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Lord Ausric Krell odiaba el Alcázar de las Tormentas. Se había sentido eufórico al quedar libre de aquel lugar, había jurado que jamás volvería a pisarlo a no ser para demolerlo, y, sin embargo, cuando se encontró de nuevo en el patio barrido por la espuma de las olas, experimentó verdadero placer. Se había marchado como un prisionero, escabullándose de manera ignominiosa, y ahora volvía siendo el amo y señor.
Rio con ganas al oír el endeble chapoteo de las olas al romper contra las rocas. Se inclinó por el borde del acantilado e hizo un rudo gesto al mar a la par que gritaba una obscenidad. Volvió a reírse y caminó con paso brioso de vuelta al patio, en dirección a la Torre del Lirio y de allí a la biblioteca. Zeboim se daría cuenta en seguida de que había vuelto y quería tenerlo todo preparado.
Zeboim se encontraba en el Mar Sangriento ayudando a su padre, Sargonnas, cuando oyó la maldición de Krell. Los minotauros estaban lanzando una gran fuerza expedicionaria a fin de afianzar y consolidar su dominio en Silvanesti. Una flota compuesta por barcos de guerra, de suministro y de transporte de tropas, así como naves repletas de emigrantes, zarpaba de las islas de los minotauros rumbo a Ansalon.
Éste era el momento del supremo triunfo de Sargonnas y el dios no quería que nada lo echara a perder, de modo que le había pedido a su hija que los mares estuvieran en calma y soplaran vientos favorables, a lo que Zeboim, no teniendo nada mejor que hacer, accedió. A cambio, los minotauros le entregaron regalos espléndidos y celebraron juegos en su honor en el circo.
Se derramó sangre en su nombre. Brazales de oro y pendientes de plata adornaban sus altares. ¿Cómo negarse a sus peticiones?
Las velas se hincharon. El viento coronó el mar con espuma blanca que rompía bajo las proas galopantes de las embarcaciones. Los marineros minotauros entonaban canciones y bailaban en las oscilantes cubiertas. Zeboim danzaba con ellos sobre el chispeante mar.
Y entonces le llegó la voz de Krell a través de la distancia.
Krell maldijo su nombre. Maldijo sus vientos y sus aguas. La maldijo a ella y después se echó a reír.
Volviendo en aquella dirección los ojos de visión remota, Zeboim divisó a Krell de pie en uno de los acantilados del Alcázar de las Tormentas.
La diosa no lo pensó dos veces. No se preguntó por qué había regresado allí ni cómo tenía la osadía de desafiarla. Veloz como una crecida de agua que baja rugiente montaña abajo, Zeboim se desplazó por el cielo e irrumpió en el Alcázar de las Tormentas cual un torrente de furia que azotaba el mar, se encrespaba y rompía sobre los acantilados.
Zeboim percibió la abyecta presencia de Krell en la Torre del Lirio. Golpeó la puerta que conducía a la torre, la hizo astillas y, con un gesto de la mano, lanzó los pedazos a los cuatro puntos cardinales. Recorrió como un vendaval los fríos corredores, de manera que los inundó de agua de mar, y encontró a Krell sentado tranquilamente en un sillón de la biblioteca.
La diosa también estaba demasiado impaciente para fijarse en detalles que, en cualquier caso, no tenían sentido para ella. No veía nada salvo al Caballero de la Muerte. De repente exhibió una actitud peligrosamente calmada, como el mar antes de estallar el huracán, cuando, según el dicho marinero, el viento «engulle» las olas.
—Así pues, Krell —dijo con voz suave y amenazadora—, chemosh se ha cansado de ti y te ha tirado al vertedero.
—Oh, vamos, señora —empezó el caballero mientras se recostaba cómodamente en el respaldo y cruzaba las piernas—. No deberías referirte a esta fantástica fortaleza construida por tu amado hijo, el difunto y muy llorado lord Ariakan, como un vertedero.
Zeboim cruzó la estancia de un salto. Los relámpagos iluminaron el cielo y el trueno retumbó. El aire siseó con su cólera. Se irguió amenazante ante él, rugiendo y echando chispas.
—¿Cómo osas mancillar su nombre al pronunciarlo? La última vez que lo hiciste te corté la lengua con mi cuchillo y te vi ahogarte en tu propia sangre. Te devolveré la lengua por el mero placer de volver a cortártela…
Alzó la mano.
—Cuidado, señora —dijo Krell, imperturbable—. No hagas nada que pueda volcar el tablero de khas. Estoy en mitad de una partida.
—¡Al Abismo con tu partida! —Zeboim alargó la mano con intención de asir el tablero, voltearlo y esparcir las piezas para pisotearlas y pulverizarlas—. ¡Y al Abismo contigo, Ausric Krell! ¡Ésta vez acabaré contigo total y definitivamente!
—Yo no lo haría, señora —adujo el caballero con frialdad—. Yo que tú no tocaría ese tablero. Si lo haces, lo lamentarás.
El tono de su voz —burlón y pagado de sí mismo— y un brillo astuto en el núcleo de los llameantes ojos rojos dieron que pensar a la diosa. No entendía lo que pasaba y un poco tardíamente se planteó la pregunta que debería haberse hecho antes de ir al Alcázar de las Tormentas.
¿Por qué había vuelto Krell a su prisión? Había dado por sentado que Chemosh había abandonado al Caballero de la Muerte, que lo había desterrado de nuevo a la fortaleza. Ahora que prestaba atención percibía la presencia del Señor de la Muerte. Chemosh tendía a Krell su mano protectora del mismo modo que el caballero la tendía sobre el tablero de khas. Krell actuaba con el beneplácito de Chemosh. Un beneplácito que lo hacía lo bastante osado para maldecirla y desafiarla.
¿Por qué? ¿Qué tramaba Chemosh? ¿Cuál era su juego? Zeboim dudaba que fuera el khas. Esforzándose por recobrar al menos un atisbo de compostura, se clavó las uñas en las palmas de las manos y se tragó las palabras que habrían reducido a Ausric Krell a un siseante montón de metal fundido.
—¿De qué hablas, Krell? —demandó—. ¿Por qué habría de importarme ni poco ni mucho ese tablero de khas o cualquier otro tablero, en realidad?
Habló con desdén, pero cuando creyó que Krell no la miraba echó un vistazo raudo, inquieto, disimulado, al tablero. Su aspecto era corriente, como cualquier tablero de khas. A Zeboim nunca le había gustado ese juego. En realidad no le gustaba ninguno. El juego significaba competición, y la competición significaba que alguien ganaba y alguien perdía. La idea de perder a cualquier cosa era tan irrisoria que no merecía la pena tenerla en cuenta.
—Éste es un tablero de khas muy importante, señora. Tu hijo, mi señor Ariakan, encargó que se lo hicieran especialmente para él. ¿Por qué no te sientas y acabamos la partida? —invitó Krell, que señaló el tablero con un ademán—. Tú juegas con las negras. Te toca mover.
Zeboim sacudió la cabeza y la espuma de mar salpicó por la estancia.
—No tengo la menor intención de…
—Te toca mover, señora —repitió Ausric Krell, y los ojos rojos titilaron divertidos.
La presencia de Chemosh era muy fuerte. Zeboim estuvo tentada de llamarlo, pero después decidió que no le daría esa satisfacción. No le hacía gracia que Krell hablara constantemente de su hijo. El miedo, un miedo irracional, rebulló en su interior.
Chemosh había sido siempre un dios enigmático, el que menos conocía, introvertido, sin hacer amigos, sin forjar alianzas. Tras el retorno de los dioses al mundo, Chemosh se había vuelto aún más reservado y se había retirado a parajes más recónditos y oscuros. Sin embargo, el calor de su ambición se dejaba sentir por todo el cielo al expulsar vapor y ocasionar pequeños temblores como lava fundida que borbotara en las profundidades de una montaña.
—No sé jugar a esto —dijo Zeboim con desprecio—. Ignoro qué pieza mover y, para ser sincera, tampoco me importa. —¿Te puedo sugerir un movimiento, señora?
El caballero actuaba con oficiosa cortesía, pero la diosa captó el gorgoteo de una risa dentro de la armadura hueca. Se moría de ganas de agarrar aquella armadura y destrozarla. Entrelazó las manos para refrenarse.
Krell se inclinó sobre el tablero y señaló con el grueso dedo enfundado en el guantelete.
—¿Ves el caballero a lomos del Dragón Azul, el que está al lado de la reina? Voy a tomar esa pieza con mi roque a menos que tú hagas un movimiento para impedírmelo.
La posición de las piezas en las casillas hexagonales no tenía ningún significado para ella. Estaban esparcidas, algunas en las casillas de un lado del tablero y otras en las casillas del opuesto; algunas se encontraban de cara a sus dirigentes, mientras que otras miraban hacia otro lado. El caballero al que se había referido Krell parecía estar en el centro de alguna clase de acción, pues él y la reina a la que servía se hallaban rodeados de otras piezas. Como era propio en ella, Zeboim centró la atención en la reina.
Examinó atentamente la pieza y de repente sus ojos se abrieron de par en par. Ella era la reina, de pie sobre una concha de caracola, el vestido verde mar formando espuma alrededor de los tobillos y el semblante tallado con prolija delicadeza.
Se enterneció. Obviamente su hijo había hecho que tallaran esa pieza en su honor. La aferró con cariño, reacia a soltarla.
—Ahora que has cogido la pieza, señora, tienes que moverla —dijo Krell—. La puedes poner en esa casilla de ahí. Así no podré amenazar a tu hijo.
Zeboim aún no acababa de darse cuenta de lo que pasaba.
—Sólo jugaré a este estúpido juego un poco, Krell —advirtió.
Mientras se disponía a dejar la pieza donde el caballero le había indicado, el sentido de lo que él le había dicho se abrió paso en su mente.
Así no podré amenazar a tu hijo.
Zeboim dejó caer la reina, que rodó por el tablero de khas y tiró un par de peones hasta que se paró a los pies del rey negro. La diosa tomó al caballero en el Dragón Azul con un veloz gesto y de inmediato advirtió la semejanza con Ariakan.
El vendaval amainó. Las nubes tormentosas menguaron. Las aguas del océano se agitaron, lamieron las rocas del Alcázar de las Tormentas de manera ominosa. Hizo que la pieza de khas de su hijo girara en su mano.
—Un gran parecido —dijo, esquiva.
—Sí que lo es —convino Krell con sarcástica seriedad—. Creo que el escultor captó la esencia de lord Ariakan a la perfección. El rostro es muy expresivo, en especial los ojos. Al mirarlos se puede ver su alma…
Las nubes de confusión se abrieron en la mente de Zeboim desgarradas por un viento helado de terror. Había amado a Ariakan, lo había adorado, lo había idolatrado. Su muerte había dejado un vacío que no podría llenar toda la creación. Miró a los ojos de la pieza de khas y los ojos de ésta le devolvieron la mirada; una mirada iracunda, furiosa, impotente… Zeboim emitió un grito ahogado.
—¡Chemosh! —Miró enloquecida en derredor—. ¡Chemosh! —repitió, ahora con un aullido de rabia, de miedo, de consternación—. ¡Libera a mi hijo! ¡Libéralo! ¡Ya! ¡Ahora mismo o…!
—¿O qué? —inquirió Krell.
Alargando la mano, arrebató la figurilla de lord Ariakan de los temblorosos dedos de la diosa.
—Amenaza todo lo que quieras, señora. Brama y arde en cólera. No puedes hacer nada.
Volvió a colocar la pieza de khas sobre el tablero. La figura de la reina yacía tirada a los pies del rey negro, y entonces Zeboim reparó en su semejanza con el Señor de la Muerte. Lo miró fijamente, con la garganta constreñida hasta el punto de que apenas podía hablar.
—¿Qué quiere Chemosh de mí? —preguntó con voz baja, tensa.
—Quiere los mares en calma. Los vientos amainados. El oleaje suave. Quiere que cierto monje deje de ser un incordio. Aparte de eso, ocurra lo que ocurra en el mundo, o debajo de él, no entrarás en acción. En pocas palabras, que no harás nada porque no puedes hacer nada. Si no quieres poner en peligro a tu querido hijo.
—¿Qué trama Chemosh? —demandó Zeboim en tono reprimido.
Krell se encogió de hombros. Recogió la figurilla de la reina y la puso a un lado del tablero, lejos de la batalla. Después tomó la del caballero y la sostuvo en la mano, con la cabeza sujeta entre el pulgar y el índice.
—¿Aceptas, señora?
Zeboim echó una mirada angustiada a la figurilla.
—Chemosh ha de prometer que liberará a mi hijo.
—Oh, sí —repuso Krell—. Lo promete. El día de su triunfo, el rey Chemosh liberará el alma de lord Ariakan. Tienes su palabra.
—¡El rey Chemosh! —Zeboim soltó una risa amarga—. ¡Eso no ocurrirá nunca!
—Por el bien de tu hijo, señora, más vale que reces para que pase —adujo Krell—. ¿Aceptas? —La mano embutida en el guantelete se ciñó alrededor de la figurilla de forma que ésta dejó de verse.
—¡Acepto! —gritó la diosa, incapaz de pensar nada salvo en la mirada atormentada de su hij—. Acepto.
—Bien. —Krell colocó el caballero de nuevo sobre el tablero, delante del rey negro—. Y ahora quiero reanudar mi partida. Puedes irte, señora.
A Zeboim le palpitaban las sienes a causa de la ira, sentía sus latidos en el pecho hasta el punto de que faltó poco para que se asfixiara. El cielo se tornó negro por todo el mundo. Los mares y los ríos empezaron a subir. Los barcos se balancearon de manera precaria en las aguas turbulentas. La gente gritó que Zeboim estaba a punto de descargar su furia y provocaría huracanes, tifones, tornados, inundaciones, que traerían muerte y ruina. Alzaron los ojos hacia las nubes arremolinadas y esperaron, aterrados, que la violencia de la diosa se descargara sobre ellos.
Zeboim buscó ayuda en los cielos. Llamó a su padre, Sargonnas, pero él sólo tenía oídos para los minotauros. Buscó a su hermano gemelo, Nuitari, dios de la luna negra, pero no lo pudo localizar.
Comprendió que, de todos modos, no podían hacer nada. Y ella tampoco.
La diosa soltó un profundo y trémulo gemido. Pequeñas gotas de lluvia cayeron del cielo. Las nubes se deshicieron en jirones. El viento amainó hasta reducirse a un susurro. Mares y océanos se encalmaron.
En el Alcázar de las Tormentas las olas lamieron suavemente las rocas. Los nubarrones tormentosos se alejaron y el sol brilló radiante, tanto que a Krell, que no estaba acostumbrado a tal resplandor, le resultó molesto y tuvo que dejar la partida de khas para cerrar las contraventanas.