4

Rhys dirigió la mirada hacia ellos, sosegadamente. —Padre, madre— saludó cortés. —Lleu. —Hizo otra reverencia. Su padre se llamaba Petar y su madre, Brandwyn. Su hermano, Lleu, era un niño cuando él se había marchado de casa.

—¿Es eso todo lo que tienes que decir a tus padres después de quince años? —exclamó su padre, con el rostro congestionado por la ira.

—Chist, Petar —intervino su madre mientras posaba la mano en el brazo de su esposo en un gesto tranquilizador—. ¿Qué quieres que diga? Somos extraños para él.

Esbozó una sonrisa dirigida a Rhys. No estaba furiosa, como su padre, sólo agotada por el viaje y angustiada por los problemas —fueran cuales fuesen— que la habían traído desde tan lejos en busca de un hijo que casi no recordaba, un hijo al que nunca había comprendido.

Bran, el primogénito, había sido su predilecto, y el pequeño Lleu, su niño mimado. Rhys era el mediano que nunca había acabado de encajar. Era el niño callado, el niño «diferente». Hasta su aspecto era distinto, con los oscuros ojos, el cabello negro y la constitución esbelta y nervuda en marcado contraste con sus hermanos, rubios y corpulentos.

Su padre lo miró, ceñudo. Rhys le sostuvo la mirada sin perder la serenidad, sosegado, y después bajó los ojos. Petar Alarife ya peinaba canas, pero en su juventud había tenido el cabello del color de la estopa. Nunca se había sentido a gusto con Rhys. Aunque adoraba a su esposa quizá albergaba alguna duda en el fondo de su corazón, seguramente sin reconocerlo siquiera, respecto a que su hijo mediano, tan diferente de los otros dos, fuera realmente de su progenie. Indiscutiblemente, Rhys era hijo de su madre, ya que se parecía a su familia. Sus tíos eran todos hombres morenos, nervudos. Pero no había heredado un solo rasgo de su progenitor. Por todo ello a su madre le había sido difícil amar al niño que rara vez hablaba y jamás reía.

Rhys no sentía animosidad contra sus padres. Lo entendía. Siempre lo había entendido. Esperó en silencio, con paciencia, a que explicaran la razón de su visita. El maestro también esperaba en silencio porque había dicho todo lo que tenía que decir. La madre de Rhys miró con aire de ansiedad a su padre, que estaba nervioso, aturullado. El silencio se tornó incómodo, al menos para los visitantes. A veces los monjes se pasaban días sin pronunciar palabra, por lo que ni el maestro ni Rhys se sintieron molestos. Finalmente fue su hermano pequeño el que lo rompió.

—Quieren hablar de mí, Rhys —dijo Lleu en un tono tranquilo, demasiado despreocupado, que sonaba chillón—. Y no pueden hacerlo estando yo delante. Iré a dar un paseo por las instalaciones. Con vuestro permiso, claro —añadió a la par que esbozaba una sonrisa al maestro—. Aunque no creo que tengáis mucho que esconder. ¿Hay alguna posibilidad de que vuestro dios insecto me proporcione un vaso de aguardiente enano?

—¡Lleu! —exclamó su padre, horrorizado.

—Supongo que no. —Lleu guiñó el ojo a Rhys y salió de la biblioteca con paso tranquilo y silbando la melodía de una canción subida de tono.

Rhys y el maestro intercambiaron una mirada. Algunos llamaban a Majere el dios Mantis porque la mantis religiosa era un animal sagrado para Majere, que lo utilizaba como su símbolo; la mantis parecía estar en actitud de oración siempre, inmóvil y silenciosa, pero con la capacidad de atacar a su presa con una acometida relampagueante. Por su atavío, el joven era clérigo de Kiri-Jolith pero, desde luego, no actuaba como tal, ya que Kiri-Jolith era serio y severo y no aprobaría un sacrilegio como referirse a Majere como el «dios insecto».

—Lo siento, maestro —se disculpó Petar, la rojez del rostro cada vez más intensa, sólo que ahora se debía al azoramiento, no a la ira. Se enjugó la cara con la manga—. A ningún hijo mío se lo educó para que se dirigiera al clero en ese tono. Tú lo sabes, Rhys.

Rhys lo sabía. Su abuela paterna, que había sido sacerdotisa de Paladine, siempre había mostrado un profundo respeto por los dioses y hacia cualquier hombre de dios. Incluso en los años en que los dioses no se encontraban presentes, Petar había enseñado a sus hijos a tenerlos en su corazón.

—Lleu ha cambiado, Rhys —intervino Brandwyn con voz temblorosa—. Por eso hemos venido. Nosotros… ¡Es un desconocido para nosotros! Está a todas horas en las tabernas, bebiendo y corriéndose juergas en compañía de un grupo de jóvenes rufianes y de rameras. Perdonadme, padre, por hablar de esas cosas —añadió, roja como la grana.

En los ojos del maestro hubo un destello divertido.

—Los monjes de Majere hacemos voto de castidad, pero conocemos la vida. Entendemos lo que hay entre un hombre y una mujer y, en la mayoría de los casos, lo aprobamos. De otro modo, pronto nos quedaríamos sin monjes.

Por lo visto, los padres de Rhys no sabían cómo tomarse esa manifestación, pero daba la impresión de que les resultaba ligeramente escandalosa.

—Vuestro hijo, por el atuendo, es un clérigo de Kiri-Jolith —observó el maestro.

—Ya no —repuso Petar—. Los clérigos lo han expulsado. Rompió demasiadas reglas. De hecho no tendría que llevar puesta esa túnica, pero parece complacerle hacer bufonadas.

—No sabemos qué hacer —añadió Brandwyn con la voz algo quebrada—. Pensamos que quizá Rhys podría hablar con él…

—Dudo que ejerza mucha influencia en un hermano que obviamente no se acordaba de mí —apuntó suavemente Rhys.

—Por favor, Rhys —suplicó su madre—. Estamos desesperados. ¡No tenemos a quién recurrir!

—Pues claro que hablaré con él —aclaró Rhys, apacible—. Sólo quería advertiros que no albergaseis demasiadas esperanzas. Sin embargo, haré algo más que hablar. Rezaré por él.

Sus padres parecieron aliviados, esperanzados. El maestro les ofreció un cuarto para que pasaran la noche y los invitó a compartir la sencilla cena monacal. Los padres de Rhys aceptaron, agradecidos, y fueron al cuarto a descansar, agotados por el viaje y la ansiedad.

Rhys se disponía a marcharse en busca de su hermano cuando notó un roce en su alma, tan claro para él como si le hubiesen tocado un brazo.

—¿Sí, maestro? —preguntó.

—Lleu no es más que su propia sombra —dijo el monje mayor. Rhys sufrió un sobresalto y lo miró, turbado—. ¿Qué quiere decir eso, reverencia?

—No lo sé —contestó el maestro, fruncido el entrecejo—. No estoy seguro. Nunca había visto nada igual. Tengo que meditar sobre ello. —Dirigió la mirada hacia Rhys, y era seria, penetrante—. Habla con él, hermano, por supuesto. Pero ve con cuidado.

—Es joven y tiene ganas de divertirse, maestro —dijo Rhys—. La vida de un clérigo no es para todo el mundo.

—Hay algo más que eso —advirtió el maestro—. Mucho más. Ten cuidado, Rhys —repitió, y lo más extraño era que no acostumbraba a llamarlo por su nombre—. Estaré dedicado a mis oraciones, si me necesitas.

El maestro tomó asiento en el suelo del despacho, con las piernas cruzadas. Apoyó las manos en las rodillas y cerró los ojos. Una expresión de tranquilo reposo asomó al semblante del anciano. Estaba con el dios.

Majere no tenía lugares específicos de adoración, ni templos llenos de bancos ni altares. El mundo era el templo de Majere; el cielo, la inmensa cúpula que lo cubría; las herbosas colinas, sus bancos; los árboles, sus altares. Uno no buscaba a Majere dentro de un escenario formal, sino que miraba dentro de sí mismo, estuviera donde estuviera.

Rhys dejó al maestro con sus oraciones y salió a buscar a su hermano. No vio señales de él, pero sí oyó los ladridos de los perros y se dirigió en aquella dirección. Al girar en la esquina del cobertizo de almacenaje, apareció a la vista el redil; allí se encontraba su hermano.

Las ovejas estaban todas apiñadas al fondo del redil. Atta se hallaba entre el rebaño y Lleu. La perra tenía las orejas aplastadas contra el cráneo y movía despacio la cola, rígidas las patas y los dientes al aire.

—¡Estúpido animal! —la maldijo Lleu—. ¡Quítate de en medio!

Le lanzó una violenta patada, y Atta dio un ágil salto de lado con el que evitó fácilmente la bota del hombre. Furioso, Lleu descargó la mano sobre el animal.

Atta le lanzó un mordisco y Lleu soltó un aullido. Apartó la mano con brusquedad y contempló, furioso, el arañazo rojo que le cruzaba el envés.

—Atta, túmbate —ordenó Rhys.

Para su sorpresa, la perra siguió de pie con los ojos marrones fijos en Lleu. Soltó un gruñido y tensó el labio superior. —¡Atta, al suelo!— repitió Rhys, severo.

Atta se dejó caer sobre la tripa. Por el tono de Rhys, inusitadamente fuerte, sabía que estaba disgustado. La perra echó una mirada suplicante a su amo como diciendo: «No estarías enfadado si lo entendieras». De nuevo volvió la mirada vigilante hacia Lleu.

—¡Ésa maldita perra me atacó! —chilló Lleu con el semblante contraído por la rabia. Se cubrió la mano herida con la otra—. Es una bestia. Habría que cortarle el cuello.

—Su trabajo es proteger las ovejas. No tendrías que haberlas molestado y tampoco haber intentado darle una patada a ella ni pegarle. Ése arañazo sólo es una advertencia, no un ataque.

Lleu dirigió una mirada feroz a la perra; después masculló algo y apartó la vista. Atta seguía observándolo con desconfianza, y los otros perros se habían despertado y estaban alerta, con el pelo del lomo erizado. La perra con cachorros lanzó mordiscos a los pequeños, que querían jugar, para que entendieran que no era el momento. A Rhys le extrañó la reacción de los perros. Habríase dicho que había un lobo merodeando.

Sacudió la cabeza. Aquél no era un comienzo propicio para entablar una conversación íntima entre hermanos.

—Deja que eche un vistazo al mordisco —ofreció Rhys—. El enfermero tiene salvia que podemos ponerte en la herida para evitar que se infecte, aunque por lo general los mordiscos de los perros se curan bien. Son más limpios que los mordiscos humanos.

—No es nada —repuso Lleu en tono malhumorado, y siguió apretándose la mano sobre la otra herida.

—Tiene los dientes afilados. Debe de estar sangrándote.

—No, sólo es un arañazo. Reaccioné de forma exagerada. —Lleu metió las manos en las bocamangas de la túnica que ya no tenía derecho a vestir. Añadió con una mueca—: Supongo que padre te ha mandado para que me eches un sermón por mis pecados.

—Si lo hubiese hecho, se sentiría decepcionado. No me corresponde a mí decirle a otro cómo vivir su vida. Puedo dar un consejo, si me lo piden, pero nada más.

—Bien, hermano, en tal caso, nadie te pide consejo —dijo Lleu.

Aceptando la voluntad de su hermano, Rhys se encogió de hombros.

—¿Qué hacéis por aquí para divertiros? —preguntó Lleu mientras lanzaba una mirada impaciente al recinto—. ¿Dónde está la bodega con los vinos? Vosotros, los monjes, hacéis vuestro propio caldo, o eso tengo entendido. Vayamos a abrir una botella.

—El poco vino que hacemos lo utilizamos con fines terapéuticos —dijo Rhys, que añadió mientras Lleu ponía los ojos en blanco en un gesto de fastidio—: Creo recordar que te gustaba escuchar relatos de batallas y guerreros cuando eras pequeño. Como clérigo de Kiri-Jolith eres un guerrero preparado. A lo mejor te interesa aprender alguno de nuestros métodos de combate, ¿no?

La expresión de Lleu se animó.

—He oído decir que vosotros, los monjes, tenéis un estilo poco ortodoxo. No utilizáis armas, sólo vuestras manos. ¿Es verdad?

—En cierto modo. Acompáñame a los campos. Te lo demostraré.

Hizo un gesto a Atta con el que la relevaba de su tarea y le mandaba volver con el resto de los perros. Lleu se reunió con él y se encaminaron hacia el recinto. Rhys oyó el suave rumor de pasos a su espalda y volvió la cabeza.

Atta lo seguía. De nuevo la perra desobedecía una orden.

Rhys se detuvo. No dijo nada, sólo frunció el entrecejo para que la perra notara por su expresión que se sentía disgustado. Hizo un ademán señalando el aprisco.

Atta se mantuvo en sus trece, fija la mirada en la de él. Sabía que estaba desobedeciendo. Le pedía que confiara en ella.

Rhys recordó un día en el que Atta y él iban buscando una oveja perdida en medio de una densa niebla. Le había ordenado que bajara la colina, convencido de que el animal habría tomado la ruta más fácil. Atta se había negado y había insistido obstinadamente en seguir colina arriba. Rhys había confiado en ella, y resultó que la perra tenía razón. Lleu se echó a reír.

—¿Quién enseña a quién? —preguntó con una mueca astuta.

Rhys miró a su hermano y recordó el comentario del maestro. «Lleu no es más que su propia sombra». Seguía sin entenderlo, pero tal vez Atta veía con más claridad que él a través de la niebla.

A una seña suya la perra se acercó a él. Se agachó y la tocó ligeramente en la cabeza para que entendiera que todo iba bien.

Atta metió el hocico en la palma de su mano y después se apartó un paso; lo siguió a esa distancia, con un trotecillo silencioso.

—Veo que llevas espada —le dijo Rhys a su hermano—. ¿Eres diestro con ella?

Lleu se lanzó a una explicación entusiasta de su entrenamiento con los Caballeros de Solamnia. Escuchando sólo a medias lo que contaba su hermano, Rhys lo observó mientras hablaba, con atención, en un intento de vislumbrar lo que el maestro y Atta veían. Mientras caminaban cayó en la cuenta de que ya había percibido algo raro en Lleu. En caso contrario no le habría hablado de ir al campo para enseñarle el arte de la disciplina benévola. Lo habría conducido al patio de prácticas, donde los monjes se entrenaban, pero no lo había hecho.

El patio de prácticas no era un lugar sagrado, salvo porque todos los sitios eran sagrados para Majere, y tampoco era un lugar secreto. Sin embargo, Rhys se sentía más tranquilo con su hermano en campo abierto, lejos del monasterio. Ni que fuese una sombra ni que no, Lleu resultaba una influencia inquietante, una que quizá se disipara con la brisa crecientemente fresca, bajo un cielo despejado.

—Es verdad que no usamos armas hechas con acero —explicó Rhys en respuesta a la pregunta que le había hecho su hermano antes—. Sin embargo, utilizamos armas, aquellas que la naturaleza y Majere nos proporcionan.

—¿Como por ejemplo? —inquirió, desafiante, Lleu.

—Ésta. —Rhys señaló su emmide.

—¿Un bastón? —Lleu lanzó una mirada mordaz al esbelto palo—. ¿Contra una espada? ¡No tiene la menor oportunidad!

—Probemos —invitó Rhys, que señaló la espada larga que su hermano llevaba a la cadera—. Saca tu arma y atácame.

—No sería justo… —protestó Lleu mientras hacía un ademán para abarcar a su hermano y a sí mismo—. Somos de la misma estatura, pero peso más que tú. Soy más ancho de hombros, más musculoso. Podría hacerte daño.

—Correré el riesgo —contestó Rhys.

Moreno de tez, esbelto, no le sobraba un gramo de carne. Era hueso, tendón y músculo, mientras que los reveladores indicios de la vida disipada de su hermano saltaban a la vista. Lleu tenía los músculos flojos y la piel con una palidez enfermiza.

—De acuerdo, hermano. —Lleu sonrió—. Pero después no digas que no te lo advertí… Sobre todo cuando te cercene el brazo.

Relajado y seguro de sí mismo, Lleu desenvainó la espada larga y adoptó la postura de combate, con el arma enarbolada en la mano derecha. Atta, que había permanecido tumbada en el suelo a la sombra de un árbol, al ver que el hombre estaba a punto de atacar a su amo gruñó y se puso de pie.

—Atta, siéntate —ordenó Rhys—. No pasa nada —añadió para tranquilizarla.

Atta obedeció, aunque saltaba a la vista que lo hacía de mala gana, ya que no empezó a dormitar, como habría ocurrido si su amo hubiese ido allí a practicar las técnicas de lucha con otro monje. Se mantuvo alerta, despierta, fija la mirada en su amo. Rhys volvió la atención hacia su hermano. Al ver a Lleu con la espada asida, recordó el mordisco de la perra y le miró la mano con preocupación, aunque esperaba que no le estuviese molestando mucho.

Lleu había golpeado a Atta con la mano derecha, la misma con la que sostenía el arma. Rhys distinguía claramente las marcas dejadas por los dientes de Atta. No lo había mordido fuerte, sólo lo suficiente para que lo pensara dos veces antes de agredirla. Aun así, el mordisco parecía profundo, bien que, al parecer, no había sangrado mucho ya que no había manchas de sangre en la piel ni en la manga de la túnica. Rhys no distinguía bien la herida porque su hermano no dejaba de mover la mano, pero reparó en que tenía un aspecto peculiar, con más apariencia de moratón que de incisión debido al extraño color azul purpúreo.

Rhys se quedó tan desconcertado que siguió mirando la herida de hito en hito en lugar de estar atento a su hermano, por lo que lo pilló desprevenido la súbita arremetida de Lleu, que descargó un golpe de arriba abajo, destinado a traspasar el casco o hender el cráneo y poner fin al combate con premura.

Lleu imprimió toda su fuerza al golpe. Rhys, sosteniendo el emmide con las dos manos, levantó el bastón por encima de la cabeza para frenar la acometida. El acero chocó con el emmide. El bastón aguantó, si bien la violencia del impacto repercutió en los brazos del monje y transmitió vibraciones a través de todo su cuerpo, de manera que notó la potencia del golpe hasta en los dientes. Al parecer, Rhys había juzgado mal a su hermano. Ésos músculos no estaban tan fofos como aparentaban.

El rostro de Lleu se contrajo con una mueca, casi un gruñido. Los músculos de los brazos se le hincharon, sus ojos brillaron. Había esperado que la cuchilla partiera en astillas la frágil vara y se sentía furioso y frustrado porque le hubiera desbaratado el ataque. Volvió a enarbolar la espada sobre la cabeza, con intención de golpear de nuevo el bastón.

Rhys arremetió con los pies descalzos; primero con uno, y después con el otro, que acertó a dar a Lleu en el plexo solar.

Lleu gimió y se encogió al tiempo que dejaba caer la espada.

Rhys retrocedió y esperó a que su hermano se recuperara.

—¡Me golpeaste con los pies! —dijo jadeante Lleu, que se irguió despacio mientras se daba masajes en el abdomen.

—Sí, lo hice.

—Pero… —balbució Lleu—. ¡Eso no es juego limpio!

—Quizá no lo sea en un torneo de caballeros —convino Rhys de forma cortés—. Pero si lucho por mi vida utilizaré cualquier arma que tenga a mi disposición. Recoge tu espada. Atácame otra vez si quieres.

Lleu tomó la espada y se abalanzó sobre Rhys. La hoja de acero destelló rojiza con la luz del sol poniente. Lleu propinó estocadas y arremetidas con más fuerza que destreza, ya que era un clérigo que había entrado en contacto con la esgrima muy recientemente, no como un caballero, que se entrenaba a lo largo de casi toda su vida.

Rhys no corría ningún peligro. Podría haber puesto fin al combate casi antes de que empezara con un golpe de la vara en el vientre o en la cabeza o con otra patada bien dirigida. No quería hacer daño a su hermano, pero en seguida vio que a Lleu no lo coartaba tal miramiento. Estaba encorajinado, herido tanto en su amor propio como físicamente. Con paciencia, Rhys frenó los golpes de su hermano, que se iban haciendo cada vez más violentos y desesperados, y esperó la ocasión.

Al agacharse para esquivar una de las cuchilladas en arco de Lleu aprovechó para meter el emmide entre las piernas de su hermano, y lo derribó. Lleu cayó pesadamente sobre la espalda. No soltó la espada, pero un giro del emmide lanzó el arma volando por el aire hasta caer en la hierba, cerca de la perra.

Lleu maldijo y se levantó a trompicones.

—Atta, guarda —ordenó Rhys mientras señalaba la espada.

La perra se levantó al instante y se situó delante del arma.

La mano de Lleu fue hacia el cinturón, sacó un cuchillo y apuntó a la perra.

Rhys le asió la mano que aferraba el cuchillo y apretó el antebrazo de manera que hundió los dedos profundamente en las partes blandas de la muñeca.

De pronto, a Lleu se le quedó la mano inerte y el cuchillo cayó al suelo.

Rhys se agachó, recogió el cuchillo y se lo guardó en su cinturón.

—La parálisis es temporal —le advirtió a su hermano, que se miraba la mano con una expresión de total estupefacción—. Dentro de unos minutos volverás a tener sensación en los dedos. Éste era un combate amistoso. O eso entendí.

Lleu se puso ceñudo, pero después pareció avergonzado. Se frotó la mano inutilizada y retrocedió, alejándose de la perra.

—Sólo quería asustar a esa chucha pulgosa, nada más. No le habría hecho daño.

—Eso es verdad —dijo Rhys—. No le habrías hecho daño a Atta. De haberlo intentado, ahora yacerías en el suelo con la garganta desgarrada.

—Me dejé llevar por el entusiasmo, nada más —se disculpó Lleu—. Olvidé dónde estaba, creía hallarme en el campo de batalla. ¿Puedes devolverme la espada y el cuchillo? Prometo controlarme.

Rhys le tendió el cuchillo, recogió la espada que la perra vigilaba y se la dio a su hermano, que la tomó con la mano izquierda. Lleu la miró, fruncido el entrecejo.

—Sigo pensando que debería haber hendido esa vara tuya. La condenada hoja debe de tener el filo embotado. Haré que lo afilen cuando vuelva a casa.

—A la cuchilla no le pasa nada —dijo Rhys.

—¡Bah! ¡Pues claro que sí! —repuso Lleu con sorna—. ¡No irás a decirme que esa ramita resistió el golpe de una espada larga!

—Ésta «ramita» ha resistido incontables espadas durante quinientos años —contestó Rhys—. ¿Ves estas diminutas muescas? —Alzó la vara para que Lleu la examinara—. Las hicieron espadas, mazas y todo tipo de armas de acero. Ninguna la rompió, ni siquiera la dañó gran cosa.

—Podrías haberme dicho que el maldito palo era mágico. ¡No es de extrañar que perdiera! —Lleu parecía ofendido.

—Ignoraba que se trataba de ganar o de perder —replicó Rhys suavemente—. Creía que te estaba haciendo una demostración de una técnica de combate.

—Como he dicho, me dejé llevar por el entusiasmo —masculló Lleu. Meneó la mano derecha. Ahora podía mover los dedos y envainó la espada.

—Creo que es suficiente demostración por hoy. ¿Cuándo coméis aquí? Me muero de hambre.

—Pronto.

—Estupendo. Iré a asearme. Te veré en la cena. —Lleu se dio media vuelta, pero pareció cambiar de opinión y se giró otra vez—. He oído contar que vosotros, los monjes, os sostenéis con hierba y bayas. Espero que tal cosa no sea cierta.

—Tendrás una buena cena —le aseguró Rhys.

—¡Te cojo la palabra! —Lleu le dijo adiós con la mano y se alejó. Al parecer todo quedaba olvidado, perdonado.

Lleu incluso se paró para disculparse con Atta y le rascó la cabeza. La perra aceptó que la tocara pero sólo después de que Rhys hiciera un gesto de asentimiento con la cabeza; después, en cuanto Lleu se hubo marchado, se sacudió como si quisiera librarse de todo rastro del hombre. Trotó hacia Rhys, a quien dio con el hocico en la pierna, y alzó hacia él los expresivos ojos castaños.

—¿Qué pasa, chica? —preguntó Rhys, frustrado. La rascó detrás de las orejas—. ¿Qué tienes contra él, aparte del hecho de que es joven e irreflexivo y tiene una excesiva buena opinión de sí mismo? Ojalá pudieras decirme lo que piensas. Con todo, hay una razón para que los dioses hicieran mudos a los animales. —La mirada preocupada de Rhys siguió la marcha de su hermano, que se alejaba por la pradera.

—No soportaríamos oír las verdades que podríais decirnos.