8
Decepción
La victoria es nuestra
La rendición
Steel Brightblade estaba vivo
No quería estarlo. Se suponía que no debería estarlo. Tendría que haber muerto en el asalto a la Torre del Sumo Sacerdote; una muerte noble y valerosa en batalla, y su vida sacrificada por su reina, su honor restablecido.
Y había estado destinado a morir, con la armadura traspasada por la lanza enarbolada por un noble enemigo. Pero Tanis el Semielfo había frustrado lo planeado por el destino al salvar a Steel de aquella lanza. Y Tanis el Semielfo había muerto en su lugar.
Steel estaba en el patio central de la Torre del Sumo Sacerdote con su espada ensangrentada en la mano, que estaba pegajosa de sangre; alguna era suya, pero la mayoría era de otros. No acababa de comprender qué había ocurrido; el ansia de combate todavía ardía abrasadora dentro de él. Su recuerdo más vivido era el de su padre, llevándose el cuerpo de Tanis. Y ahora se estaría preguntando si no se lo había imaginado todo de no ser por el hecho de que la sangre de Tanis manchaba las losas del patio.
Después de aquello, no tenía conciencia de nada salvo del extraño silencio de la batalla; ese silencio que envolvía el choque de las armas, los gemidos de los moribundos, las órdenes impartidas a gritos, el pataleo de muchos pies sobre el suelo. Sin embargo, todos estos sonidos quedaban anulados por el silencio interior, el silencio del guerrero, que debía concentrar todo su ser en su objetivo, que no tenía que dejar que nada lo distrajera, que nada interfiera.
En el caso de Steel, el silencio se rompió cuando miró a su alrededor buscando otro oponente con quien combatir y se dio cuenta de que no quedaba ninguno.
—¡Victoria! ¡La victoria es nuestra! —El subcomandante Trevalin, con la armadura abollada y salpicada de sangre, y el rostro cubierto de sudor y polvo, entró a paso vivo en el patio central anunciando a gritos la noticia.
»¡Díselo a mi señor Ariakan! —ordenó Trevalin, que había cogido a un escudero y lo empujaba hacia la entrada—. Dile, si es que aún no lo sabe, que los solámnicos quieren discutir las condiciones de rendición.
Trevalin miró en derredor y vio a Steel plantado en mitad del patio, aturdido, desconcertado. El oficial se dirigió hacia él y lo abrazó.
—¡Brightblade! ¡Envaina tu espada! ¡Hemos ganado!
—Ganado… —repitió Steel. La batalla había terminado y él seguía vivo.
—¡Una campaña gloriosa! —siguió Trevalin, entusiasmado—. Será recordada siempre. ¡La Torre del Sumo Sacerdote ha caído por primera vez en los anales de la historia! ¡Una victoria prodigiosa! Palanthas será la siguiente. Cuando se enteren de que sus protectores han sido derrotados y que los dragones del Bien han huido, los ciudadanos caerán como fruta madura en nuestras manos. ¡Y tú, amigo mío! ¡Ya he oído historias sobre tu valerosa actuación! Dicen que mataste a Tanis el Semielfo.
—No —refunfuñó Steel. El fuego de la lucha que había corrido por sus venas empezaba a sofocarse lentamente, dejando sólo cenizas y humo. Estaba vivo—. No, yo no lo maté. Él me…
Pero Trevalin no le prestaba atención. Un correo de lord Ariakan había entrado a galope en el patio. El caballo, entrenado para correr pero no para la batalla, se espantó al ver los cadáveres y oler la sangre. El correo bregó para dominar y tranquilizar al animal al tiempo que buscaba a alguien con autoridad.
—Su señoría ha visto desplegar una bandera blanca en lo alto de la torre. Los mensajeros informan que los defensores de la fortaleza desean discutir las condiciones de rendición. Mi señor también ha sido informado de que los dragones plateados y los dorados han abandonado el campo de batalla. ¿Es eso cierto, subcomandante?
—Lo es. Yo mismo vi huir a los así llamados «buenos» dragones. —Trevalin se echó a reír—. Quizá Paladine les envió un mensaje, ordenándoles que se retiraran.
El correo no pareció encontrar divertido el comentario. Su caballo resopló y piafó con nerviosismo, trotando de un lado a otro, sus cascos resbalando en las piedras cubiertas de sangre. El correo se sostuvo hábilmente, guiando al inquieto animal de aquí para allí mientras hablaba con Trevalin.
—Su señoría sospecha que sea una estratagema.
Trevalin asintió con un gesto, moderando su júbilo.
—No me sorprendería que los dragones se hubieran retirado para reagruparse en otro sitio, incrementando su número. Razón de más para aceptar la rendición de los caballeros y tomar el mando de la fortaleza cuanto antes.
—¿Son éstos sus oficiales? —preguntó el correo en voz baja, inclinándose sobre el cuello del caballo—. ¿Ésos hombres que vienen hacia nosotros?
Tres Caballeros de Solamnia avanzaban por el patio. Uno, el comandante, un Caballero de la Rosa, iba al frente; los otros dos caminaban solemnemente a cada lado de su superior. Se habían quitado los yelmos; o eso, o los habían perdido en la batalla. Los tres caballeros tenían señales de la contienda; sus armaduras estaban abolladas, cubiertas de polvo y sangre. El comandante cojeaba mucho, y hacía un gesto de dolor cada vez que daba un paso, lento y vacilante. El rostro de otro estaba cubierto de sangre a causa de un tajo en la cabeza; llevaba un brazo rígido. El tercero tenía un burdo vendaje sobre un ojo; la sangre se colaba por debajo y corría por su mejilla.
Entre los tres portaban un trozo de lienzo blanco.
—Ésos son los oficiales —confirmó Trevalin.
El correo cabalgó a su encuentro. Frenó su montura y saludó.
El derrotado comandante solámnico levantó su ojerosa mirada. Era de mediana edad, pero parecía mucho, mucho más viejo.
—¿Eres un correo, de lord Ariakan? ¿Querrás llevarle un mensaje?
—Lo haré, señor caballero —contestó el correo cortésmente—. ¿Qué mensaje queréis que transmita a su señoría?
El Caballero de Solamnia se frotó el rostro con las manos, quizá para limpiarse la sangre, o quizá fueran lágrimas. Suspiró.
—Dile a su señoría que pedimos permiso para retirar a nuestros muertos del campo de batalla.
—¿Significa eso, milord, que rendís la torre?
El caballero asintió con un lento cabeceo.
—Con la condición de que no haya más derramamiento de sangre. Ya han muerto demasiados hoy.
—Tal vez su señoría exija una rendición incondicional —contestó el correo.
La expresión del caballero se endureció.
—Si tal es el caso, seguiremos combatiendo hasta que no quede vivo ninguno de nosotros. Un lamentable desperdicio de vidas.
En aquel momento, uno de los caballeros que acompañaban al comandante le dirigió algunas palabras en tono apremiante, reanudando, aparentemente, una discusión.
El comandante lo hizo callar con un gesto de la mano.
—Ya lo hemos discutido antes. No enviaré a más jóvenes a la muerte en lo que sería un esfuerzo inútil. Conozco a Ariakan. Actuará de manera honorable. Si no es así… —Sacudió la cabeza y volvió su sombría mirada hacia el correo—. Ésas son nuestras condiciones. Di a tu señor que puede tomarlas o dejarlas.
—Así lo haré, señor caballero.
El correo partió a galope. Los tres caballeros derrotados guardaron las distancias, se mantuvieron apartados. No cruzaron ninguna palabra entre ellos, limitándose a mantener la mirada fija al frente, rehusando admitir la presencia del enemigo.
—Las aceptará —pronosticó Trevalin—. La batalla ha terminado. Todo lo demás sería una matanza inútil. Como he dicho, mi opinión es que querrá tomar el mando de la torre rápidamente, antes de que los dragones dorados regresen. Y ahora debo volver con mi unidad. Te alegrará saber, Brightblade, que Llamarada ha salido ilesa de la batalla. Combatió bien, aunque me dio la impresión de que le faltaban ánimos. Supongo que echaba de menos a su verdadero amo. Yo… Brightblade, ¿qué pasa?
—Mi espada —dijo Steel sombría, amargamente—. Me rindo a vos, subcomandante. Soy vuestro prisionero.
Trevalin se quedó desconcertado al principio. Luego recordó.
—¡Maldición! Lo había olvidado por completo. —Apartó la espada que se le ofrecía y se aproximó más al joven, al que habló en voz baja—. Escúchame, Steel. No digas una palabra a nadie. Su señoría habrá olvidado también todo el asunto. En cuanto a la Señora de la Noche… Bueno, llegará a oídos de Ariakan tu valerosa actuación de hoy. ¿Que importa la pérdida de un insignificante mago comparada con el duelo entre tú y Tanis el Semielfo? ¡Un duelo del que saliste vencedor!
—Soy vuestro prisionero, subcomandante. —La actitud de Steel era fría, sosegada.
—¡Maldita sea, Brightblade! —empezó Trevalin, exasperado.
Steel desabrochó el cinturón de la espada y sostuvo el arma en sus manos.
—De acuerdo, Brightblade —asintió Trevalin en voz baja—. Estás bajo arresto. Pero a la primera oportunidad que tenga, yo, personalmente, hablaré a lord Ariakan en tu favor, le pediré que tome en cuenta tu bravura…
—No lo hagáis, subcomandante, por favor —dijo Steel en el mismo tono helado—. Os lo agradezco, pero os pido no digáis nada. Milord pensaría que estoy suplicando por mi vida. Llevadme dondequiera que tengan a los prisioneros.
—Está bien —repuso Trevalin tras un momento de pausa, esperando, confiando, que Steel cambiara de opinión—. Si es eso lo que quieres…
Trevalin indicó a Steel con un gesto que caminara delante de él y señaló la puerta que había al otro lado del patio.
Fuera de la torre sonaron el toque de trompetas y los gritos de los hombres celebrando la victoria. Steel oyó el trapaleo de cascos. Lord Ariakan se aproximaba, cabalgando triunfante, como un conquistador, a la fortaleza en la que antaño había entrado como conquistado.
Steel no esperó a presenciar su entrada. No quería echar a perder el momento, no quería que su señor, en la cumbre de su gloria, lo viera a él en su deshonra. Con la cabeza levantada y el gesto firme, Steel cruzó las losas teñidas de carmesí hacia las celdas de la Torre del Sumo Sacerdote.