20
La Gran Biblioteca
Bertrem sufre un sobresalto
Astinus de Palanthas
—Hemos llegado —informó Usha en voz queda. Estaba parada junto a una escalerilla que llevaba hacia arriba, y la luz del bastón iluminaba la reja que cerraba el pozo de la alcantarilla, sobre sus cabezas.
—¿Adónde da esto? —peguntó Palin.
—Justo en medio de la calle, desgraciadamente, directamente enfrente de la biblioteca —contestó Usha—. Huelga decir que esta salida apenas se utiliza. —Su voz era fría, y hablaba a Palin como si se dirigiera a un extraño.
—Iré a echar un vistazo —se ofreció Tas, que trepó ágilmente por la escalerilla, empujó la reja, y la levantó unos centímetros. Se asomó al exterior y después soltó la tapa con un golpazo que debió de oírse hasta en Ergoth del Norte.
—¡Una patrulla! —advirtió mientras descendía a trompicones.
—¡Dulak! ——Palin apagó la luz del bastón.
El sonido de varios pares de botas resonó en lo alto, y un caballero pasó justo por encima de la reja. Usha se acercó a Palin, asustada, y su mano buscó la de él; los dedos de ambos se entrelazaron con fuerza.
Los caballeros siguieron caminando y el ruido de sus pisadas se perdió en la noche; los tres amigos soltaron un suspiro de alivio.
—Lo siento —musitó Palin.
—Lo siento —susurró Usha al mismo tiempo.
Los dos jóvenes callaron y se sonrieron.
—Subiré otra vez. —Tas empezaba a trepar cuando Palin lo detuvo.
Parado debajo de la escalerilla, el joven mago miró hacia arriba, a la reja que cubría la boca de la alcantarilla. Ésta no estaba oculta como la otra del callejón, sino que se encontraba en una calle muy transitada, en el centro de la ciudad. Tendrían que colocarla de nuevo en su sitio o los caballeros podrían sospechar algo e iniciar una búsqueda por el alcantarillado. No los encontrarían a ellos, pero sí podrían dar con Jack Nueve Dedos y la dama a la que llevaban a lugar seguro.
—¡Tenemos que darnos prisa! —le recordó Usha, que estaba muy cerca, apretada contra él en la oscuridad—. Las patrullas hacen la ronda cada cuarto de hora.
—Lo estoy intentando —dijo Palin, al que le estaba resultando difícil pensar de un modo racional teniéndola tan cerca y con el tacto de su mano en la palma de la suya. Las palabras del conjuro que le hacía falta acudían a su mente pero desaparecían al momento—. Esto no funciona. Ponte ahí. —Agarró a Usha por los hombros y la situó justo debajo de la escalerilla.
»Tas, quédate cerca de Usha y, cuando os llame, empezad a subir.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó el kender, excitado—. ¿Algo de magia? ¿Puedo ir contigo para verlo?
—Quédate aquí —repitió el joven, que ya había tenido distracciones de sobra.
Entorpecido por el bastón, trepó por la escalerilla trabajosamente. Al llegar arriba, levantó la tapa y se asomó.
Solinari estaba alta en el cielo, y su plateada luz hacía resaltar todos los objetos en un fuerte contraste con el oscuro fondo. La calle estaba desierta.
Palin se quitó una pulsera de cuero que llevaba en la muñeca derecha, y repasó mentalmente las palabras de un hechizo. Tenía que pronunciar cada palabra correctamente mientras realizaba el correspondiente movimiento con la mano, utilizando los componentes del conjuro de la manera prescrita. Podía oír a Usha y a Tas susurrando allá abajo, e intentó hacer caso omiso de sus voces.
Cerró los ojos y se concentró. Ya no estaba en las alcantarillas de Palanthas, ni los caballeros significaban peligro alguno para él. Había dejado de tener prisa, y tampoco se encontraba cerca de la mujer por la que habría dado la vida para que fuera suya. Ahora estaba con la magia.
Palin levantó la pulsera de cuero y empezó a moverla en círculo, lentamente, justo debajo de la reja. Al mismo tiempo, pronunció las palabras mágicas, poniendo el énfasis correcto en cada sílaba. Mientras hablaba, esperó tensa y ansiosamente la oleada de calor que brotaría en su corazón e irradiaría por todo su cuerpo. Ésa sensación de calor significaría que la magia se había apoderado de él, que actuaba a través de él. Era una calidez embriagadora, adictiva, reservada a unos pocos elegidos.
Sintió despertar aquella sensación, experimentó el gozo exquisito, la exaltación del poder cosquilleando en su sangre. La magia bullía, chispeante, dentro de él como burbujas de un vino espumoso, subiendo hacia la superficie de su ser. Sólo era un conjuro sencillo que cualquier mago de bajo rango podía ejecutar. Sin embargo, hasta el hechizo más simple tenía esta recompensa, así como también un precio que pagar, porque, después de que las palabras fueran pronunciadas, las burbujas estallarían y la calidez remitiría dejando tras de sí debilidad, depresión y un voraz deseo de volver a experimentar la misma sensación.
Pero, en este momento, Palin disfrutó con su arte. Movió la pulsera debajo de la tapa, pronunció las palabras, y la reja empezó a elevarse lentamente en el aire. Palin controló la levitación con los movimientos de la mano; cada vez que completaba un círculo, la tapa se levantaba un poco más. Cuando alcanzó un altura que dejaba hueco para que pudiera pasar una persona, Palin dejó de mover la mano. La reja se quedó inmóvil, suspendida en el aire nocturno.
—¡Tas, Usha! —llamó en voz baja—. ¡Rápido, ahora!
El kender subió la escalerilla a toda prisa, con los saquillos brincando a su alrededor. Usha venía tras él. Palin gateó por el hueco, lo que no le resultó sencillo teniendo en cuenta que estaba obligado a mantener la pulsera de cuero debajo de la reja en todo momento. Ya en la calle, se agazapó, con la mano metida bajo la tapa, mientras Tas salía de la alcantarilla.
—¡Estate alerta! —le ordenó al kender, que cruzó la calle con la rapidez y el sigilo propios de su raza, y se escondió detrás de un arbusto.
Usha salió a continuación, moviéndose con agilidad.
Tas la llamó con una seña, y la joven corrió a reunirse con el kender.
Palin empezó a bajar la pulsera de cuero, moviéndola en una lenta espiral descendente. Y entonces oyó pisadas marcando el paso.
No cometió el error de apresurarse, ya que retirar la pulsera en ese momento habría provocado que la reja cayera en la calle con gran estruendo. Las pisadas estaban todavía a cierta distancia, pero se iban acercando, y Palin ejecutó los movimientos tan deprisa como le era posible, aunque a él le pareció atormentadoramente lento. Las pisadas se aproximaban más y más.
—¡Palin! —se arriesgó Tas a llamar en un sonoro susurro—. ¿Lo has oído?
—¡Chitón! —siseó el joven mago. La reja casi estaba en su sitio, le rozaba ya la mano.
Ésta era la parte más difícil, pues, una vez que retirara la pulsera, la tapa quedaría libre del hechizo y caería. Tenía que «atraparla» en el aire, mantenerla inmóvil, y renovar el conjuro, todo ello en el espacio de escasos segundos. Con todo cuidado, sacó la mano de debajo y, con un rápido movimiento, dio la vuelta a la pulsera, la sostuvo hacia abajo, y colocó la mano encima de la reja.
Los pasos estaban ya muy cerca, probablemente a menos de media manzana. Los edificios impedían que los caballeros vieran a Palin, pero cuando giraran en la esquina, delante de la biblioteca, lo tendrían a plena vista, una oscura sombra bajo la radiante luz de la luna.
Palin escuchó un rumor en los arbustos, y oyó a Tas susurrar bruscamente:
—¡No, quédate aquí, Usha! Es demasiado peligroso.
Palin había bajado la tapa del todo, colocándola en su sitio. El calor se apagó en su sangre, dejándolo repentinamente débil, helado, y vacío. Durante un fugaz instante, la huida le pareció inútil, una pérdida de energía. Era mucho más sencillo quedarse aquí, dejar que los caballeros lo prendieran.
El joven mago estaba acostumbrado a esta sensación de desaliento y letargo que surgía tras la realización de un hechizo, y no permitió que se apoderara de él. Los caballeros estaban ya muy cerca, así que se zambulló hacia las sombras de los arbustos justo en el momento en que los caballeros aparecían por la esquina.
La luz de la luna se reflejó en sus oscuras armaduras mientras pasaban marcando el paso, silenciosos, eficientes. Los tres amigos escondidos entre los arbustos se mantuvieron inmóviles, temerosos hasta de respirar, de que los rápidos latidos de sus corazones sonaran demasiado alto y los descubrieran.
Los caballeros desaparecieron en la distancia, y la calle quedó desierta una vez más.
La fachada de mármol blanco de la Gran Biblioteca de Palanthas, con su columnata, su pórtico y sus oscuras y estrechas ventanas, era uno de los edificios más antiguos de Krynn, y despertaba el respeto y la veneración de cuantos se acercaban a él. La gente que paseaba por sus jardines y contornos hablaba en voz baja, y no porque le impusieran que guardara silencio, sino porque el propio aire que susurraba entre los árboles parecía hablar de los secretos de muchas eras guardados bajo llave dentro de la biblioteca. Palin tuvo la impresión de que, si se tomaba el tiempo preciso para escuchar, podría enterarse de alguno de ellos.
Pero no tenía tiempo para ponerse a escuchar. No sólo se echaba encima la hora acordada para reunirse con su tío; también los caballeros volverían por este camino en muy poco tiempo. Las enormes puertas dobles de la entrada eran nuevas, en sustitución de las antiguas que habían salido dañadas años atrás, durante la batalla de Palanthas. Hechas de bronce, en cuya superficie aparecía grabado un libro, que era el símbolo de Gilean, ahora estaban cerradas y ofrecían un aspecto imponente. Palin las empujó y, como había esperado, las encontró atrancadas.
—Seguramente están cerradas por dentro —musitó—. Tiene que haber un modo de…
—¿Qué te parece esto, Palin? Quizá sirva para algo.
Tasslehoff sostenía una cuerda que colgaba del techo del pórtico, envuelto en sombras.
—Tas, no…
Fuera lo que fuese lo que Palin iba a decir, lo olvidó por completo, borrado de su mente por el bronco tañido de una gran campana de bronce. Su toque resonante atronó en la quietud de la noche, propagándose a uno y otro lado de la calle.
—¡Vaya! —exclamó Tas.
La campana empezó a mecerse, repicando escandalosamente, casi ensordeciéndolos. Se encendieron luces en las ventanas de la biblioteca, en las de los edificios a un extremo y otro de la calle. Una puerta pequeña, encastrada en las grandes, se abrió poco a poco, con vacilación.
—¿Qué ocurre? —inquirió una voz cascada, temblorosa. Una cabeza tonsurada asomó, temerosamente, por la rendija—. ¿Dónde es el fuego?
Palin había agarrado la cuerda de la campana y la sujetó, haciendo que dejara de sonar.
—No hay ningún fuego, hermano. Soy…
Una extraña expresión crispó el envejecido semblante del monje, que miró la blanca túnica del mago, sucia y arrugada; a Usha, con la falda recogida a la cintura y los zapatos cubiertos de mugre; y a Tasslehoff, con el copete goteando cieno. El monje se llevó la mano a la nariz.
—La biblioteca está cerrada —dijo en voz alta, y empezó a cerrar la puerta.
—¡Espera! —Tasslehoff interpuso su pequeño cuerpo entre la hoja y la jamba—. ¡Hola, Bertrem! ¿Te acuerdas de mí? Soy Tasslehoff Burrfoot, y ya he estado aquí…
—Sí —repuso Bertrem con un tono helado—, lo recuerdo, y repito que la biblioteca está cerrada. Volved por la mañana, después de que os hayáis bañado. —Se retiró, dispuesto a cerrar, pero se detuvo y añadió con premura—: Todos menos el kender —y, empujando a Tas, Bertrem tiró de la puerta.
—¡Por favor! ¡Tienes que dejarnos entrar! —Palin metió el bastón en la rendija que quedaba, impidiendo que cerrara la puerta—. Lamento que olamos tan mal, pero hemos venido por las alcantarillas…
—¡Ladrones! —chilló Bertrem mientras intentaba, sin éxito, cerrar. Levantó la voz—. ¡Socorro, ayuda! ¡Ladrones!
—¡Alguien viene! —advirtió Usha.
—¡No somos ladrones! —La desesperación de Palin crecía por momentos—. Se supone que he de reunirme aquí con mi tío, en el estudio de Astinus. ¡Deja que hable con Astinus!
Bertrem se llevó tal sobresalto que estuvo a punto de soltar la puerta.
—¡Asesinos! —aulló—. ¡Unos asesinos que quieren matar a mi maestro!
—¡Los caballeros! —siseó Usha—. ¡Vienen hacia aquí!
—¡Bertrem! —llamó una voz desde el interior de la biblioteca.
El monje dio un brinco, se puso pálido y miró por encima del hombro, a su espalda.
—¿Sí, maestro?
—Déjalos entrar. Estaba esperándolos.
—Pero, maestro…
—¿Me vas a obligar a repetirme, Bertrem?
—Sí, maestro. Q… quiero decir, no, maestro.
Bertrem abrió la puerta, retrocedió un par de pasos, y se cubrió la boca y la nariz con la manga del hábito, invitando a entrar a los tres con una seña.
El interior de la biblioteca estaba envuelto en sombras, alumbrado únicamente por el candil que Bertrem había dejado sobre una mesa para poder abrir la puerta. No se veía al hombre a quien el monje había llamado «maestro».
—Cierra la puerta, Bertrem —ordenó la voz—. Cuando los caballeros vengan para preguntar la causa del alboroto, les dices que eres sonámbulo, y que una de las cosas que sueles hacer cuando caminas dormido es tocar la campana. ¿Está claro, Bertrem?
—Sí, maestro. —La voz del monje sonó sumisa.
—Venid por aquí —siguió la voz desde las sombras—. Deprisa. La historia prosigue sin quedar registrada mientras estoy aquí, ocioso, parado en este frío vestíbulo lleno de corrientes. Enciende el bastón, joven mago. Tu tío os espera.
Palin pronunció la palabra, y el bastón iluminó el gran vestíbulo. La luz se reflejó en hileras de volúmenes encuadernados en piel y en montones de pergaminos colocados en largas estanterías que llegaban hasta donde alcanzaba la vista y luego se perdían en la oscuridad de manera muy similar a como la historia que contenían se perdía en las sombras del pasado.
La luz también caía sobre el autor de los libros, el escribiente de los pergaminos.
Su semblante era intemporal, terso, sin arrugas, tan inexpresivo como el papel en el que escribía de manera constante, interminablemente, registrando el paso del tiempo en Krynn. Ninguna emoción asomaba a su rostro ni conmovía al hombre. Era mucho lo que había visto como para que algo lo conmoviera ya. Había descrito el nacimiento del mundo; el auge de la Casa de Silvanos; la elaboración de la Gema Gris; la construcción de Thorbardin; las gestas de Huma en la Segunda Guerra de los Dragones; la Guerra de Kinslayer; la creación de los Caballeros de Solamnia; la fundación de Istar. Había seguido escribiendo durante la terrible devastación del Cataclismo, mientras las paredes de la biblioteca se sacudían a su alrededor.
Había escrito sobre la caída de los Caballeros de Solamnia, del surgimiento de los falsos clérigos, del regreso de los dragones, de la Guerra de la Lanza.
Algunos decían que hacía mucho, mucho tiempo, había sido un monje al servicio de Gilean, y que durante dicho servicio había empezado a escribir sus ahora famosas crónicas. Se decía que Gilean había quedado tan impresionado con su trabajo que había recompensado al nombre mortal con la inmortalidad… mientras siguiera escribiendo.
Otros decían que era el propio dios Gilean.
Los que se presentaban ante él rara vez recordaban sus rasgos, pero jamás olvidaban sus ojos: oscuros, penetrantes, sabios, impertérritos, implacables, inclementes; unos ojos que lo veían todo.
—Soy Astinus, Hija de los Irdas —respondió, aunque Usha no había hecho la pregunta… en voz alta.
La joven lo miró fijamente y sacudió la cabeza.
—No soy…
Los ojos la contemplaban persistentemente, y Usha renunció a su falsa negativa.
—¿Cómo lo sabes? —Atraída por los ojos, fascinada, avanzó hacia el hombre—. ¿Qué es lo que sabes?
—Todo.
—¿Sabes la verdad sobre mí? —preguntó, vacilante, al tiempo que miraba de soslayo a Palin.
—Plantéate a ti misma esa pregunta, Hija de los Irdas —contestó Astinus con indiferencia—, no me la hagas a mí. Éste no es un buen lugar para hablar —añadió, echando una mirada hacia la puerta—. Los caballeros llegarán en cualquier momento. Venid.
Giró a su derecha y echó a andar por un pasillo. Dejaron a Bertrem montando guardia —no demasiado contento— junto a la puerta cerrada. La campana sonó con fuerza, y los tres amigos apresuraron el paso.
—Hola, Astinus —saludó Tasslehoff mientras trotaba al lado del cronista, en absoluto amilanado por su imponente presencia—. ¿Te acuerdas de mí? Yo sí te recuerdo. Acabo de ver al dios Gilean en el Abismo. ¿De verdad eres él? No te pareces mucho al dios, pero tampoco Fizban se parece mucho a Fizban. Bueno, no es que no se parezca a Fizban, sino que no se parece a Paladine. En cambio, Dougan Martillo Rojo sí que se parece un montón a Reorx. Claro que hace tiempo que me he dado cuenta de que los enanos tienen muy poca imaginación. ¿Lo habías notado tú? Ahora que, si yo fuera un dios…
Astinus se frenó en seco, y un atisbo de emoción pasó fugaz por su semblante.
—Si los kenders fueran dioses, el mundo sería un lugar muy interesante, de eso no cabe duda, aunque nadie sería capaz de encontrar nada en él —comentó.
—¿Dónde está mi tío? —preguntó Palin, deseando y temiendo que conociera a Usha.
—Os espera en mis aposentos, pero. —Astinus echó una mirada fugaz al joven— seguramente no querrás reunirte con él en esas condiciones.
—Estoy seguro de que mi tío lo entenderá —contestó Palin, encogiéndose de hombros—. No tuvimos otra opción…
Astinus se paró delante de una puerta cerrada.
—Ahí dentro encontrarás agua para asearte y ropa limpia —señaló.
—Agradezco tu consideración, señor, pero mi tío me dijo que nos diéramos prisa y… —empezó Palin.
Pero le hablaba a la espalda de Astinus, que se había dado media vuelta.
—También hay ropas para vosotros —les dijo a Usha y a Tas—. Son prendas desechadas que donamos a los pobres, pero están limpias y pueden usarse. Vosotros dos, venid conmigo.
»Volveré dentro de un momento, Palin Majere —añadió Astinus por encima del hombro mientras se alejaba—. Cuando te hayas vestido, te llevaré con tu tío. Vamos, Hija de los Irdas. Y tú también, maese Burrfoot.
—¿Has oído cómo me ha llamado? —comentó Tas a Usha, lleno de orgullo, mientras seguían al cronista—. Maese Burrfoot.
Palin pensó que Astinus tenía razón. Raistlin no querría reunirse con un sobrino que olía como si hubiera compartido un banquete con enanos gullys.
El joven abrió la puerta y entró en la habitación; era un cuarto pequeño, similar a las celdas monacales donde vivían los Estetas, los monjes que dedicaban sus vidas al servicio de la biblioteca y su maestro. Apenas amueblado, el cuarto tenía una cama y un lavabo con una jofaina, una palangana, y una vela encendida. Los pies de la cama se perdían en las sombras, pero el bulto que había encima debía de ser la muda de ropa.
Palin sólo echó una ojeada por encima a las prendas limpias. Se acercó a la palangana, de repente deseoso de quitarse la mugrienta túnica y lavarse la suciedad y el mal olor que empezaba a revolverle el estómago.
Tras las abluciones, sintiéndose ya mucho mejor, hizo un bulto con la ropa sucia, lo puso en un rincón, y fue hacia donde estaba la muda limpia.
Palin se paró, miró fijamente, y dio un respingo. Cogió la ropa y la acercó a la luz, pensando que los ojos lo engañaban.
No había error. Ni engaño, al menos ninguno que pudiera achacar a sus ojos.
La túnica que Astinus le había dejado era negra.