7

Una vez que los muertos descansaron en paz, Rhys tuvo que pensar en los vivos. No podía iniciar el viaje abandonando al ganado para que muriera de hambre o presa de las alimañas. Ahora era responsabilidad suya su cuidado. Atta, los otros perros y él condujeron a las ovejas y a las vacas los kilómetros que los separaban del pueblo más cercano; tuvieron que hacer todo el camino bajo un torrencial aguacero que convirtió los caminos en un barrizal. Obviamente, a Zeboim no le complacía el retraso.

La última vez que Rhys había recorrido esa calzada había sido quince años atrás, cuando se dirigía al monasterio. No había vuelto a pisarla, ya que no había abandonado el monasterio en todos esos años. Contempló el mundo al que regresaba y lo halló empapado, gris y apenas cambiado. Los árboles eran más altos. Los setos, más densos. La calzada parecía estar más transitada que años atrás, lo que significaba que el pueblo debía de haber prosperado. Se cruzó con varias personas en el camino, pero iban ensimismadas en sus propios asuntos y no respondieron a su saludo, aunque varias los maldijeron a él y a su ganado por obstruirles el camino y estorbarles. Eso le recordó a Rhys por qué había abandonado el mundo y lamentó regresar a él. Lo lamentó, pero estaba decidido.

Los aldeanos aceptaron agradecidos el regalo del monje, aunque se sintieron un tanto alarmados cuando Rhys les contó que hacía aquello porque los otros monjes habían muerto de una enfermedad y que el único superviviente era él. Les aseguró que no había peligro de contagio. Eso, y el aspecto de las bien alimentadas vacas de leche y las sanas ovejas bastó para persuadir a los aldeanos de que podían aceptar sin peligro aquella riqueza inesperada.

Rhys remoloneó un poco en las afueras del pueblo para ver a los aldeanos que conducían al ganado a los prados. También les había dado los perros pastores. Los hermanos y hermanas de Atta se alinearon detrás para mantener unido el rebaño y guiarlo colina arriba.

Atta se había sentado al lado de Rhys y observaba con tristeza la marcha de la manada en la que había nacido y que la dejaba atrás. Luego miró a Rhys, expectante, a la espera de que le diese la orden de correr a reunirse con los demás. El monje le acarició las orejas y con una señal le dio la orden de «quieta».

En ningún momento había pensado regalarla, ni siquiera ante la orden de la diosa. Atta lo había defendido cuando él no estaba en condiciones de hacerlo por sí mismo. Había arriesgado la vida por salvar la suya. Existía un vínculo entre los dos que Rhys no soportaba romper. Al menos necesitaba una compañera en quien confiar. Quedaba descartado confiar en Zeboim.

Rhys regresó al monasterio y limpió el comedor hasta no dejar traza de los terribles asesinatos. Hecho esto, hizo otro tanto con la cocina. Como no sabía si el veneno desaparecería al fregar, no quiso correr el riesgo y rompió los cacharros de barro. Llevó ollas y cazuelas al arroyo, les puso piedras dentro y las hundió en la zona más profunda. No dejó rastros detrás.

Terminada aquella última y horrible tarea, dio una vuelta final por los edificios, que estaban terriblemente silenciosos. Las posesiones más valiosas de los monjes eran sus libros, que guardó en lugar seguro hasta que hubiera un representante del Profeta de Majere que estuviese en condiciones de ir allí para hacerse cargo. Rhys pararía en el primer templo de Majere que viera para mandar un mensaje al Profeta. Entretanto, confiaba en que el dios cuidaría de lo suyo.

Rhys no tenía posesiones personales aparte de su emmide, que había sido un regalo del maestro siete años atrás. El emmide era un artefacto sagrado, hecho con madera de un árbol que, según se decía, era sagrado para Majere. Puesto que le había dado la espalda al dios, a Rhys no le pareció correcto conservar su regalo, así que dejó el emmide en la biblioteca, con los libros, apoyado contra una pared. Mientras salía de la estancia se sintió como si dejara atrás uno de sus brazos.

Se fue a su catre, pero esa noche el sueño lo rehuía a pesar de su extenuación. No lo acosaron los fantasmas de sus hermanos asesinados. Sin embargo, estaban en su corazón. Veía sus rostros ante sí, oía sus voces. También oía la mano de la impaciente diosa que golpeaba el tejado. No paró de llover en toda la noche.

Había planeado emprender viaje antes de que amaneciera, pero ya que no podía dormir tanto daba ponerse en marcha antes. Guardó pan, carne seca y manzanas para Atta y para él en una bolsa de cuero, se cargó ésta al hombro y llamó a la perra con un silbido.

Al ver que el animal no acudía salió a buscarla, casi seguro de saber dónde se hallaba.

La encontró tendida junto al aprisco vacío, la mirada triste, desconcertada.

—Sé cómo te sientes, pequeña —dijo Rhys.

Volvió a silbar y la perra se levantó y lo siguió, obediente.

Rhys no miró atrás.

La lluvia cesó en el momento en que se pusieron en camino. Una niebla baja tapizaba el valle. El sol naciente era una espeluznante mancha borrosa de color rojizo cuya luz intentaba traspasar la niebla gris como si ésta fuese estopilla. La humedad condensada se escurría de las hojas de los árboles e iba a caer al suelo mojado con un goteo sordo. Todos los sonidos se oían amortiguados.

Rhys tenía mucho en que pensar mientras caminaba. Dejó que Atta se desplazara libremente, un trato excepcional para un perro pastor. El animal podía meterse en los arbustos en busca de conejos, o ladrar a las ardillas, o reconocer el terreno adelantándose a su amo y regresar a la carrera con la lengua colgando y los ojos relucientes. Pero no hizo nada de eso, sino que trotó a su lado, gacha la cabeza y la cola caída. Rhys esperaba que se animara una vez que hubieran dejado atrás el territorio familiar, lejos del olor persistente de las ovejas y de los otros perros.

Cuando había llevado el ganado al pueblo había preguntado a los aldeanos si habían visto pasar a un clérigo de Kiri-Jolith hacía poco. Ninguno de ellos había visto nada. A Rhys no le sorprendió. El pueblo se encontraba al nordeste del monasterio, mientras que la ciudad de Staughton —el hogar de Lleu— se hallaba hacia el sur. No había razón para que Lleu no regresara a Staughton. Siempre podía inventarse un cuento convincente para explicar la desaparición de sus padres. En la actualidad viajar era peligroso, sobre todo en Abanasinia, donde hombres fuera de la ley vagaban por campo abierto. Sólo tenía que discurrir una historia de un ataque de ladrones en el que sus padres habían sido asesinados y él había salido herido, y le creerían.

Rhys iba tan absorto en sus pensamientos que no echó en falta a Atta hasta que una enorme rata se cruzó en su camino y la perra no salió corriendo tras ella. Se paró y silbó, pero Atta no apareció. Se le ocurrió la idea de que quizá el animal había regresado con su manada. Sería lógico. Habría tomado una decisión, al igual que había hecho él. Sin embargo, tenía que asegurarse de que el animal se encontraba bien y a salvo. Giró sobre sus talones, con el ánimo por los suelos, y faltó poco para que topara contra la diosa que, con su característica impetuosidad, apareció sin previo aviso ante él, cerrándole el paso. —¿Adonde vas?— demandó.

—Primero, a buscar a mi perra, señora, y después a Staughton, a buscar a mi hermano.

—Olvídate de la perra. Y olvídate de tu hermano —ordenó Zeboim, autoritaria—. Quiero que busques a Mina. —Señora…

—Majestad para ti, monje —lo interrumpió Zeboim en tono altanero—. Ya no soy monje, majestad.

—Sí que lo eres. Serás mi monje. Si Majere puede tener monjes, ¿por qué no voy a poder tenerlos yo? Claro que tendrás que llevar una túnica de otro color. Mis monjes vestirán de color verde mar. Bien, monje de Zeboim, ¿qué era lo que ibas a decir?

Rhys vio que su ropa cambiaba del sagrado color naranja de Majere a un verde que supuso que recordaba el del océano. Nunca había visto el mar, así que no podía juzgar si lo era o no. Se exhortó a tener paciencia y respiró profundamente antes de hablar.

—Como señalaste ayer, ni siquiera sé quién es esa tal Mina. No sé nada sobre ella, pero sí conozco a mi hermano y…

—Era la cabecilla de los caballeros negros durante la Guerra de los Espíritus. Hasta vosotros, los monjes que vivís aislados, tenéis que haber oído hablar de la Guerra de los Espíritus —dijo Zeboim al reparar en la expresión en blanco del monje.

Rhys sacudió la cabeza. Los monjes habían oído historias que contaban los viajeros sobre una Guerra de los Espíritus, pero casi no habían prestado atención. Las guerras entre los vivos no les concernían, como tampoco las guerras entre vivos y muertos. Zeboim puso los ojos en blanco ante tamaña ignorancia.

—Cuando mi venerada madre, Takhisis, robó el mundo, sacó del agua a una huérfana llamada Mina y la hizo su discípula. Mina fue por el mundo difundiendo la palabra del Unico, realizando ostentosos milagros y dirigiendo un ejército de fantasmas. Así se las arregló para convencer a los necios mortales de que sabía de qué hablaba.

—Así que Mina es discípula de Takhisis —dijo Rhys.

—Era —corrigió Zeboim el tiempo verbal—. Cuando mamá recibió su merecido por su traición, Mina lloró a su diosa y se llevó el cadáver. Según se cuenta, estaba preparada para acabar con su miserable vida, pero Chemosh decidió utilizarla. La sedujo y ahora ha transferido su lealtad a él. Mina es quien convirtió a tu candido hermano en un asesino. Es a ella a quien debes encontrar. Es mortal y, en consecuencia, el eslabón débil en la cadena de mando de Chemosh. Párala, y lo habrás parado a él. Admito que no será fácil —reconoció la diosa, que añadió a regañadientes—: Ésa mocosa tiene cierto encanto.

—¿Y dónde encuentro a esa Mina? —preguntó Rhys.

—Si lo supiera, ¿crees que me molestaría contigo? —estalló Zeboim—. Me ocuparía de ella personalmente. Chemosh la encubre en una oscuridad que ni siquiera mis ojos pueden penetrar.

—¿Y qué hay de otros ojos, como los de otros dioses? Tu padre, Sargonnas…

—¡Ése estúpido imbécil! Está demasiado absorto en sus asuntos, como todos los demás. Ninguno de los dioses tiene cabeza para darse cuenta de que Chemosh ha desarrollado una ambición peligrosa. Se propone apoderarse de la corona de mi madre. Planea desestabilizar el equilibrio y sumir a Krynn en otra guerra. Soy la única que se ha dado cuenta —añadió con altanería—. La única con coraje para desafiarlo.

Rhys enarcó una ceja. La idea de contemplar a la cruel y calculadora Zeboim como paladín de los inocentes era chocante. Con inquietud, Rhys comprendió que había algo más. Aquello olía a una lucha personal entre Zeboim y Chemosh. Y lo iban a pillar en medio, entre el yunque de uno y el martillo del otro. Le resultaba difícil aceptar el hecho de que los dioses de la luz estuviesen ciegos a esa maldad. Sin embargo, sabría algo más una vez que estuviera de vuelta en el mundo. Se mantuvo en silencio, pensativo.

—Bien, hermano Rhys, ¿a qué esperas? —demandó Zeboim—. Te he dicho todo lo que necesitas saber. ¡Ponte en marcha!

—No sé dónde está Mina… —empezó Rhys.

—Búscala —espetó la diosa.

—… pero sé dónde está mi hermano —continuó Rhys—. O, al menos, dónde es muy probable que esté.

—Te dije que te olvidaras de tu hermano…

—Cuando encuentre a mi hermano —siguió pacientemente el monje—, le haré preguntas sobre Mina. Con suerte, me conducirá hasta ella o, como mínimo, me dirá dónde encontrarla.

Zeboim había abierto la boca para gritar otra vez, pero cambió de opinión.

—Eso tiene cierta lógica —concedió de mala gana—. Puedes seguir con la búsqueda de tu hermano.

Rhys hizo una reverencia de agradecimiento.

—Pero no debes perder tiempo buscando a tu chucho —añadió la diosa—. Y quiero que hagas un pequeño desvío. Puesto que tienes que vértelas con Chemosh, necesitarás a alguien que sea un experto en los muertos vivientes. No creo que tú tengas esos conocimientos, ¿verdad?

Rhys tuvo que admitir que no los tenía. Los monjes de Majere se ocupaban de la vida, no de la muerte.

—Hay una ciudad a unos treinta kilómetros al este de aquí. En esa ciudad hay un cementerio, donde encontrarás a la persona que buscas. Acude allí todos los días a medianoche. Es mi regalo para ti —dijo Zeboim, complacida consigo misma por su magnanimidad—. Será tu compañero. Necesitarás su ayuda para ocuparte de tu hermano, así como de otros seguidores de Chemosh que podrías encontrar.

A Rhys no le agradaba la idea de un compañero que no sólo era compinche de Zeboim sino que también, al parecer, se pasaba las noches perdiendo el tiempo en cementerios. Pero no quería discutir sobre ello. Al menos echaría un vistazo a esa persona y, tal vez, le haría algunas preguntas. Cualquiera con conocimientos sobre los muertos vivientes seguramente también estaría versado en Chemosh.

—Gracias, majestad.

—No hay de qué. Quizá tu opinión sobre mí sea más favorable de ahora en adelante.

La diosa empezaba a desaparecer, a difuminarse en la niebla matinal, cuando añadió algo:

—Veo que tu chucho viene por la calzada. Por lo visto te dejaste algo. Tienes permiso para esperar a esa perra.

La niebla se levantó, evaporada por el sol. Atta recorría la calzada en su dirección y llevaba algo en la boca. Rhys la miró de hito en hito, estupefacto.

Atta llevaba su bastón.

La perra soltó el emmide a sus pies y alzó la vista hacia él mientras movía la cola con entusiasmo y la lengua le colgaba en lo que en ella era una sonrisa.

Rhys se arrodilló delante de ella y le acarició las orejas y la espesa capa de pelo del lomo y el pecho.

—Gracias, Atta —dijo, y añadió en voz queda—: Gracias, Majere.

El emmide encajaba perfectamente en su mano, como algo justo y correcto. Majere se lo había devuelto; era un claro mensaje de que, a pesar de no recibir más dones del Dios Mantis, Rhys tenía al menos el perdón y la comprensión del dios.

El monje se puso de pie con el emmide empuñado en la mano y la perra a su costado. Les llevaría un día de caminata llegar a la ciudad.

La noche les presentaría el regalo de Zeboim.