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Una discusión entre viejos amigos
Sturm Brightblade pide un favor
Al filo del alba, Tanis el Semielfo subió la escalera que conducía a las almenas próximas a la torre central, no muy lejos del lugar donde la sangre de Sturm Brightblade teñía las piedras de la muralla. Pronto ocuparía su posición aquí, pero no llamó a sus tropas para que se unieran a él. Todavía no. Tanis había elegido este sitio concreto deliberadamente. Percibía la presencia de su amigo, y, en este momento, necesitaba sentirlo cerca.
El semielfo estaba cansado; había pasado despierto toda la noche, reunido con sir Thomas y los otros comandantes, intentando encontrar un modo de lograr lo imposible: vencer a un enemigo infinitamente superior en número. Hicieron planes, buenos planes. Luego salieron a las almenas y vieron a los ejércitos de la oscuridad, iluminados profusamente, ascender por la ladera de la colina como una marea creciente de muerte.
Al garete los buenos planes.
Tanis se sentó con pesadez en el suelo de piedra de la muralla, echó la cabeza hacia atrás, y cerró los ojos. Sturm Brightblade estaba en pie frente a él.
El semielfo veía al caballero claramente, con su anticuada armadura, la espada de su padre en las manos, plantado en el mismo punto de las almenas en el que ahora descansaba Tanis. Cosa curiosa, al semielfo no lo sorprendió ver a su viejo amigo. Parecía lógico y oportuno que Sturm se encontrara allí, recorriendo las almenas de la torre por la que había dado su vida defendiéndola.
—No me vendría mal un poco de tu valor, viejo amigo —dijo Tanis en voz queda—. No podemos vencer. Es inútil. Lo sé. Sir Thomas lo sabe. Los soldados lo saben. ¿Y cómo podemos seguir adelante sin esperanza?
—A veces la victoria acaba siendo una derrota —repuso Sturm Brightblade—. Y la victoria se consigue mejor con la derrota.
—Tus frases son enigmas que no acierto a descifrar, amigo mío. Habla con claridad. —Tanis buscó una postura más cómoda—. Estoy demasiado cansado para jugar a las adivinanzas.
Sturm no respondió enseguida. El caballero paseó por las almenas, se asomó por el borde de la muralla y contempló fijamente el vasto ejército que se iba concentrando en las inmediaciones de la torre.
—Steel está ahí abajo, Tanis. Es mi hijo.
—Así que está aquí, ¿eh? No me sorprende. Al parecer, fracasamos. Ha entregado su alma a la Reina Oscura.
Sturm se volvió para mirar de frente a su amigo.
—Vela por él, Tanis.
El semielfo resopló.
—Me parece que tu hijo puede cuidar de sí mismo estupendamente, amigo mío.
—Lucha contra un enemigo infinitamente más fuerte que él. —Sturm sacudió la cabeza—. Su alma no está del todo perdida, pero, si no sale victorioso de esa lucha interna, lo estará. Vela por él, amigo mío. Prométemelo.
Tanis estaba perplejo, turbado. Sturm Brightblade rara vez pedía un favor.
—Haré cuanto pueda, Sturm, pero no lo entiendo. Steel es un servidor de la Reina Oscura. Ha rechazado todo aquello que intentaste hacer por él.
—Milord…
—Si quisieras explicármelo…
—¡Milord! —Alguien lo sacudió por el hombro.
Tanis abrió los ojos y se incorporó bruscamente.
—¿Qué? ¿Qué sucede? —Echó mano a la espada—. ¿Es la hora?
—No, milord. Siento haberos despertado, pero necesito saber vuestras órdenes.
—Sí, desde luego. —Tanis se puso de pie despacio, con los músculos entumecidos. Echó un rápido vistazo a su alrededor. No había nadie más en las almenas, sólo este joven caballero y él—. Lo siento, debo de haberme quedado dormido.
—Sí, milord —asintió cortésmente el caballero—. Estabais hablando con alguien.
—¿De veras? —Tanis sacudió la cabeza intentando librarse del aturdimiento que enturbiaba su cerebro—. He tenido un sueño la mar de extraño.
—Sí, milord. —El joven aguardó, pacientemente.
Tanis se frotó los ojos, irritados por el cansancio.
—Bien, ¿qué me preguntabas?
Prestó atención a las palabras del joven caballero, respondió y siguió con sus obligaciones; pero, cada vez que se hacía un silencio, podía oír una palabra pronunciada quedamente:
Prométemelo…
* * *
Despuntó el alba, pero la luz del sol sólo trajo un mayor pesimismo. Desde lo alto de las murallas, los defensores de la torre vieron cómo el mar de oscuridad que había surgido de la noche estaba a punto de abatirse sobre ellos como una gigantesca ola de sangre. Se propagó la noticia de que la fuerza desplegada contra los caballeros era ingente. Se oía a los comandantes ordenar ásperamente a sus hombres que guardaran silencio y mantuvieran sus posiciones. A no tardar, los únicos sonidos que se escuchaban eran las llamadas de los dragones plateados que sobrevolaban la torre, lanzando gritos desafiantes a sus parientes azules.
Los caballeros se prepararon para el ataque, pero éste no se produjo.
Pasó una hora, y luego otra. Desayunaron en sus puestos, con el pan en una mano y la espada en la otra. Los ejércitos agrupados allá abajo no hacían ningún movimiento, salvo incrementar su número.
El sol subió más y más; el calor se hizo insoportable. Se racionó el agua. El arroyo de montaña que antes corría por el acueducto de la Espuela de Caballeros casi se había secado y ahora no era más que un hilo de agua. Algunos de los hombres que estaban en las murallas, las armaduras calentándose bajo el ardiente sol, se desplomaron al perder el conocimiento.
—Creo que podríamos hervir el aceite sin necesitar fuego —comentó sir Thomas a Tanis en uno de los muchos recorridos de inspección que hizo el caballero.
Señaló el enorme caldero lleno con aceite hirviente, listo para ser volcado sobre el enemigo. El calor del fuego obligaba a todos a mantenerse alejados, a excepción de los que tenían la onerosa tarea de alimentar las llamas. Se habían quitado armaduras y ropa, quedándose desnudos hasta la cintura, pero sudaban copiosamente.
Tanis se enjugó el rostro.
—¿Qué crees que trama Ariakan? —preguntó—. ¿A qué espera?
—A que nos pongamos nerviosos y perdamos el valor —contestó Thomas.
—Pues le está dando resultado —dijo Tanis con amargura—. Que Paladine se apiade de nosotros. ¡Jamás había visto un ejército tan grande! Ni siquiera durante la guerra, en los últimos días antes de la caída de Neraka. ¿Cuántas tropas crees que tiene?
—Sólo Gilean lo sabe —repuso Thomas—. Es inútil intentar calcularlo. «Cada hombre contado con miedo es un hombre contado dos veces», como reza el dicho. Tampoco es que importe mucho.
—Tienes razón —se mostró de acuerdo Tanis—. No importa en absoluto. —Iba a preguntar cuánto tiempo pensaba que la torre podría resistir, pero comprendió que eso tampoco importaba mucho.
La llamada de una trompeta hendió el aire.
—Ahí vienen —dijo Thomas, que se marchó rápidamente para situarse en su puesto de mando, en una de las balconadas que se asomaba a los jardines, en el sexto nivel.
Tanis soltó un suspiro de alivio, y vio ese mismo alivio reflejado en los semblantes de los hombres que estaban a su mando. La acción era mucho mejor que la terrible tensión de la espera. Los hombres olvidaron el espantoso calor, olvidaron su miedo, olvidaron su sed, y se situaron en sus puestos con prontitud. Por fin podían relajarse, dejar que las cosas siguieran su curso; su suerte estaba en manos de Paladine.
Un estruendo de trompetas y un clamor de desafío hendió el aire. El ejército de la oscuridad cargó. El sol se reflejaba en las escamas azules de los dragones; las sombras de sus alas se deslizaron sobre las murallas de la torre, y la sombra de su llegada cayó sobre los corazones de los defensores. El miedo al dragón empezó a cobrarse sus primeras víctimas.
Los dragones plateados y sus caballeros jinetes, armados con las famosas Dragonlances, volaron para entrar en batalla. Una falange de azules se enfrentó con los plateados. Los rayos chisporrotearon, cuando los dragones azules atacaron con su aliento mortífero. Los plateados respondieron expulsando nubes de escarcha pulverizada que revistió con una capa de hielo las alas de sus enemigos, haciéndolos caer del cielo dando tumbos.
A Tanis le extrañó el escaso número de dragones azules, y empezaba a sospechar que este ataque inicial era una maniobra de distracción, cuando sonó un grito. Los hombres señalaban hacia el oeste.
Lo que parecía ser un enjambre de dragones azules venía volando desde aquella dirección, su número abrumadoramente superior al de los plateados. Cada uno de estos azules no llevaba un único jinete, sino varios. Los jóvenes caballeros los contemplaron con desconcierto, pero los veteranos, aquellos que habían combatido en la Guerra de la Lanza, sabían lo que se les venía encima. En el momento en que los primeros dragones azules aparecieron sobre la torre, unas sombras oscuras y aladas empezaron a descender del cielo.
—¡Draconianos! —gritó Tanis al tiempo que desenvainaba la espada y se preparaba para hacer frente al ataque—. Recordad: en el mismo momento en que hayáis matado a uno, arrojad su cuerpo por encima de la muralla.
Muertos, los draconianos eran tan peligrosos como vivos. Dependiendo de su especie, los cuerpos o se convertían en piedra, dejando atrapadas las armas dentro, o estallaban, destruyendo a los que habían acabado con ellos, o se derretían, formando charcos de ácido letal al tacto.
Un draconiano bozak, con sus atrofiadas alas extendidas para frenar la caída, aterrizó en lo alto de la muralla, directamente delante de Tanis. Incapacitado para el vuelo, el bozak aterrizó pesadamente, y quedó momentáneamente aturdido por el impacto. Sin embargo se recobraría enseguida, y los bozaks eran magos además de expertos guerreros. Tanis saltó para atacar a la aturdida criatura antes de que se hubiera recuperado del impacto. Descargó un tajo con la espada y la cabeza del draconiano se separó del cuello; la sangre salió como un surtidor. El semielfo envainó la espada y agarró el cuerpo antes de que se desplomara; lo arrastró hacia la muralla y lo empujó por encima del borde.
El bozak muerto se estrelló en medio de un grupo de bárbaros que intentaban escalar la muralla. El cuerpo estalló casi de inmediato, produciendo considerables daños en el grupo de cafres; los que no habían salido heridos recularon, desconcertados.
Tanis no tuvo tiempo de celebrarlo. Unos mamuts arrastraban una enorme máquina de asedio hacia la puerta principal de la torre, y ya estaban apoyando escalas contra las murallas. Tanis ordenó a sus arqueros que entraran en acción, dio instrucciones a los caballeros que se encargaban del caldero de aceite para que lo volcaran sobre las cabezas de los que estaban abajo. Con suerte, puede que incluso prendieran fuego a la máquina de asedio. Los hombres a su mando cumplieron con rapidez las órdenes impartidas. Le tenían un gran respeto, sabiendo que era un caballero en espíritu, aunque no hubiera sido investido como tal.
Un correo llegó corriendo, resbaló en la sangre del draconiano y estuvo a punto de caer. Recuperó el equilibrio e informó a Tanis.
—Un mensaje de sir Thomas, milord. Si la puerta principal cae, tenéis que coger a vuestros hombres y reuniros con las tropas que protegen la entrada.
«Si la puerta principal cae, no quedará mucho que defender», pensó Tanis sombríamente, pero se contuvo y calló lo que era evidente, limitándose a asentir con un cabeceo y cambiar de tema.
—¿A qué se debía el griterío que se oyó hace un momento?
El mensajero consiguió esbozar una sonrisa cansada.
—Una fuerza de minotauros intentó introducirse por el acueducto. Sir Thomas había imaginado que al enemigo se le ocurriría esa idea, debido a la sequía. Nuestros caballeros los estaban esperando. Pasará mucho antes de que vuelvan a intentarlo por ahí.
—Una buena noticia —gruñó Tanis, que apartó al mensajero de un empujón y atacó a un draconiano que estaba a punto de aterrizar encima del joven.
Aquél pequeño dique de esperanza no tardó en ser rebasado. La marea de oscuridad entró a raudales y siguió subiendo a lo largo de la tarde. Los caballeros eran obligados a retroceder y perdían posición tras posición. Se retiraban, se reagrupaban, e intentaban aguantar, pero volvían a ser empujados. Tanis luchó hasta quedarse sin aliento. Los músculos le ardían, la mano con la que sostenía la espada estaba agarrotada y le dolía. Y el enemigo seguía llegando. El semielfo sólo era consciente del choque metálico del acero, de los gritos de los moribundos y del ligero chapoteo de lo que al principio creyó que era lluvia. Resultó ser sangre; sangre de dragón que caía del cielo.
Una y otra vez, incansablemente, llegaba el rítmico estampido del impacto del gran ariete, semejante al latido de un negro corazón que palpitara con una vida pujante, terrible. Se produjo una tregua momentánea en la lucha. El enemigo esperaba algo, y Tanis aprovechó el respiro para apoyarse en la muralla y recobrar el aliento.
De abajo llegó un ensordecedor crujido y un clamor triunfal. Los inmensos portones de la Torre del Sumo Sacerdote habían cedido.
Una fuerza de tropas enemigas, que había esperado en reserva tras la máquina de asedio, corrió en tropel hacia la entrada. Los atacantes iban dirigidos por un caballero vestido con armadura pero que combatía a pie, y entre ellos había hechiceros con túnicas grises.
Tanis reunió a los hombres que estaban a su mando y que todavía aguantaban de pie, y corrió hacia la puerta principal para defenderla.