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La nota
El plan de Usha
Alboroto en la biblioteca
Usha se había lavado; un lavado de gato, como habría dicho Prot, refiriéndose a que había sido por encima. Pero al menos había podido quitarse la peste de las alcantarillas y el olor a grasa y cerveza de la taberna, que resultaban casi igual de desagradables. También se había cambiado de ropa, aunque se había sobresaltado y asustado con la muda que encontró sobre la cama casi tanto como Palin con la que encontró en la suya.
Sus anteriores vestidos, los que los irdas habían confeccionado para ella, unas ropas que suponía guardadas en una pequeña caja de madera en el destartalado cuartucho que ocupaba encima de la taberna, estaban aquí. Y también estaba la bolsa que contenía sus únicas pertenencias: los artefactos mágicos de los irdas. Ver los vestidos y, sobre todo, la bolsa, la asustó. Al parecer, alguien no sólo había ido a recogerlos, sino que lo había hecho antes incluso de que pudiera saber que ella vendría aquí.
A Usha no le gustó eso. No le gustaba este sitio. No le gustaba la gente. La única persona que le gustaba era Palin, y era un sentimiento tan profundo que la asustaba mucho más que cualquier otra cosa.
—¿Por qué sigo mintiéndole? —se preguntó, sintiéndose muy desdichada—. Una mentira tras otra, y todas ellas pequeñas e inofensivas al principio, pero que parecen ir haciéndose más grandes e importantes.
Un minúsculo montón de arena que se había convertido en una montaña de peñascos. Tenía que esforzarse para mantenerlos en su sitio porque, si uno de ellos resbalaba, todos se vendrían abajo y la aplastarían. Sin embargo, la montaña de mentiras era ahora una barrera que la mantenía separada de Palin.
Lo amaba, lo quería para ella. Éste último mes había soñado con él, reviviendo el breve tiempo que habían estado juntos en la espantosa torre.
Otros hombres, como Linchado Geoffrey, habían intentado conquistarla, y Usha había empezado a comprender por fin que la gente la encontraba hermosa, y también por fin pudo permitirse creerlo. Se miraba al espejo y ya no se veía fea, quizá porque las imágenes de los increíblemente bellos irdas empezaban a borrarse en su memoria como unas rosas de verano prensadas entre las páginas de un libro.
Así como había bajado la opinión que tenía de otros hombres, la que tenía de Palin había aumentado. Y, aunque se repetía continuamente que nunca lo volvería a ver, cada vez que aparecía algún Túnica Blanca los latidos de su corazón se aceleraban.
—Qué extraño —musitó— que cuando vino estuviera tan atareada y agobiada que no me di cuenta.
Hizo una pausa para revivir la escena, la maravillosa y cálida sensación que experimentó cuando lo oyó pronunciar su nombre, pronunciarlo con tanto amor y anhelo.
—Y yo le he correspondido con más mentiras —dijo, reprochándoselo. Las palabras acudieron a su lengua tan rápidamente que las pronunció antes de que se diera cuenta—. ¡Pero no soporto la idea de volver a perderlo! —Suspiró—. Y ahora está ese tío suyo…
Usha se vistió de mala gana, recelosa por la inexplicable aparición de la ropa en este lugar. Pero, o se ponía ésta, o se ponía la falda embarrada y la blusa salpicada de comida. Mientras se vestía, tomó una decisión.
—Encontraré a Palin y lo sacaré de aquí antes de que tenga oportunidad de hablar con su tío, antes de que descubra que no soy… la persona que cree que soy. Lo haré por su propio bien —se convenció a sí misma la muchacha.
Un suave toque en la puerta interrumpió su construcción de castillos en el aire.
—¿Usha? Soy yo, Tas. ¡Abre, deprisa! —La voz tenía un timbre ahogado, como si pasara a través del ojo de la cerradura, cosa que, tras investigarlo, Usha comprobó que así era.
Abrió la puerta tan rápidamente que Tas perdió el equilibrio y entró dando tumbos.
—Hola Usha. ¿Te importa si cerramos? Creo que Bertrem está muy encariñado conmigo, porque me dijo que por ningún motivo saliera de mi cuarto y deambulara por la biblioteca sin su compañía. Pero no quiero molestarlo, ya que está muy ocupado. Fue a decirle a Astinus que ya estamos preparados.
Usha vaciló un poco antes de cerrar la puerta.
—¿Dónde está Palin? ¿Puedes llevarme a su cuarto?
—Claro —contestó Tas alegremente—. Está dos puertas más abajo que la tuya y una más arriba que la mía. —Se acercó a la hoja de madera pisando con suavidad y se asomó al pasillo—. No quiero molestar a Bertrem —explicó en un sonoro susurro.
Usha estaba completamente de acuerdo en este punto. Viendo que no había nadie en el pasillo, los dos amigos salieron a él y corrieron hacia el cuarto de Palin.
La puerta estaba cerrada, y Usha llamó a ella con timidez.
—Palin —dijo en voz baja—. Palin, somos nosotros, Usha y Tas. ¿Estás… estás vestido?
No hubo respuesta.
—¡Creo que oigo a alguien que se acerca! —anunció Tasslehoff mientras tiraba a Usha de la manga.
La muchacha iba a llamar otra vez a la puerta, pero ésta se abrió al tocarla.
—¿Palin?
Tas entró en la habitación.
—Palin, yo… Vaya, puedes pasar Usha. Palin no está.
—¿Que no está? —La muchacha entró precipitadamente y miró a su alrededor. No tardó mucho en terminar el registro, ya que era un cuarto muy pequeño. Una túnica de suave tela negra estaba tirada en el suelo, como si la hubieran cogido y luego la hubieran dejado caer. El cuarto olía al cieno de las alcantarillas que habían soltado las botas del joven mago en el suelo. Había incluso una marca de barro dejado por la punta del bastón.
—Mira, aquí hay una nota. —Tas señalaba un trozo de papel del tipo que los magos utilizaban para copiar los conjuros, y que estaba encima de la negra túnica. Lo cogió—. Es para ti. La leeré…
Usha le arrebató la nota de un manotazo y empezó a leerla febrilmente.
Parecía haber sido escrita con mucha prisa, ya que la escritura resultaba casi ilegible. El papel estaba manchado con gotas de tinta y otras marcas que podrían haber sido lágrimas. Usha leyó las pocas, muy pocas, palabras garabateadas en él, y empezó a tiritar como si la azotara un gélido viento invernal.
—¡Usha! —Tas estaba alarmado. La muchacha se había quedado lívida—. Usha ¿qué pasa? ¿Qué te ocurre?
En silencio, con las manos entumecidas, Usha le tendió la nota al kender.
—«Usha, te amo con todo mi corazón. Recuerda siempre…». No entiendo esta parte, está todo borroso. Algo, algo… «marcho a la Torre del Sumo Sacerdote»… no sé qué… «Steel… Con amor». —Tas hizo una pausa, estupefacto—. ¡Se ha marchado a la Torre del Sumo Sacerdote!
—Es la fortaleza de los caballeros negros, ¿no? —preguntó Usha, desesperada, sabiendo la respuesta de antemano.
—Lo es ahora ——contestó el kender, desanimado—. Antes, no. Me pregunto por qué habrá ido Palin allí, y sin llevarnos con él.
—¡Ha ido a desperdiciar la vida! —dijo Usha, asustada y furiosa por igual—. Eso es lo que dice la nota. Le dio su palabra a ese… horrible caballero, Brightsword o como quiera que se llame. ¡Tenemos que ir tras él, tenemos que detenerlo! —Se dirigió hacia la puerta abierta—. Los caballeros lo matarán. ¿Vienes conmigo?
—Puedes apostar a que sí —se apresuró a contestar el kender—, pero probablemente no haya ido caminando, Usha. He notado que a los magos no les gusta hacer ejercicio. Y si Palin se ha trasladado mágicamente a la torre de los Caballeros de Takhisis, va a correr un gran peligro. Creo que será mejor que vayamos a decírselo a Raistlin…
Usha cerró la puerta de golpe, se volvió y apoyó la espalda contra la hoja de madera.
—No. No se lo diremos a nadie.
—¿Por qué no? —Tas estaba sorprendido—. Si es cierto que Palin ha ido a la Torre del Sumo Sacerdote, necesitará que se lo rescate. Y, aunque a mí se me da bastante bien eso de rescatar a la gente, sé que siempre es una gran ayuda contar con un mago… ¡Oh, lo olvidé! Tú eres hechicera, ¿verdad, Usha?
—Tas, ¿has estado alguna vez en la Torre del Sumo Sacerdote? —preguntó la joven, que parecía no estar escuchándolo.
—Oh, sí, he estado dentro muchas veces. La primera fue cuando Flint y yo estábamos allí y Kitiara la atacó y entonces los dragones entraron volando y quedaron atrapados, y yo rompí el Orbe de los Dragones, aunque fue un accidente. Y Sturm murió, y Laurana cogió la Dragonlance. —Hizo una pausa, soltó un suspiro, y añadió:
»En fin, que conozco bien el interior de la Torre del Sumo Sacerdote. Sobre todo, la parte donde están las celdas.
—Estupendo, porque es ahí a donde vamos. Tengo una idea.
Se acercó a la cama, cogió la negra túnica, y se la metió por la cabeza. Con las mejillas arreboladas y la respiración entrecortada, la muchacha se atusó el pelo y se ajustó la prenda al esbelto cuerpo. Le quedaba bien; ella y Palin casi eran igual de altos. Se ató la túnica a la cintura con un cordón de seda negro.
—¿Qué aspecto tengo? —preguntó—. ¿Parezco una Túnica Negra?
—Bueno —empezó Tas, que detestaba tener que echarle un jarro de agua fría a sus esperanzas, pero sintiéndose obligado a poner ciertas objeciones—, los caballeros negros no tienen magos Túnicas Negras, sólo Caballeros Grises.
—Es verdad. —Usha estaba abatida.
—¡Pero. —Tas se animó de repente—, sí tienen clérigos oscuros! ¡Los he visto por la calle!
—¡Tienes razón! Seré una sacerdotisa de Takhisis. —Usha hizo una pausa y miró al kender con desconcierto—. ¿Y de qué te disfrazarás tú?
—¡Podría llevar una de esas túnicas negras también! —dijo el kender con ansiedad.
—Calla —instó la muchacha, con el entrecejo fruncido—. Estoy pensando.
Puesto que el significado de la palabra «calla» era desconocido por lo general en el lenguaje de los kenders, Tas continuó parloteando:
—Una vez, un clérigo de Morgion, que es el dios de la podredumbre, la enfermedad y las plagas, vino a Kendermore buscando hacer conversos. Edredón Tirachinas había deseado siempre ser clérigo, así que se ofreció voluntario. El clérigo dijo que Edredón no era exactamente el tipo de converso que Morgion tenía en mente, pero le dio una oportunidad. Total, que en la primera semana que Edredón se puso la negra túnica, casi todos los kenders de Kendermore cayeron enfermos con un fuerte catarro. ¡En tu vida habrás oído semejantes estornudos, toses y sonadas de nariz!
»El que se puso peor fue el clérigo de Morgion, que pasó en cama una semana entera, tosiendo de un modo que parecía que iba a echar los pulmones por la boca. A Edredón se le reconoció el mérito de ser el responsable de la epidemia, y aunque el catarro resultó muy molesto y todos nos quedamos sin pañuelos, nos sentimos realmente orgullosos de él. El pobre Edredón nunca había tenido éxito en nada de lo que había hecho antes. Dijo que pensaba intentarlo más adelante con juanetes, y quizá después con la tiña. Pero el clérigo de Morgion, una vez que dejó de estornudar, le quitó la túnica oscura a Edredón y se marchó de la ciudad repentinamente. Nunca supimos por qué.
—No se me ocurre nada —dijo Usha, dándose por vencida—. Si alguien nos para, que ojalá no ocurra, diremos que eres mi prisionero.
—Es un papel en el que tengo mucha práctica —afirmó Tas con solemnidad—. ¿Cómo vamos a ir a la Torre del Sumo Sacerdote? Hay una caminata muy larga desde aquí.
—No iremos caminando. Tengo objetos mágicos, y sé cómo utilizarlos —añadió Usha con un tono de asombro y orgullo—. Sally Valle me enseñó. Ve a mirar si hay alguien ahí fuera.
Tas abrió la puerta y echó un vistazo a uno y otro lado del pasillo. Le pareció atisbar el revuelo de una túnica marrón desapareciendo por un recodo, y esperó por si venía alguien, pero no fue así. Finalmente, Tas anunció que el camino estaba despejado, y los dos salieron del cuarto de Palin y regresaron al de Usha deprisa.
Una vez dentro, la joven empezó a rebuscar en la bolsa.
Siempre dispuesto a ayudar, Tas se puso también a hurgar en ella. Usha encontró lo que buscaba, y sacó el objeto con cuidado, tras lo cual, cerró la bolsa.
Tuvo que volver a abrirla para sacar la mano de Tas, quien, por descuido, la había dejado dentro. Usha mostró lo que había cogido; era la figurilla de un caballo, hecha de arcilla y vitrificada con una brillante capa blanca que parecía relucir a la luz de la vela. Tas contuvo el aliento. En verdad era la cosa más maravillosa que había visto en su vida.
—¿Qué hace?
—Cuando la sople, nos llevará a la Torre del Sumo Sacerdote tan rápidos como el viento. O, al menos, eso es lo que dijo Sally que, creía que haría.
Usha sostuvo el pequeño caballo junto a sus labios y sopló en los diminutos ollares con suavidad.
Los ollares aletearon, el caballo inhaló hondo, y, de pronto, un corcel enorme y real se materializó en el cuarto.
El animal era blanco brillante, como si tuviera una capa de vidrio, y relinchó y piafó con impaciencia.
Usha dio un respingo. Sally Valle no había dicho nada sobre invocar a un animal de tamaño real. Pero la joven no tenía tiempo para maravillarse, ya que el caballo estaba haciendo mucho ruido. Tasslehoff ya trepaba a lomos del animal; ayudó a Usha, que en su vida había montado a caballo, y estaba espantada con su tamaño. Se sentía insegura y desequilibrada sobre la grupa desnuda del animal.
Tasslehoff apretó los talones contra los flancos del corcel y se agarró de la crin.
—¿Y ahora qué? —El kender tuvo que gritar para hacerse oír sobre el clamor que hacía la bestia.
—Vayamos a la Torre del Sumo Sacerdote —indicó Usha.
—¿Cómo? —gritó Tas.
—¡Deseándolo! —Usha apretó los ojos y formuló su deseo.
* * *
Raistlin estaba sentado en una silla en el estudio de Astinus, ensimismado en un libro que el cronista acababa de terminar y en el que se relataba la caída de Qualinesti en manos de los caballeros negros; una caída que había tenido lugar sin lucha.
Los caballeros y sus dragones azules habían rodeado Qualinost, cercándola con espada y lanza, y todavía no habían atacado. Ariakan, en lo que casi se había convertido en un procedimiento habitual, había enviado un mensajero, exigiendo la rendición de los elfos, y se reunió en secreto con representantes del senado.
En el reino elfo, la gente estaba dividida, asustada de los caballeros y los dragones azules que sobrevolaban sus tierras con impunidad. Los elfos enviaron mensajes a los dragones dorados y los plateados para que vinieran en su rescate, pero no recibieron respuesta.
Llegado este punto, una facción de elfos más jóvenes demandó que la nación entrara en guerra. Porthios y sus tropas estaban fuera, en tierras agrestes, vigilando a Ariakan y sus tropas. Porthios no podía atacar una fuerza tan ingente con su pequeña banda de combatientes de guerrillas; pero, si los elfos atacaban desde Qualinost, Porthios y sus fuerzas también lo harían desde su posición y cogerían a los caballeros negros entre una tenaza.
Los elfos estaban dispuestos a seguir este plan cuando un senador se levantó para anunciar que Qualinesti había pedido la paz. El senado había votado a favor de la rendición con la condición de que a su rey, Gilthas, hijo de Tanis el Semielfo y de su esposa Laurana, se le permitiera seguir como dirigente.
La reunión casi había acabado en un motín; muchos de los elfos jóvenes fueron arrestados y encadenados por su propio pueblo. Gilthas guardaba silencio, observando, sin decir una palabra. Su madre viuda, Laurana, se encontraba a su lado. Todos supieron entonces que Gilthas no era más que una marioneta que bailaba cuando los caballeros tiraban de las cuerdas.
Al menos, eso es lo que creían que sabían. Mientras leía, Raistlin sonreía de vez en cuando.
El reloj de agua que había sobre la repisa de la chimenea marcaba, gota a gota, el paso del tiempo, y la pluma de Astinus lo reflejaba en el libro. La Hora de la Segunda Vigilia llegó y pasó. Del interior de la biblioteca llegó un ruido extraño.
El archimago levantó la cabeza.
—¿Un caballo? —dijo con asombro.
—Sí, un caballo —repuso Astinus sosegadamente, sin dejar de escribir.
—¿Dentro de la Gran Biblioteca? —Raistlin tenía arqueada una ceja.
—Es donde está. —Astinus siguió escribiendo—. O estaba.
El ruido del caballo fue reemplazado por el sonido de unas sandalias corriendo sobre el suelo.
—Adelante, Bertrem —dijo el cronista antes de que el monje llamara a la puerta.
Ésta se abrió, y por la rendija apareció la cabeza de Bertrem. Al no recibir una reprimenda de su maestro por molestarlo, a la cabeza del Esteta le siguió el resto del cuerpo.
—¿Y bien? —inquirió Raistlin—. ¿Se han marchado?
Bertrem miró a su maestro.
Astinus, irritado, dejó de trabajar y alzó la vista.
—¡Bueno, responde al archimago! ¿Se han marchado la mujer y el kender?
—Sí, maestro —contestó el monje, soltando un suspiro de alivio. En una ocasión, Bertrem se había enfrentado al ataque de unos draconianos cuando éstos intentaron prender fuego a la biblioteca, durante la guerra. Sin embargo, nunca tenía pesadillas con los draconianos. Las tenía con los kenders: kenders sueltos por la Gran Biblioteca; kenders cuyos bolsillos estaban llenos a reventar de libros.
»Se han marchado. ¡Metieron dentro un caballo! —añadió con un tono desaprobador y escandalizado—. ¡Un caballo en la Gran Biblioteca!
—Un suceso digno de reseñar —comentó Astinus, que tomó nota de ello. Miró de soslayo a Raistlin—. Han ido a rescatar a tu sobrino. Me sorprende que no estés con ellos.
—Lo estoy… a mi modo —repuso el archimago, que reanudó la lectura.