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El palanquín negro llegó a la ciudad de Staughton por la mañana temprano el primer día de primavera, una festividad conocida como Alborada. Los festejos incluían una feria, un banquete y el Baile de la Flor. Siendo una de las festividades del calendario más populares, la celebración de la Alborada atraía multitud de gente a Staughton todos los años. Aunque el día todavía era sólo una franja roja y cálida en el horizonte, las puertas que daban acceso a la ciudad amurallada, situada al norte de Abanasinia, ya se encontraban atascadas de gente.

Las colas avanzaban rápidamente porque los guardias estaban de buen humor, como la mayoría de las personas que formaban las filas. La Alborada señalaba el final del frío y oscuro invierno y el regreso del sol. Era una fiesta ruidosa con la que se celebraba la vida. Habría bebida, baile, risa y jolgorio. Los participantes despertarían al día siguiente con dolor de cabeza, recuerdos borrosos y una vaga sensación de remordimiento, lo que significaba que debían de haberlo pasado en grande. A los bebés que nacían nueve meses después de esa noche se los llamaba «hijos de la primavera» y se los consideraba afortunados. Tras esta festividad siempre había bodas que se celebraban con precipitación.

La propia índole del festejo atraía a todos los zánganos y maleantes que había en kilómetros a la redonda: rateros, cortabolsas, timadores, busconas y jugadores. Los guardias sabían que era inútil tratar de impedirles que entraran en la ciudad; los que fueran rechazados en una de las puertas lo intentarían por otra y al final encontrarían el modo de pasar. El corregidor les había dicho a los guardias que no hacía falta que retuvieran la fila por hacer demasiadas preguntas a la gente, que así se enfadaría, y él quería que se gastara dinero en los puestos del mercado, en posadas y en tabernas. Sí tenían orden de rechazar a todos los kenders, pero eso era más que nada por cubrir el expediente. Tanto los guardias como los kenders sabían que, para el mediodía, estos últimos abarrotarían alegremente la ciudad.

El invierno había sido benigno en esta parte de Abanasinia, así que entre eso y la muerte de la temible Beryl había mucho que celebrar. Algunos sugirieron que también deberían celebrar el retorno de los dioses, pero la mayor parte de los habitantes de la ciudad tenía sentimientos encontrados al respecto. Staughton siempre se había considerado una ciudad virtuosa. La gente echó de menos a los dioses cuando desaparecieron la primera vez, durante el Primer Cataclismo, pero la vida continuó y la gente se acostumbró a que los dioses no estuviesen por allí. Entonces los dioses regresaron y la gente se alegró de verlos de nuevo, y la vida siguió con los dioses igual que había seguido sin ellos. Los dioses volvieron a marcharse durante el Segundo Cataclismo, y en esta ocasión la gente estaba tan ocupada en seguir adelante con la vida que apenas lo notó. Ahora los dioses habían vuelto otra vez y todo el mundo decía que estaba contento, pero en realidad todo era tan aburrido… Que si ahora cerrar los templos; que si ahora abrirlos; que cerrarlos; que volver a abrirlos. Y, mientras tanto, la vida seguía.

Staughton había sido una villa de unos doscientos vecinos en la época del Primer Cataclismo. Había crecido y prosperado en los siglos transcurridos desde entonces. Su población rondaba los seis mil habitantes en la actualidad y había sobrepasado las murallas en dos ocasiones, de forma que se habían derribado, se habían desplazado y se habían vuelto a levantar. Había ahora una parte interior, que se llamaba la Ciudad Antigua, un anillo exterior conocido como la Ciudad Nueva, y otra ampliación que, de momento, no tenía un nombre oficial pero a la que en la localidad se referían a ella como la «más nueva». Todas las partes de la ciudad aparecían limpias para la ocasión y engalanadas con banderitas y flores de primavera. La juventud se despertó temprano, ansiosa de que la diversión empezara. Éste era su día de jolgorio, un día en el que los padres y las madres se quedaban convenientemente ciegos a los besos robados y a la medianoche como hora marcada para volver a casa.

Éste era el día y tal era el talante de la ciudad y de sus gentes cuando el palanquín negro, moviéndose lenta y majestuosamente, apareció en la calzada que llevaba a la población. De inmediato llamó la atención. Los que aguardaban en la fila y lo vieron en primer lugar lo contemplaron con asombro y después tiraron de la manga a los que tenían delante para decirles que se volvieran para mirar. A no tardar, toda la hilera de gente que esperaba para entrar en la ciudad estiraba el cuello y lanzaba exclamaciones maravilladas al verlo.

El palanquín no se sumó a la fila sino que avanzó calzada adelante, hacia las puertas. La gente se apartó a un lado para dejar que pasara. Un silencio asombrado e intranquilo cayó sobre la multitud. Nadie, desde el noble caballero hasta el mendigo itinerante, había visto nada semejante.

Las cortinillas eran de seda negra y se mecían suavemente con el movimiento de los porteadores. La caja era negra e iba orlada con brillantes calaveras doradas. Las porteadoras, porque eran mujeres, eran las que más llamaban la atención: cuatro humanas, de más de metro ochenta de estatura y musculosas como hombres. Se parecían todas y eran muy bellas. Vestían túnicas negras de una tela transparente que se les pegaba al cuerpo, de manera que parecía que casi se podía ver a través del vaporoso tejido, que ondeaba con el movimiento de sus pasos. No miraban ni a izquierda ni a derecha, ni siquiera a unos jóvenes ebrios que les gritaron al pasar por delante. Andaban con gesto frío e impasible, el peso de su carga transportado sobre los hombros con facilidad.

Los que consiguieron apartar la mirada de las porteadoras echaron un vistazo al interior del palanquín para tratar de ver a la persona que viajaba en él. Las cortinillas negras, gruesas y rematadas con una pesada orla de cuentas doradas, obstruían la vista.

Mientras el palanquín pasaba, un hombre —clérigo de Kiri-Jolith— reconoció las calaveras doradas que adornaban los costados.

—Cuidado, pequeños —advirtió mientras corría para agarrar a unos chiquillos bulliciosos que corrían al lado del palanquín—. ¡Ésas calaveras son símbolos de Chemosh!

De inmediato se corrió la voz por la fila de la gente de que la persona que viajaba en el palanquín era un clérigo del Señor de la Muerte. Algunos temblaron con un escalofrío y desviaron la mirada, pero la mayoría se sintió intrigada. Del palanquín no irradiaba la sensación de miedo; por el contrario, una dulce fragancia de perfume penetrante emanaba por las cortinillas al mecerse éstas.

El clérigo de Kiri-Jolith, que se llamaba Lleu, vio que la gente sentía curiosidad, no miedo, y ello le causó inquietud al no saber qué hacer. Los clérigos de todos los dioses habían esperado que Chemosh intentara asir las riendas del poder que manejaba Sargonnas. Durante un año, desde el retorno de los dioses, los clérigos habían especulado respecto al audaz paso que daría. Por lo visto, Chemosh ya se había puesto en marcha finalmente. Lleu advirtió que muchos lo observaban con expectación, esperando que montara un número. Guardó silencio mientras las extrañas porteadoras pasaban junto a él, si bien clavó la vista en las cortinillas para tratar de atisbar quién iba dentro.

Una vez que el palanquín hubo pasado, dejó su sitio en la fila para, caminando al margen de la multitud, seguirlo discretamente. Cuando el palanquín llegara a las puertas, la persona que iba dentro tendría que identificarse a los guardias, y Lleu se proponía echarle una ojeada.

No obstante, muchos otros habían tenido la misma idea y la multitud se adelantó en tropel, de forma que se apelotonaron detrás del palanquín mientras se daban codazos para tener mejor vista. Los guardias, al oír que aquello tenía algo que ver con Chemosh, habían enviado a un corredor de la guarnición a pedir instrucciones al corregidor. El corregidor llegó a caballo para encargarse de la situación e interrogar personalmente a esa persona. Se hizo un profundo silencio en la multitud cuando el palanquín llegó a las puertas, y todos esperaron descubrir algo del misterioso ocupante.

El corregidor echó un vistazo al palanquín y a las mujeres que lo transportaban y se rascó la mejilla en un gesto obvio de no saber cómo proceder.

—Mi señor corregidor —saludó en voz baja Lleu—, si puedo servirte de ayuda…

—¡Hermano Lleu, me alegra verte de vuelta! —exclamó el corregidor con alivio. Se inclinó en la silla para mantener un breve intercambi—. ¿Crees que es un clérigo de Chemosh?

—Es lo que creo, señor —respondió Lleu—. Clérigo o sacerdotisa. —Echó una ojeada al palanquín—. Las calaveras doradas son las de Chemosh, sin lugar a dudas.

—¿Qué hago? —El corregidor era un fornido hombretón acostumbrado a ocuparse de reyertas tabernarias, no de mujeres de un metro ochenta cuyos ojos no se movían y que cargaban con un palanquín que transportaba a un viajero desconocido—. ¿Les mando largarse con viento fresco?

Lleu estuvo tentado de responder afirmativamente. La llegada de Chemosh no era buena señal para nadie, de eso estaba seguro. El corregidor tenía autoridad para negar la entrada a cualquiera por cualquier razón.

—Chemosh es un dios del Mal. Creo que estaría dentro de tu jurisdicción…

—¿Hacer qué? —inquirió una voz de mujer que temblaba de indignación—. ¿Prohibir al representante de Chemosh el paso a vuestra ciudad? ¡Supongo que eso significa que lo siguiente que haréis será prender fuego a mi santuario y expulsarme a mí!

Lleu suspiró profundamente. La mujer vestía los ropajes verdes y azules propios de una sacerdotisa de Zeboim. La ciudad de Staughton se alzaba a orillas de un río. Zeboim era una de las diosas más populares de la ciudad, sobre todo en la estación de lluvias. Si el corregidor negaba el acceso al representante de uno de los dioses de la oscuridad, se correría el rumor de que Zeboim sería la siguiente en marcharse.

—Deja que pasen —dijo Lleu, que agregó en voz alta para que la muchedumbre lo oyera—: Los dioses de la luz fomentan el libre albedrío. No le decimos a la gente en qué puede creer o en qué no.

—¿Estás seguro? —preguntó el corregidor, ceñudo—. No quiero ningún problema.

—Es lo que te aconsejo, mi señor. La decisión, por supuesto, es tuya.

Los ojos del corregidor pasaron de Lleu a la sacerdotisa de Zeboim, y de ésta, al palanquín. Ninguno de ellos le sirvió de mucha ayuda. La sacerdotisa de Zeboim lo observaba con los ojos entrecerrados. Lleu había dicho todo cuanto tenía que decir. El palanquín seguía parado delante de las puertas, y las porteadoras esperaban pacientemente.

El corregidor se adelantó para dirigirse al ocupante invisible.

—Tu nombre y la naturaleza de los asuntos que te traen a nuestra bella ciudad —inquirió en tono enérgico.

La multitud contuvo la respiración.

Durante un instante no hubo respuesta. Entonces una mano —una mano femenina— apartó las cortinillas. Era una mano bien formada. Gemas rojas como la sangre resplandecían en los dedos esbeltos. Lleu captó el atisbo de una mujer dentro del negro palanquín. Se quedó boquiabierto, con los ojos desorbitados.

Nunca había visto a esa mujer. Era joven, menos de veinte años. Tenía el cabello caoba, del color de las hojas en otoño, y lo llevaba arreglado en un peinado complejo debajo de un tocado negro y dorado. Sus ojos eran de color ámbar, luminosos, radiantes, cálidos, como si todo el mundo estuviera frío y aquellos ojos fueran el último calor que le quedara a un hombre. Se cubría con un vestido negro de un tejido transparente que insinuaba todo sin revelar nada. Se movía con estudiada gracia y en aquellos ojos había una expresión enterada, un conocimiento de secretos que ningún otro mortal poseía.

Resultaba inquietante. Peligrosa. Lleu habría querido girar sobre sus talones y alejarse con indiferencia, pero se quedó mirándola fijamente, fascinado, incapaz de moverse.

—Me llamo Mina —dijo—. Vengo a vuestra ciudad con el mismo propósito que ha traído a toda esta buena gente. —Hizo un ademán para señalar a la muchedumbre—. Para compartir la celebración de la primavera.

—¡Mina! —exclamó Lleu—. Conozco ese nombre.

Kiri-Jolith era un dios belicoso, un dios de honor y guerra, patrón de los Caballeros de Solamnia. Lleu no era caballero ni solámnico, pero había viajado a Solamnia para estudiar con los caballeros cuando decidió consagrarse a Kiri-Jolith. Había oído sus historias sobre la Guerra de los Espíritus y sobre una joven llamada Mina que había conducido a sus ejércitos de la oscuridad de una victoria asombrosa a otra, incluida la destrucción de la Señora Suprema, la dragona Malys.

—He oído hablar de ti. Eres seguidora de Takhisis —dijo Lleu con severidad.

—La diosa que salvó al mundo del terror de los señores supremos. La diosa que fue vilmente traicionada y destruida —contestó Mina. Una sombra oscureció sus ojos ambarinos—. Honro su memoria, pero ahora sigo a otro dios.

—A Chemosh —apuntó Lleu en tono acusador.

—A Chemosh —corroboró Mina al tiempo que agachaba la vista en una actitud respetuosa.

—¡El Señor de la Muerte! —añadió, desafiante, Lleu—. El Señor de la Vida Eterna —replicó ella.

—De modo que así es como se llama ahora —comentó Lleu, sarcástico—. Ven a visitarme y lo descubrirás —ofreció Mina.

Su voz era tan cálida como sus ojos, y Lleu fue consciente de repente de la muchedumbre amontonada a su alrededor con la oreja puesta para no perderse una sola palabra. Ahora lo miraban todos mientras se preguntaban si aceptaría la invitación, y comprendió, con gran disgusto, que lo había llevado a una trampa. Si rehusaba pensarían que tenía miedo de enfrentarse a Chemosh y acto seguido llegarían a la conclusión de que era un dios poderoso, pero lo cierto era que no quería hablar con esa mujer. No quería estar en su presencia.

—Acabo de volver tras una larga ausencia —dijo Lleu tratando de ganar tiempo—. Tengo muchas cosas que hacer. Si consigo encontrar un rato libre tal vez me pase a verte para sostener una conversación teológica contigo. Creo que sería muy interesante.

—También yo lo creo —respondió suavemente Mina, y él tuvo la impresión de que no se refería a la teología.

A Lleu no se le ocurrió nada que contestar. Hizo una cortés reverencia y se abrió paso entre la multitud fingiendo no oír las pullas y las risitas disimuladas. Esperaba fervientemente que el corregidor negara la entrada a esa mujer. Fue derecho a su templo y se detuvo frente a la estatua de Kiri-Jolith; encontró solaz y consuelo en el semblante severo e implacable del dios guerrero. Se tranquilizó y, tras dar las gracias al dios, fue capaz de ponerse con el trabajo que se había amontonado durante su ausencia.

El corregidor, perdido en los ojos ambarinos, dio permiso a Mina para entrar en la ciudad, así como el nombre de la mejor posada.

—Mi agradecimiento, señor —dijo ella—. ¿Tendrías algo que objetar si le hablo a la multitud? No causaré ningún problema, lo prometo.

El corregidor sintió curiosidad por lo que la joven diría. —Que sea breve— contestó.

La joven le dio las gracias y pidió a las porteadoras que dejaran el palanquín en el suelo.

Así lo hicieron las mujeres. Mina abrió las cortinillas y bajó.

La muchedumbre, que en su mayoría no había podido ver a Mina hasta ese momento, se maravilló en voz alta ante su aparición. La joven se encontraba frente a ellos con su vestido negro, fino como una tela de araña, y en la ligera brisa primaveral flotó su perfume. Alzó las manos para pedir silencio.

—Soy Mina, Suma Sacerdotisa de Chemosh —clamó con timbre vibrante, el mismo que antaño había resonado en los campos de batalla—. Viene al mundo con un mensaje nuevo, un mensaje de vida eterna. Estoy deseosa de compartir su mensaje con todos vosotros mientras estoy de visita en vuestra bella ciudad.

Mina volvió al palanquín, pagó al corregidor la tarifa requerida a todos los vehículos para entrar en la ciudad, y cerró las cortinillas. Las porteadoras levantaron el palanquín y cruzaron las puertas cargadas con él. La multitud siguió la marcha del negro palanquín en un silencio intimidado hasta que se perdió vista. Después las lenguas empezaron a moverse.

Todos coincidían en una cosa: aquélla prometía ser una Alborada de primavera de lo más interesante.