7

Su grito resonó en la pared del acantilado mientras Mina observaba cómo se estrellaba la negra armadura contra las rocas y rebotaba hasta caer en el agua. A causa de la mala visibilidad que proporcionaba la tenue luz grisácea de la tormenta, a esa distancia no se distinguía que la armadura estaba vacía cuando cayó escalera abajo y ahora se había perdido de vista en las rompientes olas. Confiaba en que la vista de Krell no fuera más aguda que la suya.

Inhaló profundamente y metió el cuerpo por la grieta de la pared rocosa. Incluso sin la coraza cabía a duras penas y, durante un instante aterrador, se quedó atascada en la fisura. Se retorció y, en uno de sus movimientos desesperados, se desembarazó y rodó por el suelo. Hizo un alto para recobrar el aliento y esperar a que la vista se acostumbrara a la oscuridad mientras pensaba lo bien que se sentía uno al pisar tierra firme, un suelo llano. Y qué estupendo era estar a resguardo del viento helado y de la espuma salada.

La joven se secó las manos lo mejor que pudo en los faldones de la camisa y se las frotó para recuperar el riego sanguíneo y la sensibilidad en ellas. No tenía ni coraza ni armas. No había arrojado al mar sólo la armadura y el yelmo, sino también, tras haberlo dudado un momento, la maza, y con ella a la chiquilla inocente, ávida, que había partido en busca de los dioses y los había encontrado.

Mina había creído en Takhisis, había obedecido sus órdenes, había soportado sus castigos, había cumplido los deseos de la diosa sin rechistar. Había conservado su fe en Takhisis cuando todo empezó a salir mal, había luchado contra la duda que la roía como las ratas el grano. Al final, las dudas habían acabado con toda su fe, de modo que cuando ésta tendría que haber sido más fuerte, cuando tendría que haber estado dispuesta al sacrificio, sólo quedaba cascarilla y paja. Entonces había experimentado un dolor desgarrador, dolor por su pérdida, y al arrojar al mar los últimos vestigios de su fe en el Único volvió a sentir algo de aquel mismo pesar.

La inocencia había muerto. La fe incuestionable había muerto. En consecuencia, se había atrevido a preguntar a Chemosh qué le daría a cambio. Aunque ahora le había dado prueba de que le pertenecía, no sería su marioneta para bailar a su antojo ni su esclava para arrastrarse a sus pies. Sola en la oscuridad del Alcázar de las Tormentas, Mina escuchó. No esperaba escuchar la voz del dios que le dijera qué hacer, sino su propia voz, su propio consejo.

La Era de los Mortales. Tal vez era esto a lo que se referían los sabios, a lo que se refería Chemosh. Una asociación entre los dioses y la humanidad. Una interesante premisa.

La mortecina luz del día gris se colaba por la grieta en la pared y se filtraba asimismo por otras fisuras más pequeñas. Cuando la vista se le acostumbró a la penumbra, Mina pudo ver casi toda la cámara. Como había imaginado era una estancia destinada al almacenaje, no sólo de grano sino de otras vituallas.

Había unas cuantas cajas y jaulas de madera en el suelo, con las tapas apalancadas y el contenido desparramado. Mina se imaginaba a los caballeros que, en su prisa por salir del Alcázar de las Tormentas e ir a la conquista de Ansalon, forzaban las tapas para ver qué contenían y asegurarse de que no dejaban atrás nada de valor. Echó una ojeada a las cajas mientras pasaba por delante en dirección a una puerta reforzada con bandas de hierro que había al otro extremo de la cámara. Reparó en algunas herramientas herrumbrosas y cubiertas de polvo, como las que usaban los herreros, y unos cuantos rollos de paño ahora comido por la polilla y el moho. Durante años había corrido el rumor de que los caballeros habían dejado tras de sí enormes tesoros. Ése rumor tenía sentido, porque los caballeros no habrían volado a la batalla a lomos de dragones cargados con cofres de monedas de acero. Pero, de ser así, el tesoro no se encontraba allí. Al caminar, sus botas crujían al pisar heces secas de rata y granos mordisqueados, lo único que quedaba del poderío de los Caballeros de Takhisis.

Mina asió una palanca. Si la puerta del granero estaba cerrada necesitaría una herramienta para forzar la cerradura. Esperó no tener que recurrir a eso. Krell tenía que creer que había muerto, que se había matado al caer de la escalera, y no quería hacer nada que levantara sus sospechas. Aunque no estaba completamente segura, suponía que el Caballero de la Muerte aún conservaba la capacidad de oír, e incluso por encima de aullido del viento —el lamento doliente y furioso de una diosa— quizá Krell alcanzara a percibir los golpes de la barra de hierro contra una cerradura.

Cuando Mina llegó a la puerta, puso la mano en la manilla y dio un suave empujón. Con gran alivio para la joven, la puerta se abrió. Aunque, pensándolo bien, no era de extrañar. ¿Para qué molestarse en cerrar con llave un almacén vacío?

La puerta daba a un pasillo con el mismo suelo de piedra y paredes talladas toscamente. Estaba mucho más oscuro que el almacén, pues allí no había grietas. La joven no disponía de antorchas ni con qué encender una, de modo que tendría que avanzar a tientas.

Evocó en su memoria el mapa de la fortaleza que había dejado a buen recaudo en el velero. Antes de emprender esta aventura había viajado a Palanthas para visitar la famosa biblioteca de la ciudad. Allí había pedido a uno de los Estetas un mapa del Alcázar de las Tormentas. En la creencia de que era una buscadora de tesoros, el serio y joven Esteta había procurado por todos los medios disuadirla de que arriesgara la vida en una empresa tan descabellada. Ella había insistido y, según las reglas de la biblioteca, que establecían que todo el saber estaba a disposición de quien lo buscara, le había llevado el mapa que había pedido, un mapa trazado por el propio lord Ariakan.

En él no aparecía el granero. Ariakan sólo había incluido las áreas que consideraba importantes, como salas de reuniones, barracones, viviendas, etc. Mina sólo tenía una vaga idea de dónde estaba, y ello derivaba principalmente de saber dónde no estaba.

La ensenada se hallaba al sur de la isla, lo que significaba que había entrado en el granero por el sur y que en ese momento iba en dirección éste. Puesto que el granero se había construido adyacente a la escalera del acantilado, no parecía probable que el pasillo se dirigiera hacia el sur, ya que sería un callejón sin salida. Al salir giró al norte y cerró la puerta del granero a su espalda.

No creía que Krell bajara allí; pero, por si acaso, mejor que no encontrara la puerta abierta, una señal de que había alguien fisgoneando por allí. No obstante, al cerrar la puerta dejó al otro lado la luz que entraba en el almacén y se quedó completamente a oscuras. No veía nada, ni delante ni a los lados. Arrastró los pies por el suelo en un esfuerzo de evitar tropezar con algún obstáculo invisible. Confiaba en que no tendría que avanzar a oscuras mucho tiempo.

No había dado muchos pasos cuando notó que el suelo comenzaba a ascender de forma pronunciada.

«Una rampa», se dijo al tiempo que imaginaba a los esclavos empujando carretas llenas de grano.

Siguió rampa arriba y llegó a una puerta que empezó a abrirse cuando le dio con el pie. Con el corazón en un puño, la agarró y la mantuvo cerrada.

Había echado un fugaz vistazo a lo que había al otro lado: un patio despejado. Cabía la posibilidad de que Krell estuviera allí dando un paseo vespertino.

Si es que era por la tarde. Había perdido la noción del tiempo, algo más por lo que preocuparse. No quería que la noche la sorprendiera sola con Krell en el Alcázar de las Tormentas. Abrió la puerta una rendija y atisbo fuera.

El patio, pavimentado con adoquines, se encontraba vacío. Era grande y Mina lo recordó del mapa. Se extendía a la sombra de una alta torre que se llamaba Torre Central, una estructura enorme que albergaba las principales salas de reuniones, los comedores, los alojamientos del servicio. Lord Ariakan tenía sus aposentos en esa torre. También se suponía que había una cámara que conducía directamente al plano en el que Takhisis habitó en otro tiempo. No muy lejos se alzaba la Torre del Lirio, en donde la élite de los Caballeros del Lirio tenían su cuartel, y al otro lado de la fortaleza se erguía la Torre de la Calavera, hogar del ala arcana de los caballeros negros. Dispersos entre las tres había varios edificios accesorios.

El mapa en dos dimensiones que Mina había visto en la biblioteca de Palanthas no le había transmitido la idea de la inmensidad de la fortaleza. Al ponerse en camino no se había dado cuenta de lo enorme que era ni de la gran extensión de terreno que ocupaba. Y no tenía idea de en qué edificio se había instalado Krell. Mientras escudriñaba el amplio espacio abierto de la plaza de armas, Mina se preguntó si su ocurrencia de meterse a hurtadillas en el alcázar habría sido una buena idea.

«Podría pasarme días deambulando por este sitio sin encontrarlo —comprendió—. No tengo comida ni agua. Ni siquiera me atrevería a dormir por miedo a que Krell me matara».

Al considerar todas esas circunstancias, se dijo que a lo mejor le habría convenido más correr el riesgo y enfrentarse a él al final de la escalera. La joven sacudió la cabeza para desestimar sus dudas.

—Chemosh me trajo aquí. No me abandonaría a mi suerte.

Reforzada la seguridad en sí misma, Mina empujó la puerta para abrirla y se disponía a salir al patio cuando lo vio.

Krell salía por detrás de un muro, procedente de la dirección del acantilado donde lo había visto por última vez.

La joven se quedó completamente inmóvil, sin osar respirar siquiera.

Krell pasó delante de ella a menos de dos metros. Si hubiera salido de su escondrijo un segundo antes habría tropezado con él.

El Caballero de la Muerte era una imagen terrible de contemplar. El tormento abrasador de su vida condenada irradiaba intensamente rojo a través de las rendijas para los ojos del casco de cráneo de carnero. Mina sabía que si se quitaba aquel casco resultaría aún más espantoso ya que debajo no había nada. Nada salvo el agujero abierto en la existencia donde había estado su vida, y ese agujero era más negro que la oscuridad dentro de un sepulcro cerrado y aislado dentro de una cripta olvidada.

La armadura articulada y facetada —decorada con la calavera y el lirio— estaba manchada con la sangre que Zeboim le había hecho derramar durante los incontables días de tortura. Ésa sangre relucía rojiza, fresca, como el día que la había vertido en medio de sus gritos de dolor. La intensa lluvia no arrastraba esa sangre. Iba dejando huellas sangrientas a medida que caminaba.

Vestía una espada que tintineaba contra su costado, pero su arma más potente era el miedo. Podía utilizarlo para machacarle el espíritu hasta reducirlo a una pulpa trémula del mismo modo que usaría sus puños para desmenuzarle huesos y carne.

El terror que irradiaba de él en oleadas alcanzó a Mina, que se acobardó y se encogió bajo su azote. Cuando se había enfrentado al otro Caballero de la Muerte, lord Soth, iba armada con el poder del Único y blandía en la mano el arma del Único. Soth no tenía poder sobre ella, y había quedado enterrado bajo los escombros de su fortaleza.

Mina ya no llevaba armadura. Chemosh le había pedido que se desprendiera de ella como prueba de su fe en él. Debía enfrentarse al formidable Caballero de la Muerte con una camisa de paño empapada y pegada al esbelto cuerpo, lo que parecía poner en relieve el hecho de que era de suave y temblorosa carne mientras que él estaba hecho de acero y muerte.

El miedo la paralizó. No podía moverse y se quedó acuclillada en el umbral, con el estómago acalambrado y los músculos de las piernas contraídos por dolorosos espasmos. Krell sólo tenía que girar la cabeza y la vería temblorosa en la puerta, acobardada como un enano gully. Iría hacia ella enfurecido y ella no podría hacer nada más que encogerse ante él, amilanada.

Mina cerró los ojos para no verlo. La tentación de huir era abrumadora y luchó para sobreponerse.

«Caminé sola por el valle maldito de Neraka —se dijo con los dientes apretados—. Soporté las pruebas de la Reina Oscura. Takhisis me tomó en sus brazos y su gloria me abrasó la carne, y sin embargo ahora tiemblo ante ese pedazo de mierda. ¿Es que sólo soy valiente cuando una deidad me lleva de la mano? ¿Así es como espero demostrar mi valía a Chemosh?».

Mina abrió los ojos y se obligó a mirar a Krell, con intensidad, fijamente. Dejó de temblar y los espasmos de los músculos cesaron. Respiró hondo un par de veces y se relajó.

Krell no la había visto ni la había oído. Caminaba en línea recta al tiempo que maldecía en voz alta por haber perdido a su presa y agitaba el puño al aire con rabiosa impotencia. Fuera cual fuese el tormento que le tenía preparado, le decepcionaba mucho haber perdido la ocasión de llevarlo a la práctica.

Mientras cruzaba la plaza de armas, la saña de su propia tortura lo sacudía. El viento de la ira de la diosa lo zarandeaba. Le costaba trabajo avanzar contra el ventarrón a pesar de ser fuerte y recio. Negros nubarrones bullían en lo alto. Los rayos se descargaban a sus pies y lanzaban fragmentos de piedra al aire; hubo una vez que incluso lo hicieron caer de rodillas. El casi constante estampido de los truenos sacudía el suelo.

Tambaleándose, Krell alzó el puño al cielo, si bien no tentó más allá la ira de la diosa, sino que emprendió una carrera al trote hacia la Torre del Lirio en medio del tintineo de la armadura.

Mina esperó a que hubiera recorrido la mitad de camino por la plaza de armas para ir en pos de él. Había albergado la esperanza de que la diosa refrenara su rabia, que la tormenta amainara cuando ella saliera al patio. En seguida se desengañó. En el momento en el que pisó la plaza de armas, una ráfaga de viento la zarandeó y la joven acabó a gatas en el suelo. Una lluvia lacerante la golpeó con fuerza cegadora.

Al parecer, Zeboim no tenía favoritos ni respaldaba a nadie.

Al menos, Krell no se paró en medio del ciclón para mirar atrás por si lo seguían, sino que corrió hacia la torre tan de prisa como se lo permitían sus pesadas zancadas.

Mina se incorporó y avanzó tras él merced a un denodado esfuerzo.

Krell tenía un humor de perros. El Caballero de la Muerte nunca estaba de lo que podría llamarse buen humor, pero para él había unos días mejores que otros. Algunos tenía la suerte de disponer de un ser vivo a su alcance para divertirse. Otros, si Zeboim se hallaba dedicada a otros asuntos, podía recorrer la plaza de armas sin sufrir más que un chaparrón. Y aquel día precisamente la Arpía del Mar debía de haberse plantado justo encima.

Echando chispas y chorreando agua, Krell entró en la biblioteca, donde había preparado todo por anticipado para su visitante, cuyo cuerpo destrozado y sangrante ahora servía de alimento a los tiburones.

Krell se dejó caer pesadamente en un sillón y miró malhumorado el tablero de juego y el sillón vacío que tenía enfrente. Estaba harto de jugar al khas contra sí mismo.

Era un ávido jugador de khas, como casi todos los Caballeros de Takhisis. Steel Brightblade había bromeado en cierta ocasión al comentar que saber jugar al khas era un requisito para convertirse en miembro de la caballería, y no había andado muy descaminado. Ariakan —jugador excelente— creía que el complejo juego enseñaba a la gente a plantearse no sólo sus propias estrategias sino también las de sus oponentes, de manera que les permitía prever los movimientos de sus adversarios con mucho adelanto. Los buenos jugadores de khas resultaban buenos comandantes, o eso era lo que Ariakan pensaba.

Krell y Ariakan habían pasado muchas horas ante el tablero de khas. El recuerdo de aquellas horas había acudido impetuoso a la mente del caballero mientras tramaba el asesinato de su comandante. Ariakan siempre le había ganado al khas.

El tablero redondo del khas, con sus recuadros hexagonales negros, rojos y blancos, se hallaba en su sitio habitual, encima de un pedestal de hierro forjado que había delante de un gran hogar abierto en el suelo. Las piezas de jade azabache y verde, talladas a mano, se enfrentaban unas a otras sobre el campo de batalla cuadriculado en negro, rojo y blanco. Krell se encontraba en mitad de una partida contra sí mismo (juegos en los que ganaba por regla general), pero había retirado las piezas con el propósito de ponerlas en su posición de inicio.

Ahora tendría que empezar otra vez. Enfurruñado, alargó la mano enguantada, agarró un peón y lo movió al cuadrado adyacente. Soltó el peón y estaba a punto de levantarse para ponerse en la silla que había al otro lado del tablero cuando cambió de opinión. Utilizaría otra apertura. Alargó la mano hacia el peón e iba a cambiarlo de posición cuando una voz —la voz de una persona viva— le habló justo encima del hombro.

—No puedes hacer eso —dijo Mina—. Va contra las reglas. Has apartado la mano de la pieza y debe quedarse donde la pusiste.

Ni en la vida ni en la muerte Ausric Krell jamás se había quedado tan estupefacto como en ese momento.

Se giró velozmente para ver quién había hablado. Era una mujer esbelta, con el cabello de un tono rojo ardiente como su ira y los ojos de color ambarino; llevaba la ropa empapada y sostenía una palanca en las manos. La barra de hierro se dirigía hacia su cabeza.

Sobresaltado al verla con vida cuando había dado por hecho que estaba muerta, impresionado por la temeridad de la mujer y por el hecho de que no estuviese postrada de terror ante él, y cogido por sorpresa por la repentina rapidez del ataque, Krell sólo tuvo tiempo de soltar un furioso gruñido antes de que la barra de hierro se descargara sobre su yelmo.

Una ardiente llamarada alumbró la perpetua oscuridad en la que Krell vivía y después se apagó.

La negrura de Krell se hizo aún más negra.

El golpe de Mina, asestado con toda la fuerza que le prestaban el miedo y la decisión, desprendió el yelmo de Krell del cuerpo y lo lanzó rebotando y repicando por el suelo hasta que chocó contra algunos cadáveres que había amontonados en un rincón. La armadura en la que su energía de muerto viviente estaba encerrada permaneció erguida, sentada en el sillón, medio vuelta hacia ella, una mano todavía extendida hacia la pieza de khas y la otra alzada en un gesto inútil de frenar el ataque de Mina.

La joven enarbolaba la barra en alto y observaba tanto el yelmo tirado en el suelo como la armadura sentada en el sillón, lista para descargar otro golpe si cualquiera de las dos cosas hacía el más mínimo movimiento.

El yelmo continuó inmóvil. La armadura tampoco se movió. Podría haber sido una de las que se exhibían en el palacio de un noble palanthino. Mina estaba a punto de soltar un suspiro trémulo y bajar la palanca, cuando la puerta se abrió violentamente a su espalda y golpeó contra la pared de piedra con un batacazo tan fuerte que faltó poco para que se le parara el corazón del susto. Mina enarboló la barra y se giró rápidamente para enfrentarse a su nuevo adversario.

La fuerte ráfaga de viento precedía a la diosa.

Zeboim parecía vestida de tormenta, con las ropas ondeando de forma continua, agitadas por los vientos cambiantes que giraban a su alrededor cuando entró en la estancia. Mina soltó la palanca y cayó de hinojos.

—Diosa del Mar y la Tormenta, he hecho lo que prometí. Lord Ausric Krell, el caballero traidor que asesinó vilmente a tu hijo, ha sido aniquilado.

Gacha la cabeza, Mina atisbo por debajo de las pestañas para ver la reacción de la diosa. Zeboim pasó a su lado sin mirarla, con los ojos verde mar clavados en la armadura manchada de sangre y en el yelmo, tirado en un rincón, lo único que quedaba de Ausric Krell.

Zeboim tocó la armadura con las puntas de los dedos y después le dio un empujón.

La armadura se desmoronó. Los guanteletes cayeron al suelo. La coraza se inclinó en el sillón. Las grebas se desplomaron a derecha e izquierda. Los botas siguieron rectas, sin moverse del sitio. Zeboim se aproximó al yelmo. Asomó un delicado pie por debajo del repulgo y empujó desdeñosamente el yelmo con la puntera. El casco de cráneo de carnero se balanceó un poco y después se quedó quieto. Las cuencas vacías, oscuras como la muerte, miraban al vacío.

Mina siguió de rodillas, inclinada la cabeza, con los brazos cruzados sobre el pecho en un humilde gesto implorante. El viento, escolta de la diosa, era gélido y crudo, y Mina tiritaba de forma incontrolable. Por el rabillo del ojo siguió vigilando a la diosa.

—¿Tú hiciste esto, sabandija? —demandó Zeboim—. ¿Tú sola?

—Sí, majestad —contestó Mina con humildad.

—No te creo. —Zeboim echó una rápida ojeada en derredor, como si estuviera segura de que tenía que haber un ejército escondido en los estantes o un guerrero poderoso metido dentro de un armario. Al no encontrar más que ratas, la diosa volvió la vista hacia Mina—. Claro que eras la protegida de mamá. Tiene que haber algo más en ti de lo que se aprecia a simple vista.

La voz de la diosa se suavizó, adquirió la calidez de la primavera, una ondulación de aliento en el agua bañada de sol.

—¿Has elegido una deidad nueva a la que seguir, pequeña?

Antes era «sabandija». Ahora, «pequeña». Mina ocultó una sonrisa.

Había visto venir esa pregunta y tenía preparada la respuesta. Contestó sin alzar la vista.

—Mi lealtad y mi fe están con los muertos.

Zeboim frunció el entrecejo, al parecer contrariada.

—¡Bah! Ahora Takhisis no puede hacer nada por ti. Una fe como la tuya debería ser recompensada.

—No pido que se me recompense —repuso Mina—. Sólo deseo servir.

—Eres una embustera, pequeña, pero una embustera tan divertida que lo pasaré por alto.

Mina alzó los ojos hacia la diosa con una punzada de preocupación. ¿Acaso había penetrado Zeboim en su corazón?

—Los tarados mentales del panteón tal vez se traguen tu fingida piedad, pero yo no —siguió, desdeñosa, Zeboim—. Todos los mortales desean una recompensa a cambio de su fe. Nadie da nada por nada.

Mina respiró más tranquila.

—Vamos, pequeña —añadió la diosa en tono persuasivo—. Arriesgaste la vida para destruir a ese gusano de Krell. ¿Cuál era la verdadera razón? Y no me digas que lo hiciste porque su traición ofendió tu delicado sentido del honor.

Mina alzó los ojos para encontrarse con los de la diosa, de color gris verdoso.

—Sí que querría tener algo, si no es mucho pedir, majestad.

—¡Lo sabía! —exclamó Zeboim, pagada de sí misma—. ¿Qué quieres, pequeña? ¿Un arcón del mar repleto de esmeraldas? ¿Un millar de collares de perlas? ¿Tu propia flota naval? ¿O quizá el legendario tesoro de los caballeros negros escondido abajo, en las criptas? Me siento generosa. Dime qué deseas y te lo concederé.

—El yelmo del Caballero de la Muerte, mi señora —contestó Mina—. Eso es lo que quiero.

—¿Su yelmo? —repitió Zeboim, estupefacta. Hizo un ademán desdeñoso hacia el yelmo tirado en el suelo, cerca de la mano momificada de una de las víctimas de Krell—. Ése montón de chatarra no vale nada. Un circo ambulante quizá te daría unas monedas por él, aunque dudo que siquiera a esa gente les interesara.

—A pesar de todo, es lo que quiero —manifestó la joven—. Ése es mi deseo.

—Entonces, tómalo, por supuesto —contestó la diosa, que agregó entre dientes—: Estúpida mocosa. Podría haberte hecho más rica de lo que imaginas. No sé qué vería mi madre en ti.

Mina se puso de pie. Consciente de que la irritada diosa la seguía con la mirada, pasó delante del tablero de khas, de la armadura desmoronada y de los dos sillones, y se dirigió al rincón del fondo. El yelmo de cráneo de carnero estaba tirado en el suelo. Mina miró de reojo a Zeboim. Los iris siempre cambiantes de la diosa habían adquirido un matiz tan gris como los muros pétreos del alcázar. Los incansables vientos agitaban su cabello y sus ropas.

«Quería atraparme —se dijo Mina mientras se daba la vuelta—. Que estuviera en deuda con ella al prodigarme riquezas. No mentí. Mi lealtad y mi fe están con los muertos, sólo que no con los que ella cree».

La joven recogió el yelmo y lo examinó con curiosidad. Los cuernos del carnero se retorcían hacia atrás desde el espantoso cráneo que formaba el visor. Cada caballero era libre de elegir su propio símbolo en el diseño de la armadura. A Mina le resultaba fascinante que Krell hubiese escogido un carnero. Debía de haber sentido la necesidad de demostrar algo. Levantó el pesado yelmo y se lo puso torpemente bajo el brazo. Las puntas de los cuernos y los bordes dentados de acero se le hincaron en la carne.

—¿Algo más? —inquirió Zeboim con mordacidad—. A lo mejor te apetece tener una de sus botas como recuerdo.

—Te lo agradezco, señora —respondió Mina, que fingió no percatarse del sarcasmo e hizo una reverencia—. Te honro y te venero.

Zeboim resopló desdeñosamente, sacudió la cabeza y observó a la joven con los ojos entrecerrados.

—Juraría que hay algo más que quieres.

Mina se olió una trampa. Intentó descifrar qué se traía entre manos la diosa.

—¿Un viaje seguro desde esta maldita roca? —sugirió Zeboim.

Mina se mordió los labios. Quizá había llegado demasiado lejos. La diosa de las olas podría ahogarla sin ningún problema.

—Sí, majestad —contestó con el tono más humilde que pudo darle a su voz—. Aunque tal vez sea más de lo que merezco.

—Ahórrate esa actitud rastrera para aquellos a quienes les guste —espetó Zeboim, taciturna—. Empiezo a lamentar haberte otorgado mi favor. Creo que voy a echar de menos atormentar a Krell.

«No me habéis hecho ningún favor, señora», se dijo Mina para sus adentros. Esperó, tensa, el veredicto de la diosa. Ni siquiera Chemosh podría protegerla cuando se hiciera a la mar, que era jurisdicción de Zeboim.

La diosa lanzó a Mina y al yelmo una última mirada que resultó desdeñosa y burlona. Luego giró sobre sus talones y abandonó la biblioteca. El viento de su ira aulló y se descargó sobre Mina, sacudiéndola implacable hasta que a la joven no le quedó más opción que ponerse a gatas para eludir su azote. Se quedó agazapada, gacha la cabeza y ceñido el yelmo entre sus brazos, mientras el viento la flagelaba.

Entonces renació la calma. El viento exhaló un último e irritado siseo ante de amainar por completo.

Mina suspiró profundamente. Ésa era la respuesta de la diosa o, al menos, confiaba en que lo fuera. Se incorporó tan de prisa que se tambaleó y a punto estuvo de caer de nuevo. Los encuentros con el Caballero de la Muerte y con la diosa la habían dejado exhausta, tanto física como psíquicamente. Estaba muerta de sed y, a pesar de los abundantes charcos de lluvia, casi tan grandes y profundos como estanques, el agua tenía un aspecto oleoso y olía a sangre. No la bebería ni por todos los collares de perlas del mundo. Y aún le quedaba regresar a la Escalera Negra, descender por aquellos peldaños rotos y resbaladizos hasta el pequeño velero que esperaba abajo y después realizar la travesía por la mar gruesa, los senos de una deidad furiosa.

Echó a andar cansinamente hacia la puerta. Al menos la tormenta había amainado. La tromba de agua se había convertido en una susurrante llovizna. El viento estaba en calma, aunque de vez en cuando resurgían rachas violentas y cortas.

—Bien hecho, Mina —dijo Chemosh—. Estoy satisfecho.

Mina levantó la cabeza y miró a su alrededor con la esperanza de que el dios estuviese allí con ella, en el Alcázar de las Tormentas. No se lo veía por ningún sitio y la joven comprendió al punto que había sido tonta al pensar que podría haber ido a la isla. Zeboim seguiría vigilándola y la presencia del dios lo desvelaría todo.

—Me alegra haberte complacido, mi señor —musitó Mina, para quien el elogio de Chemosh actuó como una hoguera que le dio calor.

—Zeboim cumplirá su promesa y mantendrá la mar en calma. Te admira. Todavía alberga la esperanza de ganarte para su causa.

—Jamás, mi señor —respondió con firmeza la joven.

—Lo sé, pero ella no lo sabe y, en consecuencia, no pongan a prueba su paciencia mucho tiempo. ¿Tienes el yelmo de Krell? —Sí, señor. Lo llevo conmigo, como ordenaste—. Mantenlo a buen resguardo. —Sí, señor.

—Que los vientos te traigan en seguida a mis brazos, Mina —dijo el Señor de la Muerte.

Ella sintió un roce en la mejilla, un beso depositado en su piel. Se llevó la mano a la cara, cerró los ojos, y se deleitó con la calidez de la caricia. Cuando abrió los ojos, había recuperado las fuerzas como si hubiese comido y bebido.

Pensando en la seguridad del yelmo, despojó a uno de los muchos cadáveres de la capa harapienta y envolvió en ella la pieza de armadura, tras lo cual aseguró el paquete con el cinturón que quitó a otra de las víctimas. Acarreando el yelmo en el envoltorio, salió de la Torre del Lirio y cruzó la plaza de armas, en dirección a la Escalera Negra y a su pequeño velero.