenta.

—¡Por lord Ariakan! —gritó.

Una ola, moviéndose a contracorriente de todas las demás, golpeó a Mina, la barrió de la cubierta y la arrojó al embravecido mar. La joven inhaló para coger aire y tragó agua, se hundió bajo las olas. Sintiendo los pulmones a punto de estallar, refrenó el impulso de manotear y agitarse en el agua en un intento desesperado de llegar a la superficie. Pateó con fuerza y se propulsó hacia arriba con largos y fuertes impulsos de piernas y brazos. Otra patada, cuando ya chispeaban estrellas en sus globos oculares, y su cabeza emergió en la superficie. Aspiró una bocanada de aire y parpadeó para quitarse el agua de los ojos y ver dónde estaba.

El peso de la armadura volvió a arrastrarla hacia abajo. El velero se encontraba cerca. Se impulsó hacia allí para agarrarse a él antes de que la siguiente ola la hundiera. Se aferró al balandro con todas sus fuerzas; ahora su temor era que el oleaje volcara la embarcación encima de ella.

Llegó otra ola inmensa. Mina pensó que la remataría y haría pedazos el velero. Inhaló profundamente para llenarse los pulmones de aire, decidida a no rendirse sin luchar. La ola la golpeó, la alzó por encima de la regala y la soltó sobre el velero.

Jadeante y conmocionada, Mina yació en la cubierta barrida por el agua del mar y parpadeó para aliviar los ojos que le picaban por la sal. Cuando pudo mirar vio un pie —un pie descalzo— posado en la cubierta, muy cerca de su cabeza. Era un pie bien proporcionado y asomaba por debajo del repulgo de un vestido verde y azul que parecía hecho de tela tejida con espuma de mar.

Vacilante, Mina alzó la cabeza.

Había una mujer sentada en la popa, con la mano en la barra del timón. El mar bramaba alrededor de la embarcación. Las olas se estrellaban sobre la cubierta y empapaban a la joven, pero a la mujer no la tocaban. Tenía el cabello blanco de la sal, los ojos grises de la tormenta, el rostro hermoso como el sueño de un marino, la expresión siempre cambiante, de modo que en cierto momento sonreía a Mina, como si se sintiera complacida hasta lo indecible, y al siguiente la miraba como si fuera a pisarla con aquel pie bien formado y aplastarle el cráneo.

—Eres Mina —dijo Zeboim. Torció la boca—. La consentida de mamá.

—Tuve el honor de servir a Takhisis, tu madre —contestó Mina, que empezó a levantarse.

—Quédate como estás, de rodillas. Lo prefiero así.

Mina siguió sentada de rodillas en el fondo del velero, que cabeceaba y se sacudía. Tuvo que agarrarse con fuerza a la regala para que los zarandeos no la arrojaran de nuevo por la borda. Zeboim estaba sentada, imperturbable; el viento apenas agitaba la larga mata de pelo.

—Serviste a mi madre. —Resopló con desdén—. Ésa arpía. —Bajó la vista hacia Mina—. ¿Sabes lo que me hizo? Robarme el mundo. Claro que tú ya lo sabías. Eras confidente de mamá.

—No es cierto —dijo Mina, que intentó explicarse—. Yo nunca…

La diosa hizo caso omiso de ella y siguió hablando, así que la joven guardó silencio.

—Mamá me robó el mundo. Me robó el mar y me robó a los que son como tú. —Zeboim dirigió una mirada despectiva a Mina—, mis adoradores. La arpía se los llevó a todos y me dejó en la infinita oscuridad, sola. No imaginas el terrible silencio de un universo vacío —añadió, y su voz adquirió un timbre quebrado por el dolor.

—De verdad no sabía lo que la diosa había hecho —manifestó Mina en tono quedo—. Takhisis no me contó nada de eso. Ni siquiera me dijo su nombre. La conocía como el Único, una deidad que había venido a ocupar el lugar dejado por los dioses, que nos habían abandonado.

—¡Ja! —Zeboim soltó una risa exaltada. Los rayos zigzaguearon arriba y abajo del mástil, crepitaron sobre el agua.

—Era joven —dijo Mina con humildad—. Le creí. Lo lamento y quiero intentar subsanar mis errores.

—¿Con una misión al Alcázar de las Tormentas? —Con el pie, Zeboim agitó ociosamente el agua que salpicaba en el fondo de la embarcación—. ¿Cómo puede subsanar errores eso?

—Al castigar a quien traicionó a lord Ariakan —repuso Mina—. Como verás, soy una verdadera dama de caballería. —Señaló la armadura negra que vestía al tiempo que alzaba la vista para encontrarse, audazmente, con la de la diosa del mar.

Aquél era un momento delicado, cuando Mina tendría que engañar a una deidad. Habría de impedir que Zeboim penetrara en su corazón y descubriera la verdad. Mina nunca se había planteado engañar a Takhisis. Chemosh había descubierto todos los secretos de su alma con una simple mirada. Si Zeboim observaba con atención, si profundizaba, vería sin remedio el engaño.

Mina sostuvo la mirada de la diosa, aquellos ojos que eran de un profundo color verde en un momento y al siguiente de una tonalidad gris tormentosa. Zeboim contempló a la joven; aparentemente, no vio nada de interés, porque desvió la vista.

—Vengar a mi hijo —dijo, desdeñosa—. ¡Era el hijo de una diosa! Tú sólo eres una mortal. Hoy, aquí. Mañana, muerta. No servís para nada, ninguno de vosotros, salvo para admirarme, loarme y darme regalos. Y morir cuando me apetece mataros. Y, a propósito de la muerte, me he enterado de que vas por ahí haciendo preguntas sobre Chemosh.

—Es verdad.

—¿Y qué interés tienes en él? —Zeboim miró ahora a la joven con intensidad y en sus ojos centelleó un fuego azul.

—Es el dios de los muertos vivientes —explicó Mina—. Se me ocurrió que quizá podría ayudarme a derrotar a lord Krell…

Veloz como el restallante viento, Zeboim le cruzó la cara a Mina con un violento bofetón.

—Su nombre no se pronuncia jamás en mi presencia —dijo y, recostándose contra la caña del timón, observó a la joven con una cruel sonrisa.

—Lo siento, señora. Quería decir el Traidor. —Mina se limpió la sangre de la boca.

Tras bullir de rabia unos instantes, Zeboim se tranquilizó.

—De acuerdo, entonces, continúa. Me resultas menos aburrida de lo que esperaba.

—El Traidor es un Caballero de la Muerte. Puesto que Chemosh es el dios de los no muertos, pensé que quizá mis plegarias podrían…

—¿Podrían qué? ¿Ayudarte? —Zeboim rio con malévolo placer—. Chemosh está demasiado ocupado recorriendo el cielo con su cazamariposas intentando atrapar todas las almas que mamá le robó. No puede ayudarte. Sólo yo puedo. Tus plegarias deberían ir dirigidas a mí.

—Entonces, elevo mis plegarias a ti, señora…

—Creo que deberías llamarme majestad —la interrumpió Zeboim mientras jugaba lánguidamente con un bucle del largo y enmarañado cabello y contemplaba el baile de los relámpagos en el mástil—. Ya que mamá no está con nosotros, ahora soy la reina. La Reina del Mar y la Tormenta.

—Como deseéis, majestad —dijo Mina a la par que inclinaba la cabeza con reverencia, un gesto que complació a Zeboim y que permitió a Mina ocultar los ojos, guardar sus secretos.

—¿Qué es lo que quieres de mí, Mina? Si es pedirme que te ayude a destruir al Traidor, creo que no lo haré. Disfruto muchísimo viendo a ese bastardo enfurecerse y cocerse en su propia salsa en esa roca.

—Lo único que pido es que me lleves sana y salva al Alcázar de las Tormentas —dijo la joven con actitud humilde—. Será para mí un honor y un privilegio acabar con él.

—Me encanta un buen combate —suspiró Zeboim, que se enroscó el rizo en un dedo mientras contemplaba la tormenta que bramaba a su alrededor sin tocarla en ningún momento.

—De acuerdo —accedió, lánguida—. Si lo destruyes, siempre me queda la opción de traerlo de nuevo a la vida. Y si es él el que te destruye a ti, cosa más que probable. —Zeboim lanzó una ojeada fría, azul acerada, a Mina—, entonces me habré vengado de la pequeña mascota mimada de mamá, que es lo más parecido a vengarme de la propia mamá.

—Gracias, majestad.

No hubo respuesta, sólo el silbido del viento en el aparejo, un sonido burlón.

Mina alzó la cabeza con cautela y descubrió que se encontraba sola. La diosa había desaparecido como si nunca hubiese estado allí, y durante un segundo Mina se preguntó si no lo habría soñado. Se llevó la mano a la mejilla dolorida, al labio cortado, y la retiró manchada de sangre.

Como para darle más pruebas, el viento amainó de golpe a su alrededor. Los nubarrones tormentosos se deshilacharon, deshechos por una mano inmortal. Las olas se calmaron y, a no tardar, el balandro se mecía en un oleaje lo bastante suave para arrullar a un niño hasta dormirlo. La brisa marina, soplando del sur, refrescó; una brisa que la transportaría rápidamente a su punto de destino.

—¡Honor y gloria a ti, Zeboim, Reina de los Mares! —gritó Mina.

El sol se abrió paso entre las nubes y brilló, dorado, en el agua. La joven iba a izar la vela, pero no era menester. La embarcación salió lanzada hacia adelante, se deslizó rauda sobre las olas. Mina asió la caña del timón e inhaló el viento salado. Un paso más cerca del deseo de su corazón.