10

Haven era una ciudad grande, la más grande que había visto Rhys hasta entonces. Beleño y él se pasaron varios días pateando de aquí para allí, dando la descripción de su hermano, buscando a alguien que hubiese visto a Lleu. Cuando finalmente dieron con el dueño de una taberna que se acordaba de él, Rhys descubrió que su hermano no se había quedado mucho tiempo en Haven, sino que se había marchado casi de inmediato. Lo más probable era que hubiese ido a Solace, considerando que todo el mundo que viajaba por Abanasinia acababa yendo a Solace. Así pues, Rhys, Beleño y Atta continuaron viaje.

De pequeño Rhys había estado en Solace con su padre y recordaba muy bien la ciudad, famosa en leyendas y la tradición popular por el hecho de que sus casas y comercios estaban construidos entre las ramas de los enormes vallenwoods. Su mero nombre conjuraba imágenes de un lugar donde los heridos en cuerpo, mente y alma podían ir para hallar consuelo.

Los recuerdos infantiles de Rhys sobre Solace eran de una ciudad de gran belleza y de gente amistosa. Encontró Solace muy cambiada. La ciudad había crecido para convertirse en una urbe ruidosa y ajetreada donde reinaba la confusión y el alboroto y que rugía con voz estentórea. A decir verdad, Rhys no habría reconocido el lugar de no ser por la legendaria posada El Ultimo Hogar. E incluso la posada había cambiado al crecer y agrandarse, de forma que ahora se extendía sobre las ramas de varios vallenwoods.

Debido a que las viviendas originales se habían construido en las copas de los árboles, los ciudadanos de Solace no habían necesitado levantar murallas para proteger sus hogares y negocios. Eso había funcionado bien en los tiempos en los que Solace fue una villa. Ahora, sin embargo, los viajeros entraban y salían de la ciudad sin restricción, sin guardias que hicieran preguntas. Gente de todo tipo llenaba las calles: elfos, enanos, kenders a montones. Rhys vio más razas diferentes en treinta segundos en Solace que en sus treinta años de vida.

Se quedó estupefacto al ver a dos draconianos, un varón y una hembra, que paseaban por la calle principal con tanta tranquilidad como si el lugar les perteneciera. La gente se apartaba para evitar a los «lagartos», pero nadie parecía alarmado por su presencia, excepto Atta, que gruñó y les ladró. Oyó comentar a alguien que eran de la ciudad draconiana de Teyr y que estaban allí para reunirse con unos Enanos de las Colinas y tratar unos acuerdos comerciales.

Enanos gullys se peleaban y revolvían en la basura, y un rostro de rasgos goblins miró de soslayo a Rhys desde las sombras de un callejón. El goblin desapareció cuando una tropa de guardias, armados con picas y equipados con cotas de malla, pasaron calle adelante acompañados por una caterva de chiquillos que llevaban cacerolas en la cabeza y empuñaban palos.

La humana era la raza predominante. Humanos de piel negra procedentes de Ergoth se mezclaban con bárbaros de las Llanuras toscamente vestidos y con palanthinos ricamente engalanados, todos ellos empujándose y dándose codazos e intercambiando insultos.

También todas las profesiones tenían representación en Solace. Tres hechiceros, dos con Túnica Roja y uno con Túnica Negra, chocaron con Rhys. Iban tan absortos en su discusión que ni siquiera repararon en él ni se disculparon. Un grupo de actores, que se referían a sí mismos como la Compañía Itinerante Gilean, venían danzando calle abajo al toque de un tambor y panderetas, con lo que el nivel de ruido aumentó. Todos tenían algo que vender o buscaban algo que comprar, y todos gritaban a voz en cuello.

Mientras todo esto ocurría al nivel del suelo, Rhys alzó la vista para ver a más gente que se desplazaba por las pasarelas y los puentes de cuerda que iban de un vallenwood a otro como filamentos de seda de una gigantesca telaraña. Al parecer, el acceso al nivel de las copas de los árboles estaba restringido, porque el monje reparó en que había guardias apostados en distintos puntos que hacían preguntas o impedían el paso a aquellos que no conseguían convencerlos de que tenían asuntos que tratar arriba.

Mientras caminaba trabajosamente por el barrizal ocasionado por el continuo tráfago de personas, animales y vehículos, Rhys se maravilló de los cambios habidos en Ansalon durante el tiempo que él había pasado aislado en el mundo invariable del monasterio. Por lo que veía, no se había perdido gran cosa. El ruido, las vistas, los olores —que iban del hedor a basura podrida hasta la peste de gullys sucios, desde el tufo a pescado de un día hasta el aroma a carne a la brasa y a pan recién sacado del horno del panadero— despertaban en Rhys el anhelo por la soledad y la calma de las colinas, la simplicidad de su vida anterior.

A juzgar por su comportamiento, Atta coincidía con él. Alzaba la vista hacia su amo con frecuencia, los ojos marrones rebosantes de confusión pero con plena confianza en que los guiaría para salir de aquella vorágine. Rhys le daba palmaditas en la cabeza para infundirle confianza aunque él mismo se sentía intranquilo. Puede que estuviera desalentado por el tamaño de Solace, por la cantidad ingente de personas, pero eso no cambiaba su resolución de seguir buscando a su hermano. Al menos sabía dónde buscar. Pocas veces había dejado de entrar Lleu en una posada o taberna a lo largo del camino.

Rhys tenía otra opción, o eso esperaba. La idea se le ocurrió al ver un pequeño grupo de clérigos de negra túnica que caminaban abiertamente por la calle. Era muy probable que una ciudad del tamaño y disposición de Solace contara con un templo dedicado a Chemosh.

El monje volvió sobre sus pasos en dirección a la famosa posada El Último Hogar con la idea de empezar allí a buscar información. Tuvo que pararse en una ocasión para sacar a Beleño de un grupo de kenders que se habían agarrado a él como si fuese un primo perdido mucho tiempo atrás (cosa, de hecho, que dos de ellos afirmaban ser).

La famosa posada donde, según la leyenda, los Héroes de la Lanza acostumbraban a reunirse, estaba a tope. La gente hacía cola para poder entrar. Conforme se marchaban unos clientes se admitía la entrada del mismo número de los que esperaban. La cola empezaba al pie de la larga escalera espiral y se extendía calle abajo. Rhys y Beleño se pusieron al final y esperaron pacientemente. El monje observaba a los que subían y bajaban la escalera con la esperanza de que uno de ellos fuese Lleu.

—¡Fíjate cuánta gente! —exclamó Beleño con entusiasmo—. Estoy seguro de poder recaudar unas cuantas monedas de cobre aquí. Ése cabrito asado huele de maravilla, ¿verdad, Atta?

La perra estaba sentada junto a Rhys y su mirada iba y venía de su amo al kender. A Beleño le alegraba pensar que Atta había desarrollado un verdadero afecto por él, porque nunca lo perdía de vista, y Rhys no quería desengañar a su compañero. Atta se había aficionado al «pastoreo de kender» del mismo modo que se había aficionado a pastorear ovejas.

Mientras observaba a los que se iban de la posada, Rhys oía la charla de la gente a su alrededor y pilló algunos chismes locales; confiaba oír algo que lo condujera hasta Lleu. Beleño se afanaba en ofrecer sus servicios e informaba a los que estaban delante en la cola que los pondría en contacto con cualquier familiar que hubiese salido de esta espiral mortal al módico precio de una moneda de acero, pagadera a la comunicación con el mencionado familiar. La vigilante perra, mientras tanto, cuidaba de que el kender no «cogiera prestado» de forma accidental algún saquillo, bolsa, daga, anillo o pañuelo, metiendo el cuerpo entre Beleño y cualquier posible «cliente».

Por lo general la multitud estaba de buen humor a pesar de que había que esperar. Ése buen ambiente se rompió de repente.

—Quizá no me oísteis la primera vez, caballeros —dijo un hombre, que levantó la voz—. No tenéis derecho a colaros delante de mí.

Rhys miró hacia atrás, como todos los que había a su alrededor.

—¿Has oído algo, Gregor? —preguntó uno de los hombres a quien iba dirigida esa observación.

—No, Tak —contestó su amigo—. Pero sí que huelo algo. —Puso énfasis en el verbo—. Deben de haber conducido una piara de cerdos a través de la ciudad hoy.

—Oh, te equivocas, Gregor —dijo su amigo con una seriedad socarrona—. No ha sido una piara lo que han dejado entrar en la ciudad. Los cerdos son animales que huelen bien, a limpio, comparados con esto. ¡Deben de haber dejado pasar a un elfo!

Los dos estallaron en carcajadas. A juzgar por los delantales de cuero, los fuertes brazos y hombros y las manos y caras manchadas de hollín eran algún tipo de trabajadores del metal, ya se trataran de ferreteros o herreros. El hombre objeto de su mofa vestía las ropas verdes de guardabosque. Llevaba la capucha echada de manera que no se le veía la cara, pero el cuerpo esbelto, los movimientos gráciles y el timbre melódico de su voz no dejaban lugar al error.

El elfo no replicó. Salió de la fila, rodeó a los dos humanos y se puso de nuevo en la cola, delante de ellos.

—¡Tú, asqueroso comehierba, quítate de en medio! —El hombre llamado Gregor agarró al elfo por el hombro y lo giró bruscamente.

Hubo un centelleo de acero y Gregor saltó hacia atrás.

El elfo empuñaba un cuchillo.

Los dos humanos intercambiaron una mirada; luego, cerrando los enormes puños, avanzaron hacia el elfo.

Éste estaba listo para arremeter cuando de repente se encontró con el camino obstaculizado al interponerse Rhys entre los adversarios. El monje no levantó la voz ni alzó el bastón.

—Podéis ocupar mi lugar, caballeros —dijo.

Los hombres —los tres— lo miraron de hito en hito, boquiabiertos.

—Estoy el primero de la fila, al pie de la escalera —siguió Rhys en tono apacible—. Allí, donde hay un kender y una perra esperando. Seremos los próximos en subir. Estaré encantado de que ocupéis mi sitio, los tres.

—No necesito tu ayuda, monje. Puedo ocuparme de estos dos yo solo —dijo el elfo con vehemencia detrás de él.

—¿Derramando sangre? —inquirió Rhys, que se volvió a mirarlo—. ¿Qué se conseguirá con ello?

—¿Monje? —repitió uno de los humanos mientras observaba a Rhys con incertidumbre.

—Por su arma es un monje de Mantis —intervino el elfo—. O Majere, como lo llamáis vosotros, los humanos. Aunque nunca había visto uno que llevara ropas verde mar —añadió con desdén.

—Ocupad mi sitio, señores —repitió Rhys al tiempo que gesticulaba hacia la escalera—. Una jarra de cerveza fría aplacará el ánimo alterado, ¿verdad?

Los dos humanos intercambiaron una mirada. Después miraron a Rhys y a su bastón. Aquello no pintaba bien. Si hubiesen tenido el apoyo de la multitud quizá habrían seguido con la discusión. No obstante, saltaba a la vista que la oferta de Rhys le había gustado a la gente. A lo mejor esos dos eran unos conocidos bravucones, ya que muchos sonreían al reparar en su frustración.

Ambos bajaron los puños.

—Vamos, Tak, ya no tengo hambre —dijo mordazmente uno mientras giraba sobre sus talones—. La peste me ha quitado el apetito.

—Sí, puedes beber con los de su clase si quieres, monje —se mofó el otro—. Lo que soy yo, antes tomaría agua estancada.

—Ésta pelea era mía, monje —gruñó el elfo detrás de Rhys—. No tenías derecho a entrometerte.

También él se marchó, en dirección contraria.

Rhys volvió a su sitio en la fila. Algunos aplaudieron y una anciana alargó la mano y le tocó la raída túnica para «que le diera suerte». El monje se preguntó qué pensaría si supiera que no era realmente un monje de Majere sino un seguidor juramentado de Zeboim. Con un suspiro para sus adentros comprendió que probablemente habría dado igual. Les había caído bien, a la anciana y a la multitud, del mismo modo que se habrían sentido satisfechos con una función de títeres.

Ocupó su sitio junto a Beleño, que observaba ávidamente, admirado y excitado. Un hombre que regulaba el acceso a la posada interrumpió las anhelantes preguntas del kender.

—Sube, monje —llamó a la par que hacía un gesto para que entraran—, antes de que ahuyentes a los demás clientes.

Todos se echaron a reír y la multitud aplaudió mientras Rhys, Beleño y la perra subían la escalera; el kender saludó con la mano y se inclinó precariamente sobre la barandilla.

—¿Alguno de vosotros querría entrar en contacto con un ser amado que ha pasado a mejor vida? —preguntó a voces—. Puedo hablar con los muertos…

Rhys lo agarró por el hombro y lo condujo suavemente a través de la puerta abierta.

La posada El Ultimo Hogar había alcanzado fama imperecedera durante la Guerra de la Lanza ya que fue allí donde los legendarios Héroes de la Lanza iniciaron una búsqueda que acabaría con la derrota de Takhisis, Reina de la Oscuridad. La posada pertenecía a los descendientes de dos de aquellos héroes, Caramon y Tika Majere. Al prestar atención al chismorreo mientras esperaban en la fila, Rhys se había enterado de muchas cosas sobre la posada, sus propietarios y Solace en general.

Una hija, Laura Majere, dirigía el establecimiento. Palin, su hermano, había sido antaño un afamado hechicero, pero en la actualidad era alcalde mayor de Solace. Había algún tipo de escándalo relacionado con su esposa, pero al parecer estaba resuelto. Laura y Palin tenían una hermana, Dezra. La gente ponía los ojos en blanco cuando se la mencionaba. El alguacil de Solace era un amigo de Palin, un antiguo caballero solámnico llamado Gerard. Por lo visto era un alguacil popular, con reputación de ser duro pero justo. El suyo era un trabajo ingrato, al menos en opinión de los parlanchines, ya que Solace había crecido demasiado, en perjuicio propio. Además, estaba ubicada cerca de la frontera de lo que en tiempos había sido el reino elfo de Qualinesti. La dragona Beryl había expulsado a los elfos de sus hogares y en la actualidad Qualinesti era un territorio salvaje, anárquico e incivilizado, refugio de bandas errantes de forajidos y goblins.

La posada El Ultimo Hogar había experimentado varios cambios con el paso de los años. Aquéllos que la recordaban de los tiempos de la Guerra de la Lanza no la habrían reconocido ahora. Los dragones la habían destruido dos veces (quizá más, había una discusión al respecto) y además de reconstruirla se le habían hecho varias ampliaciones y renovaciones. El famoso mostrador hecho con el vallenwood seguía en su sitio. La chimenea, junto a la que antaño se sentaba el tristemente célebre hechicero Raistlin Majere, se había desplazado a otro punto para dejar espacio para más mesas. Se había construido una ala más para acoger al creciente número de viajeros. La cocina ya no estaba en su antigua ubicación, sino en otra completamente diferente. La comida seguía siendo buena —mejor, según algunos— y de la cerveza aún se hablaba en términos casi reverentes por parte de los conocedores de todo Ansalon.

Al entrar Rhys se quedó impresionado con la atmósfera que reinaba en la posada, que era alegre sin resultar bulliciosa o escandalosa. Las atareadas camareras encontraban tiempo para reír e intercambiar amistosas pullas con los clientes habituales. Un gully que manejaba una escoba mantenía el suelo impoluto. Las largas mesas de tablones donde tomaba asiento la clientela estaban limpias.

Beleño se lanzó de inmediato a su discurso. El kender habló muy de prisa, ya que sabía por experiencia que rara vez llegaba lejos antes de que lo hicieran callar de forma expeditiva.

—Puedo hablar con los muertos —anunció en voz alta, que se oyó claramente por encima de las risas, los gritos y el ruido del peltre y la loza—. ¿Hay alguien que tenga seres queridos que hayan muerto recientemente? En tal caso, puedo hablar con ellos en vuestro nombre. ¿Son felices en ese estado? Os lo puedo decir. ¿No se encuentra el testamento de tío Wat? Puedo enterarme dónde lo dejó a través de su espíritu. ¿Olvidaste decirle a tu difunto esposo cuánto lo querías? Puedo transmitirle tus recuerdos…

Algunos clientes no le hicieron el menos caso. Otros miraron al kender con expresiones que iban de la sonrisa divertida a la conmoción e indignación. Unos cuantos empezaron a mostrarse seriamente ofendidos.

—Atta, aparta —ordenó Rhys en voz baja, y la perra se puso en movimiento.

Trotó hasta el kender y le empujó las piernas con el cuerpo de forma que a Beleño no le quedó más opción que retroceder o irse al suelo por encima del animal.

—Atta, buena chica —dijo el kender mientras le daba palmaditas en la cabeza con aire distraído—. Jugaré contigo en otro momento. Ahora tengo que trabajar, ¿sabes…?

Intentó rodearla y trató de pasar por encima. Atta lo esquivaba y zigzagueaba y al mismo tiempo seguía obligando al kender a que retrocediera, hasta que lo tuvo arrinconado limpiamente en una esquina, con una mesa y unas sillas cerrándole la salida por uno y otro lado y ella muy tranquila por delante.

Atta se tumbó. Si Beleño hacía el menor movimiento, volvía a ponerse en pie. No gruñía, no se mostraba amenazadora. Simplemente se aseguraba de que el kender se quedara quieto.

Mientras los parroquianos de la posada observaban la escena con asombro, una camarera se acercó presurosa y se ofreció a conducir a Rhys hasta una mesa.

—No, gracias —dijo él—. He venido por información, nada más. Busco a alguien…

—Sé que los monjes de Majere hacen voto de pobreza —lo interrumpió la camarera—. No importa. Eres invitado de la posada hoy. Hay comida y bebida para ti y esterillas en la sala común para ti y para tu amigo.

Echó una mirada hacia Atta y Beleño, pero si por «amigo» se refería al animal o al kender no quedó claro.

—Te lo agradezco, pero no puedo aceptar tu oferta, que es muy amable pero no aplicable en mi caso. No soy un monje de Majere. Como he dicho, busco a alguien y pensé que quizá hubiese pasado por aquí. Se llama Lleu…

—¿Hay algún problema, Marta?

Un hombre alto y fornido, con una mata de pelo color de paja y un rostro que podría denominarse feo de no ser por la firmeza de los rasgos y por la sonrisa cordial, se acercó a donde Rhys y la camarera hablaban. Iba vestido con jubón de cuero y llevaba una espada a la cintura y una cadena dorada en el cuello, todo de excelente calidad.

—Éste monje ha rehusado nuestra hospitalidad, alguacil —dijo la camarera.

—No puedo aceptar su caridad, señor —explicó Rhys—. La recibiría de manera fraudulenta. No soy monje de Majere.

El hombre le tendió la mano.

—Gerard, alguacil de Solace —se presentó, sonriente. Dirigió una mirada de admiración a la perra y al atrapado kender—. Supongo que no buscarás trabajo, hermano, pero si lo quieres estaré encantado de contratarte. He visto la forma en que actuaste ahí abajo, en la fila, hace un rato. Y esa perra «pastora de kenders» tuya vale su peso en acero.

—Me llamo Rhys Alarife. Gracias por la oferta, pero he de rechazarla. —Rhys hizo una pausa y después añadió suavemente—: Si estabas viendo lo que ocurría entre esos dos hombres y el elfo, alguacil, ¿por qué no interviniste?

Gerard esbozó una sonrisa pesarosa.

—Si corriera de aquí para allí tratando de impedir todas las riñas a cuchillo que hay en Solace, hermano, no haría nada más. Empleo el tiempo en asuntos más importantes, como tratar de evitar que la ciudad sea atacada, saqueada y arrasada hasta los cimientos. Gregor y Tak son los bravucones del lugar. Si las cosas se hubieran salido de madre, habría bajado para apaciguar a esos chicos. Tenías la situación controlada, o eso me pareció. En consecuencia, hermano, tú, la perra y el kender seréis mis invitados para la cena. Es lo menos que puedo hacer por ti, ya que tú te ocupaste de hacer mi trabajo por mí hoy.

A Rhys le pareció que debía aceptar la oferta, y así lo hizo.

—Está bien. Atta —llamó, y la perra se levantó de un salto y regresó a su lado.

Beleño se dirigía hacia el monje cuando lo abordó una mujer de mediana edad que llevaba un chai negro por encima de la cabeza y que dijo que quería hablar con él. Los dos se sentaron y en seguida estaban enfrascados en la conversación; el kender tenía una expresión conmiserativa mientras la mujer se enjugaba los ojos con el repulgo del chai.

—Enviudó recientemente —aclaró Gerard, que miraba al kender con el entrecejo fruncido—. No me gustaría que nadie se aprovechara de su dolor, hermano.

—El kender es lo que se llama un «acechador nocturno», alguacil —explicó Rhys—. Es verdad lo que dice. Puede… hablar con los muertos. Gerard se mostraba escéptico.

—¿De veras? Había oído algo sobre gente como él, pero ignoraba que existieran de verdad. Imaginaba que era simplemente otro cuento que esos pequeños granujas se habían inventado para incordiar.

—Respondo por Beleño, alguacil —dijo Rhys, sonriente—. No es el típico kender de dedos ligeros. Es capaz de comunicarse con los muertos. Lo he visto hacerlo. A menos, claro, que el espíritu en cuestión haya seguido su camino, en cuyo caso puede transmitir tal información. Tal vez le sirva de consuelo a la viuda.

—Una vez conocí a un kender. —Gerard miraba a Beleño mientras hablaba en voz baja, más para sí mismo que para Rhys—. Tampoco era el típico kender. Le daré a éste una oportunidad, hermano, sobre todo si tú respondes por él.

Un instante después Beleño se acercaba presuroso.

—La viuda y yo vamos al cementerio para hablar con su marido. Lo echa de menos terriblemente y quiere asegurarse de que él se las apaña bien sin ella. Supongo que estaré fuera gran parte de la tarde. ¿Dónde nos encontramos?

—Puedes reunirte con tu amigo aquí —dijo Gerard, que se adelantó a Rhys—. Tenéis sitio para dormir en la sala común esta noche.

—¡Se acabó dormir en establos! Es maravilloso. Me estoy hartando del olor de los caballos —exclamó Beleño, y, antes de que Rhys pudiera contradecir al alguacil, el kender había salido disparado de la posada.

—Te hago responsable de vaciarle los bolsillos cuando regrese —dijo Gerard, que miraba al monje.

—No tienes que preocuparte por eso. A Beleño no se le da bien «tomar cosas prestadas». Si lo intenta, es tan inepto que casi siempre le pillan con las manos en la masa. Está mucho más interesado en hablar con los muertos.

Gerard resopló y sacudió la cabeza. Sentado enfrente de Rhys a la mesa, el alguacil observó al monje con curiosidad, más interesado en él que en el kender, ya que, los dioses lo sabían, miembros de esa raza había más que de sobra en Solace.

La camarera llevó unos cuencos de sabroso guiso, tan abundante la carne y la verdura que Rhys casi no podía meter la cuchara. La camarera dejó un cuenco con agua y un hueso con mucha carne para Atta, que aceptó la invitación tras echar una ojeada a Rhys y aguantar que la muchacha le diese palmaditas en la cabeza. Atta se metió con el hueso debajo de la mesa, se tumbó a los pies de Rhys, y empezó a morderlo con entusiasmo.

—¿Dijiste que buscabas a alguien? —preguntó Gerard, que se recostó en el respaldo y miró a Rhys con unos ojos de un sorprendente color azul—. No intento siquiera mantener contacto con todo aquel que entra en Solace, pero estoy bastante al tanto. ¿A quién buscas?

Rhys explicó que buscaba a su hermano. Describió a Lleu con la túnica de clérigo de Kiri-Jolith y pasando todo el tiempo en tabernas y cervecerías.

—¿De dónde eres?

—De Staughton —contestó el monje. El alguacil enarcó las cejas.

—Has hecho un largo viaje en pos de ese joven, hermano, y te has tomado muchas molestias. Me da la impresión de que hay algo más en esto que una familia preocupada por un joven vagabundo.

Rhys había decidido callar la verdad sobre su hermano, consciente de que si les decía a todos que Lleu era culpable de asesinato, lo perseguirían y lo matarían como a una bestia salvaje. Rhys descubrió que le caía bien este hombre, Gerard, cuya actitud sosegada armonizaba bien con la suya propia. Si Rhys encontraba a Lleu se vería obligado a entregarlo a las autoridades locales hasta que se lo pudiera llevar ante la justicia del Profeta de Majere. El Profeta sería el que decidiría la suerte de Lleu puesto que su crimen se había perpetrado en uno de los monasterios. Rhys decidió contarle al alguacil parte de la historia al menos.

—Lamento decir que mi hermano se ha convertido hace poco en un seguidor de Chemosh, el Dios de la Muerte —empezó—. Me temo que es víctima de algún hechizo maligno lanzado sobre él por una discípula de Chemosh. Tengo que encontrar a Lleu a fin de que ese encantamiento se rompa, si es que es posible.

—Primero Takhisis y ahora Chemosh —rezongó Gerard mientras se pasaba los dedos por el cabello, con lo que consiguió que se le pusiera de punta—. A veces me pregunto si el retorno de los dioses fue realmente beneficioso. Nos iba bien solos, si excluimos a los grandes señores dragones, por supuesto. Ya tenemos problemas de sobra ahora con los elfos desterrados, los rumores de un ejército goblin agrupándose al sur de Qualinesti, y nuestro barón mangante del lugar, el capitán Samuval. No necesitamos que dioses como Chemosh se dejen caer por aquí para complicar más las cosas. Claro que supongo que debes de haber llegado a esa misma conclusión, Rhys, puesto que has dejado de ser monje de Majere ¿eh? Vistes ropas de monje, sin embargo, de modo que has de ser algún tipo de monje.

—Entiendo el porqué de que se te eligiera para este cargo, alguacil —comentó Rhys, que buscó con los suyos los ojos azules y les sostuvo la mirada—. Tienes la habilidad de sondear a un hombre sin que él tenga la sensación de que lo estás interrogando.

—Sin ánimo de ofender, hermano. —Gerard se encogió de hombros—. Soy un buen alguacil porque me gusta la gente, incluso los granujas. Éste es un trabajo con el que uno nunca se aburre. Eso puedo asegurártelo. —Apoyó los codos en la mesa y observó atentamente a Rhys.

«Aquí estás, un monje que lleva la vida de un monje de Majere y que actúa como un monje de Majere pero que afirma no ser un monje de Majere. ¿A ti no te resultaría interesante eso?

—Para mí todo lo relacionado con la humanidad es interesante, alguacil —respondió Rhys.

Gerard iba a responder cuando interrumpieron su conversación. Uno de sus hombres entró en la posada y se dirigió hacia él con premura. Los dos conferenciaron en voz baja y el alguacil se puso de pie.

—El deber me llama, me temo. No he visto a tu hermano, pero estaré ojo avizor por si aparece. Te encontraré aquí, supongo.

—Sólo si se me da alguna tarea con la que ganarme la estancia —respondió firmemente Rhys.

—¿Ves? ¿Qué te decía? Cuando se ha sido monje, siempre se es monje. —Gerard sonrió, volvió a estrechar la mano a Rhys y se marchó. Sólo había dado unos pasos cuando volvió—. Casi lo olvido. Hay un templo abandonado a unas manzanas de la plaza, en lo que los vecinos llaman Ringlera de Dioses. Al parecer, en tiempos, ese templo estuvo dedicado a Chemosh. Ha permanecido vacío desde que se tiene memoria en el lugar, pero ¿quién sabe? A lo mejor ha vuelto. Ah, y hay una taberna apartada, en las afueras, que se llama el Abrevadero. La frecuentan jóvenes tarambanas. Podrías intentar buscar a tu hermano allí.

—Gracias, alguacil, investigaré las dos cosas —respondió Rhys, agradecido por la información.

—Buena caza —deseó Gerard, que se despidió con un ademán mientras se alejaba.

Rhys se terminó el guisado y llevó el cuenco a la cocina, donde acabó por convencer a la renuente Laura Majere de que le permitiera trabajar para pagar su hospedaje. Tras ordenar a Atta que se quedara en un rincón donde no estorbaría, Rhys lavó los platos, subió agua y leña por la escalera de la cocina y cortó patatas, destinadas para usarlas en uno de los platos más famosos de la posada.

La tarde se hallaba avanzada ya cuando Rhys concluyó aquellas tareas. Beleño no había regresado todavía, así que Rhys preguntó a la cocinera cómo ir al Abrevadero. Su pregunta fue recibida con una expresión sobresaltada. La cocinera estaba segura de que tenía que estar equivocado, pero Rhys insistió y, finalmente, la cocinera se lo dijo, e incluso llegó a salir al rellano de la escalera para señalar el camino que tenía que tomar.

Antes de marcharse, Rhys llevó a Atta al establo y le dio la orden de esperarlo allí. La perra se tumbó sobre la paja, con la cabeza apoyada en las patas, y lo miró. No le gustaba la orden, pero la obedecería de todos modos.

El monje había considerado la posibilidad de llevarla consigo. Era una perra obediente, una de las mejores que Rhys había entrenado, pero la había tomado con Lleu desde el principio y, después del violento ataque de su hermano contra él, Atta no esperaría la orden de su amo para tirarse a la garganta de Lleu.

Rhys le dio una palmada y unos trocitos de carne a modo de disculpa y para que comprendiera que no la estaba castigando, tras lo cual se marchó en dirección al Abrevadero, que por el nombre era justo el tipo de sitio que su hermano solía frecuentar.