8
El cementerio era antiguo y se remontaba a la fundación de la ciudad. Separado de la población por una arboleda, el cementerio se hallaba bien conservado, con las estelas funerarias en buenas condiciones y las malas hierbas recortadas. En algunas tumbas se habían plantado flores que estaban rebrotando, y su aroma perfumaba la noche. Otras aparecían decoradas con objetos queridos para quienes habían partido. Una muñeca de trapo yacía en una pequeña tumba.
Rhys se encontraba en la arboleda, al amparo en las sombras, porque quería ver al misterioso personaje antes de hablar con él. Atta se había echado a sus pies y, aunque daba una cabezadita, seguía alerta.
La noche avanzó y se acercó a la mitad de su curso, a la frontera entre un día y el siguiente. Los murciélagos surcaban el aire y se daban un atracón de insectos. Rhys se lo agradeció, ya que los mosquitos se habían dado un festín con él. Un buho ululó para marcar su territorio. En la distancia, le respondió otro. En el cementerio, vacío a excepción de los muertos en su eterno descanso, reinaba la tranquilidad.
Atta se incorporó de repente, tiesas las orejas, el cuerpo tembloroso, tensa y alerta. Rhys le acarició ligeramente la cabeza, y la perra se quedó quieta a su lado.
Una persona entró en el cementerio y caminó entre las estelas, que a veces tocaba con la mano dándoles una breve y familiar palmada.
Rhys estaba desconcertado. No había sabido qué podía esperar: un clérigo de Zeboim, tal vez un nigromante o incluso un hechicero de negra túnica, seguidor del dios oscuro, Nuitari. Ni en sus suposiciones más descabelladas había imaginado aquello.
Un kender.
Lo primero que pensó Rhys fue que ésa era la idea que Zeboim tenía de una chirigota, pero la diosa no le encajaba como alguien que gastara bromas divertidas por gusto, sobre todo cuando estaba tan interesada en encontrar a la tal Mina. Se preguntó si el kender sería realmente la persona con la que tenía que encontrarse o si su aparición era una coincidencia. Rhys lo descartó tras pensarlo un momento. Por lo general la gente no acudía a los cementerios en mitad de la noche. El kender había llegado a la hora señalada y, a juzgar por la forma en que caminaba y charlaba, frecuentaba el cementerio.
—Hola, Simón Labrador —dijo el kender mientras se acuclillaba junto a una tumba—. ¿Qué tal estás hoy? ¿Va todo bien? Te alegrará saber que el trigo mide ya más de quince centímetros. Sin embargo, ese manzano que te preocupaba no tiene muy buen aspecto.
El kender hizo una pausa, como si esperase una respuesta.
Rhys lo observaba, perplejo.
El kender soltó un suspiro triste y se puso de pie. Fue a la siguiente tumba, la que tenía la muñeca de trapo, y se sentó al lado.
—Hola, Flor. ¿Quieres jugar a las pulgas? ¿Mejor una partida de khas? Me he traído el tablero y todas las fichas. Bueno, casi todas. Por lo visto he extraviado una torre.
El kender se palmeó una bolsa grande que llevaba colgada al hombro y miró la tumba con expectación.
—Flor —llamó—, ¿estás ahí?
Suspiró tristemente y sacudió la cabeza.
—No hay nada que hacer —dijo, hablando consigo mismo—. No hay nadie. Todos se han ido.
El kender se mostraba tan triste y angustiado que Rhys sintió lástima por él. Si aquello era un tipo de demencia, entonces se manifestaba de un modo extraño. No obstante, no daba la impresión de que el kender estuviera loco. Parecía hallarse en su sano juicio y, aparte de estar muy delgado y demacrado, como si no hubiese comido casi, su aspecto era bastante saludable.
Llevaba el cabello recogido en el clásico copete de los kenders, que le colgaba por la espalda. Vestía ropa de colores más discretos de lo que era habitual en su raza, con chaleco y calzones oscuros. (En esto Rhys se equivocó cuando, en la oscuridad, creyó que eran negros. Más tarde descubriría, a la luz del día, que eran de un profundo pero brillante tono púrpura).
El monje sentía curiosidad ahora. Se acercó al cementerio y pisó de forma deliberada en ramitas y removió hojas para que el kender lo oyera llegar.
Atta, que husmeaba el aire ante el desconocido olor a kender, caminó a su lado.
—Hola… —empezó Rhys.
Para su sorpresa, el kender se levantó de un brinco y se metió detrás de una estela alta.
—Vete —dijo—. No queremos aquí a los de tu clase.
—¿Los de mi clase? —repitió Rhys, que se detuvo—. ¿A quién te refieres? —Se preguntó si el kender tendría algo contra los monjes.
—A los vivos —contestó el kender. Agitó las manos como quien espanta gallinas—. Aquí estamos muertos todos. Los vivos no pertenecen a esto. Vete.
—Pero tú estás vivo —arguyó suavemente Rhys.
—Soy diferente —dijo el kender—. Y no, no soy de los aquejados —añadió con aire ofendido—, así que borra esa expresión de lástima de tu cara.
Rhys recordaba haber oído algo sobre kenders aquejados, pero no tenía presente qué los aquejaba, así que lo pasó por alto.
—No te tengo lástima. Siento curiosidad —manifestó mientras avanzaba entre las estelas—. Tampoco es mi intención ser irrespetuoso con los venerables muertos ni quiero perjudicarlos en nada. Te oí hablar con ellos…
—Tampoco estoy loco, si es eso lo que piensas —proclamó el kender desde detrás de la estela.
—En absoluto —se apresuró a negar el monje con afabilidad.
Se sentó cómodamente cerca de la estela de Simón Labrador, abrió la bolsa y sacó una tira de carne seca. Partió un trozo para Atta y empezó a masticar un bocado. Llevaba muchas especias y el fuerte olor impregnó el aire nocturno. La nariz del kender se encogió y sus labios se movieron.
—Extraño lugar para una merienda campestre —comentó el hombrecillo.
—¿Te apetece un poco? —preguntó Rhys al tiempo que le tendía una larga tira de carne.
El kender vaciló y miró al monje con desconfianza.
—¿No te da miedo que me acerque a ti? Podría robarte algo.
—No tengo nada que pueda robarse —contestó Rhys con una sonrisa, todavía tendida la mano con la carne.
—¿Y el perro? —preguntó el kender—. ¿Muerde?
—Atta es una hembra —respondió Rhys—. Y sólo hace daño a los que le hacen daño a ella o a quienes están bajo su protección.
Hizo un gesto ofreciendo otra vez el trozo de carne.
Despacio, cautelosamente, sin apartar la mirada desconfiada de la perra, el kender salió de detrás de la estela. Corrió hacia la carne, se la arrebató a Rhys de la mano y la devoró con avidez.
—Gracias —masculló con la boca llena.
—¿Quieres más? —preguntó Rhys.
—Eh… sí. —El kender se sentó al lado de Rhys y aceptó otra tajada de carne y un trozo de pan.
—No comas tan de prisa —le aconsejó el monje—. Acabarás con dolor de estómago.
—Hace dos días que me duele —comentó el kender—. Está realmente rico esto.
—¿Cuánto hace que no comes como es debido?
—No me acuerdo —contestó el kender al tiempo que se encogía de hombros. Alargó la mano y dio una palmadita a Atta en la cabeza, cosa que el animal admitió de buen grado—. Tienes una bonita perra.
—Perdona si digo esto, y no es con ánimo de ofender, pero por lo general tu raza no tiene dificultad en adquirir comida o cualquier otra cosa que quiera.
—Te refieres a tomar prestado —dijo el kender, cuya expresión se tornó más alegre. Se acomodó al lado de Atta y siguió haciéndole caricias—. A decir verdad no se me da bien eso. Como solía decir mi padre, soy «todo pulgares y dos pies izquierdos». —Señaló con la cabeza hacia las tumbas—. Con ellos es mucho más fácil llevarse bien. Ninguno me ha acusado nunca de quitarles nada.
—¿A quiénes te refieres al decir «ellos»? —preguntó Rhys—. ¿A los que están enterrados aquí?
El kender agitó la mano grasienta.
—A los que están enterrados en cualquier parte. Los vivos son mezquinos. Los muertos son más apacibles. Más amables. Más comprensivos.
Rhys miró fijamente al kender. Puesto que tienes que vértelas con Chemosh, necesitarás a alguien que sea un experto en los muertos vivientes.
—¿Quieres decir que puedes comunicarte con los muertos?
—Soy lo que ellos llaman un «acechador nocturno». —El kender ofreció la mano—. De nombre Beleño. Beleño Higochumbo.
—Yo me llamo Rhys Alarife —se presentó el monje al tiempo que tomaba la pequeña mano y la estrechaba—. Y ésta es Atta.
—Hola, Rhys. Hola, Atta —saludó el kender—. Me gustas, Atta. Y tú también, Rhys. No eres excitable, como la mayoría de los humanos que he conocido. Supongo que no tendrás más de esa carne seca, ¿verdad? —añadió con una mirada melancólica a la bolsa de cuero.
Rhys le tendió la bolsa. Por la mañana se reaprovisionaría de víveres. Alguien de la ciudad necesitaría que le cortaran leña o que le hicieran otras tareas. Beleño se terminó la carne y casi todo el pan, del que compartió trocitos con Atta.
—¿Qué es un acechador nocturno? —preguntó Rhys.
—¡Vaya!, creía que todo el mundo nos conocía. —Beleño miraba a Rhys con estupefacción—. ¿Dónde has estado metido? ¿Debajo de una piedra?
—Podría decirse que sí. —El monje sonrió—. Pero me interesa. Cuéntame.
—¿Sabes lo de la Guerra de los Espíritus?
—He oído mencionarla.
—Bien, lo que pasó es que cuando Takhisis robó el mundo cerró todas las salidas, por así decirlo, para que todos los que murieran quedaran atrapados en el mundo. Sus almas no podían seguir adelante. Algunos, en su mayoría místicos y, por lo general, nigromantes, descubrieron que podían comunicarse con esas almas de muertos. Mis padres eran místicos, no nigromantes —agregó apresuradamente Beleño—. Los nigromantes no son buena gente. Quieten controlar a los muertos. Mis padres sólo querían hablar con ellos y ayudarlos. Los muertos se sentían desdichados y perdidos porque no tenían adonde ir.
Rhys miraba fijamente al kender. Beleño hablaba de todo aquello en un tono tan desapasionado que costaba trabajo pensar que el kender mentía, pero la idea de que los vivos sostuviesen conversaciones con los muertos era difícil de asimilar.
—Acompañaba a mis padres cada vez que visitaban un cementerio o una cripta o un mausoleo —seguía diciendo Beleño—. Jugaba con ellos mientras mis padres trabajaban.
—¿Jugabas con los muertos? —lo interrumpió Rhys.
El kender asintió con un enérgico cabeceo.
—Nos divertíamos mucho. Jugábamos a las tres en raya, a la zapatilla por detrás, al pañuelo, al rey de la cripta. Un Caballero de Solamnia muerto me enseñó a jugar al khas. Un ladrón muerto me mostró cómo esconder una judía debajo de tres cascaras de nueces y moverlas muy de prisa para que después la gente adivinara en cuál estaba oculta. ¿Quieres ver eso? —preguntó con ansiedad.
—Quizá más tarde —contestó amablemente Rhys.
Beleño hurgó en la bolsa y, al no encontrar nada más de comer, se la devolvió al monje. Después se recostó cómodamente en la estela. Atta, viendo que no habría más carne de momento, apoyó la cabeza en las patas y se quedó dormida.
—Así que ahora, Beleño, sigues realizando el trabajo de tus padres, ¿no?
—¡Ojalá! —El kender soltó un sonoro suspiro—. ¿Qué ha pasado?
—Todo cambió. Takhisis murió. Los dioses regresaron. Las almas quedaron libres de proseguir su camino. Y ya no tengo a nadie con quien jugar.
—Todos los muertos se marchan de Krynn.
—Bueno, todos no —rectificó Beleño—. Todavía están otros espíritus, como ánimas, zombis, aparecidos, guerreros esqueletos, espectros, etcétera. Pero actualmente es más difícil dar con ellos. Por lo general los nigromantes y los clérigos de Chemosh les echan el guante antes de que pueda llegar hasta ellos.
—Chemosh —repitió Rhys—. ¿Qué sabes de él? ¿Eres seguidor suyo?
—¡Puaj, no! —exclamó Beleño con un estremecimiento—. Chemosh no es un dios agradable. Hace daño a los espíritus, los convierte en esclavos. No venero a ningún dios. Sin intención de ofenderte.
—¿Y por qué iba a ofenderme?
—Porque eres un monje. Lo sé por la túnica, aunque es un poco extraña. Nunca había visto ese color verde tan raro. ¿Quién es tu dios?
El nombre de Majere acudió a los labios de Rhys fácil y prestamente, pero el monje contuvo la lengua.
—Zeboim —contestó.
—¿La diosa del mar? ¿Eres marinero? Siempre he pensado que me gustaría viajar por el mar. Tiene que haber montones y montones de cuerpos en el fondo del océano, todos los que murieron en naufragios o que las tormentas arrastraron de los barcos.
—No soy marinero —contestó Rhys, que cambió de tema—. Entonces ¿qué has estado haciendo desde la Guerra de los Espíritus?
—He viajado de ciudad en ciudad buscando un muerto con el que hablar —dijo el kender—. Pero la mayoría de las veces sólo he conseguido que me metan en la cárcel. Tampoco es tan malo. Por lo menos me dan de comer.
Estaba delgado y desnutrido, y aunque hablaba con alegría parecía tan desdichado que Rhys tomó una decisión. Aún no había decidido si el kender se encontraba loco o en su sano juicio, si mentía o era sincero (todo lo sincero que podía ser un kender). Sin embargo, supuso que merecía la pena descubrirlo. Además de que prefería no ofender a su temperamental diosa, que le había hecho aquel extraño regalo.
—Lo cierto es, Beleño, que me mandaron aquí a buscarte —dijo Rhys.
El kender se levantó de brinco, y Atta se despertó con un sobresalto.
—¡Lo sabía! ¡Eres un alguacil disfrazado!
—No, no —se apresuró a negar Rhys—. Soy un monje, de verdad. Zeboim es la que me mandó.
—¿Una diosa que me busca? —preguntó el kender, alarmado—. Eso es peor que un alguacil.
—Beleño… —empezó Rhys.
Reaccionó demasiado tarde. Con un ágil brinco, el kender salvó la estela y puso pies en polvorosa. Al haber pasado la vida huyendo de persecuciones, el kender era veloz y ágil. Una buena comida le había dado fuerzas, y conocía bien el entorno. Rhys no podría alcanzarlo, pero no se hallaba solo.
—Atta, ¡trae!
La perra estaba de pie y, al oír la orden familiar, empezó a obedecer de forma instintiva, pero se frenó y se volvió a mirar a Rhys con expresión perpleja.
«Haré lo que quieres, amo, pero ¿dónde están las ovejas?», parecía preguntar.
—¡Trae! —repitió firmemente el hombre al tiempo que señalaba al kender que huía.
Atta lo miró durante un par de segundos más para estar segura de que había entendido y después echó a correr por el cementerio en persecución del kender.
El animal utilizó con Beleño las mismas tácticas que habría utilizado con una oveja: se le aproximó por el flanco izquierdo en un amplio círculo, sin mirarlo para no asustarlo, y después giró delante de él para que se volviera y obligarlo a ir hacia Rhys.
Al percibir un manchón blanco y negro por el rabillo del ojo, Beleño torció y corrió en otra dirección. Atta seguía delante de él, y no tuvo más remedio que girar otra vez. Por tercera vez apareció al frente, y por tercera vez el kender se vio obligado a girar.
El animal no lo atacaba. Cuando él aflojaba el paso, la perra hacía otro tanto. Cuando él se paraba, Atta se tumbaba en el suelo y lo miraba con tal fijeza con sus ojos castaños que a Beleño le costaba trabajo apartar la vista. En el momento en el que se ponía en movimiento, ella se levantaba. Beleño probó con todos los virajes y quiebros que conocía, pero siempre la encontraba delante de él, el cuerpo ágil y pequeño de la perra girando una y otra vez para desviarlo. Sólo podía moverse libremente en una dirección, y ésta era de la que había salido.
Al cabo, jadeante, Beleño se encaramó a una estela y se quedó allí, tembloroso.
—¡Aléjate de mí! —chilló.
—Es suficiente, Atta —dijo Rhys, y la perra se relajó y se acercó a él para que le diera unas palmaditas en la cabeza.
El monje se acercó a donde estaba encaramado el kender.
—No estás metido en un lío, Beleño. Todo lo contrario. Voy a realizar una misión y necesito tu ayuda.
Los ojos del kender se abrieron de par en par.
—¿Una misión? ¿Mi ayuda? ¿Estás seguro?
—Sí, por eso me mandó mi diosa en tu busca.
Rhys le contó todo lo que había pasado, desde la llegada de su hermano al monasterio hasta el terrible crimen que había cometido. Beleño escuchó fascinado, aunque interpretó mal el objetivo de la misión. Se bajó de un salto de la estela y cogió la mano de Rhys.
—¡Tenemos que regresar allí inmediatamente! —dijo a la par que intentaba tirar de él—. Donde enterraste a tus amigos.
—No —repuso firmemente el monje—. Hemos de encontrar a mi hermano.
—Pero todos esos espíritus agitados me necesitan —dijo Beleño en tono suplicante.
—Ahora están con su dios —manifestó Rhys—. ¿Estás seguro?
—Sí —respondió el monje, y era cierto—. Debemos encontrar a mi hermano y detenerlo antes de que haga daño a alguien más. Tenemos que descubrir lo que Chemosh le hizo para que pasara de ser un clérigo de Kiri-Jolith a ser un seguidor del Señor de la Muerte. Tú te puedes comunicar con los muertos, cosa que podría ser útil, además de que lo puedes hacer sin levantar sospechas. No te puedo pagar nada —añadió—, porque a los monjes se nos prohibe aceptar pago alguno excepto lo que necesitemos para sobrevivir.
—Con más carne como la que acabamos de comer me daría por satisfecho. Y será estupendo tener un amigo —dijo Beleño, entusiasmado—. Un amigo vivo de verdad. —Miró a la perra.
—Supongo que tendrás que llevarla, ¿no?
—Atta es una buena guardiana así como una buena compañera. No te preocupes. —Rhys posó la mano en el hombro del kender con aire tranquilizador—. Le caes bien, por eso te persiguió. No quería que te marcharas.
—¿De veras? —Beleño parecía complacido—. Creía que me arreaba como si fuera una oveja o algo así. Pero si le caigo bien, entonces es distinto. A mí también me cae bien.
La oscuridad ocultó la sonrisa de Rhys.
—Me alojo con un granjero que vive cerca. Pasaremos la noche allí y nos pondremos en marcha de buena mañana.
—Los granjeros no suelen dejarme entrar en sus casas —comentó Beleño, que se puso a andar al lado del monje, dando dos pasos por cada uno de los del hombre a causa de sus cortas piernas.
—Me parece que éste te dejará una vez que le haya explicado lo mucho que Atta te aprecia —predijo Rhys.
La perra estaba tan encariñada con el kender que se tumbó encima de sus piernas toda la noche y no lo perdió de vista un solo momento.