11

Venganza de una reina

La elección de Raistlin

Tasslehoff se despertó con un dolor de cabeza espantoso y la sensación de que había sido atropellado por un mamut como aquel al que antaño había ayudado a escapar de un perverso hechicero. Se sentó y se frotó las sienes.

—¿Quién me golpeó? —instó.

—Estabas en medio —replicó Raistlin escuetamente.

Tas siguió dándose masajes en las sienes, parpadeó y volvió a ver estrellas.

—¿Dónde estoy? —se preguntó en voz alta.

Y entonces recordó dónde se encontraba. Estaban en el Abismo, las cabezas de dragones brillaban ahora con un fuerte resplandor, y tenían que regresar a través del Portal.

—Ven aquí, kender —ordenó el archimago—. Necesito tu ayuda.

—Ahora necesita mi ayuda —rezongó Tasslehoff—, después de dejarme sin sentido de un trompazo porque estaba en medio. Y me llamo Tasslehoff —añadió—, por si se te ha olvidado.

Parpadeó un poco más y, finalmente, las estrellas dejaron de titilar ante sus ojos lo bastante como para que pudiera ver.

Raistlin estaba agachado junto a Palin, que yacía, inconsciente, sobre el suelo gris. Tas se puso de pie y corrió hacia los magos.

—¿Qué le sucede, Raistlin? ¿Se va a poner bien? No tiene muy buen aspecto. ¿Dónde está Kitiara?

—Cierra el pico —dijo el archimago, dirigiéndole una mirada funesta.

—Claro, Raistlin —contestó el kender sumisamente. Y lo decía de verdad, así que las siguientes palabras le salieron por equivocación—. Pero me gustaría saber qué ha pasado.

—Mi querida hermana lo hirió con la espada, eso es lo que ha pasado. Habría acabado con él, pero se lo impedí. No tiene nada que hacer contra mí, y lo sabe. Se ha marchado en busca de refuerzos.

Tas se arrodilló junto a Palin y examinó la herida.

—No parece demasiado grave —dijo con alivio—. Es en el hombro derecho, y no tenemos muchas cosas importantes debajo del hombro derecho, pero se ha desmayado y…

—¿No te he dicho que te calles? —insistió Raistlin.

—Es posible —musitó Tas, que se sentía triste y deprimido—. Es lo que siempre me dices. —Habría añadido algo más, pero Palin gimió y empezó a agitarse y a retorcerse.

»¿Qué le pasa, Raistlin? —preguntó el kender, de repente asustado por su joven amigo—. Parece como si… como si se estuviera muriendo.

Raistlin sacudió la cabeza.

—Es que se está muriendo. Palin tiene que volver a su plano de existencia cuanto antes.

—Pero si la herida no es grave…

—La hoja que lo atravesó es de este plano, kender, no del vuestro. Conseguiste desviar la estocada mortal, pero la hoja penetró en su carne, y la maldición ya está surtiendo efecto en él. Si muere aquí, su alma permanecerá aquí… en poder de Chemosh.

Raistlin se puso de pie y miró fijamente el Portal. Los ojos de los dragones le devolvieron la mirada. El cielo estaba gris, surcado con bandas negras, semejantes a tentáculos, que serpenteaban en su dirección.

Los ojos de Tas fueron de Palin al Portal, de éste al cielo, y después de vuelta a Palin.

—Supongo que podría arrastrarlo hasta allí, pero ¿qué haría después, una vez que lo hubiera llevado de vuelta al laboratorio? —Se quedó pensativo un momento, y entonces su expresión se animó—: ¡Ya lo sé! Quizás haya algún conjuro curativo que puedas enseñarme para que lo utilice con él. ¿Quieres, Raistlin? ¿Me enseñarás algo de magia?

—Ya he cometido bastantes crímenes contra el mundo —replicó el archimago secamente—. Enseñar magia a un kender me garantizaría la condena eterna. —Frunció el entrecejo, pensativo.

—Entonces, tienes que volver con él, Raistlin —dijo Tas—. Supongo que puedes volver ¿no?

—Sí. Mi cuerpo físico no murió en el mundo, y puede regresar a él. La cuestión es ¿por qué iba a querer hacerlo? El único placer que hallé en ese mundo fue mi magia. Y si vuelvo, ¿supones que los dioses dejarían que conservara mis poderes?

—Y Palin ¿qué? —argumentó Tas—. ¡Si se queda aquí morirá!

—Sí. —Raistlin suspiró—. Y Palin ¿qué? —El archimago sonrió amargamente, alzó los ojos hacia el cielo y le dirigió una mirada enconada—. Así que no tengo más remedio que regresar. ¿Es eso lo que quieres? ¡Débil e indefenso como estoy, para que así tú, mi reina, puedas tener tu venganza!

Todo esto no tenía ningún sentido para Tas, que extendió la mano para darle a Palin una suave y tranquilizadora palmadita en el rostro. Al tocar la piel del joven la notó fría; se fijó que tenía los labios azulados y que la carne empezaba a adquirir una lividez que no presagiaba nada bueno.

—¡Raistlin! —gritó, y tragó saliva con esfuerzo—. ¡Más vale que hagas algo y deprisa!

El archimago se arrodilló presuroso junto al joven y le puso los dedos en el cuello.

—Sí, está a punto de expirar. —Con una repentina actitud decidida, agarró a Palin por los hombros—. Lo llevaremos entre tú y yo, kender.

—Me llamo Tasslehoff. Parece que sigues olvidándolo. —Tas se apresuró a ayudarlo; entonces reparó en algo que estaba tirado en el suelo y señaló—. ¿Qué hacemos con el bastón?

Raistlin miró fijamente el Bastón de Mago. Los finos y nerviosos dedos del archimago se crisparon. Tendió la mano de repente, con ansiedad.

—Pensándolo bien, podría haber un modo de… —Y entonces su mano se frenó en seco y se echó hacia atrás—. Llévalo tú, kender —ordenó en voz baja—. Yo me ocuparé de Palin. ¡Deprisa!

—¿Yo? —Tas estaba tan emocionado que casi no podía hablar—. ¿Yo? ¿Tengo que llevar el… bastón?

—Deja de balbucear y haz lo que te he dicho —instó Raistlin.

Tas cerró la mano con fuerza en torno al famoso Bastón de Mago y lo levantó del suelo. Había deseado tocarlo desde la primera vez que lo vio en poder de Raistlin, en la posada El Último Hogar.

—¡Estoy preparado! —dijo mientras contemplaba el cayado con expresión arrobada.

Raistlin no era lo bastante fuerte para levantar a su sobrino. El archimago lo agarró por las axilas y lo arrastró sobre el suelo gris, consiguiendo, mediante un denodado esfuerzo, llevarlo hasta el Portal.

Las relucientes cabezas de los dragones irradiaban una extraña y espantosa belleza.

Raistlin hizo un alto, resollando, y entonces, por primera vez desde que se habían reunido con él, Tas lo oyó toser.

—Kender —dijo con voz ahogada—, ¡levanta el bastón! ¡Levántalo bien alto, para que pueda verlo Takhisis!

Tas, embargado por la emoción desde el copete hasta la punta de las calzas, hizo lo que le ordenaba: levantó el bastón lo más alto que pudo.

Las cabezas de dragones chillaron desafiantes, pero el Portal siguió abierto.

Tas caminó hacia él, sosteniendo el bastón en alto. Fue el momento de mayor orgullo en la vida del kender.

Raistlin, arrastrando a Palin, lo siguió. Los dragones chillaron de manera ensordecedora, pero no intentaron detenerlos.

La fría y polvorienta oscuridad del laboratorio se cerró sobre ellos. Raistlin tumbó a Palin en el suelo con cuidado, se irguió y dio un paso hacia el portal.

—¡Regreso al Abismo! —gritó—. ¡Déjame volver! ¡Haz lo que quieras conmigo, Takhisis, pero no me dejes aquí, despojado de mi poder!

Brilló una luz cegadora, que hacía daño a la vista. A Tas le ardían los ojos, y le empezaron a lagrimear; sus párpados querían cerrarse, pero Tas sabía que si lo permitía se perdería algo interesante, así que los mantuvo abiertos sujetándolos con los dedos.

Raistlin, tosiendo, dio otro paso hacia el Portal. La luz brilló con más fuerza aún. Los párpados de Tas le ganaron por una votación de dos a uno y se cerraron. Lo último que alcanzó a ver fue a Raistlin levantando los brazos como para parar un golpe…

El archimago soltó una maldición. Tas escuchó un sonido siseante y la luz se apagó.

El kender se arriesgó a abrir los ojos.

La cortina de terciopelo colgaba, una vez más, sobre el Portal. Un débil remedo de luz brillaba por debajo. El resto del laboratorio estaba envuelto en sombras.

Raistlin estaba plantado delante de la cortina, contemplándola fijamente. Luego, se dio media vuelta bruscamente y desapareció en la oscuridad. Tas oyó sus pasos alejándose.

No era una oscuridad normal, ese tipo de oscuridad que a uno le gusta tener en el dormitorio, que es suave y acogedora y adormece, llevando a unos sueños agradables. Ésta era completamente distinta y hacía desear mantenerse completamente despierto.

—¿Raistlin? ¿Dónde estás? —preguntó Tas.

No tenía lo que podría llamarse miedo, pero empezaba a pensar que un poco de luz resultaría agradable en este momento. Estaba a punto de intentar que el bastón se iluminara, pues sabía la palabra mágica (estaba muy seguro de que la sabía) e iba a pronunciarla cuando la voz de Raistlin llegó de la oscuridad y sonó como ella: helada, susurrante.

—Estoy en la parte delantera del laboratorio. Quédate cerca de Palin —dijo el archimago—. Dime si se mueve o si habla. ¡Y suelta el bastón!

Tas corrió a sentarse junto a Palin. Oyó a Raistlin moviéndose por el laboratorio, y entonces se encendió una luz, un resplandor suave, reconfortante. El archimago apareció llevando una vela en un candelabro de hierro forjado que tenía forma de pájaro; lo puso en el suelo, al lado de Palin.

—Creo que está un poco mejor —dijo Tas mientras alargaba la mano para tocar la frente del joven—. Por lo menos está más caliente, pero todavía no ha vuelto en sí.

—La maldición todavía le hiela la sangre, pero ahora se lo puede curar. —Raistlin miró al kender—. ¿No te dije que soltaras el bastón?

—¡Lo hice! —protestó Tas. La inspección que llevó a cabo puso de manifiesto, para gran asombro del kender, que el cayado seguía en su mano—. ¡Vaya! ¿No es extraordinario? Creo que le gusto. Quizá podría hacer que se encendiera… sólo una vez. ¿Cuál es la palabra que dices para que el cristal se encienda? ¿Shelac? ¿Shirley? ¿Shirleylac?

Con una expresión sombría, el archimago cogió el bastón y, no sin dificultad, logró desasir los pequeños dedos del kender.

—¡Déjame que lo encienda una vez sólo, Raistlin! ¡Por favor! Lamento haber cogido tus anteojos mágicos aquel día. Si vuelvo a encontrarlos te los devolveré. Es la mar de raro lo rígidos que se me han quedado los dedos, ¿verdad?

Raistlin se apoderó del bastón dando un fuerte tirón, lo llevó a un rincón apartado del laboratorio, y lo apoyó contra la pared. El archimago parecía tan reacio como el kender a separarse del cayado, y su mano acarició la suave madera. Sus labios se movieron en lo que podía ser el lenguaje de la magia.

Pero no ocurrió nada.

Raistlin retiró la mano y se dio media vuelta. Fue hacia la gigantesca mesa de piedra y encendió otra vela, que sostuvo en alto, y contempló fijamente a Palin.

—¿Tas? —murmuró el joven con voz débil.

—¡Aquí estoy, Palin! —El kender olvidó el bastón y regresó junto a su paciente—. ¿Cómo te sientes?

—Me arde el brazo… pero el resto del cuerpo está muy frío —respondió Palin, castañeteándole los dientes—. ¿Qué… qué ocurrió?

—No estoy muy seguro. Le dije hola e iba a estrecharle la mano, cuando de repente Kitiara desenvainó la espada y se echó sobre ti para atravesarte, y Raistlin chocó contra mí y entonces eché un sueñecito.

—¿Qué? —Palin aún estaba aturdido, pero enseguida recordó lo ocurrido en el Abismo. Intentó incorporarse, vacilante—. ¡El Portal! ¡La Reina Oscura! Tenemos… que volver…

—Ya hemos vuelto —dijo Tas mientras empujaba suavemente al joven para hacer que se tumbara otra vez—. Estamos en el laboratorio, y Raistlin también está aquí.

—¿Tío? —Palin alzó la vista hacia la luz que se reflejaba en la piel dorada del rostro del archimago, enmarcado por el cabello blanco—. ¡Así que al final viniste!

—Cruzó el Portal para salvarte, Palin —explicó el kender.

El rostro de Palin enrojeció de placer.

—Gracias, tío. Te estoy muy agradecido. —Se tumbó en el suelo y cerró los ojos—. ¿Qué me pasó? Siento tanto frío…

—Fuiste alcanzado por un arma maldita del Abismo. Por suerte sólo te hirió en el hombro, pues de haberte atravesado el corazón ahora estarías sirviendo a Chemosh —explicó el archimago—. Tal como están las cosas, creo que tengo algo aquí que te aliviará.

Raistlin regresó a la parte central del laboratorio para examinar una fila de tarros alineados sobre un estante cubierto de polvo.

—¿Quién era esa mujer? —preguntó Palin con un escalofrío—. ¿Algún esbirro de la Reina Oscura?

—En cierto sentido, sí, aunque no me cabe duda de que no actuaba siguiendo órdenes, sino para llevar adelante sus propósitos. Era mi hermanastra —contestó el archimago—, tu difunta tía Kitiara.

—Desde luego, hemos tropezado con un montón de viejos amigos últimamente —comentó Tas—. Bueno, supongo que no podemos considerar a Kitiara una amiga ahora, pero lo fue, hace mucho tiempo. Caray, recuerdo aquel día en que me salvó de un oso lechuza en una cueva. ¿Cómo iba a saber yo que los osos lechuza duermen todo el invierno y se despiertan hambrientos? Pero Kit murió. —Tas soltó un suspiro—. Y ahora Tanis también. Han muerto tantos… Por lo menos, te tenemos de vuelta a ti, Raistlin —añadió el kender, un poco más animado.

—Eso parece —contestó el archimago, que casi de inmediato sufrió un ataque de tos que lo hizo doblarse en dos mientras se llevaba las manos al pecho y boqueaba para llevar aire a los pulmones. Por fin, el espasmo doloroso menguó, y Raistlin se limpió los labios con la manga e inhaló trabajosa, entrecortadamente—. Puedo asegurarte que mi regreso ha sido involuntario.

—Quiso volver al Abismo —contó Tas—, pero cuando lo intentó las cabezas nos gritaron. Fue realmente emocionante, pero entonces Raistlin cerró la cortina. Supongo que podría echar un vistazo, sólo para ver si las cabezas están…

—¡No te acerques ahí! —instó Raistlin bruscamente—. O vas a encontrarte echando otro sueño, ¡y éste no será breve!

El archimago encontró el jarro que buscaba, lo bajó del estante y le quitó la tapa. Lo olisqueó, asintió con la cabeza, y se dirigió hacia Palin.

—Quizá te escueza —dijo mientras extendía un ungüento azulado sobre la herida.

Palin apretó los dientes y dio un respingo.

—Presumo que no deberíamos haber escuchado a hurtadillas la conversación de los dioses. —Se sentó a medias y echó una ojeada al hombro intentando ver la herida. La expresión de dolor se suavizó en su rostro, empezó a respirar con más facilidad y dejó de tiritar—. Me siento mejor. ¿Es algo mágico?

—Lo es —contestó Raistlin—, pero no lo he preparado yo. Fue un regalo, de una sacerdotisa de Palanthas.

—De Crysania, supongo —dijo Tasslehoff mientras asentía con expresión enterada—. Te tenía mucho aprecio, Raistlin.

El semblante del archimago estaba impasible, severo. Se dio media vuelta y regresó hacia los estantes para reanudar el repaso del contenido de los frascos.

—¡Tas! —susurró Palin, escandalizado—. ¡Chitón!

—¿Por qué? —contestó el kender enfadado, también en un susurro—. Es la verdad.

El joven miró con desasosiego a su tío, pero, si Raistlin había oído algo, hacía caso omiso de los dos.

A Tas le dolía la cabeza. Lo hacía sentirse muy desdichado pensar que Tanis había muerto y que nunca volvería a oír su risa, ni lo vería sonreír, ni le cogería prestados más pañuelos. Y ahora, como si todo eso fuera poco, estaba aburrido.

El kender sabía de sobra que si se le ocurría siquiera echar un vistazo a un murciélago muerto en este laboratorio, los dos, Raistlin y Palin, le gritarían. Y si le gritaban, la opresión que sentía en el pecho haría que les gritara también y probablemente les dijera algunas cosas que herirían sus sentimientos. Lo que significaba que uno u otro podría acabar convirtiéndolo en un murciélago, y aunque eso sonaba divertido…

Tasslehoff deambuló por el laboratorio en dirección a la puerta. Intentó abrirla, pero el pestillo no cedió.

—¡Porras! ¡Estamos atrapados aquí!

—No, no lo estamos —dijo Raistlin fríamente—. Nos marcharemos cuando yo esté preparado para salir, no antes.

Tas miró la puerta con gesto pensativo.

—Ahora todo está en silencio ahí fuera. Steel golpeaba la hoja de madera como un energúmeno cuando entramos. Supongo que él, Usha y Dalamar se cansaron y se fueron a cenar.

—¡Usha! —Palin se puso de pie y casi de inmediato se acercó tambaleándose hasta un sillón y se sentó—. Espero que esté bien. Tienes que conocerla, tío.

—Ya la conoce —comentó Tas—. Bueno, más o menos. Al fin y al cabo es su hija…

—¡Hija! —Raistlin resopló. El archimago estaba guardando en una bolsita de cuero pequeña una hojas fragantes que había en otra más grande—. Si dice eso, entonces es una mentirosa. No tengo ninguna hija.

—No es una mentirosa. Las circunstancias fueron… eh… singulares, tío —dijo Palin a la defensiva. Se dirigió desde el sillón hasta el rincón donde estaba apoyado el bastón y lo cogió. Casi de manera inmediata pareció sentirse más fuerte—. Podrías haber tenido una hija y no saberlo a causa de la magia irda.

Raistlin tosió y empezó a negar con la cabeza, pero se detuvo y alzó los ojos hacia el joven.

—¿Irda? ¿Qué tienen que ver los irdas con esto?

—Yo… Bueno, es una historia que la gente cuenta sobre ti, tío. Padre nunca le dio importancia. Cada vez que se sacaba el tema, decía que no eran más que tonterías.

—Me gustaría oír ese relato —dijo Raistlin con un atisbo de sonrisa asomándole a los labios.

—Existen varias versiones, pero, de acuerdo con la mayoría, tú y padre regresabais de la Torre de Wayreth, donde acababas de pasar la Prueba. Estabas enfermo y el tiempo estaba empeorando. Los dos os detuvisteis en una posada para descansar, y luego entró una mujer y pidió un cuarto para pasar la noche. Iba encapuchada y con el rostro casi cubierto con un pañuelo. Unos rufianes que había en la taberna la atacaron, y tú y padre la salvasteis. Ella intentó mantener oculto el rostro, pero se le cayó el pañuelo. Era bellísima —dijo Palin suavemente—. Sé lo que debiste sentir, tío, cuando la miraste. Yo he sentido lo mismo. —Guardó silencio, sonriente, sumergido de lleno en la historia.

—¿Y qué pasó entonces? —preguntó Raistlin, sacando al joven de su ensoñación con un sobresalto.

—Bueno… eh… —balbuceó Palin—. Para resumir, tú y ella… bueno, tú, eh…

—Hicisteis el amor —intervino Tas al ver que Palin parecía muy confuso en este punto—. Hicisteis el amor, sólo que tú no te enteraste a causa de la magia irda, y ella tuvo una niña con los ojos de color dorado, y los irdas vinieron y se llevaron a la pequeña.

—O sea que hice el amor con una mujer bellísima y yo ni me enteré. Qué mala suerte la mía —dijo Raistlin.

—No fue eso lo que ocurrió exactamente. Tendrá que contártelo ella. Te gustará, tío —siguió Palin con entusiasmo—. Es encantadora, y amable y muy, muy hermosa.

—Todo lo cual demuestra que no es hija mía —replicó el archimago cáusticamente. Tiró de la cinta que cerraba la bolsita de cuero y la colgó con cuidado del cinturón—. Será mejor que nos marchemos ahora. Tenemos mucho que hacer y poco tiempo para llevarlo a cabo. Me temo que han pasado demasiados días.

—¿Días? No, tío. Era media mañana cuando entramos al laboratorio, así que debe de estar a punto de anochecer. —Palin hizo una pausa y miró a su alrededor—. ¿No vas a coger ningún libro de hechizos? Me siento mejor, y podría ayudarte a llevarlos.

—No, no voy a llevarme ninguno —contestó Raistlin sosegada y fríamente, sin mirar siquiera en dirección a los libros.

Palin vaciló un instante antes de preguntar:

—¿Te importaría que los cogiera yo, entonces? Esperaba que pudieras enseñarme algunos conjuros.

—¿Conjuros del gran Fistandantilus? —preguntó el archimago, al que pareció divertirle mucho la idea—. Tu túnica tendría que ponerse mucho más oscura de lo que es ahora antes de que pudieras leer esos hechizos, sobrino.

—Tal vez no, tío. —Palin se mostraba muy tranquilo—. Sé que nunca se ha dado en la historia de las tres lunas que un Túnica Negra instruya a un Túnica Blanca, pero eso no significa que sea imposible. Padre me contó que una vez cambiaste un conjuro consumidor de vida por otro revivificador, cuando el pincho de una trampa envenenó a tío Tas en el templo de Neraka. Sé que el trabajo será arduo y difícil, pero haré cualquier cosa, sacrificaré cualquier cosa —añadió con énfasis—, para obtener más poder.

—¿Lo harías? —Raistlin observó al joven intensamente—. ¿Lo harías de verdad? —Enarcó una ceja—. Veremos, sobrino, veremos. Y ahora, debemos marcharnos. —Se encaminó hacia la puerta—. Como he dicho antes, apenas disponemos de tiempo. Está cayendo la noche, sí, pero no del mismo día en que te marchaste. Ha pasado un mes en Ansalon.

Palin se quedó boquiabierto.

—¡Pero eso es imposible! Sólo han pasado unas horas…

—Para ti, tal vez, pero el tiempo como lo conocemos en este plano de existencia no tiene significado alguno en el reino de los dioses. Hoy hace un mes que lord Ariakan entró triunfante por las puertas de la Torre del Sumo Sacerdote. Una vez caída la fortaleza, nada podía detenerlo. La ciudad de Palanthas está gobernada ahora por los Caballeros de Takhisis.

Tas se había pegado al ojo de la cerradura, intentando ver fuera.

—¿Y si el espectro sigue ahí? —preguntó.

—El guardián se ha marchado. Dalamar está ahí, pero no por mucho tiempo. Dentro de poco, como en los días posteriores al Cataclismo, la torre quedará desierta.

—¡Que Dalamar se va! ¡No… no puedo creerlo! —Palin parecía aturdido—. Tío, si los caballeros negros están al mando, entonces ¿adonde iremos? No habrá ningún lugar que sea seguro.

Raistlin no contestó.

En su silencio había algo espeluznante.

—He soñado con ello tantas veces… —dijo el archimago con voz queda—. Iremos a casa, sobrino. Quiero ir a casa.